Mi abuelo paterno, a cuya casa vine a parar, era un honrado burgués que vivió hasta los noventa y tres años cuidando de su salud física.

De la moral no había cuidado: se la daba Dios por añadidura.

Cuando entró en este mundo, allá en el último tercio del siglo XVIII, no pensó como Schopenhauer que había caído en una cueva de bandidos, sino en un nido de ángeles. En esta creencia vivió y murió al cabo de un siglo.

Mas si creyó siempre en el bien, no imaginaba que éste se hallaba igualmente repartido en el mundo. Por un decreto especial de la Providencia, cuya justicia jamás puso en duda, a su patria, a su provincia, a sus parientes, a sus amigos y conocidos tocaba una parte mucho mayor que al resto del universo.

Que le viniesen a hablar de las bellezas de Suiza. Sonreía compasivamente y nos contaba cómo el conde de Toreno, el famoso historiador de la Guerra de la Independencia, le había dicho en confianza cierta tarde en el parque de San Francisco: «He viajado por Francia, por Inglaterra, por Alemania, por Suiza, por Italia: nada he visto comparable a Asturias.»

Que se elogiase en su presencia la sabiduría o la elocuencia de un hombre eminente español o extranjero. La misma sonrisa por parte de mi abuelo. Sonreía porque estaba bien seguro de que nadie en este mundo alcanzaba la claridad de juicio, la fuerza de razonamiento, la insondable profundidad teológica de su íntimo amigo V*** el deán de la Catedral.

Y a este tenor, su amigo el doctor A***, era el abogado más notable del reino; el coronel P***, el más hábil estratégico; el farmacéutico L***, en cuya botica se reposaba de sus paseos higiénicos, un químico sin rival, y C***, el tendero de comestibles con quien alguna vez fumaba un cigarro por las tardes, poseía en su opinión un verdadero tesoro en productos alimenticios.

¡Ya se guardarían mis tías de enviar por cualquier medicamento a otra farmacia que no fuese la del licenciado L***! Si esto acaeciese, mi abuelo pensaría que se le había envenenado. En cuanto a los comestibles se creían con derecho a más independencia, y una que otra vez se autorizaban la libertad de traer algún producto de otra tienda. Pero como no hay estafa que al cabo no se descubra en este mundo, cualquier imprudencia de la cocinera descubría la de mis tías. ¡Qué consternación profunda se pintaba en el rostro de mi abuelo al averiguar que los garbanzos que estaban comiendo no eran de la tienda de su amigo C*** sino de la del falsificador de la esquina! Entonces se simulaba una comedia; se fingía restituir aquellos indignos garbanzos al lugar de su procedencia y acarrear otros del tesoro que guardaba el amigo C***. Mediante esta superchería, en la cual todos tomábamos parte, las olas encrespadas se sosegaban y la calma renacía en el espíritu atribulado de mi abuelo.

Después de esto no necesito declarar que sus digestiones fueron siempre perfectas y que la más pura y tranquila felicidad se reflejaba constantemente en su persona higiénica.

Confieso, con vergüenza, que toda mi vida he profesado hacia mi abuelo una envidia ruin. En los momentos críticos de la vida, cuando algún disgusto me oprime, cuando encuentro antipáticas a las personas que me rodean, y los enemigos me crispan y los amigos me molestan y los periódicos me aburren, entonces su figura radiosa y plácida se me aparece hablándome con entusiasmo de los paisajes de Asturias, de la sabiduría del deán y de los garbanzos de su amigo C***. ¡Oh, cuánto le envidio en aquellos momentos! ¡Oh, con qué placer trocaría mi masa encefálica y mi espina dorsal por las suyas!

