La Condesa De Pardo Bazán

Fué el cura de Naya hombre comunicativo, afable y de entrañas excelentes, quien me refirió el atroz sucedido, o, por mejor decir, la cadena de sucedidos atroces, que apenas creería yo a no coincidir y explicarse perfectamente por el relato del párroco las veladas indicaciones de la prensa y los rumores difundidos en el país. Respetaré la forma de la narración, sintiendo no poder reproducir la expresión de la fisonomía ingenua y jovial del que narraba.

«Ya sabe usted—dijo—que, así como en Andalucía crece la flor de la canela, en este rincón de Galicia podemos alabarnos de cultivar la flor de los caciques. No sé cómo serán los de otras partes; pero vamos, que los de por acá son de patente. Bien se acordará usted de aquel Trampeta y aquel Barbacana, que traían a Cebre convertido en un infierno. Trampeta ahora dice que se quiere meter en pocos belenes, porque ya no lo ahorcan por treinta mil duros; y Barbacana, que está que no puede con los calzones, como se la tenían jurada unos cuantos y salvó milagrosamente de dos o tres asechanzas, al fin ha determinado irse a pasar la vejez a Pontevedra, porque desea morir en su cama, según conviene a los hombres honrados y a los cristianos viejos como él. ¡Ja, ja…!

Faltando o poco menos esos dos pejes, quedó el país en manos de otro, que usted bien habrá oído de él: Lobeiro, que en confianza le llamábamos Lobo, y ¡a fe que le caía! Yo, si usted me pregunta cómo consiguió Lobeiro apoderarse de esta región y tenerla así, en un puño, que ni la hierba crecía sin su permiso, le contestaré que no lo entiendo; porque me parece increíble que en nuestro siglo y cuando tanto cantan libertad, se pueda vivir más sujeto a un señor que en tiempos del conde Pedro Madruga. No, y no hay que echar baladronadas: yo era el primerito que agachaba las orejas y callaba como un raposo. Uno estima la piel, y aun más que la piel, la tranquilidad, si a mano viene.

A veces me ponía a discurrir, y decía para mi sotana: este rayo de hombre, ¿en qué consiste que se nos ha montado a todos encima, y por fuerza hemos de vivir súbditos de él, haciendo cuanto se le antoja, pidiéndole permiso hasta para respirar? ¿Quién le instituyó dueño de nuestras vidas y haciendas? ¿No hay leyes? ¿No hay Tribunales de justicia?—Pero mire usted: todo eso de leyes es nada más que conversación. Los magistrados están lejos y el cacique cerca. El Gobierno necesita tener asegurada la mecánica de las elecciones, y al que le amasa los votos le entrega desde Madrid la comarca en feudo. A los señores que se pasean allá por el Prado y por la Castellana, sin cuidado les tiene que aquí nos am… ¡Ay! Tente, lengua, que ya iba a soltar un disparate.

Pues volviendo al caso, Lobeiro, así para el trato de la conversación, ya era un hombre antipático, de pocas palabras, que cuando se veía comprometido, se reía regañando los dientes, muy callado, mirando de través. No se fíe usted nunca del que no ríe franco ni mira derecho: muy mala señal. La cara suya parecía el Pico Medelo, que siempre anda embozado en brétemas. Lo único a que ponía un semblante como las demás personas, era a su chiquilla, su hija única, que por cierto no se ha visto cosa más linda en todo este país. La madre fué en tiempos una buena moza; pero la rapaza… ¡qué comparación! Un pelo como el oro, un cutis que parecía raso, un par de ojos azules como dos estrellas… ¡Micaeliña! ¡Lo que corrí con ella el día del patrón de Boán! Porque a la criatura la rebosaba la alegría, y Lobeiro, al oirla reir, cambiaba de aspecto: se volvía otro hombre.

