Érase una vez, en Bretaña, una joven mujer que trajo al mundo un bebé tan peludo que nunca se había visto tal cosa. Ella pidió a los que le ayudaron en el parto que lo llevaran inmediatamente a la iglesia para que fuese bautizado.

—¿Qué nombre le va a poner? —preguntó el párroco.

—El de su tatarabuelo materno —respondió la joven mujer.

Así el bebé se llamó Merlín. Merlín tenía como padre un demonio, aunque su madre no se atrevía a confesarlo. Y mientras lo acunaba entre sus brazos, la madre le daba besos a pesar de ser tan feo, y un día le dijo:

—Como no te puedo dar un padre, mi dulce pequeñín, te llamaré: niño sin padre, y yo, según la ley, seré condenada a muerte. Aunque no me lo merezco …

—No vas a morir por culpa de que yo haya nacido.

Merlín tenía sólo nueve meses de edad. Y la madre quedó tan sorprendida que lo dejó sobre la cama y salió de casa. Tan pronto como se fue, el niño empezó a gritar. Los vecinos alertados por los chillidos acudieron rápidamente a ver que pasaba y encontraron a la madre desconcertada.

—No os podéis imaginar lo que ha pasado, Merlín habla como una persona mayor —explicó a todos los que le preguntaron.

—¿Cómo puede ser, si todavía hace unos pocos meses que ha nacido? —se decían unos vecinos a otros.

Algunos vecinos se acercaron pero Merlín estaba callado observando con detalle lo que ocurría a su alrededor y alguien dijo:

—Ah! sería mejor para tu madre que nunca hubieras nacido

—Cállate! —Gritó enseguida el bebé, rojo de cólera— Dejad a mi madre tranquila! Nadie se atreverá a hacerle daño mientras yo viva.

Todos quedaron estupefactos, nunca habían visto tal cosa. Y todos, sin excepción, corrieron a contarlo por el pueblo y a las aldeas vecinas. El tema fue tan comentado que llegó a oídos del juez de la comarca.

—Haré bien en liquidar cuanto antes este asunto que tenía apartado, —pensó el juez— haré llamar a la madre ante mi presencia porque debo condenarla a la hoguera.

El día del juicio, cuando el juez le preguntó por todo lo relacionado con el padre del niño, la madre de Merlín bajó la cabeza y no contestó. Pero cuando el juez hubo acabado, Merlín que estaba en los brazos de su madre dijo en voz alta:

—¿No cree qué va muy rápido señor juez?

—Ahh! —hizo el magistrado que no creía lo que escuchaban sus oídos, y después de una pausa continuó— … y vas a ser tu el que me diga porque tu madre no será quemada viva.

—Cierto —respondió Merlín— porque si entre las personas aquí presentes, condenarais a todas aquellas que no pueden dar el nombre del padre de sus hijos, habría muchas personas que serían quemadas. Os lo garantizo —y el bebé añadió— Yo conozco mejor a mi padre que usted al suyo, señor juez.

—¿Entonces, quien es tu padre? —dijo el juez.

—Uno de esos demonios que tienen el nombre corrompido y que habita en el aire. —dijo Merlín— De él, yo tengo la ciencia infusa de las cosas hechas y dichas del pasado. Y también conozco las cosas que van a suceder …

—Las cosas hechas y dichas del pasado … —repitió el juez, blanco de miedo por lo que acababa de escuchar. Y como no debía tener la conciencia muy tranquila decidió dejar a Merlín y a su madre en libertad.

La torre que se derrumba

Había también en Bretaña un rey que se llamaba Constantino que murió dejando el reino a su hijo: Uther Pendragon. Pero Vortigern, un hombre feroz y lleno de ambiciones también quería el trono, dio la orden de matar al hijo del rey Constantino. Uther Pendagron tuvo la suerte de escapar partiendo clandestinamente, con sus fieles amigos, a un pueblo extranjero. Y Vortigern, creyendo que podía hacer lo que se le antojase, pronto fue coronado rey de Bretaña. Pero no era digno de tan alto cargo. Sólo le gustaban los honores y despreciaba a sus súbditos. Y los súbditos, que lo sabían, odiaban sus pequeños ojos de mirada cruel, y su boca ancha y delgada que no se abría más que para culpar y castigar. Vortigern, sabiendo que no era popular entre sus súbditos, estaba decido a seguir siendo rey a toda costa. Así, para protegerse, hizo construir una torre tan alta y tan fuerte que nunca pudiera ser tomada.

Los obreros se pusieron manos a la obra. La torre empezó a crecer, y sin ni siquiera llegar a la mitad de la altura deseada se derrumbó. Vortigern convocó a los maestros obreros, y sin aparentar frustración, les pidió que usaran los mejores hombres y las mejores piedras que pudieran encontrar. ¡Y que tuvieran cuidado si el trabajo no se realizaba correctamente! Así lo hicieron, pero desgraciadamente, poco antes de acabar las obras, la torre se derrumbó otra vez. Comenzaron el trabajo por tercera vez e incluso lo intentaron una cuarta, y cada vez que la torre se derrumbaba los obreros eran castigados más duramente y el rey se ponía rojo de cólera. Finalmente, creyendo que jamás vería la torre construida, Vortigern se dirigió a los magos y astrólogos de la corte para encontrar una solución. Después de once días de discusiones, convencieron al rey de que el mortero utilizado para construir la torre tenía que estar mezclado con la sangre de un niño nacido sin padre, o la torre no se sostendría jamás.

—Que doce mensajeros salgan ahora mismo buscando un niño nacido sin padre, que recorran hasta la última aldea de Bretaña —ordenó Vortigern.

Una mañana, uno de esos mensajeros encontró en su ruta a unos niños divirtiéndose en el camino. Entre ellos se encontraba Merlín. Y Merlín, que conocía todas las cosas, se adelantó y dijo:

—Yo soy a quien buscas, mensajero. Un niño sin padre al que debes quitar la sangre para llevársela a tu rey.

—¿Quién te ha dicho eso? —Preguntó el mensajero desconcertado.

Ese niño no se parecía a los demás niños. El no tenía la mirada ingenua y sonriente de los demás niños.

—Si prometes que no me harás ningún mal, yo iré contigo y te explicaré porque la torre no se aguanta en pie —prosiguió Merlín.

—¿Es eso cierto? —dijo el mensajero— Habla entonces —añadió con desconfianza.

—Pues se trata de la torre que Vortigern quiere construir y que se derrumba. Entonces él reunió a los magos para encontrar una solución.

