SI el ascetismo es consubstancial con el Cristianismo, o, en otros términos, si la mortificación del cuerpo es un derivado indeclinable del Evangelio, yo no soy capaz de decidirlo. Muchos católicos y otros que no lo son, como Schopenhauer y Tolstoi, lo afirman resueltamente; otros, como San Francisco de Sales, Fenelón, Dupanleup y el teólogo protestante Harnack, lo niegan. Hay pasajes en el Evangelio que parecen dar la razón a los primeros: «Si tu mano te hace pecar, córtala; si tu ojo te hace pecar, arráncalo.» «Anda, vende lo que posees y dalo a los pobres, y poseerás un tesoro en el Cielo.» «Si viene a Mí alguno y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y aun a su propia vida, no podrá ser discípulo mío.»

Pero otras máximas de Jesús, las reglas de vida que daba a sus discípulos, y aun su propia vida, indican, por el contrario, que concedía poca importancia a la penitencia corporal: «Como Juan viniera sin comer ni beber, decían ellos: es un hombre endemoniado. El Hijo de Dios ha venido comiendo y bebiendo, y ellos dicen: éste es un tragón y un bebedor de vino.» Nuestro Señor sabía, pues, que se le juzgaba de este modo, y no le importaba. Parecía poner empeño en no distinguirse de los demás exteriormente y en huir del tipo del asceta tradicional. Visitaba a los ricos como a los pobres, asistía a banquetes y bodas, se dejaba perfumar con esencias olorosas. En suma, el Redentor no pedía a nadie que abandonase su estado; a todos pedía únicamente amor y abnegación.

Imposible negar, sin embargo, que la idea de la mortificación corporal va unida en la mente de una gran parte de los cristianos a la de la santidad, muy principalmente entre la gente indocta. Un santo para los obreros y campesinos significa siempre un hombre que se priva de comer y de beber, que duerme en el suelo y que se azota furiosamente. Por eso no sorprenderá a nadie que Pachón de la Quintana de Arriba profesase con toda su alma esta verdad, y que permaneciese dolorosamente sorprendido al observar cuán lejanos andaban de las instrucciones de Nuestro Señor Jesucristo muchos clérigos que él conocía, sobre todo, los canónigos de Oviedo.

La Quintana de Arriba no era una ciudad muy populosa; se componía de siete casas, la mejor de las cuales pertenecía a Pachón. Los siete vecinos vivían casi exclusivamente del pastoreo, porque en aquellas alturas la tierra no producía más que heno.

Pachón disponía lo menos de una docena de cabezas de ganado mayor y de algunas docenas de ovejas. No vivía mal; había en su casa borona para todo el año, judías, cecina y longaniza. Pero viviría mejor, seguramente, si no debiera pagar todos los años cinco fanegas de trigo al Cabildo catedral de Oviedo por el derecho de pastoreo que éste le concedía en aquellas tierras de su dominio.

La renta vencía a mediados de noviembre, pero Pachón la pagaba ordinariamente en diciembre, y la pagaba en dinero, no en especie, porque don Luis Barreiro, el canónigo administrador del Cabildo, así se lo consentía. Pedía el caballo prestado a Martinán, el tabernero de Entralgo, salía de madrugada de la Quintana, y tornaba a la noche con el bolsillo vacío y el corazón satisfecho.

¿Diremos que con el estómago repleto también? Sí, también podemos decirlo, porque doña Tomasa, el ama fiel del canónigo, jamás le dejaba comer solamente la pobre vitualla que traía para el caso. Le sentaba en la cocina con los demás criados, y gozaba como ellos de los relieves de la espléndida mesa del prebendado.

¡Y vaya si era espléndida! Allí el mero con guisantes, allí el salmón con salsa verde, allí la sopa con tropiezos de jamón, allí las perdices estofadas y la compota de peras de don Guindo y las manzanas de reineta. Pachón engullía como un lobo; pero no podía menos de pensar al mismo tiempo que la salvación de don Luis Barreiro era bastante problemática. Había oído exclamar en un sermón al capellán de Rivota: «Y vosotros, miserables glotones, ¿qué habéis de comer en el infierno?» ¡Pobre don Luis!