Sólo que, por desgracia, esta influencia no pasaba de los momentos en que tenía cerca a la criatura. El resto del año, Lobeiro se dedicaba a perseguir al uno, empapelar al otro, sacarle el redaño a éste y echar a presidio a aquél. ¿Usted no ha leído el Catecismo del labriego, compuesto por el tío Marcos da Portela, doctor en teología campestre? Pues el tipo del secretario que allí pinta, el de Lobeiro clavadito: criado para infernar la vida del labriego infeliz, llenarlo de vejaciones y disputarle la triste corteza de pan, amasada con su sudor, único alimento de que dispone para llevar a la boca. Y repare usted lo que sucedía con Lobeiro; hoy hace una picardía, y le obedecen como uno; mañana hace diez, y ya le rinden acatamiento como diez; al otro día un millón, y como un millón se impone. Empezara por chanchullos pequeñitos, de esos que se hacen en el Ayuntamiento a mansalva; trabucos de cuentas, recargos de contribución, repartos ad líbitum, y lo demás de rúbrica. Poco a poco, la gente aguantando y él apretando más, llega el caso de que me encuentro yo a un infeliz aldeano en un camino hondo, llevando de la cuerda su mejor ternero.—Andrés, ¿adónde vas con el cuxo? Feria hoy no la hay.—¿Qué feria, ni feria, señor abad?—¿Pues entónces—señor abad, por el alma de quien le parió no diga nada. Es para ese condenado de Lobeiro, que me lo mandó a pedir, y si no lo entrego me arruina, acaba conmigo, y hasta muero avergonzado en la cárcel.—Y el pobre hombre, cuando me lo decía, tenía los ojos como dos tomates, encarnizados de llorar. ¡Ya comprende usted lo que es para el labriego su ganado! Dar aquel ternero, era en plata dar las telas del corazón.

Sólo una cosa estaba segura con Lobeiro: la honra de las mujeres: y no por virtud, sino porque no cojeaba de ese pie. Algunos de sus satélites, en cambio, bien se desquitaban. ¿Que si tenía satélites? ¡Madre querida! Una hueste organizada en toda regla. Usted no dejará de recordar que cuando apareció en un monte el mayordomo del marqués de Ulloa, hace ya algunos años, seco de un tiro, todo el mundo dijo que lo había mandado matar el cacique Barbacana, y que el instrumento fuera un bandido llamado el Tuerto de Castrodorna, que lo más del tiempo se lo pasaba en Portugal huyendo de la justicia. Pues esa joya la heredó Lobeiro, sólo que mejoró el procedimiento de Barbacana, y en vez de un forajido solo, reclutó una cuadrilla perfectamente organizada, con su santo y seña, sus consignas, su secreto, sus estratagemas y su táctica, para verificar sus sorpresas de un modo expeditivo y seguro. Nosotros teníamos esperanzas de que, al acabarse las trifulcas revolucionarias y las guerras civiles, mejoraría el estado del país y se afianzaría la seguridad personal. ¡Busca seguridad! ¡Busca mejoras! Lo mismo o peor anduvieron las cosas desde la restauración de Alfonso, y si me apuran, digo que la Regencia vino a darnos el cachete. Antes, unos gritaban: ¡Viva esto! los otros: ¡Viva aquéllo! que república, que don Carlos… Eran ideas generales, y parece que se tomaban con menos saña entre unos y otros. Hoy estamos a quién gana las elecciones, a quién se hace árbitro de esta tierra… y todos los medios son buenos, y caiga el que cayere. Total, como decimos aquí: salgo de un soto y métome en otro… pero más obscuro.

Como íbamos contando, la pandilla de Lobeiro empezó a ser el terror del país. Tan pronto veíamos llamas… ¿qué ocurre? Pues que le queman el pajar, y el alpendre, y el hórreo, y la casa misma al Antón de Morlás o al Guillermo de la Fontela. Tan pronto aparece derrengado, molido a palos, uno que no se quiso someter a Lobeiro en esto o en lo de más allá… y cuando le preguntan quién le puso así, responde una mentira: que rodó de un vallado o se cayó de una higuera cogiendo higos… señal de que si revela la verdad, sentenciado está a pena más grave. Por último, un día se nota la desaparición de cierto sujeto, un tal Castañeda, alguacil; ni visto ni oído, como si se evaporase. La voz pública (muy bajito) susurra que ese hombre le estorbaba a Lobeiro o se le había opuesto en un amaño muy gordo. Se espera una semana, dos, tres, que parezca el cadáver, o el vivo, si vivo está aún; nada. La viuda hace registrar el Avieiro, incluso el pozo grande; mira debajo de los puentes, recorre los montes… Ni rastro. Igual que si se lo hubiese tragado la tierra. Y probablemente así sería. ¡Un hoyo es tan fácil de abrir!

