Una vez, era un rey, mozo y valiente, señor de un reino abundante en ciudades y mesnadas, que partió a batallar por tierras distantes, dejando triste y solitaria a su reina y a un hijito, que aún vivía en la cuna, envuelto entre pañales.
La luna llena que le viera marchar, llevado en su sueño de conquista y de fama, comenzaba a menguar, cuando uno de sus caballeros apareció con las armas rotas, negro de sangre seca y del polvo de los caminos, trayendo la amarga nueva de una batalla perdida y de la muerte del rey, traspasado por siete lanzas entre la flor de su nobleza, a la orilla de un gran río.
La reina lloró magníficamente al rey. Lloró desoladamente al esposo, que era bello y alegre. Mas, sobre todo, lloró ansiosamente al padre que así dejaba al hijito desamparado, en medio de tantos enemigos de su frágil vida y del reino que sería suyo, sin un brazo que lo defendiese, fuerte por la fuerza y fuerte por el amor.
El más temible de estos enemigos, era su tío, hermano bastardo del rey, hombre depravado y bravío, consumido por groseros apetitos, que solo deseaba la realeza por causa de sus tesoros, y que habitaba hacía años en un castillo sobre los montes, con una horda de rebeldes, a la manera de un lobo que, de atalaya en su choza, espera la presa. ¡Ah, la presa ahora era aquella criaturita, rey de mamá, señor de tantas provincias, y que dormía en su cuna con su cascabel de oro apretado en la mano!
A su lado, dormía otro niño en otra cuna. Este era un esclavito, hijo de la bella y robusta esclava que amamantaba al príncipe. Los dos habían nacido en la misma noche de verano. Criábalos el mismo pecho. Cuando la reina, antes de irse a dormir, iba a besar al principito, que tenía el cabello rubio y fino, besaba también, por amor de él, al esclavito, que tenía el cabello negro y crespo. Los ojos de ambos relucían como piedras preciosas. Solamente, la cuna de uno era magnífica y de marfil entre brocados, y la del otro pobre y de varilla.
La leal esclava, para los dos tenía igual cariño, porque si uno era su hijo, el otro había de ser su rey.
Por haber nacido en aquella casa real, tenía la pasión, la religión de sus señores. Nadie lloró más sentidamente que ella la muerte de su rey, a la orilla del gran río. Pertenecía, además, a una raza que cree que la vida de la tierra se continúa en el cielo. De cierto que el rey, su amo, ya estaría ahora reinando en otro reino, más allá de las nubes, abundante también en mesnadas y ciudades. Su caballo de batalla, sus armas, sus soldados, sus pajes, habían subido con él a las alturas. También ella, por su turno, llegaría el día en que se remontase en un rayo de luz a habitar el palacio de su señor, y a hilar de nuevo el hilo de sus túnicas, y a encender otra vez el pebetero de sus perfumes: sería en el cielo como fuera en la tierra, y feliz en su servidumbre.
¡También ella temblaba por su principito! ¡Cuántas veces, teniéndole colgado del pecho, pensaba en su fragilidad, en su larga infancia, en los lentos años que correrían antes que fuese por lo menos del tamaño de una espada, y en aquel tío cruel, de rostro más oscuro que la noche y corazón más oscuro que la faz, hambriento del trono, y acechando por encima de su roquedo, entre los alfanjes de su horda! ¡Pobre principito de su alma! Mas si su hijo lloriqueaba al lado, hacia él era adonde corrían sus brazos con un ardor más feliz. Ese, en su indigencia, nada tenía que temer de la vida. Desgracias, asaltos de la mala suerte, nunca podrían dejarle más desnudo de las glorias y bienes del mundo de lo que ya lo estaba allí en su cuna, bajo el pedazo de lino blanco que resguardaba su desnudez. En verdad, la existencia era para él más preciosa y digna de ser conservada que la de su príncipe, porque ninguno de los duros cuidados con que ella ennegrece el alma de los señores, rozaría siquiera su alma libre y sencilla de esclavo. Y, como si le amase más por aquella dichosa humildad, cubría su gordo cuerpecito de besos largos y devoradores, besos que hacía ligeros sobre las manos de su príncipe.
Entretanto, un gran temor llenaba el palacio, en donde ahora reinaba una mujer entre mujeres. El bastardo, el hombre de rapiña, que erraba por la cumbre de las sierras, descendiera con su horda a la llanura, e iba dejando, a través de casales y aldeas felices, un surco de matanza y de ruinas. Aseguráronse las puertas de la ciudad con cadenas más fuertes. En la atalayas ardían luces más altas. Pero a la defensa faltaba disciplina viril. Una rueca no gobierna como una espada. Toda la nobleza fiel pereciera en la grande batalla. La desventurada reina apenas sabía sino correr a cada instante a la cuna de su hijo a llorar sobre él su flaqueza de viuda. Solo el ama leal parecía segura, como si los brazos en que estrechaba a su príncipe fuesen murallas de una ciudadela que ninguna audacia pudiera trasponer.
Una noche, noche de silencio y de oscuridad, yendo desnuda ya para acostarse en su catre, entre sus dos pequeños, adivinó, más que sintió, un corto rumor de hierro y de disputa, lejos, a la entrada de los jardines reales. Envolviéndose deprisa en un manto, y echando les cabellos para atrás, escuchó ansiosamente. En el sitio enarenado, entre los jazmines, oíanse pasos pesados y rudos. Después se percibió un gemido, un cuerpo cayendo blandamente sobre losas, como un fardo. Descorrió violentamente la cortina. Y allá, al fondo de la galería, avistó hombres, un resplandor de linternas, brillar de armas… Al momento lo comprendió todo; el palacio sorprendido, el bastardo cruel que venía a robar, a matar a su príncipe. Y, rápidamente, sin vacilar, sin dudar ni un segundo, arrebató al príncipe de su cuna de marfil, lo metió en la pobre cuna de rejilla, y sacando a su hijo de la cama servil, entre besos desesperados, acostole en la cuna real, que cubrió con un brocado.
