I.
Hacia la mitad del mes que viví encerrado (porque tal fué mi gusto) en el Castillo de Gibralfaro, sucedió que cierta mañana, después de almorzar sosegada y grandemente, cogí un magnífico anteojo que había puesto á mi disposición el Gobernador de la fortaleza, salí de mi pabellón, y me dirigí hacia la Batería de Poniente.
Aquella batería es una torrecilla almenada, que domina á Málaga más que ninguna otra del Castillo.—Y ¡qué panorama tan sublime se descubre desde aquella torre!
Allí, montado en un obús de á 7, con el anteojo en una mano y una corneta en la otra, he pasado los días más tranquilos, más uniformes, más dichosos de mi breve, pero ya fatigosa vida…—He aquí mis operaciones diarias:
Contemplar el azul Mediterráneo, que se extendía á mi izquierda hasta donde una línea de azul más oscuro que el cielo y que el Mediterráneo marcaba, en los días muy claros, el contorno de la costa de Africa:
Ver á mis piés á Málaga, graciosa, apiñada, nueva, floreciente:
Extasiarme mirando las campiñas, que se dilataban á mi derecha hasta festonear los zócalos de las montañas:
Es decir: abarcar de una ojeada el mar, la población y el campo, no teniendo sobre mí otra cosa que la inmensidad del cielo:
Ver salir el sol:
Verlo ponerse:
Esperar por la noche á la luna, como quien espera á su novia:
Decirle ¡adios! cuando, al amanecer, caía rendida en los montes de Occidente:
Ver entrar en el puerto barcos de todos los países…
O despedirlos cuando desaparecían hacia el Estrecho de Gibraltar, hacia América!…
Seguir de noche la rotación del Faro y sus reverberaciones en el agua:
Oir el canto del marinero y del pescador:
Contemplar la capital iluminada en medio de las tinieblas, como un ancho túmulo en una catedral sombría:
Escuchar el rugido ó el llanto de las olas, el zumbido de la población despierta y la respiración de la población dormida, el alerta de los centinelas, el canto de las aves, el repique de júbilo de las campanas ó su toque de agonía:
Y, por último, ver á los hombres caminar incesantemente, como hormigas, desde Málaga hacia aquel otro pueblecito de mármol que está detrás de la ciudad,—el Cementerio—, y pensar en que mi pensamiento era más ancho que aquel horizonte y que aquellas estrechas vidas de la capital; más ancho que el tiempo y que la distancia; tan inconmensurable como el cielo que nos envolvía á mí y á la Tierra en su ilimitado manto azul…
II.
Hallábame, pues, aquella mañana en la tal Batería, viendo con el anteojo á las lindas malagueñas que se creían más solas y menos observadas en sus gabinetes, patios ó azoteas, y saludando á mis amigos con tal ó cual toque de corneta, cuando, en un momento de descanso, distinguí á la simple vista…, allá, en la orilla del Guadalmedina, junto á una solitaria torre…, un numeroso grupo de gente, enmedio del cual brillaban algunas armas.
Puse hacia allí la dirección del anteojo, y ví un gran cuadro de tropa, fuera del cual se agitaba mucha gente.
¿Qué era aquello?
Acostumbrado á los simulacros de los llanos de Armilla de Granada y del Campo de Guardias de Madrid, creí que iba á asistir á un ensayo de guerra…, ¡y me alegré!
Pero ¡ah! esta vez no se trataba de un simulacro.
He de advertir que, merced al anteojo, distinguía yo hasta las caras de aquella muchedumbre, como si las viese á dos pasos de distancia.
Estaba, pues, en medio del gentío…, tocándolo con la mano…
De pronto ví salir de la ciudad y caminar hacia aquel sitio una hilera de Niños… de la Providencia, como dicen allá.
Iban con sus saquitos negros, con su melancólica apostura, con su triste condición en la frente.
¿Qué representaban allí aquellos parias de la humanidad?
Llegaron al fín, y penetraron en el cuadro, donde quedaron inmóviles, con las manos cruzadas…
Una punzante idea bajó de mi cabeza á mi corazón…
¡Las oraciones y las armas sólo van unidas delante ó detrás de la Muerte!
El día se iba ennegreciendo á mis ojos.
Poco después entró un hombre en el cuadro de tropa, llevando un mueble, que dejó en tierra.
La interposición de su cuerpo no me dejó clasificar aquel mueble; pero, en cambio, advertí que lo clavaba en el suelo.
Apartóse el hombre en seguida…, y ya lo comprendí todo.
Era una silla cenicienta, sin más espaldar que un palo, y con un solo pié.
Iban á fusilar á alguien.
III.
Espectáculo nuevo para mí, que solo había visto dar garrote cuantas veces había podido.
Hace cuatro años, emprendí un viaje expresamente por ver una ejecución.
¡Qué queréis! Yo gozo en eso.