Este Castañeda tenía un sobrino, muchacho templado, como que allá en sus mocedades proyectara dedicarse a la carrera militar, y luego, por no separarse de su madre, que ya iba vieja, y de una hermana jovencita, prefirió quedarse en el país y vivir cuidando unos bienecillos que le correspondían de su hijuela, y de los de la hermana y la madre. El era un medio señor y medio labrador, y en el país, como todo el mundo tiene su apodo, le conocían por el de Cristo. ¿Dice usted que un novelista de Francia llama así a uno de sus personajes? Pues mire, ese de fijo lo inventará: yo no; tan cierto es, como que usted está ahí sentada y yo refiriéndole este caso. En el apodo—atienda usted bien—está mucha parte del intríngulis de mi historia. ¿Que por qué le pusieron ese alias? No lo sé a derechas; creo que por parecerse a un Cristo muy grande y muy devoto que se venera en el santuario de Boán.

De modo que el bueno de Cristo, no bien supo la desaparición de su tío Castañeda, no se calló como los demás, como la misma infeliz viuda, que temblaba que después de suprimirle al marido le pegasen fuego a la casita y la echasen en sus últimos años a pedir limosna. En las ferias y en las romerías, en el atrio de la iglesia y en la botica de Cebre, el muchacho alzó la voz cuanto pudo, clamando contra la tiranía de Lobeiro y diciendo que el país tenía que hacer un ejemplo con él; cazarlo lo mismo que a un lobo para que escarmentasen los lobos que se estaban criando en la madriguera, dispuestos a devorarnos. Decía que estas cosas no suceden sino en el país que las sufre; que donde los hombres tienen bragas, no se conciben ciertos abusos; que en Aragón o Castilla ya le habrían ajustado a Lobeiro la cuenta con el trabuco o la navaja; que si el cacique se le ponía delante, él, aunque se perdiese y dejase desamparadas madre y hermanita, era capaz de arrancarle los dientes a la fiera. Al pronto le oían asustados; pero como todo se pega, y el valor y el miedo, en particular, son contagiosos lo mismo que el cólera, iba formándose alrededor de Cristo un núcleo de gente que le daba la razón, diciendo que por todos los medios había que descartarse de Lobeiro y conjurar aquella plaga. Los gallegos no somos cobardes, ¡quiá! Lo que nos falta a veces es la iniciativa del valor. Necesitamos uno que empiece, y ¡zás! allá seguimos de reata. Cristo iba sumando voluntades, y conforme pasaba tiempo y veían que de hablar así no se le originaba perjuicio alguno, la algarada crecía, y el cacique, intimidado, en nuestro concepto, por haber encontrado al fin quien le presentase la cara, andaba mansito y derecho; como que pasaron más de tres meses sin sabérsele ninguna fechoría mayor.

El día de la feria grande de Arnedo, que es allá por el mes de Abril, en Pascua, volvía yo a mi parroquia, después de pasar el rato bebiendo un poco de Tostado y comiendo unas rosquillas, cuando a poca distancia del pueblo empareja con mi mula la yegüecilla de Ramón Limioso (usted le conoce); el señorito del Pazo, un caballero cumplidísimo, y me pregunta lo mismito que yo le pregunto a usted:—Y Cristo, ¿le ha visto usted en la feria?—¿Cristo? No. No lo encontré… por ninguna parte.—¿Tampoco en el mesón?—Tampoco.—¿A qué horas vino usted?—Tempranito: a las siete ya andaba yo en Arnedo.—¿Sabe que me choca?—¿Y por qué ha de chocarle?—Porque estábamos citados: él quería deshacerse de su jaco, y yo le vendía mi toro, o se lo cambalachaba; según.—¡Bah! Cristo es un rapaz todavía; aún no cumplió los treinta… ¡sabe Dios por dónde anda a estas horas!—No, Eugenio; pues yo le digo que me choca; que me escama.—Aun vendrá, hombre. Son las tres, y hasta las seis o siete de la tarde no se deshace la feria.

