Tenía cincuenta años que parecían setenta; una levita que no lo parecía, del color de la vía pública, el gris que se coge en el arroyo como una pátina; barba rala, corrida, del color de la levita; tres ó cuatro dientes; una camisa, y muy arraigadas convicciones políticas, sociológicas y aun filosóficas y teológicas. Había aprendido á leer allá en Cuba, cuando la otra guerra, siendo voluntario en un batallón provincial; y ahora leía periódicos y más periódicos arrimado á los pilares en los porches del Ayuntamiento. Siempre leía de prestado, porque él su poco dinero lo gastaba en aguardiente y en tabaco. Era peón de albañil, pero casi siempre dimisionario. No estaba conforme con la marcha del mundo. Cuando él era joven, la culpa de todos los males la tenía el oro de la reacción; ahora parecía ser que el enemigo era “el infame burgués”. “Sea”, se había dicho el Rana; y, como antes del oscurantismo y de los presupuestívoros, ahora maldecía del burgués, del zángano de levita. Y eso que él, por invencible afición, siempre vestía de levita, verdad es que debida á la munificencia de algún aborrecido burgués. Era el borracho más popular de su pueblo, y todas las clases sociales le encontraban gracia al Rana, y veían en él, acaso, el último representante de una generación famosa de perdis populares, que eran, en cierto modo, orgullo de la ciudad por el ingenio de todos ellos, por los rasgos originales y muy cómicos de su excitada fantasía. El Rana, á pesar de sus ideas disolventes, de su bala rasa (alcohol puro) anarquista, no tenía un enemigo, ni siquiera entre el clero, que él despreciaba con serenidad olímpica. Sin embargo, sus lucubraciones teológicas más de una vez le hicieron dormir en la prevención, por la forma más que por el fondo. Cuando la prensa local encarecía la necesidad de perseguir la blasfemia, el Rana no se libraba de los rigores del terror blanco. Pero salía de prisiones sin abdicar uno solo de sus principios; y aquella misma noche volvía á presentarse tan borracho como el día anterior y tan encastillado en sus negaciones impías y en sus imprecaciones escandalosas.

Amigo de marchar con el siglo, había renunciado á ser republicano, ya que los jóvenes de la esquina del Ayuntamiento se reían de la política; y era anarquista, pero disidente, porque los de esta opinión le habían expulsado con toda solemnidad de su grey, con el frívolo pretexto de que empalmaba las borracheras y era el hazmerreir de los burgueses, y admitía de éstos propinas, prendas de vestir y otras humillaciones.

Pero el Rana, haciendo eses, y mirando al cielo, con quien se pasaba el día de coloquio, pues era su costumbre decírselo todo á las nubes, al tal Dios, desdeñando ponerse al habla con los míseros mortales, el Rana, digo, perdonaba á sus correligionarios porque no sabían lo que hacían, y les dedicaba sonrisas de desprecio en un todo iguales á las que le merecía el alto y bajo clero. Además de no estar conforme con el credo (así decía él) de su partido, en lo tocante á la bebida, también protestaba contra los alardes de cosmopolitismo, porque él era patriota ¡por vida de la Chilindraina! y había expuesto la vida en cien combates por la… eso de la patria: en fin, “¡Viva Cuba española!”, gritaba El Rana, que en esta materia no admitía bromas ni novedades. Bueno que la república fuera un… mito, eso, un mito…, pero en la aquello… de la patria, que no le tocaran el Carlos Más (Marx), ni el Carlos Menos, ni Carlos Chapa…, porque el Rana, allí donde se le veía… había sido voluntario del heroico batallón de la Purísima (alabada sea ella), añadía el Rana, que sólo estaba mal con el elemento masculino de la Sacra Familia; y eso de boca.

“Mil éramos, predicaba entusiasmado en medio de la plaza, mil éramos cuando íbamos por la carretera de Castilla arriba: ciento cuatro volvimos de Cuba… Los demás todos muertos… unos por uno, otros por otro…, ¡todos muertos! ¡Viva la anarquía y el libertinaje! Fuego y fuego en el burgués…, pero el que me toque á… pues, á Cuba española, que se entienda con este cura, hablando mal, con el Rana, veterano distinguido del batallón provincial de la Purísima, alabada sea ella… Me… caso en el tal del Tal.”

Y si pasaba por allí un polizonte iba el Rana á la prevención por blasfemo.

