Las personas sensibles y que aman mucho a los niños se esfuerzan en alejar de ellos los espectáculos de muerte. Suponen que ésta ejerce sobre su impresionable imaginación un efecto pernicioso y que esta turbación prolonga sus desastrosos efectos y repercute al través de toda su existencia.

Me parece que están en un error. La muerte impresiona poco a los niños porque no creen en ella. El niño en este respecto, como en otros varios, semeja al animal. En la infancia vemos y pensamos que los otros mueren, pero no se nos ocurre imaginar que a nosotros nos puede suceder otro tanto. Gozamos plenamente de la inmortalidad de las fuerzas que animan a la naturaleza, de la sublime embriaguez de la vida y las infalibilidades infinitas que engendra su ilusión.

Esta es mi experiencia personal a lo menos. Recuerdo que en Avilés he visto veinticuatro hombres asfixiados que acababan de extraer del agua, tendidos sobre el muelle, y este horrible espectáculo no dejó huella maléfica alguna en mi existencia. Eran unos obreros que trabajaban en las canteras abiertas del lado de allá de la ría para la canalización de ésta. Cuando sonaba la hora de dejar el trabajo, algunas lanchas los transportaban del lado de acá. Los desgraciados tenían tanta prisa de llegar a sus casas, que se amontonaban peligrosamente en las embarcaciones por no esperar un nuevo viaje.

Al cabo sucedió lo que era de temer. Cierta tarde aciaga, una lancha cargada con veinticuatro hombres zozobró cerca ya del muelle, por haberse puesto repentinamente en pie uno de ellos. Muchos sabían nadar, pero los que no sabían se colgaron de ellos con tal ansia que todos quedaron paralizados. Los sacaron entrelazados como las cerezas.

Pues bien, declaro que mi sentimiento a su vista en aquellos momentos no fué de aflicción ni de terror, sino de curiosidad. Y tengo motivos para suponer que los otros niños que conmigo presenciaban tan horrible espectáculo, no se hallaban más impresionados.

Otro tanto me sucedió en Laviana cuando vi morir a un viejo de Canzana, lugar que como ya he dicho se halla situado sobre una colina encima de Entralgo. Por delante de mi casa vi pasar al señor cura, portador del Santo Viático, precedido del sacristán y escoltado por un grupo de vecinos que llevaban en las manos hachas de cera encendidas. Como otros niños de la aldea, me uní inmediatamente a la comitiva, y emprendimos la subida del áspero sendero que a Canzana conducía. Era una hermosa mañana de verano. El sol esparcía su luz por el frondoso valle colgando sus hilos de las hojas de los castaños, bañándose en los arroyos, dorando las crestas de las montañas, empujando algunas nubecillas blancas y rizadas hacia el horizonte, con el propósito sin duda de quedarse solo en el cielo. Pocos días tan espléndidos podíamos disfrutar en aquella región donde la lluvia es harto frecuente.

Marchaba con mis fieles amigos en medio de la mayor alegría. La campanilla del sacristán, en vez de causarme terror, sonaba en mis oídos de un modo delicioso. Volvía a menudo la cabeza, y el espectáculo del risueño valle surcado por la cinta de plata del Nalón, impresionaba dulcemente mi corazón. Allá arriba caminaba el señor cura con la sagrada bolsa sobre el pecho. Para preservarle del sol se había sacado del armario de la sacristía la sombrilla blanca de seda destinada a este efecto, y que poquísimas veces, por la razón ya dicha, tenía ocasión de mostrarse. Era un quitasol de palo largo que recordaba los que usan los orientales para preservar la cabeza de sus reyes. Un vecino la sostenía mientras el sacristán, algunos pasos más adelante, caminaba con el gran farol en una mano y en la otra la campanilla avisadora. Sonaba ésta de un modo tan claro y argentino en el silencio de la montaña, brillaba tan linda la sombrilla blanca allá en lo alto del sendero, exhalaban los árboles y el heno con la frescura del rocío un aroma tan grato que el recuerdo de aquella mañana ha hecho época en mi vida. Nunca sentí con más intensidad el placer de vivir, ni me impresionó de un modo tan gustoso la belleza del campo.