En cierta ocasión se descuidó algo más de la cuenta para restituirse a su casa: había tenido que hacer un encargo del señor cura de Lorío y otro del capitán de Entralgo. De tal suerte, que cuando vino a despedirse de doña Tomasa, ésta le dijo:

—Pero, criatura, ¿dónde vas ahora, si muy pronto obscurecerá, y tienes que andar siete leguas por esos malos caminos, de noche? Mejor será que te quedes a dormir aquí, y mañana salgas por la fresca.

Pachón no supo resistir a tan amable ofrecimiento, y se quedó.

Después de cenar, la misma doña Tomasa le puso una palmatoria en la mano, le llevó a un cuarto desocupado, y mostrándole una gran cama que allí había, le invitó a descansar.

—Esta es la cama donde duerme el señor magistral de Covadonga cuando viene a Oviedo. No tengo otra en este momento… ¡Pero que no lo sepa el amo, Pachón!

La cama estaba cubierta toda ella con una gran colcha de percal. Pachón no comprendió que era necesario despojarla de esta colcha y meterse entre sábanas. La contempló con admiración unos instantes, y se dejó caer sobre ella con alegría, con gratitud y con respeto. ¡Dios, qué blandura! ¡Si parecía hecha de manteca! Y se durmió como un santo.

Dos horas después se despertó, transido de frío. ¡Dios, qué frío hace aquí! Echó una mirada en torno, por ver si había algo con qué taparse, pero nada halló para el caso. Largo rato estuvo sin poder conciliar el sueño. La luz se hizo en su espíritu en estas horas de insomnio. De repente vió con admirable claridad cuán equivocado había estado al juzgar a los sacerdotes, y particularmente a los canónigos, por las apariencias. Verdad que comían bien y bebían según sus deseos; pero, ¡ay!, de sobra estaban compensados estos regalos con la penitencia que hacían por la noche.

Rezó un padrenuestro fervorosamente para que Dios le perdonase tanto malo pensamiento como había tenido, y trató de dormirse. Imposible. El frío arreciaba por momentos, y él no estaba acostumbrado, como el señor magistral de Covadonga, a estas terribles austeridades.

Nada, nada, no podía resistir más tiempo. Se levantó de la cama y, aunque era todavía noche bien cerrada, bajó a la cuadra con gran cautela para no despertar a nadie, aparejó el caballo, y se salió bonitamente de la casa del canónigo, emprendiendo el trote hacia Laviana. El remordimiento le seguía atenaceando.

Y sucedió que aquella noche Pachón se hallaba entre los suyos cenando alegremente al amor de la lumbre. No faltaba allí buen rescoldo de leña de haya, porque el monte estaba cerca, y los madreñeros, cuando tumbaban un árbol, apenas aprovechaban más que una parte del tronco, dejando lo demás para el que quisiera cogerlo. No faltaba tampoco un buen pote de berzas con tocino y sendas escudillas de leche. Pachón saboreaba estos regalos con mayor placer que nunca había sentido en su vida. Ya sabía a qué atenerse sobre los placeres del clero. ¡Cáspita si lo sabía!

Antes de irse a la cama quiso ver el estado del cielo. Abrió la media puerta superior de su cabaña, y un soplo húmedo y glacial le dió en el rostro. Hacía un tiempo horrible. Caía la nieve copiosamente, y el viento la arremolinaba formando torbellinos en la altura antes de caer sobre el valle. Si seguía unas cuantas horas así, los vecinos de la Quintana tendrían que hacer un agujero en la nieve para salir al día siguiente de sus casas. Pachón se apresuró a cerrar la puerta, y mientras la atrancaba dejó escapar un suspiro, exclamando:

—¡Pobrecitos canónigos, qué frío pasarán esta noche!