Muchas veces, casi siempre, lo que esperamos con ansia, no nos trae la felicidad, ni lo que esperamos con temor, la desgracia.

Jamás hubo un estudiante de quinto año más ansioso que yo de hacerse bachiller. Este magno acontecimiento era, a mi modo de ver, la llave del Paraíso.

En efecto, fué la llave, mas no para abrirlo, sino para cerrarlo. Este primero y gran desengaño que la vida me ofreció, produjo en mí tal efecto, que me hizo para siempre con ella receloso. En cada esperanza he visto, desde entonces, una emboscada; en cada deseo, una trampa. Y he pasado mi existencia como los cocheros, apretando el freno en todas las pendientes.

Tal deseo vehemente de hacerme bachiller, no era sólo por las preeminencias que tan glorioso título lleva consigo. Mis padres me habían prometido enviarme a Madrid a seguir la carrera de Jurisprudencia y ya me veía dueño absoluto de mis acciones en medio de la corte de España. ¡Qué halagüeño porvenir!

Tanto pensaba en él, que en vez de prepararme durante aquel curso para el examen, repasando las asignaturas de los años anteriores, no se me ocurrió cosa más apetitosa que comprar algunos libros de la Facultad de Derecho y ponerme a estudiar por ellos.

La Economía Política me sedujo de un modo increíble. Bien imagino ahora que no era tanto por la ciencia misma como porque su estudio me engrandecía a mis propios ojos. ¡Es tan distinguida, tan elegante la Economía Política! Estudiándola me creía a cien leguas de aquellos viejos y ridículos maestros del Instituto, me parecía vivir en una atmósfera de buen tono y adoptaba ya con mis compañeros las formas corteses, pero un poco desdeñosas de los hombres de mundo.

Tal extravagancia pudo costarme cara. Al aproximarse la época de los ejercicios o sea del examen general del bachillerato, me encontré bastante mal preparado. Sobre todo el latín, me parecía haberlo olvidado por completo. ¡Vayan ustedes con los gerundios y las oraciones primeras de activa a un hombre que meditaba sobre las relaciones del capital y el trabajo!

Me acometió un terror pánico. Si me suspendían, ¡adiós Madrid!, ¡adiós vida alegre, independiente!, ¡adiós relaciones del capital y el trabajo!

Faltaban pocos días ya para el examen: no me era posible prepararme bien en tan corto tiempo. Aturdido por la cruel perspectiva de ser rechazado, principié a imaginar tontería sobre tontería para salir del aprieto. Y naturalmente, puse en práctica la mayor de todas ellas. Nada menos se me ocurrió que ir a visitar a mi antiguo profesor de latín, aquel romántico Cincinato que tenía su fundo en la falda de las colinas y confesarme con él, esto es, declararle mi ignorancia y mis temores.

Como lo pensé lo hice. No fuí a verle a su amable retiro campestre, sino a su casa de la urbs que era vieja, obscura, y que tenía un olor clásico a ratones bastante pronunciado.

Pero he aquí que en cuanto subo nada más que media docena de escalones, adquiero súbito y por arte mágico los suficientes conocimientos de latín para sufrir cualquier examen por riguroso que fuese. Subo otros cuantos y me encuentro hecho un sabio: la lengua romana no tenía secretos para mí.

Naturalmente, comprendí que la visita era ya inútil. Bajé de nuevo la escalera y salí a la calle triunfante.

Sin embargo, no había dado muchos pasos por ella cuando sentí que mi ciencia filológica menguaba de un modo sorprendente y al fin se disipaba como la bruma de la mañana; quedé un instante perplejo y me decidí a entrar otra vez en casa del profesor.

Otra vez volví a sentir inundado mi cerebro por una ola de sabiduría, que lo bañó por completo y estuve bien tentado a dar la vuelta. Pero sospechando que pudiera ser un falaz espejismo, hice un esfuerzo por arrojar de mí aquella ilusión y tiré del cordón de la campanilla.

Era un cordón negro, siniestro, fatídico, como la cuerda de un ahorcado. La campanilla sonó en las profundidades de aquel antro con lúgubre tañido, que apretó mi corazón; aunque ya estaba bien reducido.

Y repentinamente sentí un vago deseo de que la casa se derrumbase y me sepultase entre sus ruinas.

Una vieja salió a abrirme; detrás de ella un perro que me dirigió una mirada de desprecio sin ladrarme. Lo mismo él que la vieja comprendieron al instante que yo era un pobre estudiante que venía pidiendo misericordia. Estaban acostumbrados a estas visitas.

Me introdujeron en una sala de piso negro y pegajoso por las capas de cera superpuestas durante medio siglo y allí me dejaron sin decirme una palabra. De las paredes, tapizadas con papel pintado que reproducía infinitas veces un loro mordiendo la flecha de la torre de un campanario, pendían algunas fotografías con marco de nogal representando al profesor con toga y birrete rodeado de sus discípulos. La fecha, escrita debajo con supremo arte caligráfico, era atrasadísima. Otros cuadros contenían diplomas que daban testimonio de la aplicación del profesor cuando era niño. ¿A qué época se remontarían estos diplomas?

