ME hallaba sentado en uno de los bancos del paseo del Prado. Delante de mí jugaban unos niños. Hubo disputa entre ellos, y uno más fuerte maltrató a otro más débil. Este, llorando desesperadamente, se fué a buscar a otros amigos que jugaban un poco más lejos; vino con ellos, y entre todos tomaron cumplida satisfacción del agresor, golpeándole rudamente.

He aquí el compendio de la sociedad humana—me dije—, he aquí sus fundamentos. El delincuente, la víctima; después, la justicia reparadora. Este niño, si hubiera podido devolver los golpes recibidos, no habría acudido a sus compañeros, los cuales, en este caso, no significan otra cosa más que una prolongación de sus brazos vengadores. ¿Qué es la justicia humana con sus tribunales, sino una fuerza que se añade a la nuestra para que tomemos venganza de quien nos ha hecho daño? Por eso el conde Tolstoi, grande y escrupuloso lector del Evangelio, sostiene que no deben existir los tribunales de justicia. No resistáis al malvado; no juzguéis a vuestros hermanos; presentad la mejilla derecha cuando os hayan herido en la izquierda, etc., etc.

Pero ocurre preguntar: si los hombres no volviéramos mal por mal, y si no lo hubiéramos devuelto en una larga, serie de siglos, ¿existiría la sociedad humana? ¿Existiría el Cristianismo? ¿Evangelizaría a los rusos el conde de Tolstoi desde su finca de Moscou? El mensaje de Cristo es para la eternidad, y El mismo afirmó que los tiempos no estaban aún maduros para que fructificase su semilla. Arrojada en un campo inculto, queda asfixiada instantáneamente por las malas hierbas. Un tipo de sociedad, y de sociedad bien organizada, es necesario para que los hombres comprendan y acepten la ética del Evangelio.

Cierto que el ejemplo tiene poder sobre los hombres, pero es a condición de que el medio en que se produce sea adecuado. Un misionero todo dulzura y mansedumbre va a predicar moral evangélica a un país de antropófagos, y se lo comen; otro va después, y pasa lo mismo. Y aquel estado de antropofagia se prolonga varios siglos. Pero envía Inglaterra un buque de guerra, dispara unos cuantos cañonazos, establece una factoría, y, al cabo de pocos años, aquella tribu de hombres feroces se transforma en una ciudad cristiana.

Esta es la historia de la Humanidad. La palabra de Cristo se dirige al hombre, no al bruto. Para que el reino de Dios venga a nosotros, es necesario que la espada lo prepare. Domesticar al bruto es la obra de la civilización, y quien a ella se oponga, no quiere el reinado de Dios. A la Humanidad no le interesa mucho que exista un San Francisco de Asís, si en su misma atmósfera alentaban cien mil verdugos. Lo que verdaderamente le importa es que exista un medio social en que estos verdugos no sean posibles. La religión obtendrá en este mundo la última palabra, pero el género humano ha pronunciado antes, y todavía, ¡ay!, debe pronunciar, otras bien amargas.

¡Oh, Maestro Divino!, triste es confesarlo, pero hay que confesarlo: para subir a la Montaña en que has pronunciado aquel sermón de amor necesitamos un ferrocarril funicular. Las sublimes palabras que balbuceaste desde la Cruz no llegan a nuestros oídos si no vienen precedidas del estampido del cañón.