Y, sin embargo, estoy seguro de poseer alguno de los glóbulos color de rosa de la sangre de mi abuelo en la mía. Verdad que estos glóbulos se hallan mezclados con los grises de mi padre y con los verdes, amarillos y azules de todos mis antepasados; porque es cosa averiguada que el hombre semeja un panteón donde todos los muertos hablan y mandan cada uno a su hora. Verdad que estos glóbulos se entrechocan, bullen, riñen, se acarician, se agitan y forman infernal algarabía dentro de mi cuerpo; pero al fin aquí están y son, a no dudarlo, los que una que otra vez me impulsan a creer demasiado pronto en la teología, en la química o en los garbanzos de cualquier amigo.

Los glóbulos de mi padre me cantan lo que hay de triste y repugnante en nuestra vida, pero los de mi abuelo me sugieren poco después dulcemente que todos los males tienen su compensación, que al lado de cada desventaja hay siempre una ventaja, y que existe una normal para la felicidad de los hombres como existe para su calor animal: la diferencia es sólo de algunas décimas.

Recuerdo que en mi infancia vivía en Avilés un simpático armador que tuvo la desgracia de que se le perdiese un barco en las costas de Galicia. Cuando los amigos fueron a darle el pésame le hallaron tranquilo y risueño como si no hubiera pasado nada.—¿Y si se hubiera perdido el Paco?—exclamaba riendo y frotándose las rodillas. El Paco era otro buque de mayor porte que tenía igualmente navegando. Algo parecido me sucede a mí. Cuando experimento alguna contrariedad o sufro cualquier desengaño, suelo exclamar interiormente:—¡Y si se hubiera perdido el Paco! Convengo en que es un mezquino consuelo; pero sin estos mezquinos consuelos la vida sería cosa mucho más mezquina.

Si mimado había sido hasta entonces por mis padres en Avilés, más mimado lo fuí aún en Oviedo por mi abuelo y mis buenas tías. Además comía a menudo con nosotros y pasaba gran parte del día, un primo mío del cual fuí, desde luego, grande amigo y admirador. Tenía nueve o diez años más que yo. Era, por lo tanto, un mancebo de veintiuno o veintidós años que se hallaba terminando la carrera de Derecho, inteligente, de agradable presencia, con rizada cabellera romántica y de una sensibilidad tan excesiva, como no he conocido después a ningún otro hombre. Las emociones, hasta las más fugaces, se reflejaban de tal manera en su rostro expresivo que no necesitaba hablar para hacer ostensibles los estados de su alma.

Con estos elementos y atendida la época en que florecía, fácil es colegir que mi primo era un romántico desenfrenado. Fuimos excelentes camaradas y fué el primero que me enseñó a respetar las ojeras y las melenas del romanticismo.

Sus ídolos eran Byron, Lamartine, Chateaubriand y Espronceda. Llevaba siempre en el bolsillo las Meditaciones, de Lamartine, en un primoroso volumen que aún conservo yo con cariño en mi librería, y me las traducía y las comentaba lánguidamente, entre suspiros y lágrimas no pocas veces. Cuando vienen a mi memoria los hermosos versos de Le Lac,

Ainsi toujours poussés vers de nouveaux rivages

dans la nuit éternelle emportés sans retour,

ne pourrons-nous jamáis sur l’océan des ages

jeter l’ancre un seul jour?

se me aparece siempre la figura de mi primo con su melena rizada y sus ojos negros enternecidos. ¡Ay!, ni él ni yo hemos podido echar el ancla en aquellos hermosos y serenos días. El abordó ya las riberas de la noche eterna; yo no tardaré en seguirle.

Me leía también el Werther, de Goethe, y Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo. En cuanto al Diablo Mundo, de Espronceda, no necesitaba leérmelo, porque se lo sabía de memoria. Sentía una viva admiración hacia este gran poeta, que inmediatamente logró infundirme a mí.

Casi tanto como la poesía atraía a mi primo la música. Aunque no había estudiado sus principios poseía un oído tan delicado y tal sensibilidad, que dudo que ningún músico profesional le aventajase. Escuchando ciertas arias de ópera y algunos conciertos de violoncelo le he visto empalidecer densamente y permanecer en un estado de estupor hipnótico que inspiraba miedo.