Cuando llegamos a Canzana, a la entrada del lugarcito nos esperaba un grupo de mujerucas con sendas y pequeñas velas de cera en las manos, que se unieron a nosotros. Pronto dimos con la casa del enfermo, que pudiera más bien llamarse choza.

Al traspasar la desvencijada y mugrienta puertecita, se entraba en su primera y última habitación que para todo servía: cocina, comedor, dormitorio y taller. Allá en un rincón se veía un montón de cenizas y algunos pucheros arrimados a él; en otro, algunos aperos de labranza y herramientas de madreñero; en otro, el sórdido catre donde se moría el dueño de todo aquello. Era un anciano cuyo nombre no recuerdo en este momento aunque tengo idea de que se llamaba el tío Lucas. Vivía solo desde hacía largo tiempo: era viudo y su única hija se había marchado hacía tres o cuatro años a Buenos Aires con su marido a probar fortuna.

Los vecinos que rodeaban aquel pobre lecho incorporaron al moribundo con trabajo cuando el cura penetró en la estancia. Después de las oraciones previas, éste le administró la última sagrada comunión. El rostro del enfermo estaba tan amarillo como las velas que sostenían las mujerucas en las manos: sus ojos vidriosos se paseaban por todos nosotros sin expresión alguna, como si no nos viese. Las mujerucas arrodilladas rezaban en voz alta y plañidera.

Todo aquello era en verdad interesante. Así que cuando el cura se retiró decidí quedarme con mis amigos a fin de enterarme cabal y minuciosamente de lo que era la muerte. No hay para qué advertir que ésta nada tenía que ver conmigo. La muerte era cosa de viejos, y yo no comprendía entonces la posibilidad de serlo. Espectador completamente desinteresado, semejante a un dios, presenciaba la muerte como un fenómeno estético, como una proyección artística destinada a entretenerme.

En torno del lecho permanecieron contadas personas. Entonces fué cuando entró en funciones el tío Pablo de Canzana, que era una de aquéllas. Este tío Pablo, hombre enjuto, un poco torcido, de rostro arrugado y cabellos negros y erizados, vestía el clásico calzón corto, pero en vez de las medias de lana con ligas que usaban los demás, dejaba caer por debajo el calzoncillo blanco hasta los zapatos. Su montera no tenía el pico enhiesto sino doblado como si quisiera indicar que era un hombre pacífico, que no se nutría de bagatelas como los demás, que rechazaba los placeres fútiles y se hallaba entregado en cuerpo y alma a meditaciones graves y extra-mundanas.

Los domingos, antes de la misa, dirigía el rosario para las mujerucas que lo rezaban, pues los hombres permanecían en el pórtico departiendo hasta que la campanilla les advertía de que iba a comenzar el Santo Sacrificio. Ayudaba también a éste cuando el cura se lo consentía, que no era siempre, por razones que luego declararé. Si había algún enfermo grave en Canzana, era quien venía corriendo a avisar al señor cura para que fuese a confesarle. Después de la misa, cuando en el pórtico se subastaban públicamente las ofrendas de pollos, de panes o de mantecas que los aldeanos solían hacer a los santos, el tío Pablo servía de pregonero y dirigía la puja con su voz aguda de falsete. Era en suma un hombre de temperamento sacerdotal que amaba a la Iglesia como un buho y que en vez de las patatas y la borona que le servían de cotidiano alimento se hubiera nutrido de buena gana con el aceite de las lámparas. No desempeñaba el oficio de sacristán porque desgraciadamente habitaba en Canzana. Esto creía él por lo menos, aunque no era cierto.

Tenía un grave defecto. Sea por falta de oído o de comprensión no salía de su boca una palabra sana, sobre todo si expresaba algún objeto que no fuese de la vida corriente. Las atrocidades que aquel hombre soltaba eran proverbiales en la aldea. El público en general no las atribuía a dureza del oído, sino a deficiencia del caletre. Digámoslo con franqueza, el tío Pablo aun entre aquellos rudos aldeanos era tenido por el mayor zote que comía borona en la parroquia de Entralgo.