Al cabo de unos minutos se presentó el catedrático en persona y quedé petrificado como si viese un espectro.

—¿Qué deseaba, hijo mío?—me dijo después de esperar vanamente a que yo diese algún signo de vida.

Tardé todavía algún tiempo en salir de mi transmutación marmórea y, al fin, balbuciente y ruborizado, le pregunté por su salud y por la de su familia como si fuese lo único que en aquel momento me interesase sobre la tierra. El profesor me informó afablemente de estos extremos y volvió a reinar el silencio.

Entonces me puse a dar vueltas entre los dedos a mi sombrero con la velocidad de un cuerpo celeste.

El profesor apenas se dignó fijar la atención en aquel movimiento de rotación increíble y me siguió mirando de hito en hito.

—El caso es… que dentro de algunos días me voy a presentar al ejercicio de letras para el grado de bachiller.

—Perfectamente—manifestó el catedrático doblando el espinazo con ceremoniosa solemnidad.

—Y como hace tanto tiempo que estudié el latín…

No pude pasar más adelante; tenía un nudo en la garganta. El profesor vino en mi auxilio.

—Supongo que no habrá usted abandonado su estudio y que se presentará bien preparado.

—¡Ah!—exclamé poniéndome rojo hasta el blanco de los ojos—. No señor, no… no estoy bien preparado, sobre todo en el latín, que he abandonado un poco en estos últimos años.

Los ojos del catedrático expresaron profunda consternación. Se llevó la mano a la frente y observé en él síntomas inminentes de desfallecimiento. Después comenzó a pasear por la sala con las manos atrás, según su costumbre, dejando escapar unas veces resoplidos de furor y otras suspiros de angustia.

—¡Abandonar el hermoso idioma del Lacio!—exclamaba levantando los ojos al cielo.

Yo me pegué a la pared maldiciendo la hora en que había nacido.

—¡La lengua de Marco Tulio y Quintiliano!

Me apreté aún más contra el muro sin dejar por eso de imprimir a mi sombrero una velocidad vertiginosa.

—¡La lengua meliflua de Tíbulo y Propercio!

Más pegado aún; casi incrustado.

—¡La lengua de Escipión el Africano!

Yo estaba desesperado de haber ofendido a aquellos ilustres varones, pero la cosa no tenía remedio. Ni aun logré filtrarme por la pared como era mi deseo vehemente.

En fin, mi sombrero había hecho más de cinco mil revoluciones sobre sí mismo cuando el catedrático cesó de suspirar y lamentarse. Siguió paseando silencioso y entregado a una dolorosa meditación.

Entonces acaeció en aquel recinto algo lamentable que no puedo recordar sin ponerme colorado. Sonriendo como un idiota rompí el silencio exclamando:

—¡Vaya unas patatas que recoge usted en su finca del Naranco!

Apenas había pronunciado estas absurdas palabras comprendí que había caído en un pozo. La desesperación me hizo quedar clavado en la pared con la misma sonrisa estúpida en los labios y aguardé impávido a que el profesor me echase de la estancia a puntapiés.

Se detuvo delante de mí y me dirigió una larga y severa mirada. ¡Caso prodigioso! Aquella mirada fué poco a poco perdiendo su severidad y tornóse al cabo en benévola.

—¡Maravillosas!—exclamó con énfasis—. Ni las más dulces de la Campania, ni las más farináceas del vecino reino de Castilla las sacan ventaja.

¡Estaba salvado!

Nuestra interesante conferencia, que duró todavía algunos minutos, versó toda ella sobre tan amables legumbres.

Quintiliano y Escipión el Africano debieron de estremecerse con indignación en sus tumbas.

Cuando al cabo me despedí, el catedrático me pasó paternalmente el brazo por encima de los hombros y vertió en mi oído algunas palabras de aliento.

Ahora bien, esta escena ha enriquecido mi alma con una enseñanza y un sentimiento. La enseñanza, bien deplorable, es que en este mundo la adulación más grosera, más estúpida e inoportuna produce buen efecto. El sentimiento no puede ser más dulce: se cifra en la gratitud que he guardado siempre en el pecho hacia las patatas que fueron mis salvadoras en aquella ocasión. Jamás he dejado de rendirles homenaje cuando me las han presentado bien guisadas.

Me hice bachiller al fin sin contratiempo alguno y vine a pasar el verano a Avilés con mis padres. No recuerdo otro más feliz en mi existencia si no es el que precedió a… ¿Por qué sumergir ahora la mirada en otras épocas de mi vida? El presente fué dichoso, porque a la conciencia de mi libertad, tan grata a todos los seres, se unía la perspectiva de la corte, no menos grata a los jóvenes provincianos.