Pero en música, como en poesía, era exclusivista. Amaba a ciertos músicos y aborrecía a otros. Su predilecto era el maestro italiano Bellini; mejor dicho era su ídolo; no existía para él nada en este mundo superior a Norma, Sonámbula y Puritanos. A Rossini le respetaba; a Donizetti le concedía algún talento, y Lucía de Lammermoor le agradaba bastante; pero no vacilaba en afirmar que esta ópera era una obra póstuma de Bellini que Donizetti había hallado entre sus papeles. Me contaba, a tal propósito, que hallándose éste loco en un manicomio le habían hecho oír el inspirado final de Lucía y, quedando un momento extático, había exclamado: «¡Tenía talento ese Bellini!»

En cuanto a Verdi le odiaba profundamente. Era tanta su aversión por este maestro, que cuando de él se hablaba se ponía pálido y enronquecía su voz, como si en otro tiempo le hubiera inferido una afrenta imperdonable a él o a su padre. Naturalmente, yo participé en seguida del amor a Bellini y del odio a Verdi. Pero lo singular del caso es que las óperas de este maestro me encantaban, particularmente Traviata y Rigoleto. Esto me causaba un malestar y una vergüenza indecibles; hacía esfuerzos desesperados por arrojar de mí esta inclinación, como San Antonio huía de sus terribles tentaciones.

Desde luego, debe suponerse que si mi primo era tan sensible a la poesía y a la música, no lo sería menos al amor. Lo era muchísimo más. Era un enamorado de los pies a la cabeza. ¿De quién? De todas las hermosas mujeres que sus ojos acertaban a ver; pero no simultáneamente, sino enfiladas y por riguroso turno. Sus amores no eran muy largos; dos meses cada uno, poco más o menos. Acaso por esto mismo el objeto de sus ansias no llegaba generalmente a enterarse. Mas, lo que perdían en extensión, lo ganaban en intensidad. Nadie ardió jamás con tan viva llama, nadie suspiró, nadie veló, nadie se suicidó mentalmente, nadie compuso tantos versos como él.

Había de todo: romances, décimas, octavillas, sáficos adónicos. Además, indefectiblemente, para cada uno de sus amores componía una habanera en honor de la bella ingrata: música y letra. Como, según he dicho, no tenía conocimientos musicales, no podía escribirla; pero la retenía perfectamente en la memoria y me la cantaba cuando nos hallábamos solos. Yo escuchaba estas habaneras embelesado, admirando la inspiración y el prodigioso talento musical de mi primo. No dejaba de advertir, sin embargo, que se parecían mucho unas a otras. Por ejemplo, la que decía:

«Hay una hermosa trigueña»,

era casi igual a otra que principiaba:

«Una rubita, bella sin par.»

Apenas variaba más que el color del pelo; pero esto no amenguaba mi placer; al contrario, puesto que me había agradado la primera, era lógico que me agradasen todas.

Me encontraba, pues, en Oviedo a las mil maravillas. Las clases del Instituto eran menos largas y penosas que la escuela de don Juan de la Cruz; me dejaban libre casi toda la tarde. Además, se respiraba en los claustros de la Universidad, por donde paseábamos, un ambiente de libertad, de emancipación que me hechizaba. Ya no nos llamábamos los compañeros por el nombre de pila, como en la escuela, sino por nuestro apellido, y esta, al parecer, insignificante circunstancia, nos hacía imaginar que éramos ya hombres, y nos llenaba de satisfacción. Los porteros y bedeles, igualmente, nos llamaban por el apellido, haciéndole preceder de la palabra señor; nos codeábamos paseando con los estudiantes de Jurisprudencia, casi todos poseedores de un bigote más o menos floreciente; había desaparecido por completo todo castigo corporal; formábamos dentro de la ciudad una casta infinitamente respetable.

