Recuerdo que por aquel tiempo existía en Avilés un zapatero librepensador llamado Mamerto. Este Mamerto vivía en lucha abierta con el Supremo Hacedor y con sus ministros responsables en la tierra, el señor cura de la villa y el de Sabugo, particularmente con este último por ser el del barrio que habitaba. No confesaba, no comulgaba, no iba a misa, no ponía siquiera los pies en la iglesia, y, lo que es mucho más grave, no bautizaba a sus hijos. Acometido de un furor ateísta no perdonaba ocasión de atacar el presupuesto del clero y aspiraba nada menos que a demoler las iglesias o a convertirlas en fábricas y obligar a los sacerdotes a ganarse el pan con el sudor de su frente.
Leía en sus ocios y se sabía casi de memoria algunos libros infamantes titulados El fraile, La Monja, El Cura de misa y olla, y de ellos sacaba argumentos metafísicos para minar los cimientos de nuestra religión. Discutía, vociferaba en todas las tabernas, refería historias escandalosas de las beatas y los curas, y cuando tenía algunos vasos de sidra en el cuerpo entonaba canciones subversivas. Una de estas canciones le acarreó el mayor disgusto de su vida. Al cantar el himno de Garibaldi en vez de limitarse a victorear al enemigo del Papa se ensañó con éste gritando repetidas veces: «¡Que muera Pío IX, viva la libertad!» Se le denunció al señor cura de Sabugo, el cual a su vez lo denunció al Juzgado: se le formó proceso y fué condenado con otros tres amigos a dos años de presidio. Así las gastaba en aquella época el partido moderado que se hallaba en el poder.
Fué agraciado con algún indulto y poco antes del año regresó Mamerto a sus lares con la aureola del martirio sobre la frente. La población se conmovió al verle llegar: todos los ojos se clavaban sobre él con mezcla de curiosidad y admiración. Los suyos adquirieron ese brillo fatídico peculiar de los héroes, una expresión de ferocidad desdeñosa que sobresaltaba a los pacíficos habitantes de nuestra villa.
Mamerto se consideró desde entonces como un hombre peligrosísimo: acaso no mentiría diciendo que tenía miedo de sí mismo. De aquel pecho, de aquella cabeza podía salir algo funesto para la tradición. Si las instituciones hubieran tenido algún instinto de conservación (que no lo tenían), Mamerto no debiera de andar suelto. Esta era su opinión por lo menos. De esta imprudencia de la justicia se aprovechaba nuestro zapatero para perseguir al Cristianismo y a la Monarquía contando las copas de ginebra que bebía el capellán de las monjas de San Bernardo y ahuecando la voz para hablar de los escándalos del palacio real.
No hay para qué decir que Mamerto era odiado de muerte por el sexo femenino en Avilés. Mi madre le profesaba tal horror que si por casualidad se le nombraba en la conversación veía alterarse los rasgos de su fisonomía, se quedaba tan pálida que mi padre inquieto pedía que la sirviesen una taza de caldo para confortarla. De este horror me hizo a mí partícipe. Cuando alguna vez mi mala suerte me hacía pasar a su lado me sentía sobrecogido de espanto como a la vista del demonio, me parecía verle ya envuelto por las llamas del infierno y arrojando por la boca toda clase de bichos inmundos.
En cambio el sexo fuerte le guardaba indebidas consideraciones. Pretextaba para ello que era un zapatero extraordinario, que el calzado elaborado por sus manos no tenía fin, que en toda España ningún otro maestro de obra prima le ponía el pie delante. Se decía que sus botas habían llamado la atención de ciertos extranjeros que habían pasado por allí, que las habían llevado a Londres y que desde entonces no pocos ingleses enviaban sus medidas a Mamerto para que los calzase. Por supuesto, yo estoy seguro de que todo esto era pura mitología. En el fondo se le admiraba por su audacia; porque en todo hombre hay oculto casi siempre un insurrecto más o menos cobarde. Sólo las mujeres tienen el valor de sus convicciones y saben lo que quieren.
La audacia de Mamerto llegaba como he dicho hasta el punto de no bautizar a sus hijos: y no sólo no los bautizaba sino que les daba nombres extravagantes. Tuvo una hija y la llamó Libertad. Tuvo un hijo y le nombró Dantón. Por cierto que este pobre Dantón no hacía honor a su homónimo; era patizambo, y enteco. Por donde le tocaba algo al gran tribuno francés era por los pelos, que los gastaba largos y aborrascados. Más tarde tuvo dos hijas y a una llamó Igualdad y a otra Fraternidad. Esta última podría contar de dos a tres años cuando acaeció lo que voy a narrar.
Jamás se había visto en Avilés una criatura más bella: nadie podía comprender en la villa cómo un ser tan angelical había salido de hombre tan endiablado. Su cabecita blonda y rizada, sus ojos azules de largas pestañas, su tez nacarada excitaban la admiración de cuantos acertaban a verla. Las mujeres no se recataban para decir que aquel bárbaro no era digno de poseer una joya de tal valor.
No lo pensaba así Mamerto como puede comprenderse. Estaba tan orgulloso y pagado de su niña que la exhibía por todas partes rebosante de placer. La llevaba de la mano al paseo del Bombé, la llevaba en brazos a las romerías y hasta la metía en las tabernas para que sus amigachos la admirasen y rabiasen de envidia. Fraternidad iba vestida siempre de blanco o de azul como la hija de cualquier hacendado. Para eso su padre trabajaba como un mulo, y se privaba, a veces, hasta de lo indispensable.
