Mis primeras impresiones no son de Entralgo, aunque haya nacido allí como he dicho. La primera vez que me di cuenta de la existencia o me reconocí como un ser viviente fué en Avilés, debajo de una mesa. Estaba allí oculto, silencioso y trabajando. ¿En qué trabajaba? En abrir un agujero a un gran pan de cuatro libras que había logrado hacer descender desde la mesa hasta mis manos. No comprendo cómo pude llevar a feliz término esta grave operación tan superior a mis fuerzas, porque yo no contaría entonces más de dos años de edad. Para realizarla no disponía de maromas, cabestrantes y poleas, sino de mis propios brazos solamente, que a más de no tener nada de atléticos se hallaban algo trabados por una blusa verde demasiadamente almidonada. Tengo una idea de que el pan estaba al borde de la mesa y que le fuí haciendo resbalar poco a poco hasta que por su propio peso cayó sobre mí y como yo no podía sostenerle me dejé caer a mi vez en el suelo abrazado a él.
Ni mi madre, que bordaba en un rincón del comedor, ni una señora parienta suya que la acompañaba, ni la costurera, empeñadas todas tres en animada plática, se dieron cuenta del arriesgado trabajo preparatorio que yo acababa de realizar.
Una vez que me vi dueño del pan me arrastré cautelosamente hasta colocarme debajo de la mesa y allí principié mi tarea perforadora con la paciencia de un chino y la terquedad de un astur. Lo más difícil, lo que parecía casi imposible de realizar era la ruptura de la corteza. Yo la acometí, sin embargo, con buen ánimo. Humedeciendo el dedo con saliva y después de largo y penoso trabajo logré al fin romperla. Lo demás era relativamente fácil. El túnel se fué abriendo poco a poco y los escombros pasaban rápidamente a mi estómago.
Al cabo vi que mi madre preguntaba por mí. Se me buscó con la vista y cuando advirtieron que me hallaba debajo de la mesa y tenía un pan entre mis piernas quedaron altamente sorprendidas. Sin embargo, a la costurera no le pareció aquella situación decorosa para el hijo primogénito de una respetable familia y vino a sacarme de ella tomando el pan y colocándolo sobre la mesa. ¡Cómo podía figurarse que aquel pan no guardaba ya su integridad! Mis tiernas manos no podían, en efecto, atentar a ella de un modo violento pero ignoraban lo que puede el ingenio apretado por la necesidad.
Un escozor le acometió a mi madre y era que el pan podía haberse manchado en el suelo. Por su orden la costurera vino a comprobarlo. Al hacerlo dejó escapar un grito de sorpresa y después una alegre carcajada.
—¡Señora, mire por su vida lo que el niño ha hecho! ¡Qué cosa más graciosa!
El agujero debía de ser efectivamente muy gracioso porque mi madre y mi tía se retorcían de risa contemplándolo. Y según oía decir, entre las carcajadas que fluían de su boca, estaba admirablemente hecho; era una verdadera obra de arte.
Tal es mi primera impresión consciente en esta vida terrestre a la cual Dios plugo enviarme, y el dato intuitivo de más importancia que de ella adquirí por entonces. La perforación de un túnel fué mi primer trabajo serio en este mundo. Parecía por ello que yo estaba destinado a ser ingeniero. Sin embargo, no fué así como el lector verá si se digna seguir leyendo estas memorias.
