I.

En un pueblo de Castilla llamado Animalejos, erigieron los labradores una ermita á San Isidro, á poco tiempo de ser canonizado el santo labrador matritense, y aquel santuario fué adquiriendo gran fama en toda la comarca, por los favores que otorgaba el Santo á los que los pedían con verdadera fe.

Andando el tiempo, la ermita se arruinó, y en tal estado se hallaba hacia mediados del siglo presente. Los vecinos de Animalejos, poco peritos en efemérides histórico-religiosas, decían que la ermita se arruinó en el primer tercio del siglo XVI, con motivo de la guerra de las Comunidades, que tantos desastres causó en Castilla la Vieja, y aun en Castilla la Nueva; pero los vecinos de los pueblos cercanos les daban matraca llamándoles, no se sabe por qué, «los que arcabucearon al Santo»; insulto que sacaba de sus casillas á los animalejeños y daba ocasión á tremendas palizas.

Es verdad que hacía siglos no quedaba de la ermita más que un montoncillo de ruinas; pero se conservaba por tradición, así en Animalejos como en los pueblos inmediatos, la devoción al santo patrono de los labradores.

Dícese que cuando el río suena, agua lleva; pero aquella devoción de los animalejeños á San Isidro bastaba para desmentir, si no bastara su propia y sacrílega enormidad, la acusación de haber arcabuceado á San Isidro los animalejeños.

Había en Animalejos un sujeto, llamado por mal nombre el tío Traga-santos, y digo que era llamado así por mal nombre, porque se lo llamaban por la única razón de que buscaba en Dios y en sus elegidos el consuelo de sus tribulaciones y las ajenas.

Las ruinas de la ermita de San Isidro estaban en las afueras de Animalejos, en un cerrillo que dominaba toda la vega. No pasaba una sola vez por allí el piadoso Traga-santos sin arrodillarse sobre ellas y llorar la destrucción del templo.

El día de San Isidro el tío Traga-santos cubría de flores aquellas sagradas ruinas; colocaba sobre ellas una mesita cubierta con un blanco mantel; en este sencillo é improvisado altar ponía, entre dos velas, una tosca imagen de San Isidro hecha de barro, circunstancia que para él constituía su mayor mérito, pues se la habían llevado de Madrid, y suponía que aquel barro procedía de la tierra regada con el sudor del santo labrador, y pasaba casi todo el día rezando entre aquellas ruinas.

El sueño dorado de toda la vida de Traga-santos había sido ir á Madrid, gustar en su propio manantial el agua brotada milagrosamente al golpe del regatón de Isidro, y orar en el templo erigido al Santo en los campos que éste regó con el sudor de su frente.

Era ya viejo, y temeroso de dejar este mundo sin realizar aquel piadoso sueño, determinó al fin emprender su peregrinación á Madrid, y así lo hizo, llegando á las orillas del Manzanares víspera de la fiesta del glorioso San Isidro. La emoción que sintió al divisar materialmente los campos donde se realizó el poema, á la par sencillo, maravilloso y santo, de la vida de Isidro y su santa compañera María de la Cabeza, es para pensada, y no para referida.

—¡Señor—decía para sí,—qué felices son los madrileños, que tienen la gloria de poder llamar compatriota suyo al bendito Isidro, y poco menos á la bendita María de la Cabeza! ¡Qué dicha la suya, pues pueden desde su propio hogar contemplar todos los días los campos donde vivieron en carne mortal los santos labradores! ¡Y con qué santo regocijo y piadoso recogimiento de espíritu discurrirán por aquellos campos, pondrán su planta donde Isidro y María pusieron la suya, y se inclinarán á cada paso á besar aquella tierra, que Isidro regó con su sudor y los ángeles santificaron con su presencia, bajando á ella para regir el arado del bendito labrador!

Pensando así, el tío Traga-santos esperó el alba del siguiente día, y así que el alba despuntó, se encaminó á los collados de San Isidro.