Ramón Limioso meneó la cabeza, y volvió grupas hacia Arnedo. Ni me acordé más del asunto, hasta que a las veinticuatro horas me llegó el primer rum rum de la desaparición de Cristo. El mismo misterio que en lo de su tío Castañeda; ni rastro del muchacho por ninguna parte. La madre andaba como loca, pregunta que te preguntarás, de casa en casa; la hermana salía de un ataque nervioso para caer en un síncope; la justicia local, como de costumbre, se lavaba las manos—imposible parece que así y todo las tenga tan puercas—y del chico, ni esto. Por fin, al cabo de una semana, lo que es aparecer, apareció… ¿Pero dónde? Metido en un hórreo, hecho una lástima, en descomposición… Son pormenores horribles; bueno, se trata de que se imponga usted de cómo la cosa ocurriera. Yo vi el cadáver y me convencí de que no había exageración ninguna en lo que se refirió después. Debían de haberle atormentado mucho tiempo, porque estaba el cuerpo hecho una pura llaga: a mí se me figura que lo azotaron con cuerdas, o que lo tundieron a varazos: las señales eran como rayas o surcos en el pellejo. Para acabarlo le dieron un corte así en la garganta. El rostro, desfiguradísimo; sólo una madre—¡pobre señora!—conoce y se arroja a besar un rostro semejante.

Sí, estoy conforme: es una infamia, un crimen que clama al cielo, lo que usted guste… Pero usted también va a convenir conmigo. También va a decir que todo ello es moco de pavo en comparación del último refinamiento salvaje, de que no tiene noticia aun. Porque matar, atormentar, se llama así, atormentar y matar y se acabó; ¿cómo se llama el escarnio, la befa más inconcebible, el reto a Dios, que consiste en lo siguiente: elegir, para dar tal género de muerte a ese hombre que la gente apodaba Cristo… elegir… ¿qué día del año piensa usted?

¡El Viernes Santo!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

—Pecador soy como el que más—prosiguió el párroco de Naya con la voz y el gesto transformados por una seriedad profunda;—pecador soy, indigno de que Dios baje a estas manos; no tengo vocación de santo como el cura de Ulloa, ni me gusta echar sermones con requilorios como el de Xabreñes; pero en semejante ocasión, al enterarme de la monstruosidad, no sé qué hormigueo me entró por el cuerpo, no sé qué vuelta me dió la sangre ni qué luminarias me danzaron delante de los ojos… que, vamos, al pino más alto del pinar de Morlán me subiría para gritar: ¡maldición y anatema sobre Lobeiro!—¡La plática que les encajé a mis feligreses el domingo! Ni Isaías… fuera el alma.—Con un arrebato que aun hoy me asombra, les dije que Dios, al parecer, se hace el sordo y el ciego, pero es como quien toma carrera para saltar mejor; que ningún crimen queda impune; que la sangre de Abel siempre grita venganza, y que me creyesen a mí, que a fe de Eugenio, nadie se quedaría sin su merecido, y por medios inescrutables, pero seguros, cuando estuviese más descuidado. «Quien fosa cava, en ella caerá», me acuerdo que grité como un energúmeno. Por supuesto que era hablar por no callar: tanto sabía yo del castigo dichoso, como de la primer camisa que vestí: sólo que en aquel entonces de veras me parecía que así iba a suceder, que Lobeiro estaba emplazado, y que la inspiración hablaba por mi boca. Spiritus ejus in ore meo.