—Este niño es increíble —pensó el mensajero— no puedo matarlo.

—Ven conmigo, no tengas miedo —dijo a Merlín. Y Merlín, leyendo el pensamiento al mensajero, aceptó ir con él.

Antes de marchar, Merlín fue a despedirse de su madre, le dio un beso y le dijo que no se preocupara, que no le sucedería nada malo. A lo largo del camino el mensajero se convenció de que Merlín era el ser más extraordinario que había pisado Bretaña y que debía mantenerlo con vida. Sólo cuando estaban a poca distancia del palacio, se preguntó como haría para contárselo a Vortigern

—Cuéntale la verdad —dijo Merlín— que yo le explicaré porqué no consigue construir la torre.

Así lo hizo el mensajero, y Vortigern miró intrigado a Merlín esperando una explicación.

—Bajo los cimientos de la torre, descansan dos dragones. Uno es rojo y el otro blanco. Hay un momento en que el peso de la torre es demasiado para ellos, e incómodos por la presión se dan la vuelta. Esto es lo que hace que los muros de la torre se derrumben.

—En ese caso no queda más remedio que hacer una cosa —dijo el rey— excavar hasta encontrar a los dragones.

Los obreros se pusieron manos a la obra y enseguida encontraron dos enormes losas que levantaron. Merlín tenía razón: había dos enormes dragones que, después de todo el alboroto creado, se estaban despertando. Todos salieron corriendo a un lugar seguro desde donde el rey y los demás observaron estupefactos como los dos dragones empezaron a pelear entre ellos. La lucha duró dos días y el dragón blanco, que era más joven, acabó por vencer al dragón rojo. Sin embargo, su triunfo fue breve. La dura y cruenta pelea dejó al dragón blanco al límite de sus fuerzas, y acabó por morir de las heridas y el cansancio.

Dirigiéndose a Vortigern, Merlín le dijo: —Ahora ya puedes construir la torre.

Vortigern asintió y después de reflexionar preguntó a Merlín —¿Sabrías decirme que significa la lucha entre los dos dragones?.

Merlín sonrió y dijo —Antes tienes que prometerme que no me harás nada por decir la verdad.

—Te lo prometo —dijo Vortigern.

—Escucha con atención —dijo Merlín— El dragón rojo eres tu, Vortigern, y el dragón blanco, es Uther Pendragon. Dentro de unos días, empezareis una batalla: tu para defenderte y él para reconquistar el reino usurpado. Y el dragón blanco vencerá al dragón rojo.

Al oír estas palabras, el rey palideció. Uther Pendragon estaba vivo! Con el corazón angustiado decidió enviar una parte del ejército a Winchester y esperar la llegada de Uther Pendragon. ¿Podría ser que la gente, al ver llegar los barcos de Uther Pendragon con las banderas ondeando al sol, lo recibieran como legítimo rey?. Eso fue lo que sucedió y Vortigern, abandonado por sus soldados y sus amigos huyó a uno de sus castillos. Durante varios días permaneció allí muerto de miedo, y como predijo Merlín, murió durante el asalto que Uther Pendragon hizo a la fortaleza.

El juego de Merlín

Sucedió que Uther Pendragon se convirtió en Rey de Bretaña, y escuchó las extraordinarias historias que se contaban de Merlín, que conocía todas las cosas y poseía singulares poderes. El rey decidió entonces hacerle venir a su corte, y envió mensajeros en su busca, sabiendo que él se escondía en el bosque de Northumberland.

Un día, uno de esos mensajeros que recorría el espeso bosque, distinguió entre el rumor de las hojas un hombre muy delgado vestido con ropas viejas de leñador y una larga barba, que se dirigió a él de la siguiente forma:

—Buen hombre, no parece que tenga éxito en la tarea que le ha encomendado su señor.

Contento a la vez que desconcertado por la observación, el mensajero se detuvo, y en tono de broma, dijo al leñador:

—¿Es qué sabes lo que busco?. Vuelve a tu trabajo y no me hagas perder más tiempo.

—¡Si yo estuviera buscando a Merlín, hace mucho tiempo que lo habría encontrado! Sin embargo, os ayudaré, él me ha recomendado decir que irá a palacio si el rey en persona viene a buscarlo a este bosque.

El mensajero asombrado, dijo —Merlín, ¿conoces a Merlín?

El leñador asintió y desapareció entre las hojas de un remolino que de repente allí se produjo. Sin perder tiempo, el mensajero volvió al castillo a informar a Uther Pendragon. Cuando el rey escuchó al mensajero, no dudó un instante y partió en busca de Merlín. Es así como el rey y un pequeño séquito, una hermosa mañana de otoño entre las hojas amarillas y los olorosos arbustos, encontraron a un pastor que cuidaba su rebaño de ovejas.

—¿No conocerás a Merlín, por casualidad? —preguntó el rey.

—Lo conozco —respondió el pastor.

—¿Eres amigo suyo? —preguntó el rey mirando fijamente al pastor.

—Espero un rey, y si ese rey viene, de buen grado lo llevaré ante Merlín.

—Condúcenos a él —dijo el rey. Pero como el pastor se rascaba la cabeza y parecía dudar, añadió —Yo soy el mismísimo rey!

—Y yo soy Merlín —dijo el pastor.

Los que acompañaban al rey gritaron indignados —Que! este pastor chepudo nos toma por …

Pero no tuvieron tiempo de acabar la frase cuando en el lugar del pastor apareció el joven que había explicado a Vortigern, delante de sus cortesanos, el significado de lucha entre los dragones. Entonces, el rey y su séquito, muy impresionados, se acercaron y uno a uno lo saludaron.

Es así como por primera vez, en Bretaña, se supo de los poderes que poseía Merlín para transformase y tomar la apariencia de otro. Uther Pendragon prometió que tendría todo lo que deseara, pero Merlín rehusó vivir en la corte y se conformó con ayudar al rey cuando lo necesitara, prefiriendo escapar de las envidias que tendrían los cortesanos de él al recibir un trato de favor por parte del rey. Y cuando al rey le surgían preguntas de las que no tenía respuesta, llamaba a Merlín que acudía en su ayuda. Fue así que Uther Pendragon pudo vencer a los enemigos más temibles. Y gracias a su poder de mago, hizo levantar un lugar en memoria de los caídos de la batalla de Salisbury con piedras venidas de Islandia, tan grandes y pesadas que ningún hombre podría profanarlo. Y mientras que existiera el mundo, esas piedras permanecerán allí.