Antes de pasar el Manzanares, oyó hacia aquellos collados y la pradera interpuesta entre el río y ellos, confuso, interminable y atronador murmullo de la muchedumbre, y dijo, lleno de piadosa emoción:

—¡Ah, qué bien comprende el gran pueblo madrileño la incomparable dicha que goza de ser Madrid cuna de San Isidro, y sus campos teatro de los milagros del santo labrador! ¡He ahí á ese piadoso y gran pueblo orando en alta voz para glorificar al Santo y pedirle el remedio y el consuelo de los males de la patria!

El alma se le cayó á los pies al pobre Traga-santos cuando, apenas pasó el Manzanares, se encontró con que aquel confuso y atronador murmullo de la muchedumbre congregada en torno del santuario y de la milagrosa fuente se componía, no de piadosos himnos y plegarias, sino de blasfemias, de obscenidades, de cantares profanos, y de gritos cuando menos locos é inspirados por la embriaguez. ¡Y su corazón se estremeció de espanto cuando supo que en aquellos benditos campos había que establecer todos los años, al llegar el día consagrado á glorificar al santo y sencillo labrador, que hasta cuidaba de las avecillas del cielo, un juzgado y un hospital para reprimir el crimen y proteger á sus víctimas!

Bebió el agua milagrosa, mezclándola con las lágrimas que arrancaban á sus ojos la piedad y el dolor, y penetró en el santuario, donde pasó orando y llorando la mayor parte de la mañana.

Cuando salió á recorrer aquellos campos, hollados por la planta del santo labrador, vió que el cielo se había nublado, y oyó decir á las gentes que se le iban á mojar las polainas al Santo.

Esta frase causó honda pena á Traga-santos, porque le pareció irrespetuosa, y más proferida en el aniversario del tránsito del bienaventurado labrador al cielo, y mucho más en boca de los compatriotas de Isidro, y muchísimo más pronunciada en el suelo santificado con la planta y los milagros de tan gran santo.

De repente empezó á llover con violencia, pero cesó la lluvia á corto rato; y ¡cuál no sería el asombro del sencillo creyente vecino de Animalejos cuando vió que una porción de mujeres, cuyos puestos de dulces, juguetes de niños, campanillas y santos de barro y todo género de baratijas había averiado la lluvia, se encaminaban irritadas hacia la ermita, recogiendo piedras del suelo y se ponían á apedrear á una imagen de San Isidro colocada sobre el pórtico de la ermita, llenando de improperios al Santo porque, según decían, le habían llenado de cuartos el cepillo y habían quemado en su altar no sé cuántas velas para que hiciera que no lloviese, y el Santo era tan desagradecido, que había hecho precisamente todo lo contrario!

—¡Pero no ven ustedes qué judiada la de esa gente!—exclamó Traga-santos escandalizado, dirigiéndose á un grupo de lugareños de ambos sexos que estaban á su lado presenciando aquella sacrílega pedrea.

—Pues aguarde usted un poco—le contestó uno de los lugareños con asentimiento de los demás;—que en cuanto acaben de tirar piedras ésas, vamos á empezar nosotros.

—¿Por qué?—les preguntó Traga-santos sorprendido é indignado, tanto más, cuanto que entonces reparó que cada lugareño tenía una piedra en la mano.

—¿No ve usted qué claro se vuelve á poner el cielo? ¡Lo que es de esta hecha voló la lluvia! ¡Y nosotros, pedazos de burros, que hemos andado diez leguas y hemos gastado un dineral en misas y luces y limosna al Santo para que lloviera, pues tenemos el campo quemado!… ¡Al fin gato de Madrid había de ser él! La culpa tiene ¡voto á bríos! el que se fía…

Traga-santos, horrorizado, no quiso oir el resto de la frase, y se apresuró á volver á la ermita para pedir al Santo, con los ojos arrasados en lágrimas, que detuviese con su intercesión la mano de Dios, sin duda levantada ya para castigar terriblemente al pueblo español por aquellos sacrilegios…..

