DIÁLOGO, PERO NO PLATÓNICO
—¿Qué hay de libros nuevos?—me preguntó Jorge, suspirando como distraído, dejando de pensar en mí y en lo que me había preguntado.
Estaba pálido, ojeroso, con cara de sueño y de mal humor. Yo le miré con atención y fijeza, y dando cierta intención maliciosa á mis palabras, contesté:
—Acabo de ver que Carlos Groos, ya sabes, el docto alemán que publicó en 1896 Die Spiele der Tiere (Los juegos de los animales), publica ahora Die Spiele der Menschen (Los juegos del hombre).
—Sí; ya me acuerdo. Los juegos de los animales… No hay más juego que ése. Porque… ¡valientes animales son todos los que juegan!
—Hombre, no juegues tú con el vocablo…
—Ya sé que es feo jugar de boca… Y, en rigor, está prohibido… Véase el artículo…
—No digo eso. Juegas con el vocablo; porque animales…
—Sí; ya te entiendo. Se trata de los animales… no humanos. Bueno, pues el señor Groos los calumnia. Los animales no juegan. Sólo juega el hombre, que es el único ser metafísico y jugador. Es un efecto de la dichosa evolución. ¡Qué remedio! Yo quería corregirme, dejar el vicio… pero… imposible… Es cosa de la herencia… de la raza. Lo he leído en Ihering, en la Historia de los indo-europeos antes de su separación. Aquello desconsuela. Nuestros patriarcales y bucólicos ascendientes remotísimos… eran unos empedernidos jugadores. Mataban el tiempo, el tiempo monótono de aquella vida lacia, sin variedad, sin emociones nuevas, jugando y jugando… Y esto, generaciones y generaciones… ¡Ya ves! ¿Quién puede más que el hábito incrustado en la herencia?… Pastores… y jugadores…
—Basta de disculpas prehistóricas y darwinistas… No me has entendido, ó no has querido entenderme… ó todo te sabe á lo que te pica. El juego de que habla Groos no es ése; es el juego como diversión ó recreación, según dice el Diccionario, en que no se persigue otro propósito que la distracción misma…
—Á propósito del Diccionario. Los que hablan mal de ese libro académico no conocen su gran mérito. Es un libro de moral… Á lo menos á mí, casi me convirtió. Verás lo que pasó. Un día, viéndome encenagado en el pícaro juego, sin poder remediarlo, convencido de que eran inútiles los propósitos de enmienda, quise saber á lo menos cómo se definía académicamente el vicio que me dominaba, y me fuí al Diccionario oficial, y leí: “Juego, pasatiempo, recreación, aquello que se hace por espíritu de alegría y sólo para divertirse y entretenerse.” No era esto; mi juego no era pasatiempo, ni alegría; ¡era infierno!… Seguí leyendo: “Ejercicio recreativo sometido á reglas, y en el cual se gana ó se pierde.” Lo de ejercicio no me llenaba, porque ¡se hace tan poco ejercicio pasando doce horas arrimado al tapete verde! Y lo de “se gana ó se pierde” no es exacto, porque muchas veces se queda… á juego, ni se pierde ni se gana. Si el banquero abate con nueve y yo también… ni pierdo ni gano. Y si salgo del Casino con el mismo dinero con que entré… ni pierdo ni gano. “Para darle mayor aliciente—continúa el Diccionario—aventúrase en él con frecuencia algún dinero.” Los académicos deben de ser peseteros por esa manera de hablar. “Merece reprobación—sigue la Academia—cuando la ganancia ó la pérdida puede ser importante; cuando se juega por vicio ó cuando el jugador no tiene por objeto divertirse ó entretenerse, sino hacer suyo el dinero ajeno.” Al leer esto, sentí toda la sangre en el rostro; estaba muerto de vergüenza. ¡Qué lección inesperada me daba el léxico oficial! ¡Cuánto había yo leído contra el juego! Pero nunca aquella bofetada de moralidad me había azotado el rostro. Tolstoi con su moral de maníaco, combatiendo lo mismo que el juego el vino, el tabaco… el servicio militar y el trabajo, no me había hecho sonrojarme. Siempre que se atacaba el juego como vicio, yo me disculpaba con la decencia que pueden tener los viciosos. El juego me parecía diabólico, pero noble, jugando como caballero, es claro. ¡Cuántos sofismas había inventado yo para disculpar mi vicio! Le había encontrado analogías con mil cosas, malas, pero no bochornosas. Así como el amor ilegal es pecado, pero no sórdido, no bajo, el juego me parecía incompatible con la vida económica ordenada de la sociedad… pero no infame, no vil, no mezquino; sin relación con la codicia, con el robo. ¡Jesús, el robo! Y de repente el Diccionario ¡zás!, me daba aquella bofetada… ¡No me había fijado! Al juego se iba para hacer suyo el dinero ajeno… Era verdad; á eso se iba. Lo mismo que los usureros y que los ladrones… para hacer de uno el dinero ajeno… contra la voluntad de su dueño también; porque nadie tiene voluntad de perder. ¿Que se expone el dinero propio en cambio? También el avaro expone la salud, la vida; el usurero se expone á quedarse sin lo prestado, y el ladrón… á ir á presidio. Sí, no cabe duda; el juego es eso: desear quedarse con el dinero ajeno. ¿Querrás creer que me dió asco el juego? Vi en mí un pecado de la índole ruin de que siempre me había creído libre; un pecado sórdido, de injusticia con el prójimo, de repugnante psiquis… (Pausa.)