Una mañana muy fría, de Diciembre, salió el Rana muy temprano del zaquizamí en que dormía, y previo el ordinario tocado de pasarse la mano por los ojos, se encaminó á la estación del ferrocarril del Norte, pisando la dura escarcha, soplándose los dedos y hablando entre dientes con las podridas nubes. La letra de lo que quería decir no era muy clara, pero la música era ésta: pestes contra el frío, contra el hambre, contra el infame burgués y contra la falta de patriotismo del obispo, del alcalde, del gobernador y demás oscurantistas, digo burgueses.

El Rana había leído en un periódico local, el día anterior, que aquella mañana, en el primer tren saldrían por el ferrocarril del Norte quince voluntarios que embarcarían en La Coruña con destino á Cuba. Una semana antes la ciudad en masa había despedido entre gritos de entusiasmo patriótico á todo un batallón de infantería que de allí había salido para la guerra. Se había obsequiado á los soldados con cigarros, fiambres, vino, reparto de pesetas y grandes dosis de cariño fraternal, inspirado en el amor á la patria. Estaba bien. El Rana era el primero en aplaudir aquella manifestación. Pero ahora…

—¡Lo que yo temía!—exclamó al pisar el andén, donde le dejaron entrar á la cuarta ó quinta blasfemia.

—¡Lo que yo temía! ¡Ni un alma! ¡Muera el burgués! ¡Abajo lo existente!… ¡Ni un alma!… ¡Sean ustedes Daoíces para esto!… ¡Claro!… Los pobretones son voluntarios; como yo, como el Rana, allá en mis buenos tiempos… Son el Queso, Piniella, el Marqués, Viruela, Viruso, el Troncho… cuatro gatos, la hez, eso, la hez del pueblo soberano… Una limpia, ¿eh? ¡Dígalo usted, burgués infame!… ¡Una limpia!… ¡Dígalo usted claro!

Y el Rana, hablando y andando, se dirigió á la cantina solitaria, donde pidió una copa de aguardiente, al mismo tiempo que ponía sobre el mostrador unos cuantos perros chicos, pero sin separar de ellos la mano. Era aquel gesto una fórmula á que le obligaba su escaso crédito. Quería decir que tenía con qué pagar; no que pagaría de fijo.

Como la cantinera le mirase con cierta sorna y no se diera mucha prisa á servirle, El Rana, con ceño digno de las Euménides, se encaró con la pobre muchacha y la abrumó bajo el peso de cien blasfemias é imprecaciones.

“¿De qué se dudaba allí? ¿De su buena fe de pagador ó de su amor á la… eso de la patria?”

“¿Tenía él ó no tenía decoro? ¿Tenía ó no tenía razón? Ni el obispo, ni el alcalde, ni una rata, venía á ‘despedir á los quince Daoíces’ que iban á morir por España, como el más currutaco general ó cadete…” Bebió dos ó tres copas; dejó sobre el mostrador algunas monedas, recogió otras, y siempre hablando con las nubes, se fué hacia el grupo de voluntarios, que también soplándose las manos daban diente con diente y patadas en el suelo, formando piña cerca del tren, preparado ya para la marcha.

—¡Eh, Rana, faltan cinco céntimos!…—le gritó no muy incomodada la cantinera.

El Rana se encogió de hombros, y con un ademán de pródigo, exclamó:

—Para ti—y llegó al grupo de voluntarios, donde no fué mal recibido. El Queso le estrechó la mano con efusión, y dijo:

—¡Bien por el Rana! Vivan los patriotas de la Purísima.

—Alabada sea ella. Pero el podrido obispo, ¿por qué no viene hoy á echar bendiciones? Y el alcalde, ¿para cuándo deja los puros y los vivas?…

—¡Porque sois la hez, Queso! Esto es una limpia… Os barre el hambre, os echa á morir, á la alcantarilla, á la manigua, la nesecidad… Y, claro… los señoritos, los burgueses… no se levantan de la cama á la hora que barren los barrenderos del Ayuntamiento…

La verdad era que en la estación no había ni elemento oficial, ni muchos curiosos ó patriotas. Casi ninguno. Había, sí, mujeres harapientas, niños pobres que lloraban ó reían, los pedazos del corazón cubiertos de andrajos, que dejaban en el pueblo aquellos muchachos que iban… no sabían á qué… á morir probablemente… á padecer por la… eso, de la patria.