La duquesa de Tintagel

Uther Pendragon era fuerte y poderoso; pero se aburría entre sus soldados. Entonces comenzó a pensar en tener una esposa a su lado, que fuese su reina, pero no le cautivaba ninguna mujer que conociese. Por tanto, un día decidió organizar una gran fiesta, en su castillo de Carduel, en el País de Gales, a la que asistirían los señores de las tierras de los alrededores. Acudieron muchos invitados, entre ellos la bella Igraine, esposa del duque de Tingatel. Desde que el rey la vio, se enamoró perdidamente de ella. Pero en el corazón de la bella Igraine no había más sitio que para su marido, a pesar de la amabilidad que recibió del rey. Convencido de que nunca podría conquistarla, Uther Pendragon cayó en una profunda tristeza, tan grande que deseaba morir … si no fuera porque Merlín acudió en su ayuda.

—¿Qué hago?, ¿qué puedo hacer? —sollozaba el rey

—Señor, necesito algo ¿puedes prometer que me lo darás? —le dijo Merlín

—No puedo negarte nada, Merlín —dijo el rey, que pensaba en lo que le iba a pedir Merlín.

—Prepara los caballos, nos vamos ahora mismo a Tintagel —dijo Merlín

Se pusieron en camino y antes de llegar al castillo de Tintagel, Merlín bajó del caballo. Recogió unas hierbas al borde del arroyo y le pidió al rey que se frotase la cara con ellas. El rey se apresuró a obedecer y enseguida cogió la apariencia del duque de Tintagel, tanto la cara como el cuerpo. El rey vio su reflejo en el arroyo pero no podía creer lo que veían sus ojos, su rosto y su cuerpo habían cambiado. Se acercó a la puerta del castillo y los guardias lo saludaron con distinción y le abrieron las puertas para que entrara. Era tarde y la noche no tenía ni estrellas ni luna. Igraine acogió a Uther Pendragon como si fuera su esposo y el rey fue muy feliz esa noche. Esa misma semana, Igraine recibió la noticia de que su marido había muerto en una batalla. Sucedió la noche en que Uther Pendragon se hizo pasar por el duque de Tintagel. Entonces la duquesa quedó desconcertada por lo sucedido aquella noche sin luna ni estrellas. Y muy triste por la perdida de su esposo, lloró todas las lágrimas que tenía en su cuerpo.

Uther Pendragon seguía amando a Igraine y corrió a pedir su mano. Desamparada y libre, ella se la concedió. Pero como era una mujer sincera, contó al rey lo ocurrido la noche en que el duque había muerto.

—Esa aciaga noche creí ver a mi esposo de regreso al castillo —le dijo Igraine al rey, entre sollozos—. Tal vez fue el deseo de verlo regresar cuanto antes, lo que hizo que mi cabeza se perturbara, y sólo vi a su fantasma que venía a despedirse de mi. Pero eso no es todo.

—Cuéntame, mi bella amada —dijo el rey.

—Pronto seré madre —dijo Igraine.

—Es necesario que nadie lo sepa —dijo dulcemente el rey—. Cuando vuestro hijo nazca, se lo confiaremos a alguien que se ocupe de él.

Entonces Merlín recordó al rey la promesa que había realizado, y pidió que le confiaran al recién nacido. Y así fue como Merlín entregó al niño a Héctor, uno de los barones más honestos del reino. Que lo bautizó con el nombre de Arturo, y lo educó junto a Kay, su propio hijo como si fueran hermanos. Nadie, excepto Merlín, sabía del fabuloso destino que le esperaba a Arturo.

La roca milagrosa

Pasaron dieciséis años. Uther Pendragon murió dos años después de Igraine. Como no había sucesor directo, los barones del reino optaron por la solución más sencilla: pedir a Merlín que designara uno. Y Merlín les dijo que esperasen hasta el día de Navidad.

Llegó el día de noche buena, cuando los barones se reunirían en Londres. Entre ellos se encontraba Héctor, junto a Kay y Arturo, de los cuales no sabía a quien quería más. Y todos juntos acudieron a la misa de medianoche y después a la misa del día de Navidad. Cuando salieron de la iglesia, se empezó a oír un griterío entre los asistentes, algo estaba sucediendo que era extraordinario. En efecto, en el centro de la plaza, venida de no se sabe donde, había una gran roca con un yunque encima que tenía una espada clavada hasta la empuñadura. Y cada uno buscaba una explicación. Unos decían que venía del cielo y otros que podía venir del cielo o del infierno.

Venga de donde venga —dijo el párroco— hay que bendecir esta roca —y se acercó a ella con paso decido.

Preparado para realizar este gesto piadoso, vio algo que lo dejó sin palabras. Había una inscripción hecha con letras de oro sobre la piedra, y con el ceño fruncido leyó:

—Aquel que retire esta espada será rey —dijo en voz alta el párroco.

Hubo un murmullo confuso entre los hombres y todos los barones se precipitaron para leer las palabras inscritas en la piedra. En un instante surgió la disputa sobre quien sería el primero en probar. Y ya estaban encarándose unos a otros cuando el párroco llamó a la calma escogiendo el mismo a doscientos cincuenta barones que probarían suerte. Sin embargo, ni uno solo, pese a su fuerza, habilidad y buena voluntad, ni uno solo consiguió mover la espada lo más mínimo. Todos estaban desanimados excepto los dos hijos de Héctor, que miraban divertidos como los barones se rendían uno tras otro. Kay y Arturo, esos dos adolescentes que observaban la escena con ojo crítico, pensaban que también tenían derecho a participar en la prueba de la espada, y Arturo tomándolo como un juego se acercó a la roca milagrosa y dijo:

—Veamos si yo puedo … —pero sin acabar de decir la frase, la espada se liberó apenas tocó la empuñadura, y la mostró a Kay y Héctor que miraban a Arturo estupefactos.

—Hijo mío… eres tu el elegido —dijo Héctor

Pero los barones no creían que fuese justo que un hombre nacido en misteriosas circunstancias fuera el rey de Bretaña. Y el párroco tuvo que intervenir de nuevo, pues se generó un sentimiento de embuste que hizo levantar la voz a muchos de los barones.

—¡Un poco de calma barones! —gritó el párroco— esperaremos a la Festividad de la Candelaria y nos volveremos a ver aquí con los ánimos renovados.