Después recuerdo perfectamente que no me pesaba poco ni mucho de haber adquirido conciencia o haber nacido en este mundo, el cual no me parecía un valle de lágrimas sino vergel delicioso. Todo era exquisito y bello; la sala con su sillería enfundada, el gabinete, el tocador de mi madre, el cestito de su labor, las librerías de mi padre, su butaca… ¡oh! su butaca forrada de gutapercha verde, donde me refugiaba entre sus piernas cuando le veía sentado y le hacía preguntas sobre preguntas, informándome acerca de todos los secretos de la creación que yo desconocía en absoluto. «Los carneros, ¿por qué tienen el pelo tan largo, papá? Los caballos, ¿por qué no lo tienen? ¿La lluvia cae del cielo? Entonces, el cielo estará mojado siempre ¿verdad? La huerta de mi primo ¿por qué es mayor que la nuestra? ¿Por qué tienes barba y yo no la tengo ni mamá tampoco? ¡Ah! la tengo dentro y me saldrá; entonces también a mamá le saldrá. ¿Por qué no le saldrá a mamá y a mí sí?…»
Mi padre respondía a mis preguntas con la mayor bondad, dulce y satisfactoriamente. Es decir, satisfactoriamente no siempre. Alguna vez advertía en sus respuestas cierta falta de lógica y que se deslizaba más de un sofisma en su discurso. Pero no se lo hacía ver, disimulaba y me daba por convencido porque adoraba a mi padre y por nada del mundo quería verle humillado.
Todos eran buenos y amables para mí. Cuando salía a la calle, cuantas personas encontrábamos me acariciaban y pasaba de unos brazos a otros encontrando en todos protección y cariño. En las casas de amigos y parientes adonde me llevaban, me acogían con gritos de alegría, me agasajaban y regalaban, nunca querían dejarme marchar. La que más me placía era la de mi madrina, una hermana de mi abuela que tenía cuatro hijos jóvenes, tres varones y una hembra, todos ellos entre diez y seis y veinticinco años. Era una hermosa casa, un gran patio central rodeado de galería de cristales y lleno para mí de sorpresas agradables, un magnífico reloj de música, una terraza con columpio, una pajarera, dulce de membrillo. Luego uno de mis tíos tocaba admirablemente la flauta, otro el piano, mi tía Modestina cantaba. ¡Oh Dios mío cuánto me mimaban aquellos buenos tíos! Lo recuerdo todo como un sueño feliz. El mundo se me ofrecía bajo un aspecto mágico, era un fanal maravilloso destinado a guardar seres amables y dichosos. Gustaba por primera vez el encanto de vivir; como una irisada mariposa nadaba en un mar de perfumes bebiendo la luz, saturándome de amor y de alegría…
Todo pasó, todo se hundió en los abismos del tiempo. Sin embargo, Dios misericordioso me ha dejado el consuelo de poder evocar cuando quiero aquel mundo mágico. No tengo más que canturrear un vals, que cantaba en aquella época mi tía Modestina y cuya letra empezaba:
Hubo un tiempo vida mía
en que tu boca de rosa
una sonrisa amorosa
dibujaba para mí.
para que repentinamente corra un estremecimiento de dicha por mi alma y surja ante mis ojos con todo su embeleso la mañana de mi vida, y vuelva a escuchar la voz y ver el rostro de aquellos seres amados que ya no existen. Lo hago pocas veces, no obstante, porque sé que las impresiones se gastan como el dinero y quiero ser avaro. La idea de que pudiera disiparse mi tesoro me horroriza.
Muchas, muchísimas veces me he preguntado después en el curso de mi vida, ¿cuál será el mundo verdaderamente real, aquel que yo veía en mi infancia o este otro que ahora contemplo al través del velo tejido de perfidias, traiciones, bajezas y ruindades que los años colocaron delante de mis ojos? Ya sé que para la gran mayoría de los hombres el caso no es dudoso. Sin embargo, para mí lo es y para un cierto sujeto de algún talento que vivió hace muchos años, a quien llamaban Platón, también lo sería. Hay momentos en que me acometen ideas verdaderamente extravagantes y absurdas. En uno de esos momentos he llegado a pensar que en el concierto universal de los mundos siderales el vals de mi tía Modestina significa más que una sesión de Cortes. Guárdame, lector, el secreto de esta locura y de otras muchas que verás en las presentes memorias. Eres para mí un amigo íntimo, un confidente discreto en cuyo oído deposito todo lo que rebosa de mi corazón.