Y al día siguiente tomó el camino de su tierra, firmemente decidido á desagraviar al santo labrador reedificando la ermita de Animalejos y fomentando en ella el culto, que esperaba fuese allí más sincero y desinteresado que el que recibía San Isidro en Madrid, en el pueblo que al parecer en tan poco tenía el ser patria de tan gran santo.

 

II.

Traga-santos vendió hasta los clavos de su casa para realizar su propósito de reedificar la ermita de San Isidro; y como aquello no bastase, anduvo de pueblo en pueblo pidiendo limosna para tan santa obra, por cierto con mucho fruto, particularmente en Cabezudo y Barbaruelo.

Al fin tuvo el consuelo de ver restablecido en Animalejos el santuario del bendito labrador, más grande y más hermoso que el antiguo, á juzgar por los cimientos y las ruinas que del antiguo quedaban.

Hubiera sido gran dicha para Traga-santos poder colocar en él la antigua imagen; pero esta imagen había desaparecido, y fueron vanos todos los esfuerzos que hizo para dar con ella.

Traga-santos ideó un medio muy eficaz de reemplazarla ventajosamente. Escribió á Madrid á persona de toda su confianza, encargándole que le enviase un par de sacos de la mejor arcilla que hallase en los cerros de San Isidro, y así que recibió esta bendita tierra, se fué con ella á Valladolid é hizo que le modelase un buen escultor una buena imagen de San Isidro, que bien cocida y pintada, llevó al señor Arzobispo y éste bendijo, concediendo muchas indulgencias á los que rezasen delante de ella.

Volvió Traga-santos á Animalejos con tan preciosa imagen, y una vez colocada en la ermita con gran solemnidad, se dedicó aquel piadoso y sencillo anciano á fomentar el culto y la devoción de San Isidro.

Su santo celo no fué inútil, porque antes de un año la ermita de Animalejos era uno de los santuarios más concurridos y venerados de toda Castilla la Vieja, á lo que contribuyeron los muchos beneficios que por intercesión de San Isidro y la del mismo Traga-santos habían obtenido de Dios en tan corto tiempo los devotos.

He dicho que la intercesión de Traga-santos había mediado también en la obtención de estos beneficios, y esto necesita explicarse.

Las gentes que conocían la santidad de Traga-santos y sabían lo mucho que San Isidro le debía, eran de parecer que la mediación de Traga-santos era poderosísima y eficaz para obtener la del Santo para con Dios.

Así, pues, los que llegaban á la ermita para solicitar algún beneficio, lo primero que hacían era dirigirse á Traga-santos diciéndole:

—Tío Traga-santos, yo necesito esto, ó lo otro, ó lo de más allá. Interceda usted con el Santo para que á su vez interceda con Dios; que estoy seguro de que ni el Santo le niega á usted nada ni al Santo le niega nada Dios.

Traga-santos, por más que protestase no ser lo santo que se suponía, sino por el contrario, el mayor de los pecadores, accedía á aquel ruego, y rara era la vez que su intercesión no diese maravillosos frutos.

Lo que cada vez tenía más disgustado á Traga-santos, era el profundo egoísmo y hasta la falta de sentido común con que muchos acudían á la ermita, viendo que, por ejemplo, á un mismo tiempo pedía uno que lloviese á mares y otro que la sequía achicharrase los campos…..

Traga-santos confió estos disgustos é inconvenientes al señor Cura Párroco de Animalejos, que era hombre de mucho consejo, y le pidió el suyo para salir de los apuros en que los devotos le ponían á él, á San Isidro y á Dios mismo.

—Tío Traga-santos—le dijo el Párroco,—ésas son cosas muy delicadas para hombres de tan poco entendimiento como nosotros. Lo único que haré será contarle á usted un cuento, y allá verá usted si le sirve de algo para resolver el problema que tanta guerra le da.