Aceptaron y la espada se introdujo de nuevo en la roca. Todos esperaron con impaciencia que llegase el día de la Candelaria para intentar sacar la espada. Pero cuando probaron de nuevo nadie lo consiguió excepto Arturo. Sólo él pudo sacar la espada, y lo consiguió de forma tan fácil que parecía que estuviera clavada en mantequilla. ¿Alguien dudaba de que fuese elegido por Dios para ser el rey?. Así que Arturo fue nombrado rey de Bretaña y la roca mágica desapareció. Pero antes, igual que ahora, no era fácil encontrar la unanimidad. Y había almas afligidas que rechazaban a Arturo como rey. Así, once de los barones mas poderosos se reunieron, y decidieron declarar la guerra al rey recién nombrado. Determinados a vencer o a morir, sitiaron el castillo de Kerleon donde se encerraba Arturo. Se disponían a realizar un último asalto contra la fortaleza, cuando Merlín apareció, visiblemente descontento y con una mirada acusadora les dijo desde lo alto de una torre:

—Arturo no es hijo de Héctor ni hermano de Kay. ¡Arturo pertenece por derecho propio a un rango más alto que cualquiera de ellos! Él es hijo de Igraine. ¡Corred a decírselo a los barones Bretones! Que se enteren todos aquellos obstinados en decir que no quieren a Arturo como rey, por ser el bastardo de un barón.

Merlín veía que sus palabras no habían causado el efecto que deseaba y los barones se reunieron de nuevo para atacar. Pero con un simple gesto de Merlín todas las tiendas de los barones rebeldes comenzaron a arder. El incendio crepitaba a sus espaldas mientras los barones y los seguidores de Arturo se enzarzaban en una cruenta lucha. La lanza de Arturo se rompió por la mitad, rápidamente desenvainó su espada, la misma que había sacado de la roca milagrosa. Y le dio el nombre de Excálibur, que en hebreo significa “hoja de hierro y acero”, y que desprendía más luz que dos grandes cirios encendidos. Con los ánimos renovados y todavía con más vigor que al principio, Arturo se lanzó de nuevo al combate seguido por Kay, Héctor y muchos otros que le eran fieles. Al final de la jornada, los barones habían huido avergonzados dejando atrás sus armas y su honor.

La partida hacia Cameliard

Cuando el rey Arturo se dio cuenta de los grandes poderes que tenía Merlín, lo invitó a vivir en su corte, en Londres. Merlín aconsejó al rey Arturo de armar nuevos caballeros y entregarles nuevas ropas, plata y caballos y todo lo necesario para ganarse la confianza del soberano. Así lo hizo y se ganó el corazón de todos ellos, todos estaban convencidos de que no podían vivir en un lugar mejor. Y un día, Merlín, que conocía el futuro, dijo a Arturo:

—Señor, ha llegado el momento de convertirse en un simple caballero al servicio del rey Leodegrance de Cameliard, así conseguirá grandes beneficios.

—¡Que! —grito Arturo— dejar mis tierras para ayudar al viejo Leodegrance, que no hace más que pelearse con sus vecinos, más fuertes y poderosos que él.

—Ha de ir, señor, —dijo obstinadamente Merlín— no se inquiete, y verá lo que consigue. Sin embargo … —se interrumpió acariciando su larga barba— lleve consigo al rey Ban de Benwick y al rey Bors de Gaunes, que ahora mismo vienen de camino, para rendir homenaje a su majestad.

—Entonces —dijo Arturo— he de engalanar las calles de la ciudad para recibir a tan distinguidas figuras. Además hay que preparar un torneo en su honor y preparar una gran fiesta.

Merlín suspiró y dijo —por supuesto que tendrán una magnífica recepción, y tan sólo faltará una reina …

Arturo no dijo una palabras más, pero se preguntó porque Merlín sentía la falta de una reina, y si sería urgente qué el reino de Bretaña tuviera una.

Semanas más tarde, cuarenta bravos caballeros, entre los que se encontraba Arturo, Ban de Benwick y Bors de Gaunes, llegaron a Cameliard y fueron recibidos uno a uno por el rey Leodegrance. El rey Ban que era el más elocuente de todos, dijo a Leodegrance que sus compañeros y el mismo, estarían a su servicio pero con una condición. Que nunca buscaría sus verdaderos nombres, como era costumbre corriente en su reino, y el rey Leodegrance aceptó.

Pronto los vigías dan la señal, viendo que a lo lejos aparecen los primeros enemigos, que las casa que encuentran a su paso. Hubo una gran batalla. Arturo y los demás luchaban bajo la bandera de Merlín: un dragón con una cola larga y una tortuga que parecían lanzar llamas. La batalla fue violenta, los asaltantes parecían decididos a conseguir la victoria. Lanzas y espadas golpeaban los cascos y escudos con tanta fiereza que no se podría escuchar un trueno. Leodegrance estaba en mala posición, presionado por el temible rey Claudio del Desierto. En un momento de confusión, Leodegrance cayó de la grupa de su caballo y fue apresado por sus enemigos. Merlín lo supo a instante y reaccionó rápidamente.

—A mi, caballeros! —gritó Merlín—. Qué vean quienes somos!

Merlín y los suyos aparecieron con su flamante estandarte y abrieron una brecha hasta llegar al rey Leodegrance. Con un silbido, Merlín provocó un torbellino de polvo sobre el enemigo que los dejó ciegos. Abandonaron al rey en el campo de batalla y escaparon tan rápido como sus maltrechas piernas les dejaron. Dieron un caballo y armas a Leodegrance, todos se reagruparon bajo el estandarte y rápidamente reanudaron la lucha. En ese momento, el estandarte de Merlín escupió bolas de fuego que pusieron al enemigo en retirada. Sólo un gigante, el Duque de Frolle, tuvo el coraje de no recular, con un gran mazo de cobre, tan grande que pocos hombres podrían haberlo levantado, y entonces comenzó a descargar su furia sobre cualquiera que se le acercase lo más mínimo.

Arturo se dirigió hacia el temido Duque de Frolle, con su espada Excálibur en la mano. Frolle sacó su espada, a la que llamaba Marmadose, y al desenvainar comenzó a brillar tan fuerte que se iluminó todo el campo de batalla y Arturo dio un paso atrás.

—Caballero —dijo el Duque de Frolle— no se quien eres, pero por ser tan bravo, yo te voy a dar una oportunidad. Guarda tu espada y te dejaré ir.

Al oír estas palabras, el rey Arturo sintió que su cara se ponía roja de vergüenza.

—Eres tu quién debe bajar su espada, —dijo Arturo— debes saber que el hijo de Uter Pendragon no retrocede ante la muerte.