Excusado es añadir que el latín con que regalaba los oídos del cura cuando le ayudaba a misa era de tal índole, que aunque a éste le había tocado poquísimo de Cicerón le ponía fuera de sí; arqueaba las cejas, torcía la boca y hasta rugía de espanto. Por eso sólo en último extremo, esto es, sólo cuando el sacristán no se hallaba en la iglesia y no había por allí nadie a quien encomendar la tarea se avenía a que el tío Pablo le sirviese de monaguillo.

Digo que el tío Pablo, así que el cura y el sacristán se partieron con el grueso de la comitiva, se preparó con íntima satisfacción (no diré con regocijo aunque tal vez pudiera decirlo) a ayudar a morir a su vecino. Le roció las narices con agua que debía de estar bendita, rezó un Credo que nos hizo repetir en voz alta a todos los presentes y poniéndole un crucifijo delante de los ojos profirió solemnemente:

—Lucas, di conmigo: «¡Jesús!»

El moribundo, que tenía los ojos cerrados, repitió:

—Jesús.

—Los espíritus malignos me acompañen.

El tío Lucas sin abrir los ojos dijo:

—¡No!

—Sí, Lucas, sí; di conmigo: «¡Jesús!»

—Jesús—repitió el tío Lucas.

—Los espíritus malignos me acompañen.

—¡No! ¡No!

—¿Por qué no, Lucas, por qué no? ¡Mira que estás a las puertas de la muerte!—exclamó el tío Pablo con impaciente solicitud—. Vamos, no seas burro, di conmigo: «¡Jesús!»

—Jesús—repitió el moribundo.

—Los espíritus malignos me acompañen.

—¡No! ¡No!—volvió a murmurar el tío Lucas moviendo la cabeza con señales de terror.

No se pudo acabar con él que repitiera aquellas palabras y yo me marché al cabo sin saber qué pensar de tal escena. Cuando se la describí a mi padre éste me miró estupefacto.

—¿Qué estás diciendo, ahí, niño? ¿Es de veras que decía los espíritus malignos?

—Sí, papá; decía los espíritus malignos.

—¡Ave María, qué bárbaro!—exclamó haciéndose cruces.

Y le faltó tiempo para contárselo al señor cura cuando éste vino por la tarde a nuestra casa como tenía por costumbre.

El señor cura al oírlo montó en una cólera furiosa y al día siguiente hizo llamar al tío Pablo de Cananza a la rectoral, se encerró con él en su despacho y por espacio de hora y cuarto, según testimonio de la criada, estuvo llamándole borrico, pollino, asno, burro, jumento, en fin, todos los sinónimos con que el idioma castellano cuenta para representar el mismo simpático animal. No son muchos, pero si fuesen sesenta y tres, como posee el idioma italiano al decir del sabio Mustoxidi, todos se los hubiera encajado seguramente. Además le prohibió de un modo terminante que volviese a ayudar a morir a nadie, y en el caso de que infringiese este precepto le prometió ayudarle él mismo a dejar esta vida terrestre por medio de algunos adecuados bastonazos sobre el cogote.

Para confirmar la impasibilidad con que en la infancia contemplamos la muerte añadiré que el día de difuntos fué uno de los más felices de mi vida. El sacristán tuvo la generosidad, que nunca le agradeceré bastante, de permitirme tocar a muerto durante todo el día en el pequeño campanario de la iglesia. Me acompañaban, como siempre, mis fieles amigos. ¡Qué deliciosas horas las que pasamos agrupados en aquel exiguo tablado al aire libre, que semejaba la cofa de un barco! Se tocaban tres o cuatro lentas campanadas con la mayor, luego una con la pequeña; después un silencio más o menos prolongado. Y vuelta a empezar, y así todo el día hasta que cerró la noche. Mi única contrariedad durante aquella memorable jornada fué verme obligado a ir a comer; pero lo hice con tanta prisa que mi padre se vió precisado a darme algunos golpes en la espalda porque los bocados se me atravesaban en la garganta.

Recuerdo aquel campanario como uno de los parajes más amenos fabricados por la mano del hombre. Desde él se divisa una gran parte del valle de Laviana. Debajo de nosotros blanqueaban entre los árboles las casas de Entralgo con sus techos rojos; encima sobre el repliegue que hace la montaña estaba Canzana; se veía el pequeño río de Villoria, se veía el Nalón majestuoso surcando las vegas de maíz; allá lejos, en el fondo del valle, estaba la Pola y más lejos como cerrándolo los Barreros. Llegaban a nuestros oídos las campanas de Carrio y de la Pola; pero las campanas de estas iglesias no podían competir con las nuestras, todo el mundo lo sabe, y por eso nos sentíamos orgullosos de hacerlas vibrar creyendo de buena fe que el valle entero nos admiraba.