—Venga el cuento, señor Cura; que yo procuraré sacarle toda la miga que tenga.

—Pues, óigale usted. En un pueblo que llaman Adoracuernos, que es como debían llamar á Madrid, había corrida de toros, y uno de los toros era de muerte, que debía darle un mozo del mismo pueblo muy aficionado al toreo. En el momento en que estaban lidiando el toro de muerte, un vecino, de muchos años y de mucho entendimiento, vió á la madre del torero arrodillada á los pies de un Santo Cristo muy milagroso que se veneraba en una calle del pueblo.

—¿Qué hace usted ahí?—preguntó á la arrodillada.

—Señor—contestó la buena mujer llorando,—¡qué quiere usted que haga sino rezar! ¡En este instante quizá luchan á muerte mi hijo y el toro, y naturalmente, rezo para que venza mi pobre hijo!

—Mujer, no llore usted, que al fin su hijo tiene sobre el toro una gran ventaja.

—¿Y qué ventaja es ésa, señor?

—La de que la madre del toro no sabe rezar.

Traga-santos era hombre que se confundía y embrollaba cuando para entender las cosas necesitaba cavilar un poco. Así fué que se hizo un ovillo cuando se puso á cavilar para entender lo que el señor Cura Párroco le había querido decir con aquel cuento.

Como siguiesen en aumento sus disgustos, hijos de su afán por complacer á todos los devotos, y lo contrapuesto de las peticiones de éstos, volvió á consultar al señor Cura á ver si le daba algún consejo más práctico y accesible á su comprensión que el encerrado en el cuento de lo ocurrido en Adoracuernos, y el señor Cura le dijo:

—Tío Traga-santos, voy á contarle á usted otro cuento, que de seguro le saca á usted de sus apuros si sabe aprovecharle. Un buen anciano que tenía un hijo labrador y otro tratante en granos, era muy devoto de Santa Ana por cuya intercesión había logrado de Dios muchos beneficios para sus dos hijos.

Un día que el cielo amenazaba lluvia, se le presentaron sucesivamente sus dos hijos, y le dijo el labrador:

—Padre, yo vengo á pedirle á usted un favor, y es que interceda con la gloriosa Santa Ana para que alcance de su Divino Nieto que llueva de firme, porque si no llueve, se me pierde la cosecha y me arruino.

—Está muy bien, hijo—le contestó el anciano.

El tratante en granos llegó poco después y le dijo:

—Padre, ya ve usted que el cielo amenaza lluvia, y si llueve, la cosecha va á ser este año bárbara, y yo me arruino con la baja del trigo, porque tengo empleado en él todo mi capital. Con que, padre, hágame usted el favor de pedir á la gloriosa Santa Ana que interceda con Dios para que no llueva.

El anciano reunió á sus dos hijos y exclamó, dirigiéndose á ellos:

—Hijos míos, uno de vosotros me pide que interceda con la gloriosa Santa para que llueva de firme, y el otro, que interceda con la misma gran Santa para que no llueva. ¿Cómo me he de componer para complaceros á ambos, si me pedís cosas enteramente opuestas?

El labrador y el tratante en granos insistieron cada cual en su petición, y por último, se fueron diciendo cada cual:

—Padre, arrégleselas usted como pueda, pero es indispensable que pida usted á Santa Ana lo que le he dicho.

—¿Cómo creerá usted, tío Traga-santos, que salió del paso el anciano?

—Eso es, señor Cura, lo que yo le iba á preguntar á usted.

—Pues salió yendo á la iglesia, arrodillándose delante del altar de Santa Ana y diciendo á la Santa con mucha devoción:

—Vengo á decirle á usted, santa abuelita,

que mis hijos me ponen en un potro,

pues el uno que llueva solicita,

y… que no llueva solicita el otro.