—¿Entonces eres tu el rey Arturo?

Y tan pronto pronunció estas palabras, el Duque de Frolle se lanzó al ataque empuñando a Marmadose. Pero Arturo no solo rechazó la furia de su oponente defendiéndose con Excalibur, si no que golpeó tan fuerte el brazo de Frolle que éste dejó caer su espada, y aturdido por el contraataque de Arturo, su caballo echó a correr hasta perderse en un gran bosque cercano.

Cuando llegó la noche, reinaba la calma en el campo de batalla y el rey Ban de Benwick preguntó a Arturo si se encontraba bien después de la dura batalla que lo enfrentó al Duque de Frolle.

—He tenido éxito, más allá de toda esperanza —dijo Arturo—. Así además de tener mi espada Excalibur, que hizo maravillas durante la lucha, conseguí a Marmadose, la espada del gigante Duque de Frolle, que brilla como un diamante en las sombras.

Ginebra de Cameliard

Ya estaban preparadas las mesas para la comida cuando llegaron los tres reyes acompañados de Merlín. Leodegrance, los esperaba apoyado en la ventana. Y cuando los vio llegar, fue a recibirlos como si de una fiesta se tratara. Recogieron a sus caballos, los desarmaron y los llevaron de la mano a una sala ricamente decorada donde una joven de gran belleza les mostró una bañera de plata con agua caliente. Era la hija de Leodegrance, Ginebra, no se podría encontrar más bella persona en toda Bretaña. Ella, con sus propias manos, les lavó la cara y el cuello llenos de polvo del campo de batalla, y les dio a cada uno un elegante abrigo.

Arturo, limpio del olor de la batalla, agradeció complacido los servicios prestados por la joven, que miraba a su invitado disimuladamente, con una mezcla de interés y admiración. Sus grandes ojos azules brillaban de alegría, lo que la hacía aún más atractiva, si eso era posible. Leodegrance llevó a sus invitados a la mesa, y se dio cuenta de que Arturo se puso entre el rey Ban Benwick y el rey Bors de Gaunes. Entonces, creyó que Arturo era su señor y pensó que si Dios lo quisiera, Arturo podría casarse con su hija, pues era un caballero excelente y un hombre de alto rango. Mientras tanto, Ginebra ofreció vino a Arturo en la copa del rey, arrodillándose ante él, y él la encontró tan bella que se olvidó de beber y de comer. Se giró ligeramente para que sus compañeros en la mesa no vieran su emoción, pero Ginebra lo vio bien.

—Beba, señor —dijo Ginebra— y perdóneme si no me dirijo a usted por su nombre, pues no lo conozco. No se distraiga de la mesa y no se ponga en alerta, pues la batalla terminó.

Entonces, Arturo cogió su copa, bebió y comió y celebró la victoria con el resto de comensales. La cena terminó, se recogió la mesa y se retiraron los manteles. Fue el momento en que el rey Bors de Gaunes se sentó a lado de Leodegrance. Y él, a quien le gustaba hablar tanto, dijo muchos cumplidos sobre Ginebra.

—Señor —dijo Bors de Gaunes— llega un momento en que se debe pensar en el futuro, y no tienes otro hijo que pueda heredar tu tierra. ¿No cree que sería conveniente casar a su hija?

—Hace siete años que estoy en guerra con el rey Claudio del Desierto —respondió Leodegrance suspirando—. Y no tuve un momento de calma para pensar en el futuro de mi hija. Pero si se presenta un buen hombre que pueda defenderme, yo se la entregaré de buen gusto y él tendrá mis tierras después de mi. Yo no pensaré ni en su linaje ni en su rango.

Al escuchar estas palabras, un destello de astucia brilló en los ojos de Merlín. Pero como ya había cumplido su misión, gruñó entre dientes de forma divertida y partió.

Viviane

En aquellos tiempos, había en el corazón de Armórica un extenso bosque que iba de Fougéres a Quentin, de Coral a Camors y de Faouët a Redon. Era el bosque de Broceliande. El viento jugaba constantemente y los árboles se inclinaban haciendo reverencias sin fin, sobre una extensión que medía bien treinta leguas de largo de veinte de ancho. Por éste bosque vagaban criaturas extraordinarias, como hadas y duendes.

Allí vivía Dyonas que era el ahijado de Diane, la diosa del bosque, y cuya hija, Viviane iba y venía a lo largo del bosque divirtiéndose con las mariposas. Un día que estaba sentada cerca de un manantial, donde los korrigans y las hadas iban habitualmente a verse en el agua, ella vio pasar a un joven muy guapo, alto y moreno, que caminaba rápidamente. Llegó cerca de ella, y se detuvo apoyado en una rama, y la saludó, pero sin decir una palabra de más. Era Merlín que sintió latir su corazón con tanta fuerza por la belleza de esa chica, que temía perder su libertad de espíritu.

Merlín sabía que se iba a encontrar con Viviane, él sabía que estaba destinado a amarla y ser amado, y de que sería su humilde servidor desde que se encontraran los dos. Viviane, como toda mujer curiosa, le preguntó a Merlín:

—¿Quién eres, señor?

—Yo soy un aprendiz que vaga en busca de su maestro para aprender de él.

—¿Puedo saber que quieres aprender? —dijo Viviane.

Merlín se sentó al borde del manantial, cerca de Viviane y respondió:

—Por ejemplo, a aguantar el asalto de un castillo después de varios días de asedio. O a caminar sobre un estanque sin mojar los pies, o bien a dar nacimiento a un río y muchas otras cosas.

—¡Que buenas lecciones! —dijo Viviane—. Me encantaría ver como lo haces. Yo sería vuestra amiga, sería todo un honor —añadió coqueta.

Al oír estas palabras, Merlín, se emocionó y aceptó mostrar algunos hechizos que requerían cierta habilidad. Pero puso una condición:

—Quiero ser vuestro amor, sin que me preguntéis nada más.

Viviane asintió. Entonces con la rama llevaba en la mano, Merlín trazó un círculo en el suelo. Este gesto sorprendió a Viviane; que miraba detenidamente sin ver nada de extraordinario, pero, poco a poco surgieron bellas damas y elegantes caballeros que cantaban alegremente. Algunos comenzaron a bailar bajo los árboles, repentinamente cargados de fruta, mientras que a lo lejos se perfilaba un castillo con grandes jardines de flores. Se podría decir que Merlín trajo el paraíso a la tierra. Fascinada, Viviane repetía los cánticos de los bailarines.