Cuando sonaba la campana, los profesores atravesaban el claustro solemnemente y entraban en el aula revestidos de toga y birrete. Al terminar, un bedel abría la puerta, se asomaba con respeto y decía, inclinándose profundamente: «Es la hora.» Alguna que otra rara vez, antes de terminar la clase abría de improviso, y con estrépito, de par en par las puertas, daba un fuerte golpe con el pie sobre el entarimado y gritaba con el mayor énfasis:

—«¡El señor Rector!»

Entonces todos nos poníamos en pie súbitamente, como movidos por un resorte; el Profesor también se levantaba y salía a recibir al Rector, que atravesaba la cátedra e iba a sentarse en el sillón de aquél con una majestad augusta que nos producía escalofríos de respeto. Nuestro catedrático se sentaba a su lado, humilde, reverente, eclipsado como un despreciable asteroide por aquel gran sol radiante.

¡Oh, cuán feliz me hacía todo este aparato pintoresco! Me parecía vivir en otro mundo y haber ascendido varios grados en la escala de los seres vivos. Tuve la desgracia, no obstante, de que me tocase por catedrático de Latín un señor de rostro cetrino y deteriorado por la viruela, de temperamento frío, irónico y bilioso, el único profesor modernista que existía a la sazón en el Instituto. Y digo modernista, porque la frialdad y la bilis parecen ser los elementos que mejor caracterizan a nuestra Edad Moderna. Todos los demás catedráticos estaban chapados a la antigua, cordiales, ruidosos, espontáneos y un poquito grotescos.

Teníamos aquel año uno de Religión que era, al mismo tiempo, párroco de una de las parroquias de la ciudad: un coloso velludo, un monstruoso cetáceo, cuyos resoplidos, como los de los leones, infundían pavor; su voz sonaba horrísona, como si hablase con bocina; y cuando daba un puñetazo sobre la mesa, la rompía, indefectiblemente. Dos o tres veces durante el curso fué arreglada por el carpintero. Cuando nos hablaba del Apocalipsis creíamos estar oyendo, en efecto, la gran voz que escuchó San Juan, semejante a una trompeta, y cuando nos narraba de qué forma Sansón se llevó las puertas de Gaza hasta lo alto de una colina sobre sus espaldas, y con la quijada de un asno puso en vergonzosa fuga y dió muerte a mil filisteos, ni uno de nosotros dejaba de representarse al héroe bíblico, con sotana y manteos, blandiendo el hueso del burro.

Empecé a asistir puntualmente a mis clases y a estudiar con igual puntualidad mis lecciones. Cuatro o cinco veces durante aquel primer mes me llamaron los profesores para decirlas, y lo hice del modo mejor que Dios me dió a entender. No pensé hacer nada meritorio: estaba tan persuadido de mi insignificancia, que ni por un momento sospeché que aquello tuviera valor alguno.

Cuando terminó el mes, hallábame paseando el primer día del otro por los claustros con mis libros debajo del brazo. Había llegado demasiado temprano y apenas había chicos por allí. Paseaba, pues, como digo, solo y aburrido, cuando al cruzar por delante de la puerta de la Secretaría vi sobre ella colgado un gran cuadro con marco dorado. Era, sin duda, el cuadro de honor, del cual ya había oído hablar; sobre él se estampaban los nombres de los alumnos que más se habían distinguido en los diferentes años del bachillerato. Me acerqué negligentemente a él, pasé una mirada distraída sobre sus primores caligráficos, y… ¿qué es lo que veo? Mi nombre aparecía el primero de todos sobre el cuadro. Quedé clavado al suelo por el estupor más que por la alegría; después me llevé las manos a los ojos, temiendo que aquello fuese una alucinación. ¡Pero, no! Allí estaba bien claro mi nombre con mis dos apellidos.

Fué una revelación: fué la voz que le gritó a Lázaro: «¡Levántate!» Mi padre estaba equivocado. Yo no era un ser inepto.