Santa abuelita, yo bien considero

que usted dirá: «Salidas de pavana

de esa naturaleza oír no quiero.»

¡Pues haga usted lo que le dé la gana!

El tío Traga-santos ya comprendió la filosofía de este otro cuentecillo, pero continuó en su vano empeño de complacer á todos los que le pedían que sirviese de medianero entre ellos y el Santo, porque no tenía cara para negar nada á nadie, y era aficionadísimo al ten-con-ten.

Cerca de Animalejos había dos pueblos que estaban siempre en guerra uno con otro, porque daba la pícara casualidad de que casi siempre eran sus intereses opuestos.

Estos dos pueblos eran Barbaruelo y Cabezudo. Los únicos molinos que había en aquella comarca estaban en jurisdicción de estos dos pueblos, que tenían en los molinos de concejo un gran recurso para levantar las cargas públicas. El río que pasaba por Barbaruelo era muy caudaloso, y el que pasaba por Cabezudo era todo lo contrario. Así sucedía que cuando la sequía era grande, Barbaruelo monopolizaba la molienda de toda, la comarca, porque Cabezudo ni aun á represadas podía moler un grano.

Después de un poco de sequía el cielo se turbó con aparato de lluvia, y contemplándole, decían los de Barbaruelo, muy inquietos:

—¿Si nos irán á fastidiar las lluvias? Si vienen, nos doblan de medio á medio, porque los de Cabezudo muelen ya á represas, y continuando la sequía, antes de una semana apandamos nosotros toda la molienda de veinte leguas en contorno.

Y al mismo tiempo decían los de Cabezudo, contemplando el cielo muy alegres:

—¿Qué va á que las lluvias nos ponen las botas y jorobamos á los de Barbaruelo? Buena falta nos hacen, porque ya hemos empezado con las pícaras represas, y los de Barbaruelo nos birlan ya la mitad de la molienda.

Barbaruelo y Cabezudo acordaron enviar cada cual una comisión á Animalejos para ver si por la intercesión del tío Traga-santos, á quien habían dado tanta limosna para reedificar la ermita, lograban de San Isidro que á su vez intercediese con Dios para que no cayera gota de agua y para que cayera á cántaros, y ambas comisiones se dirigieron casi simultáneamente á Animalejos.

Mientras esto pasaba en Barbaruelo y Cabezudo, los de Animalejos, que no sabían si alegrarse ó entristecerse contemplando el aparato de lluvia que presentaba el cielo, determinaron rogar al tío Traga-santos que solicitase, por la intercesión de San Isidro, que lloviera y no lloviera, ó lo que es lo mismo, que cayese sólo una rociada de agua, que era lo único que necesitaba el campo de Animalejos.

El tío Traga-santos fué oyendo á unos y á otros, y como no tenía cara para negar nada á nadie, y de unos y otros había recibido limosna para reedificar la ermita de San Isidro, fué diciendo á todos amén, imitando al devoto del cuento del señor Cura, pidiendo al Santo que hiciera lo que le diese la gana: creyó haber encontrado, en lo posible, aquel medio, que consistía en pedir á San Isidro que no lloviese tanto como querían los de Barbaruelo ni tan poco como querían los de Cabezudo y los de Animalejos.

Apenas el tío Traga-santos había hecho su oración al glorioso San Isidro, empezó á llover y no cesó la lluvia hasta bien entrada la noche, en que cesó y se puso el cielo estrellado, con mucha alegría del tío Traga-santos, que dió las gracias al bendito labrador porque le había complacido á medida de su deseo.

 

III.

Amaneció el día siguiente tan sereno y hermoso, que toda señal de nueva y próxima lluvia había desaparecido.