—¿Qué os parece? —dijo Merlín— ¿Todavía mantenéis vuestra promesa?.

—Si, mi señor, y mi corazón os pertenece. Pero todavía no me habéis dicho como …

—Lo haré pero no hoy, prometido.

Con el brillo de la luna, las bellas damas y sus caballeros desparecieron, así como en castillo y los campos de flores. Entonces Viviane le dio el nombre de “Refugio de alegría y regocijo”.

— Ahora —dijo Merlín— he de partir.

—¿Tanta prisa tenéis en dejarme? Y sin haberme enseñado todavía …

—Todo a su tiempo, gentil dama.

Pero Viviane quería conocer enseguida el secreto de Merlín, ella estaba preparada a pasar toda la noche despierta, incluso aceptaría todo aquello que Merlín le pidiese, cuando supiera la forma de crear tales prodigios. Entonces Merlín le explicó la forma de hacer que un río fluyera donde ella quisiera. Viviane lo contempló extasiada, y luego lo apuntó todo en un pergamino, y a penas se dio cuenta de que Merlín se despedía prometiendo volver pronto.

El rey Arturo prometido

Merlín volvió a Cameliard, donde el rey Leodegrance lo recibió con alegría. Aunque se preguntaba quién era aquel que le había ayudado tan valientemente a vencer a sus enemigos. El único medio de callar su curiosidad era preguntarle a Merlín. Y un buen día, eso fue lo que hizo.

—Señor —respondió Merlín refiriéndose a Arturo—, ha de saber que ese joven pertenece al más alto rango, es un rey coronado, igual que vos. Juntos recorremos el mundo para conocerlo mejor esperando encontrar una esposa digna de él.

Leodegrance pensó inmediatamente en ofrecer a su hija, la más bella y dulce que un padre ha tenido. Como Merlín le aseguró que ella sería aceptada de buen corazón, Leodegrance hizo llamar a su hija. Cuando Ginebra se presentó ante su padre el rey, hizo llamar a todos los caballeros de palacio y colocando la mano de su hija sobre la de Arturo dijo:

—Señor, recibe a mi hija como esposa con todos los honores que tiene y todos los bienes que tendrá después de mi muerte.

Arturo, radiante, se inclinó. Entonces Merlín anunció a viva voz, a los cuarenta bravos, todos hijos de reyes y reinas, que acompañaron a Arturo, rey de Bretaña, que acababa de prometerse. La alegría en palacio fue inmensa y todos rindieron homenaje al rey Arturo. Aunque pocos días después, Arturo anunció que se veía en la obligación de partir durante un tiempo, porque todavía tenía enemigos a los que vencer.

Entonces, Ginebra le entregó un yelmo para cubrirse, y él partió a caballo, seguido de sus cuarenta compañeros.

Arturo y los caballeros

Tras cabalgar varias horas, hicieron un alto en el camino para descansar. Era primavera. El cielo era hermoso, los pájaros cantaban alegremente y el frescor de las praderas se extendía hasta el río. Sólo cuando estaban preparados para marcharse, se dieron cuenta de que catorce jóvenes caballeros bien vestidos se acercaban. Al llegar a su altura preguntaron por el rey Arturo, quién los recibió muy atentamente. Los jóvenes se arrodillaron y pidieron recibir la orden de la caballería, y así servir al rey loable y fielmente. Los jóvenes habían defendido sus tierras de terribles ataques con gran coraje. Su aire noble y gentil se veía a leguas y Arturo preguntó quiénes eran. Entonces el que conducía al grupo se presentó como Gawain, hijo de Orcanie y después nombró al los demás. Arturo les dio el mejor recibimiento posible y abrazó a Gawain, quien resultó ser sobrino suyo.

—Yo os otorgo el cargo de comandante —dijo Arturo.

Y Gawain fue nombrado mano izquierda del rey.

Días más tarde, llegaron a Logres. Y allí, el rey Arturo tomó a Excálibur se acercó a Gawain y la colgó del flanco izquierdo, después le calzó la espuela derecha, mientras que Ban le ponía la izquierda. Eran espuelas de oro, signo distintivo de los caballeros. Fue armado caballero y obsequiado con ropas adecuadas a tal rango, además recibió su propia espada. Sus compañeros fueron armados caballeros con los mismos honores y sólo Sagremor, sobrino del emperador de Constantinopla, conservó su propia espada en memoria de su país y sus tierras. Para finalizar, Merlín, delante del rey, de los señores y de todos los caballeros les contó la historia del Grial. Para acabar dirigiéndose al rey Arturo:

—Señor, os pertenece ahora formar la mesa del Grial, que hará llegar enormes maravillas.

—La mesa estará en el castillo de Carduel, en Gales —respondió Arturo—, y el día de Navidad escogeré a los caballeros que tengan derecho a sentarse entorno a ella.

Merlín y Viviane

Por segunda vez, Merlín y Viviane volvieron a encontrarse, tal como él lo había prometido. Había un gran deseo por parte de los dos, pero antes de nada Merlín tenía que pasar por el reino de Benwick, en La Pequeña Bretaña, por el reino de Gaulles y por Cameliard para anunciar a sus respectivos reyes que fueran a ayudar a Arturo a luchar contra los Saines, en Logres. Y satisfecho con las respuestas de todos ellos, se dirigió a Broceliande.

Cuando apareció Viviane, ella corrió hacia él, y los dos sintieron una profunda alegría al encontrarse de nuevo. Sin más preámbulos, Viviane quería aprender más hechizos.

—Maestro —preguntó Viviane—, ¿Qué hay que hacer si quiero que una persona caiga en un profundo sueño todo el tiempo que quiera?

Ella no dijo para que quería usar esta magia, porque pensaba que Merlín no le enseñaría el hechizo. Pero él se dio cuenta de que la razón era falsa cuando dijo:

—Me gustaría dormir a mis padres cuando vengas a verme, para estar libres e ir donde nos plazca.

Merlín se negó.

Viviane parecía contrariada. No estaba segura de si misma ni del poder que tenía Merlín, pero cuando llegó el último día Merlín cedió, tal como ella esperaba. Estaban en el “Refugio de alegría y regocijo” y Merlín además de revelarle el hechizo para dormir le mostró otras muchas cosas. Como por ejemplo, tres palabras que ella apuntó para no olvidar, y que evitaba que un hombre pudiera poseer a una mujer. Merlín estaba poniéndose trabas a si mismo, pero estaba tan enamorado de Viviane que siempre cedía.