—¿Y qué?
—Pues nada. Que estuve sin jugar… mucho tiempo.
—¿Mucho, eh?
—Sí; ¡varias semanas!
—Pero, ¿cómo volviste á lo sórdido, á lo ruin, á lo que… (perdona, tú lo has dicho) se parecía al robo?…
—Verás. Eché mis cuentas. Según mis cálculos, yo, en conjunto, llevaba perdido mucho más dinero que ganado. Todavía me tenían por allá algunos miles de duros. Iba por el desquite. Iba por lo mío. Aquello no era jugar, y no hacía mío el dinero ajeno… sino el mío.
—Vamos, sí; les habías hecho una señal á las monedas y á los billetes, y cuando no eran los tuyos los que ganabas… los devolvías.
—Ya sabes que el dinero se considera como cosa fungible…
—¿Pues entonces?… Además, tus deudores(!), es decir, los que te habían ganado á ti, ¿eran los mismos á quienes tú ganabas?
—Ese argumento tiene menos fuerza que el que empleó para anonadarme la pícara realidad…
—¿Y fué?…
—Que aquellos señores, que no eran los que me habían ganado… me ganaron también. (Nueva pausa.)
Me daba lástima del pobre Jorge. No quise molestarle con nuevas observaciones virtuosas tan fáciles de encontrar. ¡Es tan fácil lidiar los vicios desde la barrera cuando no se tienen!
—¡El juego!—continuó el jugador.—Los filósofos no saben lo que es. Montaigne, que ha hablado de tantas cosas, de tantos vicios, no tiene ningún capítulo dedicado al juego. Montaigne hablaba de lo que sabía, de lo que había experimentado. Renán se queja de que los filósofos no han tomado el amor en serio del todo, y su verdadera filosofía está sin hacer. Y es verdad. Y la causa será que los filósofos no suelen enamorarse de veras. Lo mismo les pasa con el juego. ¡La estética del juego! existe; pero no es ésa de que hablan esos libros nuevos… Como que el juego… no es juego…, no tiene nada de juego, en ese otro sentido de finalidad sin fin de que ya Kant hablaba. No debiera usarse la misma palabra para cosas tan diferentes. Una opinión muy generalizada entre los estéticos, es que el arte… es juego. Schiller, en sus célebres cartas sobre la ciencia de lo bello, siguiendo á Kant, desenvuelve admirablemente la teoría…
—Sí; y ahora la estética de tendencia positivista, ó mejor acaso la que estudia lo bello y el arte en su aspecto psico-fisiológico, sigue el mismo criterio. Spencer, como es sabido, también admite la teoría del arte juego…
—Y se ha dicho que el juego es un exceso, una sombra de la vida… lo mismo que se ha dicho del amor. Renán le preguntaba un día á Claudio Bernard por el misterio del amor, y el gran fisiólogo le decía: “No, no hay cosa más sencilla que el amor; es la vida que sobra…” De modo que amor y juego son plétora, lo que rebosa…
—El juego, según este Groos de que hablábamos, es un ejercicio natural de los aparatos sensoriales y de los motores, de las facultades del espíritu (inteligencia se entiende) y de los sentimientos, en atención al placer… La actividad por el placer mismo de la actividad, eso es el juego…
—¡Qué cosa tan diferente del otro juego, de mi juego! El jugador no busca el placer… y en eso se engañan muchos que ven las cosas desde fuera… Busca la ganancia; sólo que la busca en la forma picante, misteriosa, inexplicable… de la suerte. ¡La suerte! Estoy por decir que el jugador es un metafísico apasionado que interroga de cerca y con interés el misterio metafísico en cada jugada… ¿Hay ley? ¿No hay ley? ¿Es casualidad? ¿Qué es casualidad? ¿La Providencia se mezcla en estas cosas? ¿El calculo de las probabilidades hasta dónde sirve?… Y después… ¡una cosa terrible! Lo que á mí, al fin, me ata al juego hasta por la filosofía… quiero decir, por el sofisma, es… que la vida es juego. Sólo el que aspira al nirvana, á la abulia, á la apatía, puede decir que no es jugador. Los demás, todos juegan. La vida y la muerte son un modo de copar la banca. Cada latido del corazón es un golpe de fortuna, una carta que se juega; cada vez que respiro puedo perder ó ganar la vida… La riqueza ó la miseria… juego…; el mérito… juego. ¿De dónde me viene el talento ó la estupidez? ¿De dónde vienen las judías y las cristianas, los nueves ó las figuras?… Del misterio, del horrible cincuenta por ciento…, del abismo que se llama pares ó nones, cara ó cruz…