Poco a poco se fué acallando el rebumbio del asesinato de Cristo. La madre y la hermana, convertidas en dos sombras, flaquitas y de riguroso luto, fueron el único recuerdo que quedó de la tragedia. En la gente siempre fermentaba el odio contra el cacique; pero lo comprimía el temor. Es de advertir que por entonces los de Lobeiro cayeron, y necesariamente el maldito, no teniendo la sartén por el mango, se reportó en sus exacciones y sus iniquidades. El país respiró unas miajas. El bando de Trampeta aleteó. Lobeiro, en el interregno, se dedicó a una ocupación pacífica: reconstruir su casa, que era muy vieja, y ya mezquina para las exigencias de su nueva posición; porque la fortuna del cacique había crecido mucho, y su mujer, amiga de lujos, de comilonas y de tirar de largo, le metió en la cabeza hacer vivienda nueva y la verdad, con todos los perendengues: dos pisos de piedra sillar, magnífica; ventanas con unas rejas imponentes: puerta como la de un castillo: su gran escalera, su sala de recibir, su cocina hermosísima… ¡Una casa para Orense! En el país se hablaba mucho de tal edificio, y de la seguridad que ofrecía, y de las precauciones que revelaba aquel modo de edificar—, precauciones debidas a los muchos enemigos que tenía el cacique.

Enemigos, a miles se le podían contar; y sin embargo, como el hombre se mantenía agachado, nadie se metía con él, temeroso de despertarle. El gran alboroto fué el que se armó cuando de repente, sin que lo barruntásemos ni poco ni mucho, se volcó la tortilla y subió nuevamente al poder el partido de Lobeiro.

¡Madre mía! el terror que cayó sobre nosotros! Lobeiro otra vez mandando, rey otra vez de la comarca; otra vez a su disposición la hacienda, la tranquilidad, la vida de todos; otra vez los cadáveres en los hórreos o en el fondo del Avieiro o en un hoyo profundo, allá por las asperezas de algún pinar! ¿Quién respirar? ¿Quién dormiría tranquilo? ¿Quién estaba seguro de no perecer martirizado?

Usted se va a reir si le digo una cosa. No, no se reirá: al contrario: se hará cargo mejor que nadie, porque tiene costumbre de considerar estas singularidades propias de la naturaleza humana.—El miedo, a veces, es el mejor agente del valor. Sí: por miedo se verifican actos de heroísmo: por desesperación se realizan acciones que en estado normal nos ponen los pelos de punta. Una persona que se ve rodeada de llamas, o teme que el incendio se propague y la pille encerrada en una habitación y el humo la asfixie, no se encomienda a Dios ni al diablo para arrojarse de un quinto piso a la calle, aunque se estrelle. Con esto quiero decir cómo, a las gentes de Cebre y sus cercanías, el propio terror de caer en las uñas de Lobeiro les infundió una determinación tremenda, adoptada con cautela tal, que todo lo hicieron en el mismo silencio y unión que cuenta usted que profesan los nihilistas rusos. Verá, verá cómo ocurrió la cosa.

Llegado el día de la fiesta de la Virgen en el santuario de Boán, fuí yo allá convidado por el cura, que es amigo. Se reunió una muchedumbre, que era aquello un hormiguero: hubo sus cohetes, sus gaitas, sus bailes, sus calderadas de pulpo y su tonel de mosto: lo que sabe usted que nunca falta en tales romerías. También andaban algunas señoritas muy emperifolladas dando vueltas y luciendo los trapitos flamantes: y la más bonita de todas, Micaeliña, que paseaba con la madre por debajo de los robles, hecha un sol de guapa. Acababa de cumplir los trece años: se conoce que estrenaba vestido, y no cabía en sí de contenta: el vestido era blanco, con lazos color de rosa, precioso, de seda riquísima, un disparate para una chiquilla así. La madre: «Micaeliña, no te arrugues»—por aquí—y «Micaeliña, no te manches», por allá; y la criatura, al principio, respetando mucho la gala; pero, ya se ve, luego se cansó de guardarle miramientos al vestido majo, y vino disparada a tirarme del balandrán. «Eugenio, ¿corremos?» Al principio fué a remolque; pero al fin… este pícaro genio gaitero que tengo yo… me hizo la rapaza pegar mil carreras por aquellas cuestas abajo, riendo como locos. Y cuidado que me daba no sé qué por el cuerpo ver a Lobeiro allí, a dos pasos, con sus manos donde yo sabía que había manchas de sangre fresca.