—¡Voto á bríos, que se ha portado el tío Traga-santos!—exclamaban los de Cabezudo.—¡Con la pícara lluvia de ayer ya han empezado á moler á más y mejor los de Barbaruelo, y con cuatro gotas que vuelvan á caer siguen moliendo todo el verano cuanto grano se les presente, y nosotros, que esperábamos ganar un dineral con toda la molienda de veinte leguas en contorno, nos vamos á fastidiar este verano!….. ¡Que vuelva, que vuelva por aquí á pedir limosna para su ermita! ¡Qué lástima de fuego en ella y en el ingrato tío Traga-santos, que tal chasco nos ha dado! Porque, si ha llovido ayer á mares, será porque al tío Traga-santos le untaron la mano los de Barbaruelo cuando estuvieron á verle para que pidiese á San Isidro esa condenada lluvia.

—¡Vaya un chasco que nos ha dado el tío Traga-santos!—decían los de Barbaruelo.—¡Con un canto en los hocicos nos podremos hoy dar porque ayer no hubiese existido en el mundo semejante hombre, pues si ayer no cayeron más que cuatro gotas, de seguro se debe á manejos de ese tunante, pues el cielo estaba tan cargado, que prometía un diluvio! ¡De seguro, cuando fueron á verle los de Cabezudo le alargaron buenas amarillas para que pidiese que no lloviera, y el muy tunante pidió al Santo que lloviese sólo un poco para cubrir el expediente! ¡Antes de quince días, ni á represadas podemos moler, y este verano los de Cabezudo ganan el oro y el moro con la molienda, y á nosotros nos tiene que asar á contribuciones el Ayuntamiento para levantar las cargas del pueblo! ¡Vaya, que el tío Traga-santos está agradecido á las limosnas que le dimos para levantar la ermita! ¡Mala centella de Dios tumbe á su ermita y á él, que tan serrana partida nos ha jugado!

Y al mismo tiempo decían los de Animalejos:

—¡Como hay Dios, debemos estar agradecidos al tío Traga-santos por lo bien que se ha portado con nosotros! Más cuenta nos hubiera tenido que el tal Traga-santos no existiera, porque ayer, si al cielo se le hubiera dejado hacer lo que quisiera, sólo hubiera caído un chaparroncillo, que era lo que la vega necesitaba, y con meterse el tío Traga-santos á pedir que llueva ó deje de llover, llovió á jarros y todo el trigo se ha tumbado, y con tanta humedad la roña se le va á comer antes que cuaje el grano. Milagro será que antes de caer tanta agua en nuestros campos no cayeran algunas onzas de oro en manos del tío Traga-santos, porque los de Barbaruelo vinieron á verle, y de seguro no le dejaron con las manos peladas. ¡Cuidado que el tal Traga-santos agradece lo que Animalejos ha hecho para ayudarle á levantar la ermita! ¡Y luego habrá quien se extrañe de que el mejor día se amotine Animalejos y pegue fuego á la ermita y al ermitaño!

Estas murmuraciones llegaron á oídos del tío Traga-santos, á quien causaron el mayor sentimiento, porque en lo humano no aspiraba el piadoso viejecito á mayor gloria que la de complacer á todos por medio del ten-con-ten y de ser de todos bienquisto.

Sabedor de que la marejada que se había levantado contra él en Cabezudo y en Barbaruelo, y hasta en el mismo Animalejos, lejos de cesar, cada vez era mayor, determinó dar un manifiesto á los tres pueblos, sincerándose de las acusaciones de que era objeto, y, en efecto, redactó uno concebido en los siguientes términos:

«¡Cabezudenses, barbaruelenses y animalejuenses! Con mucho dolor de mi corazón ha llegado á mi noticia que estáis quejosos de mí porque días pasados no llovió á gusto de todos. ¡Yo os aseguro que hice cuanto estaba de mi parte para complacer á Cabezudo, que quería no cayese gota de agua; á Animalejos, que quería cayese sólo un chaparrón; y á Barbaruelo, que quería lloviese si Dios tenía que! Dios lo puede hacer todo, pero á veces lo hace tan indirectamente, que parece no hacer nada ó hacer todo lo contrario de lo que se le pide. Supongamos que Cabezudo le pide que no llueva una gota, y todo con la intención de que Barbaruelo no muela un grano, y en seguida empieza á llover tanto, que el agua se lleva los molinos de Barbaruelo. En este caso, ¿no habrá hecho Dios lo que Cabezudo le pedía, aunque parezca que ha hecho todo lo contrario? Y si Cabezudo empezó á decir picardías de Dios al ver que llovía á mares, ¿no ha hecho Cabezudo una barbaridad? ¡Cabezudenses, barbaruelenses y animalejuenses, dad por bien hecho todo lo que hace Dios, pues es lo que os tiene cuenta, aunque os parezca lo contrario! De esta doctrina partí yo días pasados al pedir al glorioso San Isidro que intercediese con Dios en favor de Cabezudo, que quería no cayese gota; de Animalejos, que quería cayese sólo un chaparrón; y de Barbaruelo, que quería lloviese si Dios tenía que. El Santo escuchó mi ruego, y Dios escuchó el del Santo, porque se fundaban en el buen medio en que está la virtud, y así todos fuisteis complacidos hasta cierto punto: Cabezudo, consiguiendo que no lloviera tanto como Barbaruelo deseaba; Barbaruelo, consiguiendo que no lloviera tan poco como deseaba Cabezudo; y Animalejos, consiguiendo que no lloviera tanto ni tan poco como deseaban Cabezudo y Barbaruelo. Yo estoy satisfecho del favor que todos hemos alcanzado de Dios por la intercesión, del glorioso San Isidro y vosotros debéis también estarlo, amados cabezudenses, barbaruelenses y animalejuenses.»

Fijarse este manifiesto en los sitios públicos de Animalejos, Cabezudo y Barbaruelo, y amotinarse los tres pueblos contra el tío Traga-santos, todo fué uno, porque todos decían bramando de coraje:

—¡Ciertos son los toros! ¡El tío Traga-santos es un bribón de siete suelas, que no hace más que pastelear y meterlo todo á barato con capa de santidad y palabras de caramelo! ¡Hay que hacer con él una que sea sonada para que no vuelva á venderse al oro de…

Este oro era para los de Barbaruelo el de Cabezudo, para los de Cabezudo el de Barbaruelo, y para los de Animalejos el de cualquiera de los dos pueblos vecinos.

El resultado de los manifiestos al público es contraproducente, ó cuando menos nulo, en estos dos principales casos: primero, cuando el manifestante no tiene razón ó el público no quiere que la tenga; y segundo, cuando el manifestante tiene malas explicaderas, ó el público tiene entendederas no mejores.

De esto último había un poco en el tío Traga-santos y en los de Cabezudo, Barbaruelo y Animalejos, y así se explica el que el manifiesto del primero causase efecto contraproducente en los segundos…..

El tío Traga-santos, viendo que su manifiesto, lejos de hacer entrar en razón á aquellos á quienes se dirigía, los había irritado hasta el punto de que se temía de ellos alguna barbaridad, acudió al Párroco en demanda de consejo.

—Tío Traga-santos—le dijo el Párroco,—no debe usted extrañar que su manifiesto del ten-con-ten no haya producido el efecto que usted se propuso, porque ni yo mismo he podido entender lo que usted quería decir en él.

—Mire usted, señor Cura, lo que yo quería decir era que es imposible que llueva á gusto de todos, y que lo más que yo pude hacer fué pedir á San Isidro que intercediese con Dios para que lloviese como más conviniese á todos.

—Pues oiga usted, tío Traga-santos, lo que pasó en Madrid entre D. Juan Nicasio Gallego, que era un gran maestro en materia de poesía, y D. Mariano Luis de Larra, que todavía era aprendiz. Larra compuso unos versos que le parecían muy buenos, como á todos los principiantes les parecen los suyos, y se los dió á Gallego, á quien le parecieron muy malos, como á todos los maestros les parecen los que lo son.