El Rana no se explicaba bien—porque blasfemar no es argüir;—pero él veía clara la cosa: lo que pasaba por el espíritu… de vino de aquel insigne borracho, traducido de las nieblas alcohólicas de su conciencia al lenguaje usual, era esto:

“No valen más mil que quince. Aquellos chicos no tenían la culpa de ser tan pocos. No valía decir que el pueblo acababa de entusiasmarse pocos días antes. En estos casos no vale el cansancio. Aquel desaire á la hez de la población, que iban de su propio querer á morir por España, era una ingratitud, una crueldad. El voluntario no es menos que el soldado que sirve al rey porque le toca. Allá son iguales; pero en el arrancar tiene el voluntario más mérito. Y no valía pensar que el Queso, el Marqués, Viruela, iban echados por la miseria, por no luchar con el hambre, por dar pan á su madre, ó á su mujer ó á sus hijos…

“No; algo había él visto… pero sin lo otro, sin lo de… aquello de la patria, no irían. ¿Por qué no iban á otra parte, donde había guita, pero no había peligro, mala vida? ¿Por qué á ninguno se le ocurría ir á cambiar la miseria de su tierra por el pan seguro de otras aventuras lejanas, por mar ó por tierra? En fin, que, por dentro, al Queso le pasaba lo que á él, al Rana, le había pasado en su tiempo. ¿Qué era España? ¿Qué era la patria? No lo sabía. Música… El himno de Riego, la tropa que pasa, un discurso que se entendió á medias, jirones de frases patrióticas en los periódicos… Pelayo… El Cid… La francesada… El Dos de Mayo… El Rana, como otros camaradas, confundía los tiempos; no sabía si lo de Pelayo y lo de Covadonga había sido poco antes que lo de Daoiz ó por el mismo tiempo… Pero, en fin, ello era que… ¡viva España! y lo que sale de dentro sale de dentro… y, en fin, que en un arranque de… no sabía qué, pero contento, muy ancho, se había alistado… y allá había ido, mezclado con mucha gente honrada, siendo tanto como ellos, en cuanto era voluntario; y se había batido bien, y había perdonado, allá en la guerra, á los españoles de acá, á los reaccionarios (hoy burgueses) que habían ido á despedir el batallón de la Purísima por la carretera de Castilla arriba, y que iban diciendo, mientras acompañaban á los voluntarios:

—“Y además, ¡qué limpia! El batallón se lleva al Rana, se lleva á Saltamontes, se lleva á Tarucos… se llevaba… Sí, se los llevaba; ya no quedaban perdis en el pueblo apenas; y los más se habían ido y no habían vuelto… ¡Qué limpia! Entre muchos pobres muy juiciosos, sin tacha, la picardía de la ciudad, era cierto; borrachos, jugadores, blasfemos, el escándalo de las plazuelas… ¡Pero allí todos iguales, todos voluntarios! Y el Rana y Tarucos no iban sólo por el rancho y á la que saltara; no, señor… iban por una corazonada, por el himno de Riego, por lo de los moros y los mambises… y Pelayo y los franceses… y, en fin… como los otros… ¡Rayo en el burgués! ¿Qué limpia, eh? ¡Oh! ¡Pues si viérais morir en la manigua á los de las barreduras!…”

Sonó el pito del jefe. Se cerraron portezuelas, hubo abrazos, besos, lágrimas, carcajadas nerviosas, gritos locos. De repente silencio triste. En aquel silencio sonó de repente la voz del Rana que peroraba, sin que ya nadie le hiciera caso:

—Á ver, ¿dónde está el pueblo? ¿Dónde está el burgués, dónde está el obispo? ¿Y esas pesetas, señores de la Diputación? ¿Y esos cigarros, señor Alcalde?

Y entusiasmado con su propia arenga, el Rana, al arrancar el tren, tuvo una inspiración generosa.

Sacó del bolsillo interior de la levita de color de carretera una cajetilla de las más baratas, aún no mediada, y con gesto de soberana arrogancia, comenzó á arrojar pitillos á las ventanas de los coches que ya se movían…

—Toma, Queso; toma, Viruela…, toma tú, Troncho… ¡Viva Cuba española!

—¡Viva el Rana! gritaron los voluntarios que ya se alejaban… ¡Viva la integridad de la patria!

—¡Eso! ¡eso!—gritó nuestro hombre—¡viva la ingratidad de la patria! Me caso en el tal del Tal… y blasfemó horriblemente, hasta que un guardia le puso la mano en el hombro, diciendo:

—Calla, Rana, si no quieres dormir el martes donde duermes el domingo…

El Rana miró de hito en hito, con gran desprecio, al guardia, y, sin blasfemar, exclamó:

—Oye, tú, dile al obispo… que es un… trásfuga… y que ¡viva Cuba española!