Después de tan larga ausencia mi padre tenía muchos asuntos que arreglar en Laviana. Permaneceríamos, pues, allí no sólo el verano sino el otoño, acaso también el invierno; en fin, una eternidad. Yo me dispuse a pasar la eternidad como la pasan los ángeles, suponiendo que los ángeles no tengan colegio. Mi padre me había anunciado que todos los días aprendería mis lecciones de gramática y de historia sagrada y escribiría mi plana; pero yo conocía a mi padre perfectamente aunque no le hubiese engendrado y la eficacia de sus preceptos cuando éstos tendían a molestarme.
Me puse, pues, tranquilamente en los primeros días a recorrer el Paraíso terrenal y a reconocer sus parajes más deleitosos empezando por nuestra morada. Era un gran caserón hecho a retazos por sucesivas generaciones. Para pasar de una habitación a otra había que subir o bajar casi siempre un escalón y esta circunstancia me impresionó muy agradablemente en su favor, no sé por qué. Quizá, sin darme cuenta de ello, previese que aquel constante subir y bajar iba a influir beneficiosamente en el desarrollo de mis piernas. Sin embargo, lo primero que desarrollé fué la cabeza, pues di unas cuantas caídas que levantaron otros tantos chichones en ella.
Había una gran sala en la parte trasera, que llamaban la sala nueva aunque era terriblemente vieja y a entrambos lados de la casa dos amplios corredores de rejas guarnecidas con sendas parras. Los muebles eran feos y toscos: sobre todo un reloj de pesas tenía tan espantosa catadura, que no podía mirarlo sin sentirme inquieto, y cuando iba a dar la hora comenzaba a producir unos ruidos extraños y odiosos que me asustaban.
La cama en que yo había nacido (esto lo supe después porque entonces no dudaba de haber llegado de Madrid en la consabida cestita) era un monumento de Semana Santa. Para subir a ella debía de existir una escalera de mano, pero yo no la vi. Los sillones de la sala pertenecían al tiempo de los cíclopes o por lo menos a la era pelásgica, pues ningún hombre de este siglo podía sentarse en ellos por sus propias fuerzas. En el sofá dormiríamos todos los de la casa sin molestarnos. Ciclópeas eran también las mesas de roble, que no podían ser removidas sin que subiesen los criados de la labranza a ayudar a las muchachas.
Pero en medio de toda esta barbarie había un delicioso artefacto modernista, un organillo no más antiguo de un siglo. Era más alto que yo y su repertorio se componía de piezas de una ópera llamada La Caravana, valses de la reina de Escocia, minués y gavotas. Así que empuñé su manubrio y le hice sonar comprendí cuál era mi verdadera vocación en este mundo. Yo había nacido para tocar el organillo. Fiel a la voz del cielo estuve tocando cuarenta y ocho horas seguidas sin dejar mi trabajo más que a las horas de comer y dormir. Ignoro por qué lo abandoné pues nadie se empeñó en torcer mi vocación, pero es lo cierto que al cabo, por mi propia voluntad, fuí dejando claros cada vez mayores en mi tarea.
En uno de estos intervalos se me ocurrió subir al desván. Era enorme, obscuro, lleno de polvo y de telas de araña. Imposible imaginar nada más interesante. Sillas desvencijadas, cajones medio abiertos, residuos de vajilla, libros encuadernados en pergamino, argadillos y otros cachivaches de formas para mí desconocidas. En un rincón había unos cuantos fusiles de chispa, que apenas tuve fuerzas para levantar; había espadas también, y en un viejo arcón hallé cinco o seis casacas azules, encarnadas, blancas con las cuales determiné disfrazarme tan pronto como se presentase la ocasión. Estas casacas habían pertenecido a mi abuelo que había muerto tres o cuatro meses antes de venir yo al mundo. Fué militar y se retiró joven a sus tierras. Siendo cadete y contando sólo diez y seis años había hecho la guerra a la república francesa cuando nuestra nación se la declaró después de la ejecución de Luis XVI. Fué hecho prisionero y relataba, según me transmitía mi padre, que al entrar en Burdeos con otros prisioneros y antes de ser conducido a la prisión había visto cortar nueve cabezas en la guillotina. Una vez en la cárcel, que era una especie de viejo almacén, trató de sobornar a varios centinelas mostrándoles una onza de oro que había conservado. Todos le rechazaron indignados y alguno le golpeó con la culata del fusil. Por fin uno de los mozos que diariamente venían a traerles una cabeza de carnero a cada uno y hacer la limpieza se ablandó, le cedió su sombrerete y en mangas de camisa y con un cubo en cada mano logró burlar la guardia y fugarse. Después de muchas y peligrosas peripecias entró al cabo en España y pudo incorporarse de nuevo al ejército. Estaba de Dios que mi abuelo, a quien me pintaban como un hombre extremadamente aficionado a la vida de aldea, como un propietario ordenado y ahorrador, había de morir como un militar, pues falleció a consecuencia de la caída de un caballo.