Me gusta ver á la sociedad entera, representada por el Clero, la Magistratura, el Ejército y la muchedumbre popular, reunir sus fuerzas—mandando, no prohibiendo, consintiendo y no protestando—para matar á un hombre, solo, inerme, atado, enfermo, suplicante…
Me gusta, sobre todo, considerar allí varias cosas.
Y, cuando muere el protagonista, cuando cae el telón, me gusta también escuchar, ó creer escuchar, este grito, que sale, ó parece salir, de la boca de todos aquellos millares de verdugos:
—¡Alleluia! ¡La sociedad se ha salvado!…
Mientras que cada corazón va murmurando sordamente:
—¿Qué hemos hecho?
A lo que responde la conciencia:
—¡Dios lo sabe!…
Y contesta la naturaleza:
—¡Algo muy horrible!
IV.
Algunos minutos después salió de la ciudad y dirigióse hacia el cuadro, entre otra gran masa de gente, el esperado lúgubre cortejo.
Componíanlo un hombre, que llevaba un estandarte morado; diez ó doce guardias civiles; unas veinte personas vestidas de frac (hermanos de la Paz y Caridad, sin duda); cuatro clérigos, y un soldado raso.
Un soldado (yo lo veía entonces por detrás) de mediana estatura, enjuto de carnes, con el hueso occipital estrecho y alto (señal de estupidez), el pelo lacio, negro, lustroso, las orejas pequeñas y muy encarnadas, y el cuello delgado, moreno, erguido, amoratado por la fiebre.
Vestía el tosco capote del soldado de infantería; pero suelto, desceñido…, innoble, y una gorrilla de cuartel cubría su cabeza.
Aquel degradante negligé era espantoso.
Llevaba atadas las manos, cruzadas sobre la espalda.
Un carabinero asía la punta de la cuerda.
Carabinero debía de ser también el reo; pues en todo el aparato de la ceremonia descollaban los uniformes de color de castaña.
Aquel capote de infantería era una especie de hopa militar.
Detrás del sentenciado iban dos hombres.
El de la derecha era portador de una gran cesta con viandas, por si la víctima quería comer antes de morir…
¡Oh caridad sin ejemplo! ¡Ved la hiel y el vinagre!
El de la izquierda llevaba sobre sus hombros un ataud.
Esto ya consolaba algo.—En aquel ataud descansaría el pobre reo.
Había otros hombres dignos de mención.
Por ejemplo:
Un espendedor de bollos, tortas y merengues, que aprovechaba aquella solemnidad y aquel concurso para hacer una ganancia loca.
Varios espectadores, que amenizaban el rato comiendo á dos carrillos.
Y el Entierro, que esperaba en el río á que hubiese cadaver que enterrar…
V.
Retiré el anteojo con ira.
El espectáculo se desvaneció como un sueño.
Y me hallé solo.
Allá percibíase una mancha negra sobre el campo… Parecía la sombra de una nubecilla, y, en realidad, era un hormiguero humano.
He aquí todo.
¡Qué diminutos somos los hombres mirados desde una elevación de cien piés, ó á mil pasos de distancia! ¡Qué cómicas son nuestras seriedades, qué inciertas y risibles nuestras justicias é injusticias!
Calmóse súbitamente mi indignación.
El horror que iba á verificarse parecíame, desde tan lejos, un juego de niños, una danza de muñecos movidos por resortes, una lucha de insectos sobre la superficie de un lago.
¡Oh! sí… ¡Cuán mezquino, cuán insignifi cante era todo lo que había visto, todo lo que iba á ver, comparado con el sol, con el mar, con el cielo, con aquellos tres grandes reflejos de Dios que embelesaban mi alma!
Entonces exclamé, como si pudiera ser oido por la distante muchedumbre:
—¡Miserables! ¿Qué vais á hacer? ¿Qué entendéis vosotros de fuerza, de justicia, ni de leyes? ¡Si rodara un trozo de esa montaña, os aplastaría á todos, jueces, soldados, criminal y verdugos! ¡Si avanzasen un poco las olas de ese mar, os sorberían como á granos de arena! Figuráos que Dios desencadenase á cualquiera de los ejecutores de su cólera, á la tempestad, á la peste, al terremoto… ¿Creéis que sólo mataría á ese llamado reo? ¡Vosotros, que os llamáis inocentes, moriríais al par del culpable!—Esa muerte, ese hecho de matar que tenéis en tanto, porque no sabéis hacer otra cosa, ¿no os recuerda ¡imbéciles! que todos estáis sentenciados á morir, y que, si respiráis, si vivís, si tenéis acción para matar á nuestro hermano, lo debéis á la clemencia de un insecto que no emponzoña vuestra sangre, ó á la piedad de un soplo de viento que no os borra de la superficie de la tierra?
VI.
Cogí de nuevo el anteojo, y en un momento me hallé otra vez en medio del teatro del suplicio.
El reo, entregado ya á los sacerdotes, marchaba atónito por el centro del cuadro.