“Esto… ó lo otro”. En esa ó, en esa disyuntiva está el símbolo del juego… y de la existencia… Voy ahora á casa…; mis hijos, mis entrañas, ¿estarán durmiendo… ó muertos?… ¡Quién sabe!… Están durmiendo; ¡bien! ¡qué hermosos! ¡qué inocentes! Pero ¿mañana? El porvenir, la carta que les tocará… la vida que les espera… ¿Qué puedo yo para conseguir su dicha futura? Todos mis cálculos, mis previsiones, mis cuidados, mis ahorros, ¡inútil martingala! Mis esperanzas… ilusión como las supersticiones del jugador… En el fondo de la magna cuestión del libre albedrío, de la libertad y la gracia, de la libertad y el determinismo, de la filosofía de la contingencia, que hoy da nombre á una escuela, lo que se ve es el quid del juego… No; el juego, el mío, no es diversión, no es broma, no es desinterés, no es finalidad sin fin… Es todo lo contrario; el interés, la ganancia, el egoísmo en la lucha con la suerte…: lo mismo que la vida non sancta, que es la vida de casi todos. Los grandes hombres, los héroes, decía Carlyle, toman la realidad, el mundo, en serio. No son dilettanti. Lo mismo el jugador. El azar para mí ó contra mí… Ésta es su idea, siempre seria, siempre con fin, siempre interesada…
—Sin embargo, en el juego, no el tuyo, el otro, el juego por el placer de la actividad, se llega, según nuestro autor, á lo que él llama el placer del mal, á jugar con el propio dolor. Además, hay la catarsis de Aristóteles, el placer de la calma tras la borrasca.
—No, no importa. Ni por ahí existe afinidad entre los juegos y el juego. El jugador no busca el dolor del juego, que es grande, por el dolor, por el placer de saber que es un dolor buscado, querido: no, porque él sabe bien que la pasión le domina y que aquel dolor no es voluntario; y además, tolera el dolor por la esperanza de ganar, no por el gusto de poder triunfar de él. En cuanto á la catarsis, no tiene aplicación… Porque la calma para el jugador nunca llega. Todo es borrasca. Después de ganar… quiere, necesita ganar más. Es un judío errante, no para nunca su ambición.
—Groos habla también de juegos guerreros, los del placer de luchar, de vencer á un contrario…
—Tampoco en eso hay afinidad entre los juegos y el juego. En La Traviata, el tenor juega por ganar á un rival… Eso es música. El jugador de veras no quiere el dinero de Fulano, quiere el dinero; en el juego hay disputas, pero no hay rivalidades, ni personalismos, ni rencores: no hay más enemigo que la contraria. Suerte, ganancia, pérdida. Ésas son las categorías.
—Pues Groos dice textualmente que las apuestas son juegos guerreros, y los juegos de azar apuestas intelectuales. El juego de azar tiene para él tres elementos: el placer de ganar, que crece con la importancia de lo que se arriesga, sin que la ganancia por sí sea el objeto del juego; el placer de una excitación fuerte, y el placer de la lucha…
—Sí, pistolas de salón, de viento. Ese juego lo hay…, la lotería de las viejas… ¡y aún! No; en el juego verdad no se sienten esas emociones pueriles; se quiere dinero, ganancia, y se quiere por el único camino del jugador, la suerte. Que salga cara, si jugamos cara; que sean pares, si jugamos pares… y no por acertar, sino por ganar. Suerte, interés, eso es todo. ¡La excitación fuerte! Ésa no es incentivo aunque el jugador crea que sí. Es un castigo, es una maldición del juego, como el remordimiento, la vergüenza de perder, después. Desengáñate; el juego… no es broma. Es como la vida, es como la metafísica… La vida racional quiere penetrar en el misterio para saber de su destino, porque teme y quiere esperar, ser feliz… El jugador, igual. Ser ó no ser, ésa es la cuestión… Venir ó no venir… ésa es la cuestión. Estar á la que salta; eso hace el jugador. Y eso hace el que no renuncia á las contingencias de la realidad. Ó ser santo… ó jugar…