Me apuntaba la barba; se me había mudado la voz; en casa me consideraban ya como un hombre. Fuera de ella me mostraba tan celoso de esta prerrogativa, tan quisquilloso que cualquier palabra o signo que no se dirigiese al reconocimiento decisivo de mi virilidad me hería profundamente.

Mi pobre madre, al verme mozo, se puso a amarme con verdadero frenesí. Ella, que siempre había sido sobria de caricias con sus hijos, me las prodigaba ahora frecuentes y apasionadas como si se sintiese morir. Cuando yo entraba en casa me echaba los brazos al cuello, me apretaba contra su pecho, me tenía así largo tiempo y me decía al oído palabras de ternura.

En efecto, se sentía morir. Su cuerpo delicado parecía una sombra; sus grandes ojos negros le llenaban la cara. Todos lo observaban menos nosotros, que acostumbrados de toda la vida a verla sufrir imaginábamos sin duda que aquella salud tan quebradiza no se rompería jamás por completo. La sostenía su espíritu indomable hecho a guerrear desde la infancia con su cuerpo.

Recuerdo que uno de aquellos últimos días de mi estancia en Avilés la encontré de rodillas limpiando con un paño la pata de una mesa donde había visto polvo. Cuando entré en la habitación quiso abrazarme, pero no pudo. Entonces corrí y la levanté en mis brazos con la misma facilidad que si fuera una niña. Ella sonriendo me abrazó y me besó con efusión. Yo sin darme cuenta de lo que aquello anunciaba sentí, no obstante, que las lágrimas se me agolpaban a los ojos.

—¡Atrás, atrás recuerdos dolorosos! Toda mi vida he llevado en el alma aquel momento, aquella sonrisa triste como si antes de bajar a la tumba el ser que me dió el ser quisiera dejar grabada a buril su imagen en mi corazón.

—¡Partamos! La dicha me espera. En los últimos días sentía una impaciencia loca por volar fuera del nido. Un mes antes ya había comenzado a arreglar mi baúl al cual dirigía miradas amorosas desde mi lecho al acostarme como si fuese el símbolo de mi felicidad. Compré un plano de Madrid y me puse a estudiarlo tan concienzudamente que cuando llegué a la capital pude caminar por ella con gran asombro de mis amigos, sin necesidad de guía.

Por fin llegó el momento de la partida. Era, si no recuerdo mal, el día primero de Octubre, cuatro antes de cumplir los diez y siete años. Mi padre me acompañó hasta Oviedo. La silla de posta salía por la noche de la plazuela de la Catedral, donde se hallaba la casa del Correo.

En la mal esclarecida plazoleta trajinaban los mozos subiendo a la baca de la diligencia los equipajes mientras algunas escasas personas en torno de ella despedían a sus deudos o amigos. Reinaba un silencio discreto, un ambiente de tristeza. Los caballos de vez en cuando hacían sonar sus cascabeles sin despertar alegría.

El reloj de la torre, cuya grave voz tantas veces me había llamado a mis estudios y a mis recreos, vibró al fin con diez campanadas. Recibí las últimas caricias de mi padre sin emoción, con la indiferencia egoísta de todos los ilusos. El postillón hizo chasquear el látigo y partí.

Al encontrarme solo y a obscuras en el fondo de la berlina corrió por mi cuerpo un estremecimiento feliz no exento de melancolía. Porque nuestra alma nos advierte con un lejano suspiro en medio de las más vivas alegrías que no debemos fiar de ellas. Una ola de vagos anhelos, de ilusiones y esperanzas se hinchaba dentro de mi pecho, subía a mi cerebro y me embriagaba. Jamás sentí la vida más amable que en aquella primera hora de soledad y de fuerza.

El coche rodaba por la sombría carretera. Los árboles y las colinas se dibujaban informes en la penumbra de una noche estrellada sin luna. El ruido de los cascabeles, el chasquido del látigo del postillón y el sordo rumor de las ruedas me adormecían con un letargo deleitoso. Cuando cerraba los ojos una legión de ángeles murmuraban en mi oído palabras de ventura, desplegaban mágicas y soñadas perspectivas.

¿Angeles he dicho? ¿No serían más bien diablos disfrazados?

Pero ya comenzamos a escalar las grandiosas montañas del Pajares; ya nos acercamos a la cumbre; ya tocamos en ella.

¡Adiós dulce infancia! ¡adiós adolescencia soñadora! Allá abajo me esperan la casa de huéspedes sórdida, la indiferencia desdeñosa, la hostilidad irracional, el placer sin alegría, el pecado, el remordimiento…

Ya la diligencia traspone la cima de la montaña; ya corre por las llanuras dilatadas de Castilla.

 

¡Adiós! ¡Adiós! Adán salió del Paraíso.