De vez en cuando alzaba la cabeza y miraba la luz, el día, el sol, el cielo…
Aquello, hecho maquinalmente, significaba sed de libertad.
Luégo, parándose, miraba á su alrededor…
¡Estoy seguro de que veía mil millones de hombres y de bayonetas!
Entonces, los clérigos le presentaban un Crucifijo.
Y el reo andaba.
Se comprendía que el afán de los Ministros de Jesucristo era extirpar en el moribundo aquellos deseos de libertad (última, loca y suprema esperanza de la desesperación), y hacerle ver apetecible el martirio, aceptable aquel banco, gloriosa aquella muerte.
Yo no oía, ni podía oir… Pero veía la enérgica y elocuente gesticulación de uno de los sacerdotes; veía sus inspirados y santos ademanes, la noble llama que brotaba de sus ojos, las tiernas caricias que hacía al insensato reo…
Veía esto, y veía á la víctima caminar con paso firme, resuelto, decidido… ¡Estaba ansiosa de entrar en aquella otra vida que le ofrecían, vida donde ya no sería juguete de tantos lobos sanguinarios, vida en que no habría capitanes, ni soldados, ni fusiles, ni nada de lo que había caido sobre él como una montaña de plomo!
¡Ah! ¿Quién sino la Religión, convencería á ese hombre de que la muerte es la felicidad?
¿Quién, sino ella, le haría asir el cáliz con mano tranquila y llevarlo mansamente á los labios?
¿Quién, sino tú, divina Religión de los cristianos, quitaría su ignominia, su horror y su ferocidad á esa muerte arbitraria, evitable, no decretada por Dios, ni conforme á las leyes de la naturaleza?
¿Quién, sino tú, apagaría el instinto de la carne, de la sangre, de los nervios, que lo retraen, que lo apartan de aquel sitio, que le impulsan á que se resista, á que luche, á que rabie, á que muerda, á que patee, á que diga, en fín, que no, que no quiere morir…, que no quiere, que no puede, que no debe?
Ved aquí el más grande triunfo del espíritu sobre la materia, del alma sobre el cuerpo.
El sacerdote se sentó en el banquillo.
Y el patíbulo dejó de ser infame.
¡El ministro de Dios no habría olvidado decir á aquel manso cordero, que Jesucristo sufrió la misma afrenta!
El reo se arrodilló á los piés del sacerdote, y empezó la confesión…
¡Reo! ¡acúsate de que eres hombre y que vives entre los hombres!
Ya diré antes de concluir cuál era el crimen de aquel pobre hermano nuestro.
El reo se sentó á su vez en el banco…
¡Ni un movimiento de repulsión!
Yo lo veía ya de frente.
Era joven; había regularidad en su semblante; tenía la barba algo crecida, los ojos vagos, la tez cárdena y lustrosa.
Atáronlo, y no se resistió…
Ni tembló siquiera.
Sin duda estaba ya imbécil.
Le vendaron los ojos…
¡Ay!… quedaban pocos minutos.
Él lo sabía…, y no botó sobre el patíbulo; y no dió un grito espantoso; y no exclamó, reventando: «¡mi vida! ¡mi vida!»
¡Él, un hombre tosco, sin reflexión, sin ideas, sin capacidad para el heroismo, sin condiciones de mártir!
¡Oh Religión! ¡Qué inagotables son tus con suelos! ¡Cuántos bienes derramas todavía sobre la Tierra!
Cuatro compañeros de aquel hombre atado, vendado, inmóvil, agonizante y lleno al mismo tiempo de vida, de robustez y de salud…; cuatro carabineros, cuatro amigos suyos tal vez, se destacaron de una fila, avanzaron al centro con paso acelerado, alevoso, maldito, y se pararon en frente del condenado.
Este debió de oir preparar…; debió de oir la voz de mando…
Los cuatro soldados se echaron las carabinas á la cara…
Pero, en esto, se enturbiaron los cristales del anteojo…, y no ví más.
¡Acaso eran mis ojos los que se enturbiaban!
Levantéme á impulso de un rapto de ira; me golpeé la frente con las manos, y miré al sitio fatal…
Allí estaba el hormiguero.
Encima de él oscilaba un poco humo…
Era lo único que se distinguía á la simple vista.
La Naturaleza continuaba entre tanto esplendorosa, risueña, palpitante bajo las caricias del sol, como una mujer enamorada…
El mar, el campo, la atmósfera, todo había permanecido indiferente ante la ridícula soberbia del hombre.
VII.
Después supe que aquel infeliz, pasado por las armas, se llamaba Juan Perez Fernandez, y que era soltero, natural de Boal (Asturias), carabinero, de 31 años.
Su delito consistía en haber dado un ligero golpe á su sargento, en ocasión que éste lo insultaba por cuestión de amores!!!
En la legislación civil, semejante falta se corrige con cinco días de arresto.
En la legislación castrense, tamaño crimen se castiga con la última pena.
En la legislación de Dios… ¡Dios juzgará á su vez!
1854.