De repente, un hombre enorme, de faz iracunda, con un manto negro sobre la cota de malla, surgió a la puerta de la cámara, entre otros, que erguían linternas. Miró, corrió a la cuna de marfil en donde lucían los brocados, arrancó de debajo la criatura, como se arranca una bolsa de oro, y apagando sus gritos con el manto, echó a correr furiosamente.
El príncipe dormía en su nueva cuna. El ama quedara inmóvil, en el silencio y en la oscuridad.
Gritos de alarma atronaron a seguida el palacio. Por las ventanas pasó el largo flamear de las antorchas. Resonaban los patios con el batir de las armas. Casi desnuda, desgreñada, la reina invadió la cámara, cercada de las ayas, llamando a gritos por su hijo. Al ver la cuna de marfil, con las ropas desarregladas, vacía, cayó al suelo, llorando, despedazada. En esto, callada, muy lenta, muy pálida, el ama descubrió la pobre cuna de rejilla… Allí estaba el príncipe, quieto, dormidito, en un sueño que le hacía sonreír y le iluminaba toda la carita entre sus cabellos de oro. Cayó la madre sobre la cuna, con un suspiro, como cae un cuerpo muerto.
Y en este punto un nuevo clamor conmovió la galería de mármol. Era el capitán de la guardia, su gente fiel. Había, sin embargo, en sus clamores, más tristeza que triunfo. ¡Muriera el bastardo! Cogido, al huir, entre el palacio y la ciudadela, aplastado por la fuerte legión de arqueros, sucumbieron, él y veinte de su horda. Su cuerpo estaba allí, con flechas en el flanco, en un charco de sangre. ¡Mas, ay, dolor sin nombre! ¡El cuerpecillo tierno del príncipe allí estaba también, envuelto en un manto, ya frío, rojo todavía de las manos feroces que lo habían estrangulado! Comunicaban así tumultuosamente los hombres de armas la nueva cruel, cuando la reina, deslumbrada, con lágrimas y risas, irguió en los brazos para mostrárselo, al príncipe, que había despertado.
Fue un espanto, una aclamación. ¿Quién lo salvara? ¿Quién?… ¡Allí estaba, junto a la cuna de marfil vacía, muda y tiesa, la que lo salvara! ¡Sierva sublimemente leal! Había sido ella quien, para conservar la vida a su príncipe, condenara a muerte a su hijo… Entonces, solo entonces, la madre dichosa, emergiendo de su alegría extática, abrazó apasionadamente a la madre dolorosa y la llamó hermana de su corazón… Y de entre aquella multitud que se apretaba en la galería vino una nueva, ardiente aclamación, con súplicas de que fuese magníficamente recompensada la sierva admirable que salvara al rey y al reino.
¿Y cómo? ¿Qué bolsas de oro pueden pagar un hijo? Un viejo de noble casta propuso que fuese llevada al tesoro real y escogiese de entre sus riquezas, que eran como las mayores de los mayores tesoros de la India, todas las que apeteciese su deseo.
La reina tomó de la mano a la sierva. Y sin que su cara de mármol perdiese la rigidez, con un andar de muerta, como en un sueño, se dejó conducir hasta la Cámara de los Tesoros. Señores, ayas, hombres de armas, seguíanla con un respeto tan enternecido, que apenas se oía el rozar de las sandalias en las losas. Las espesas puertas del tesoro giraron lentamente. Y cuando un siervo abrió las ventanas, la luz de la madrugada, ya clara y rósea, entrando por los enrejados de hierro, inflamó un maravilloso y centelleante incendio de oro y pedrerías.
Del suelo de piedra, hasta las bóvedas sombrías, por toda la cámara, relucían, resplandecían, refulgían los escudos de oro, las armas incrustadas, los montones de diamantes, las pilas de monedas, los largos hilos de perlas, todas las riquezas de aquel reino, acumuladas por cien reyes durante veinte siglos. Un ¡ah!, lento y maravillado pasó sobre la turba enmudecida. Siguió un silencio ansioso. En el centro de la cámara, envuelta en la refulgencia preciosa, el ama no se movía… Apenas sus ojos, brillantes y secos, se habían erguido para aquel cielo que, más allá de las rejas, teñíase de rosa y de oro. Era allí, en ese cielo fresco de madrugada, en donde ahora estaba su hijo. ¡Estaba allí, y ya el sol se levantaba, y era tarde, y aquella criatura lloraría, buscando su pecho!… El ama sonrió y extendió la mano. Seguían todos, sin respirar, aquel lento mover de su mano abierta. ¿Qué joya maravillosa, qué hilo de diamantes, qué puñado de rubíes iba a escoger?
El ama alargó la mano hacia un escabel próximo, y de entre un montón de armas cogió un puñal. Era un puñal de un viejo rey, todo guarnecido de esmeraldas, que valía una provincia.
Agarró el puñal, y apretándolo fuertemente en la mano, apuntando para el cielo, hacia el cual subían los primeros rayos del sol, se encaró con la reina y con la multitud, y gritó:
—Salvé a mi príncipe, y ahora… voy a dar de mamar a mi hijo.
Y se clavó el puñal en el corazón.