Un día fuimos sorprendidos con la noticia de que la reina vendría a visitar nuestra villa. Después de permanecer un día en Oviedo y otro en Gijón, S. M. pasaría unas horas en Avilés. Un vértigo de orgullo y placer se apoderó de todas las cabezas lo mismo las infantiles que las adultas. No había manos bastantes en nuestra villa para alzar arcos de triunfo con bastidores de lienzo pintado, para plantar gallardetes, para fijar guirnaldas. Los pintores, subidos en los andamios, pintaban las fachadas de las casas, los barrenderos del municipio aventaban lejos el polvo, las mujeres lavaban los cristales y las puertas, los poetas componían versos alusivos al magno acontecimiento que se preparaba; uno de estos, tío mío, hizo una canción que puso en música el director de la banda del hospicio de Oviedo:
Giren tus remos
linda barquilla
Así empezaba, si no recuerdo mal, y fué cantada por un coro de jóvenes avilesinas en el momento que Su Majestad puso el pie en la falúa de los carabineros para trasladarse a San Juan, punto extremo de nuestra ría y boca del puerto.
Conservo un recuerdo vago pero delicioso de aquel día memorable. Una fila larga de carruajes, una mano blanca que agita un pañuelo desde uno de ellos, los cohetes estallando en el aire, las bayonetas brillando a los reflejos del sol, las charangas tocando alegres pasodobles, mi padre de frac y corbata blanca, los balcones engalanados con brillantes colgaduras, mi madre inclinada sobre uno de los nuestros y arrojando puñados de flores sobre el coche de la soberana…
Después me veo en medio de la gran plaza de Avilés, llevado de la mano por uno de mis jóvenes tíos. Una muchedumbre inmensa llenaba aquella plaza y los ojos todos de la muchedumbre se dirigían a uno de los balcones de la casa de los marqueses de Ferrera, donde según decían se hallaba la reina. Yo no acertaba a ver en el balcón más que un grupo de señoras y caballeros. A mi lado se gritaba sin cesar «¡viva la reina!» Un viejo alguacil del Ayuntamiento, a quien llamábamos Marcones, agitaba su tricornio repitiendo con voz ronca «¡viva la reina!» Los campesinos lanzaban sus monteras al aire y las recogían, y otra vez las lanzaban repitiendo el mismo grito. Por fin desapareció del balcón el grupo que lo llenaba, quedó un momento vacío, y al cabo apareció una señora gruesa y blanquísima que presentó al pueblo un niño vestido con el traje típico de nuestros aldeanos, el calzón corto, la faja, el chaleco con botones de plata y la montera. «¡Viva la reina! ¡Viva la reina! ¡Viva el príncipe de Asturias!» El entusiasmo era frenético, imponente…
Más tarde me veo en el muelle, siempre de la mano de mi tío. La reina ha ido a San Juan y se la espera. Habían construído un atracadero de madera y se le había engalanado y tapizado lujosamente. Desde el atracadero se tendió una alfombra y por allí debía de pasar la soberana para montar en el carruaje que ya la esperaba. Mi tío era amigo de un oficial y gracias a ello logramos colocarnos en primera fila. Enfrente de mí veo, con profundo disgusto, al zapatero Mamerto, que llevaba también a su niña de la mano. ¿Qué haría allí aquel ganso? Eso se preguntaba mi tío, mirándole con ojos airados. Mamerto sonreía sarcásticamente; a eso sin duda había venido. Desde que se anunciara la visita de la reina a Avilés, no se le había caído de los labios aquella su sonrisa sarcástica. Pero hacía algo peor, y era murmurar en todos los oídos que querían escucharle lo malo que se decía de nuestra reina, las suciedades que entonces corrían como válidas entre la plebe. Para apoyar sus aserciones el zapatero revolucionario exhibía secretamente unas fotografías que representaban al padre Claret, patriarca de las Indias, bailando el can can con Sor Patrocinio, una monja que tenía sorbido el seso a la reina, según contaban.
—Si no se quita el sombrero ese tunante le hago prender—oí decir entre dientes a mi joven tío, que estaba muy pagado de su amistad con las autoridades.
Ya estallan los cohetes, ya se divisa en medio de la ría la hermosa falúa de los carabineros seguida de buen golpe de embarcaciones todas engalanadas, ya suenan las músicas, ya se oyen las aclamaciones. La reina Isabel II pone el pie en el embarcadero; un señor de gran uniforme le ofrece el brazo; sube las escaleras y comienza a marchar lentamente entre las apretadas filas de la muchedumbre que a duras penas pueden los soldados contener en su puesto. Todos nos despojamos del sombrero. ¿Mamerto también? Sí, Mamerto también. Había tratado de dejárselo encasquetado, pero una mirada muy significativa de un sargento de la guardia le hizo volver sobre su acuerdo.
La reina avanza sonriente, saludando a un lado y a otro con la mano y con la cabeza. De pronto se detiene y deja escapar un débil grito de admiración.
—¡Oh qué encanto de niña!—se la oye exclamar contemplando a la hija de Mamerto.
Se detiene un instante frente a ella y la dice:
—¡Qué hermosa eres, hija mía! ¡Qué hermosa eres! ¡Dios te bendiga!… ¿Me das un beso?
Y alzándola del suelo con sus reales manos, la aplicó un sonoro beso en la mejilla.
Entonces vimos a Mamerto demudarse; quedó pálido como un muerto, y agitando su sombrero frenéticamente gritó con voz estentórea:
—¡Viva la reina!