Delante de la casa había dos grandes hórreos que servían para depósito del trigo; porque en aquella época las rentas se pagaban en especie. Aquellos hórreos eran deleitosos como todo lo demás. Debajo de ellos nos cobijábamos cuando llovía y allí se bailaba, se jugaba y nos podíamos divertir de todas maneras sin temor de la intemperie. Detrás se extendía la pomarada. Un poco más lejos, y encima de ella se veía la iglesia y la casa rectoral. Entralgo se halla situado en el ángulo que forma el Nalón, río mayor de Asturias, con un pequeño afluente llamado río de Villoria. No le bañan, pues, más que dos ríos y en este respecto hay que reconocer que es inferior al Paraíso de nuestros primeros padres, el cual estaba regado por cuatro. En cambio en éste, al decir de mi profesor de griego en Madrid don Lázaro Bardón, que había estado allí con una comisión del ministerio de Fomento, soplaba ordinariamente un viento muy fastidioso. Nada de eso acaecía en Entralgo. Una temperatura deliciosa entre veinte y veinticinco grados, rodeado de altas montañas, que lo guardan de los huracanes, sentado sobre el césped, guarnecido por bosques de castaños y avellanos, envuelto entre manzanos, nogales, cerezos y otros árboles de fruta. Mucha humedad y mucho lodo durante el invierno, es cierto; pero nosotros no estábamos obligados a pasar allí el invierno, mientras Adán y Eva no podían salir de su jardín. En cuanto a la variedad de frutas claro está que no es posible la comparación porque en el Paraíso de nuestros primeros padres las había todas, pero si me dicen que las manzanas y las cerezas que Adán tenía a su disposición eran mejor que las que yo comía, me autorizo el dudarlo.
El río Nalón distaría de nuestra casa unos quinientos pasos y ciento el de Villoria. En la margen de éste se halla la célebre Bolera o campo de recreo donde los vecinos se entregan a sus juegos favoritos el de bolos y el de la barra los domingos y días festivos. Allí fué donde Jacinto de Fresnedo venció en buena lid un día del Carmen tirando la barra a todos los mozos del valle de LangreoSobre este río de Villoria hay un pontón de madera y se pasa al camino de la Fuente por la derecha, y al de los Molinos y Cerezangos a la izquierda. Cerezangos era un vasto prado en declive y con no pocos altos y bajos que mi padre convirtió más tarde en pomarada. En aquella época estaba dedicado a pradera, cerrado como casi todas las fincas de la región por una paredilla cubierta de zarzamora y guarnecida toda su extensión por avellanos, que salen de la tierra en forma de canastillos. Contemplando el valle de Laviana desde lo alto de cualquiera de sus montañas, se ven todos los prados como claras esmeraldas cercadas por otras más obscuras.
Una de aquellas tardes me aventuré a pasar el pontón, y encaminando mis pasos por el sendero de los Molinos llegué hasta Cerezangos. La portilla de rejas estaba cerrada con candado, pero a un lado había una saltadera bastante cómoda que me invitaba a entrar. Y en efecto entré y espacié mi vista con deleite por todo el ámbito de la pradera, matizada de blancas florecillas. Me sentía dichoso y cada vez más contento de haber nacido. Lentamente, como quien paladea con glotonería su felicidad, fuí avanzando por la finca con el oído atento al canto de los pájaros, pero más aún al de los grillos que en aquel momento me parecían excesivamente interesantes. Allá en el centro pastaba tranquilo y solitario un carnero. Aquel carnero me trajo a la memoria el carro que mi padre me había prometido, y mi felicidad, aunque parezca imposible, aumentó todavía más. ¡Quién había de pensar!…
Poco a poco me fuí aproximando al sitio donde pastaba el carnero. Este levantó dos o tres veces la cabeza para mirarme y volvió a bajarla. Avancé un poco más y entonces el carnero quedó inmóvil contemplándome con dulce mirada. Luego él también comenzó a avanzar lentamente hacia mí como si quisiera darme la bienvenida. ¡Oh amable carnero! Me acometieron deseos de besarle.