Seguí frecuentando este campanario, experimentando siempre el mayor gozo cuando a la hora del mediodía el sacristán, alguna que otra vez, me permitía ir solo a sonar las campanas para advertir a los campesinos que había llegado el momento de dejar el trabajo. Con ocasión de una de estas visitas, cuando llegó la primavera, hice un descubrimiento prodigioso. En una grieta del muro acerté a ver un nido de estornino. Para contemplarlo a mi sabor tuve necesidad de saltar fuera del campanario y colocarme sobre el tejado. Era tan delicado aquel nido y contenía unos huevecitos tan deliciosos que me llenó de alegría el hallazgo y no quise comunicarlo con nadie, ni aun con mis íntimos amigos, por temor de que me lo robasen.

Cuando me era posible le hacía solo una visita para la cual como he dicho necesitaba caminar sobre el tejado. Es posible que en estas excursiones haya roto alguna teja por lo que luego se verá; pero yo me hallaba tan entusiasmado que nada me importaba causar desperfectos a la iglesia. Veía al petulante estornino y a la remilgada estornina cebar a sus hijuelos cuando los tuvieron y esto me causaba un placer indecible prometiéndome arrebatárselos bárbaramente así que hubiesen echado pluma.

No hubo lugar a que perpetrase este crimen. Otro cargó con él sobre su conciencia. Acaeció que por aquellos días mi madre me llevó consigo a confesar, aunque todavía ni en mucho tiempo después me acercaba yo a la sagrada mesa para comulgar. Lo hacía para acostumbrarme a recibir este sacramento y al mismo tiempo para que me corrigiese de mis travesuras, que iban siendo muchas. El señor cura me confesó poniéndome de pie, no de rodillas, mostrándose conmigo extremadamente afectuoso y tolerante. Una de las preguntas que me hizo fué si ocultaba algo a mis papás, si tenía algún secretillo que no quisiese comunicar con nadie. Yo me creí en el caso de declarar que había descubierto un nido. El cura me preguntó dónde estaba y se lo dije.

Dos días después cuando tuve ocasión de hacer al nido una visita, había desaparecido. El cura había dado orden al sacristán para que lo derribase. El mismo sacristán me lo hizo saber entre groseras carcajadas.

No es posible representarse la tristeza y el dolor que experimenté. A pesar de su carácter sacerdotal me pareció que el cura había abusado de mi franqueza y cometido una negra traición.

Por eso cuando algunos meses más tarde mi madre me llevó de nuevo a confesar me hallaba fuertemente prevenido contra él. Me preguntó como la otra vez si ocultaba algo, si mi conciencia estaba perfectamente limpia de todo disimulo y yo bajo pena de pecado mortal y de sacrilegio me vi precisado a confesar que tenía novia.

¡Vaya una precocidad!—exclamará el lector pensando en mis pocos años. Que no se admire demasiado, sin embargo, porque mi hermano que contaba algunos menos cuando le preguntaban si tenía novia afirmaba muy seriamente que tenía diez, y nombraba a todas las niñas de la vecindad. Yo no había caído en tan degradante poligamia; me contentaba con una. Era una niña hija de unos señores de la Pola a quien no había visto más de tres o cuatro veces en mi vida y que ciertamente se hallaba tan ajena como el Zar de Rusia del honor que la había dispensado.

—¿Quién es?—me preguntó el cura.

Yo, naturalmente, di la callada por respuesta.

—¿Quién es esa novia?—repitió.

Silencio sepulcral por mi parte.

—Vamos, niño; ¿no quieres decirme quién es?

Entonces yo, despechado, exclamé:

—¿Para qué? ¿Para que me la quite como el nido?

Pude observar que el cura se llevaba la mano a los ojos y hacía esfuerzos desesperados para reprimir la risa, lo cual no dejó de sorprenderme porque yo creía haberle dicho la cosa más lógica del mundo.