De regreso a Logres, parecía un anciano vestido de forma elegante pero anticuada. Allí estaba Gawain disfrutando de un hermoso día mientras paseaba con su caballo por el bosque. Así es como se encontraron y Merlín le dijo:

—Señor Gawain, si pensáis que soy digno de vuestra confianza, dejareis el paseo porque sería mejor para vuestro honor hacer la guerra a los enemigos de vuestro rey.

Gawain sorprendido, iba a responder cuando Merlín, de repente, desapareció.

La guerra con los Saines

La situación era seria. Los Saines, formidables guerreros, más numerosos que las olas del mar, eran asediados en la ciudad de Clarence. Era un día plomizo, envuelto en bruma, los Saines despertaron rodeados de hombres con lanzas que cargaban contra las tiendas de su campamento, derribando y masacrando todo lo que se ponía en su camino.

La armada de caballeros, que tenían por estandarte una bandera blanca con la cruz roja, avanzaba inexorablemente, masacrando a los Saines. Intentaban en vano reagruparse al son de los cuernos. Gawain mató al rey Ysore y tomó su caballo que podía correr diez leguas sin fatigarse. Los reyes Arturo, Ban y Bors, y tantos otros, hicieron maravillas en la lucha. Merlín echó encantamientos de tal modo que los Saines se rindieron y huyeron con sus caballos hacia el puerto, donde embarcaron en botes hacia destinos desconocidos. Entonces Arturo compartió entre los caballeros el botín del enemigo y luego convirtió al duque de Clarence, Gasellin, en uno de sus caballeros. Y hubo cinco días de gran alegría.

La matrimonio de Arturo

El sexto día, partieron hacia Cameliard, donde Ginebra esperaba a Arturo. El día de la boda fue más alegre que ningún otro día de fiesta. El salón estaba cubierto de juncos, de hierbas verdes y de flores fragantes. Comenzaba el verano, y el aire caliente lustraba el cielo pleno de sol. Ginebra deslumbró a todos los invitados, el rostro descubierto, sus cabellos rubios coronados de oro y de piedras preciosas, con un vestido dorado, tan largo que su cola deslizaba por el suelo más de un metro.

En procesión, los novios, los reyes y su corte, los barones del reino de Cameliard, los nobles y los burgueses se dirigían a la iglesia para la bendición nupcial. Luego, todo el mundo disfrutó del festín, tras haber escuchado como los maestros tocaban el violín, la flauta y las trompas, después los caballeros se divirtieron con la esgrima y otros juegos, y todos bailaron y se recrearon en los placeres hasta bien entrada la noche. Ningún invitado olvidó jamás un día tan bello. Una semana después, el rey de Benwick se despidió de Arturo, de quien no se había separado desde la batalla contra los Saines, donde conquistaron sus tierras. Partieron en compañía de Merlín y, juntos, atravesaron el mar para llegar a la Pequeña Bretaña, donde fueron recibidos con alegría.

Mientras, Merlín continuó su camino hacia Broceliande, para visitar a Viviane, que lo recibió en el lago de Diane con mucha ternura, lo que hizo que su amor por ella creciera todavía más, si es que era posible amar con más intensidad. Después de explicarle la mayoría de sus hechizos, era ella quien leía en los ojos y en su mente, de tal forma que nunca pudo ocultar ningún secreto. Una tarde que paseaban por el bosque, Merlín llevó a Viviane al lago de Diane. Él le enseñó una tumba, en mármol, donde unas letras de oro decían:

Aquí yace Fauno, el amigo de Diane.

Entoncés Merlín le contó una historia:

—Fauno amaba fielmente a Diane, la diosa del bosque. ¡Ay! Pero ella prefería a Félix. Y mientras Fauno, herido, se secaba en la orilla del lago, después de darse un baño, Diane hizo caer una piedra sobre Fauno y quedó sepultado en este lugar, aplastado por esta misma piedra. Entonces Félix, indignado por el acto criminal de Diane, la cogió por su trenza y le cortó la cabeza con su espada.

—¿Y qué fue de la casa señorial que Diane mandó construir? —Preguntó Viviane.

—El padre de Fauno la destruyó cuando se enteró de la muerte de su hijo.

De repente, Viviane le dijo a Merlín que deseaba una casa tan hermosa y tan rica como la de Diane. E inmediatamente, para complacerla, Merlín hizo surgir del lago un castillo, tan hermoso que nunca se había visto tal cosa en Bretaña.

—Es vuestra casa señorial —dijo Merlín—. Nunca la verá nadie que no pertenezca a vuestra casa, porque es invisible para todos los demás, sólo encontrarán agua. Si por envidia o por traición, alguien de tu gente revela el secreto, el castillo desaparecerá para él y se ahogará creyendo que está dentro.

—¡Dios mío! —dijo Viviane, deslumbrada.

Nadie había oído hablar de una casa más secreta y más hermosa. Verla tan feliz hizo que Merlín se pusiera más alegre, y contó más hechizos a Viviane, hasta el punto de convertirse en un loco imprudente.

—Mi señor —dijo Viviane un día— todavía hay una cosa que desearía saber. Se trata de cómo encerrar a un hombre sin torre, sin muros, sin hierros, pero de forma que no pueda escapar sin mi consentimiento.

Merlín, que leía su pensamiento respondió:

—Mi hermosa amiga, no me preguntes más, porque quieres encerrarme aquí para siempre. Y yo os amo con tanta fuerza que tendré que hacer vuestra voluntad.

Viviane sonrió y le dijo con ternura:

—Sin vos no tengo alegría, yo espero todo de vos. Ya que os amo tanto como vos me amáis, ¿no deberías hacer mi voluntad y yo la vuestra?

—La próxima vez que os venga a ver, os enseñaré lo que deseáis.

Merlín tenía la obligación de volver al reino de Logres, donde lo esperaba Arturo junto con los demás caballeros que el rey reunió en Carduel para Navidad.

Fundación de los Caballeros de la Mesa Redonda

Hubo un gran festín ese día, en el castillo de Carduel, en el país de Gales. Merlín divirtió a los invitados del rey cambiando de apariencia ante sus propios ojos, y luego, cuando se retiraron las mesas, tras la comida, recordó la historia del Grial que contenía la sangre de cristo. Según la leyenda, la copa, había sido llevada a la Pequeña Bretaña.

—Está escrito que el rey Arturo ha de crear aquí mismo la Mesa Redonda —dijo Merlín—, lo que significa que ninguno de los que se sienten a ella tendrá preferencia sobre los demás. A la derecha del rey siempre quedará un asiento vacío, en memoria de Cristo. Quien se arriesgue a tomar ese asiento, será castigado con la muerte, porque está reservado para el caballero que ha conquistado el Grial.