¿Qué es esto, cielos? Cuando se hallaba a cinco o seis pasos de mí, toma carrera, baja la cabeza y me embiste fieramente tumbándome en el suelo.
¡Madre mía! ¡qué susto! ¡qué gritos! Traté de levantarme rápidamente, pero así que me pongo en pie el carnero vuelve a embestirme y me tumba de nuevo. Otra vez me levanto y otra vez me embiste y me tumba. Repito la suerte otras tres o cuatro veces y otras tantas fuí derribado.
En conciencia debo declarar que el animal no me hacía mucho daño, no sé si porque el golpe era flojo o porque antes de que llegase su testa a mi vientre ya me había yo dejado caer al suelo. De todos modos comprendí al cabo con terror que eran inútiles todos mis esfuerzos para mantenerme en la posición normal de un bípedo. Lo que hice entonces fué llorar como una fuente y gritar como un energúmeno llamando a mi padre, a mi madre, a Manola y a todos los criados uno por uno. Nadie acudió en mi auxilio. ¡Qué horrible decepción! Yo había imaginado que Dios había puesto a mi servicio todos los animales de la creación, y ahora, repentinamente y sin motivo aparente, uno de ellos se rebelaba, ¡qué digo rebelarse! me atacaba, me tenía hecho prisionero, y ¡quién sabe lo que haría más tarde de mí!
La muerte se me presentó bajo su aspecto más espantoso. Tumbado boca arriba y mirando al cielo gritaba hasta ponerme ronco, repitiendo los nombres de todas aquellas personas que me parecían bastante poderosas para luchar con mi enemigo. Hasta llamé a Muley, el perro de Cayetano, que por supuesto tampoco pareció por allí.
El carnero no hacía caso de mí o por lo menos aparentaba no hacerlo. Tanto que al cabo de un rato me aventuré a incorporarme; pero entonces levantó la cabeza, me miró fijamente y yo, aterrado, me dejé caer nuevamente sobre el césped. Sólo la Virgen podía salvarme de aquella angustiosa situación, y se lo pedí, repitiendo las oraciones que me había enseñado mi madre.
Y en efecto, la Virgen vino en mi auxilio sugiriéndome una idea salvadora. Puesto que el carnero no hacía caso de mí mientras me hallaba tumbado y sólo se irritaba cuando me veía en pie, tal vez caminando a rastras lograría evitar su furor. Me arrastré, pues, cautelosamente y avancé un metro poco más o menos. Miré hacia atrás; el carnero seguía pastando sin advertir nada. Avanzo otro metro; tampoco. Sigo deslizándome como una serpiente sobre el césped, mirando a cada instante a mi enemigo y éste permite que me aleje sin notarlo siquiera.
¿Sería una traición? ¿Me dejaría concebir esperanzas para caer de improviso sobre mí? Eso pensé con espanto, cuando hallándome ya lo menos a treinta pasos de él levantó la cabeza y me miró con fijeza. Quedé yerto. Mi corazón parecía que se salía del pecho. Y sin embargo, repito, que aquella mirada era más bien dulce que iracunda. En el curso de mi existencia otra gente me ha mirado de un modo más agresivo sin embestirme.
Quedé inmóvil y pegado al suelo haciendo el muerto, o por mejor decir estándolo casi de miedo. El carnero bajó al cabo la cabeza y siguió pastando y desde entonces no volvió a mirarme. Yo seguí avanzando hacia la saltadera con la misma prudencia, ensanchando y contrayendo alternativamente los anillos musculares de mi cuerpo como un consumado anélido.
Por fin me encuentro a tres pasos de la saltadera. Miro hacia atrás. El carnero está lejos, muy lejos y pasta tranquilo e indiferente la menuda yerba. Entonces me levanto vivamente y en menos tiempo que se dice monto la saltadera y me tiro al camino y corro como un gamo hasta llegar a casa jadeante y sudoroso.
Cualquiera pensará que llegué presa de la mayor desolación y amargura. Nada de eso. Mi estado de ánimo era felicísimo: rebosaba de orgullo y de entusiasmo por mí mismo, pensando en la burla que había hecho al carnero.
Así es como las satisfacciones de la vanidad esparcen casi siempre un bálsamo refrigerante sobre nuestras heridas.