El diantre del cacique, cuando me vió tan divertido con la hija, me llamó aparte, y sin mirarme una vez siquiera, me dijo: «Hombre, Eugenio, hágame un favor: convenza a mi mujer y a la chiquilla de que va a estar muy bien Micaela en el colegio de Orense.»

—¿Y usted se separa de ella?—pregunté con asombro.

—Sí, hombre… Cosas que uno hace porque no tiene remedio—, contestó él muy encapotado y a media habla.

Así que la familia de Lobeiro y los adláteres que siempre le escoltaban se retiraron de la romería, le pregunté al cura de Boán, extrañándome de la idea de enviar a Orense la chiquilla, cuando precisamente era el encanto de su padre. Boán me dió una explicación plausible:—«Eso lo hace por no exponer a la chiquilla a un fracaso. Lo tienen amenazado de muerte, y veinte veces ya le avisaron de que su casa ha de arder. Y aunque él dice que conforme la construyó no es tan fácil pegarle fuego, no quiere tener aquí a Micaeliña, porque recela alguna barbaridad.»—Ya verá usted, señora, cómo efectivamente, no ardió la casa de Lobeiro.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Yo dormí en la rectoral de Boán aquella noche. Se había empinado y manducado muy regular, de modo que el primer sueño fué de piedra. Estaba como una marmota, que si me sueltan un redoble de tambor en los mismos oídos, no doy a pie ni a mano. Con que figúrese lo que sería la explosión, para que me incorporase en la cama de un brinco.

¡Puummm! ¡Booom! Nunca acababa de sonar. Yo a obscuras, a tientas, buscando las cerillas y gritando por el criado:—¡Eh! ¡Ave María Purísima! ¡Rosendo! Condenado, ¿duermes o qué haces? ¿Se cae la casa? ¡Jesús, Dios y Señor, misericordia!

Por fin encendí el fósforo, y cuando entró Rosendo todo aturdido, en ropas menores, ya no pudo aguantar la risa. El muchacho todo se espantó.

—Sí, ríase, que es para reir. Señor, no ría, que es pecado. Estoy que se me arrepian las carnes.

—Pero, ¿qué hay? ¿qué demonios pasa?

—¿Y quién lo sabe, a no ser un brujo? Parece que se ha hundido mismamente el mundo todo de la tierra.

Escuché. Nada, silencio. Salí a la ventana. Ni señal de cosa alguna. Me senté: estaba sano y bueno. El cura de Boán andaba por allí aturdido, dando vueltas. Nos pusimos a hacer comentarios. Nadie se quiso volver a la cama. Cada uno decía su cosa, cuando ¡tras, tras! a la puerta… Al señor cura de Boán, que vaya a dar los santos óleos y a confesar a Lobeiro, que se muere… Boán está a medio cuarto de legua de la casa de Lobeiro. El que traía el recado nos enteró de todo.

Mientras Lobeiro y su hija y sus satélites estaban de parranda, con mucho tiento, al pie del balcón mayor, habían depositado veintiséis cartuchos de dinamita—lo bastante para volar una fortaleza—y su mecha correspondiente. Hecho esto, retiráronse con tranquilidad, pie ante pie. A la noche, recogida ya la familia, alguien cogió el cabo de mecha, le prendió fuego y se apartó con mucha calma. De los veintiséis cartuchos, sólo diez o doce se inflamaron. Pero fué todo lo preciso.

No salvó alma viviente. Entre los escombros de la casa yacían el cadáver de la mujer de Lobeiro, el tronco mutilado del criado y el cuerpo de Micaeliña, muerta como una paloma, con sangre en las sienes, tendida al lado de su padre. El lobo aún vivía; fué el único que no pereció en el acto. Antes de expirar, tuvo una hora larga de contemplar a su oveja difunta… Digan lo que quieran los sabios esos del materialismo… ¡Retaco! Yo juro que hay Dios, y un Dios que castiga sin palo ni piedra… Con dinamita; corriente. ¡Con lo que sale!