—Que así sea! —dijo Arturo.

Y tan pronto como acabó de hablar, apareció, en el medio de la sala, la Mesa Redonda alrededor de la que se encontraban cincuenta sillas de madera. Y en todas ellas se leía en letras de oro el nombre de quien se tenía que sentar en ese lugar.

Pero en la silla a la derecha del rey, no había ningún nombre escrito. Arturo y los caballeros tomaron su lugar en la mesa. Entonces, Gawain, en calidad de comandante de los caballeros, pronunció, en nombre de todos, el solemne juramento:

—Que nunca nadie, sea hombre o mujer, que venga a pedir ayuda, se vaya sin conseguirla, y que, si alguno de los caballeros aquí presentes desapareciera, los otros, uno tras otro, lo buscarían hasta perder el aliento durante un año y un día.

Todos los caballeros de la Mesa Redonda juraron, sobre las reliquias de los santos, lo dicho por Gawain. Enseguida, la reina Ginebra propuso que cuatro clérigos se alojaran en el castillo de Carduel para escribir todas las aventuras de los caballeros. El rey lo aprobó. Y los caballeros, de forma unánime, mostraron gran alegría.

La búsqueda de Merlín

Por cuarta vez, Merlín dejó la corte del rey Arturo para dirigirse al bosque de Broceliande. El rey y la reina estaban especialmente afligidos, pues él era un excelente amigo para ellos, y Merlín les había dicho que ya no regresaría. ¿Sería posible?, se dijeron el uno al otro, viendo como desaparecía a lo lejos, en un caballo magníficamente engalanado.

Tras encontrarse con Viviane, Merlín cedió y le contó el hechizo de cómo hacer un prisionero sin barrotes para siempre.

Pero en Carduel todos estaban tristes por la ausencia de Merlín, no tenían noticias de él ni sabían donde se encontraba, hasta que un día, Gawain le dijo al rey:

—Señor, os prometo, por el juramento de hice en Navidad, que iré en su busca, mientras me tengo en pie, durante un año y un día.

Y todos los caballeros lo imitaron, partiendo en busca de Merlín a la misma hora. Y cada uno siguió un camino.

Un día cuando Gawain atravesaba un bosque, tras haber vagado por las tierras de Logres y sin saber a donde dirigirse, se cruzó con una dama montada en un hermoso corcel negro, con una silla de marfil y de estribos dorados. Ella también estaba ricamente vestida. Pero Gawain, sumido en su oscuro ensueño, pasó sin verla ni saludarla, lo que para un caballero representa una falta grave. Asombrada, la mujer dio media vuelta y fue a reprocharle su falta de cortesía. Gawain se inclinó ante la dama, no pronunció una palabra y volvió a ponerse en marcha, pero apenas cabalgó una legua, sus ojos se posaron en un enano que marchaba en compañía de una damisela. Recordó el reproche que acaba de recibir y notó algo extraño, no sabía que era o lo sabía demasiado bien: las mangas de su camisa eran más largas que sus brazos y los pantalones parecían más anchos y largos. En efecto, Gawain había encogido, se había vuelto tan pequeño como un enano, los pies no le llegaban a los estribos y su apenas era capaz de mirar por encima de su escudo. Sintió tanta angustia que por un momento pensó que iba a morir. Y ¿qué dirían en la corte del rey Arturo, de un caballero que no podía hacer frente a su juramento?. Enseguida encontró un tronco donde apoyarse para desmontar de su caballo, acortó sus estribos, se remangó la camisa y el pantalón, y arregló su vestimenta para no parecer un niño con la ropa de un hombre. Entonces, montó de nuevo en su caballo y fiel a su juramento continuó la búsqueda de Merlín. Pero había algo que no tenía sentido, nadie había visto a Merlín y nadie le conocía. Gawain estaba angustiado, pero cabalgó muchas leguas en su busca.

Un día, entró en el bosque de Broceliande y descubrió un fenómeno extraño. Era una especie de vapor que su caballo se negaba a atravesar, no lo podía creer, era como una especie de obstáculo en el aire que le impedía avanzar. De repente, escuchó hablar, alguien estaba pronunciando su nombre, rápidamente reconoció la voz. Era Merlín.

—¿Dónde estáis? —preguntó Gawain—. Mostraos, os lo ruego.

—No, —respondió Merlín— nunca volveréis a verme, y después de hablar con vos no volveré a hablar con nadie más que con Viviane. El mundo no tiene un lugar tan inaccesible como la prisión de aire que me atrapó.

Y contó como, mientras dormía, Viviane hizo con su velo un círculo a su alrededor; y cuando se despertó se dio cuenta de que ya no podría salir del circulo encantado donde Viviane lo hiciera prisionero.

—Saluda de mi parte al rey, y a su señora la reina, y a todos los caballeros y barones, y cuéntales mi aventura —dijo Merlín—. No desesperéis por lo que os ha ocurrido, Gawain. Volverás a encontrarte con la damisela que os a encantado; pero esta vez no olvides saludarla, o se enfadará.

Durante toda la conversación, Gawain, tuvo los ojos bien abiertos. Cuando cogió el camino de regreso, estaba a la vez contento e insatisfecho. Feliz de que Merlín predijera el final de su encantamiento, e insatisfecho de pensar que su amigo pareciera más loco que sensato. Al atravesar el bosque donde se había encontrado con la primera dama, que le había lanzado el hechizo, temía no conocerla y se quitó el casco para ver mejor. Cuando de repente, la vio peleando con dos caballeros infieles que le querían hacer mal. Gawain se lanzó con valentía contra ellos, pese a su pequeña estatura, y consiguió derrotarlos y salieron huyendo. En reconocimiento por su bravura, la dama deshizo el sortilegio y Gawain volvió a su estado normal.

Entonces, Sir Gawain cabalgó ligero de vuelta al castillo, donde se encontró con los demás caballeros que habían partido en busca de Merlín, y que después de un año y un día regresaban. Todos contaron sus aventuras al rey y a la reina. Cuando llegó el turno de Gawain, contó con lágrimas en los ojos, lo sucedido a Merlín y su encierro en la prisión de aire. Esto provocó una gran tristeza en todos, pero sabían que Merlín viviría en sus corazones para siempre.

Los clérigos pusieron estas historias por escrito, y gracias a ellos, llegaron a nuestros días las aventuras de Merlín.

FIN