—Marianito—dijo el maestro,—no entiendo lo que usted ha querido decir aquí.

—Señor D. Juan—contestó el aprendiz,—lo que yo he querido decir ahí es esto, y esto, y esto.

—Pero ¡canario!—exclamó D. Juan;—Marianito, ¿por qué no lo ha dicho usted, hombre?

—Entiendo muy bien, señor Cura, lo que usted quiere darme á entender con ese cuento, ó lo que sea; pero como ya á lo hecho pecho, quisiera saber si le parece á usted bien que fíe sólo mi justificación y defensa á la misericordia de Dios, procurando alcanzarla por la intercesión del glorioso San Isidro.

—Me parece muy bien eso, y celebraré muchísimo que así se salve usted del enojo que ha causado la torpeza de su manifiesto; pero mire usted, tío Traga-santos, yo debo hablarle á usted con franqueza: si yo fuera santo, echaba muy enhoramala á los que sin necesidad se meten á escribir y no aciertan á decir lo que piensan. Cuando se escribe para el público no basta querer decir las cosas, sino que es necesario decirlas, y decirlas bien, y el que no sirva para eso, que reserve toda su literatura, de soltero para escribir á la novia, y de casado para apuntar la ropa que lleva la lavandera.

El tío Traga-santos se subió á su ermita y se puso á orar al Santo, incurriendo en la tontería de no pedirle misericordia por lo malo del manifiesto, porque suponía que habiendo sido el Santo un sencillo y rústico labrador, no entendía de esas cosas. Ni siquiera se atrevía ya á pedirle que intercediese con Dios para que le concediese esto ó lo otro ó lo de más allá, sino que se limitaba á pedirle que intercediese para que Dios le concediera lo que fuese más justo, como que el tío Traga-santos decía, y decía muy bien:

—No lo echemos á perder otra vez pidiendo cosas injustas. Claro está que á mí me convendría que instantáneamente trocasen esos barbarotes en amor y agradecimiento la tirria y la ingratitud que me tienen, pero quizá cometa un pecado muy gordo empeñándome en dar gusto á todos en vez de darle sólo al que lo mereciese; y pedir que Dios me exima de la expiación de ese pecado, es pedir gollerías. No, no, señor; la que debo pedir á Dios es que haga conmigo lo que sea más justo.

Hallándose el tío Traga-santos en esta santa ocupación, asomaron por los caminos de Cabezudo y Barbaruelo numerosas turbas de masas populares que se dirigían hacia Animalejos al furibundo grito de: «¡Muera el tío Traga-santos!», grito que no tardó en encontrar eco en Animalejos mismo, cuya plebe empezó á agitarse furiosa, formando cuerpo con la forastera: toda aquella muchedumbre se encaminó, rugiendo de furor, al cerrillo de San Isidro.

El tío Traga-santos cerró por dentro la puerta de la ermita, reforzándola con los bancos y oyendo á la irritada muchedumbre gritar: «¡Cerquemos la ermita de paja y leña y peguémosle fuego, para que muera achicharrado en ella ese hipócrita y pastelero tío Traga-santos!»; el pobre tío Traga-santos cogió la preciosa imagen de San Isidro, y saltando por la ventana de la trasera con felicidad tan milagrosa, que nadie le vió, ni se hicieron él ni el Santo el menor daño, logró salir á la vega á la luz del fuego que devoraba el hermoso edificio levantado por él sobre un montón de gloriosas ruinas, á costa de tanto amor y trabajo, y tomó el camino de la inmigración al compás de las maldiciones é improperios del vulgo, cuyo amor había creído alcanzar con el ten-con-ten, ó lo que es lo mismo, procurando complacer á todos, sin ocurrírsele que sólo se debe complacer al que lo merece.