Un poco más adelante se alza ya en mi memoria cierta triste impresión, que es cronológicamente la primera de las muchas parecidas con que la vida me brindó más adelante. Habiendo quedado abierta, por descuido, la puerta de la calle, un mendigo anciano se deslizó dentro de casa; subió la escalera y se apoderó de un objeto, que me parece era una gorra de mi padre. Le sorprendieron en el momento de marcharse y hubo gran confusión y alarma. Veo, como si lo tuviera delante de los ojos, a aquel anciano andrajoso de barba blanca, en medio de la escalera, con sus brazos abiertos disculpándose, pidiendo perdón. Y unos peldaños más arriba veo a mi madre, a la costurera y las criadas increpándole furiosamente. Recuerdo que sentí una impresión dolorosa, una compasión infinita por aquel pobre viejo tan miserable, tan humillado. Mi pequeño corazón se revelaba contra los insultos que le dirigían y se me representaba su injusticia. Percibía claramente que nosotros vivíamos bien y teníamos aún más de lo que nos hacía falta, mientras aquel anciano desvalido carecía de lo indispensable para sustentarse. La piqueta socialista comenzó a abrir brecha en mi cerebro infantil.
Pocos días después o pocos meses, que esto no puedo precisarlo, era yo feliz con un juguete que mi tío me había traído de Madrid, un moro de goma pintado de vívidos colores. Estaba orgulloso con él y lo mostraba a todos los conocidos y desconocidos. Entre estos últimos acertó a pasar por delante de mi portal un chicuelo de seis u ocho años, el cual se manifestó inmediatamente como un admirador incondicional de mi árabe. Nada podía halagarme más en aquel momento. Así que para demostrarle mi complacencia y lo mucho que estimaba sus honrados sentimientos, me avine, como él lo deseaba, a entregárselo para que pudiera examinarlo con todo detenimiento. Ponérselo en las manos y emprender una carrera vertiginosa fué todo uno. De tal manera, que unos segundos después perdí de vista al moro y a su compañero y no volví a verlos en mi vida.
Las lágrimas que derramé y la cólera encendida que se apoderó de mí, nadie puede figurárselos. En aquel momento deseaba ardientemente que todo el peso de la ley cayese sobre el ladrón, que la Guardia Civil se apoderase de él, que le metiese en un calabozo y le azotase. Las ideas conservadoras se enseñorearon completamente de mi alma.
Y he aquí cómo a los tres años de edad era ya lo que fuí después toda mi vida, un conservador forrado de socialista o un socialista forrado de conservador, como mejor se quiera.
Hay otra impresión que guardo también muy viva de esta época. Me veo sentado a la mesa en una silla de brazos estrecha y alta. Sirven una fuente de truchas, me ponen una y yo me empeño en comerla con los dedos como había visto hacer a Mateo el nieto de la Colasa, una mujer que venía a casa a fregar los suelos. Mi madre se opone resueltamente y me da un ligero golpe en las manos. Esto me irrita y enciende más mi deseo. Vuelvo a tomar un pedacito de trucha con los dedos y mi madre me aplica otro golpe más fuerte. Grito, me obstino, y a viva fuerza quiero hacer mi voluntad. Entonces mi madre encolerizada se levanta, me da unas cuantas bofetadas, me arranca de la silla, y me lleva a un cuarto obscuro y me deja allí encerrado. Lloré y chillé tumbado en el suelo hasta quedar rendido. Al cabo observé que el ruido de platos cesaba, que la comida había terminado y mi madre se retiraba a su gabinete.
Poco tiempo después se abre la puerta de mi prisión, entra mi padre, me levanta, me besa y tomándome en brazos sube conmigo hasta su despacho, me deja allí y baja de nuevo subiendo en seguida con la fuente de las truchas.
Me sienta en su sillón, me pone un plato delante y dice con resolución:
—¡Ahora come como quieras!
Y se cruza de brazos para verme comer con los dedos.
Ya sé que esto es muy poco pedagógico y que mi madre tenía razón sobrada para castigarme. Sin embargo, no puedo recordar esta escena sin sentirme enternecido.