Hace en este momento veinte y cuatro horas que te acercaste á mí en el baile de máscaras del Teatro Real, y me dijiste, cogiéndome una mano:
—¡Júralo!
—¡Lo juro!—te respondí desesperadamente, por lo mismo que no sabía de qué diablos se trataba.
—Acabas de jurarme (proseguiste diciendo) referirme en un periódico todas tus aventuras de esta noche.
—¡Lo he jurado!—repliqué yo con cierta solemnidad.
—¡Si así lo hicieres, Dios te lo premie, y si no, te lo demande!—añadiste lúgubremente, levantando los ojos al techo y perdiéndote entre la muchedumbre.
Voy, pues, á cumplirte mi juramento.
Pero, antes, oye otra cosa.
Son las tres de la noche. En esta tu casa reina un silencio tan profundo, que se oiría cenar á un gusano metido en una calavera.
¡No te asustes, amiga máscara; que la calavera en que estoy pensando perteneció á una mujer inofensiva!
Mis ojos se hallan fijos en la pantalla de la lámpara que hace las veces del sol sobre mi mesa.
En esa pantalla se ve la figura de una princesa china…—¡Es la única mujer en quien, por la presente, puedo fijar los ojos!
Nadie sabe que estoy despierto… ¡Nadie!
¡Ah! ¿por qué nací soltero?—Yo hubiera querido nacer casado.
¡Pero casarse uno mismo!…
Quizás me equivoco, y no nací soltero, sino viudo.—¡Ay! ¡guardo allá en el alma tales memorias de no sé qué felicidades perdidas!… ¡Llevo en el corazón, desde que me conozco, tal sombra de luto, que ennegrece todas mis esperanzas!…—¿Habré yo vivido otra vez?
De cualquier manera, si yo tuviera esposa, ella sabría que te estoy escribiendo á media noche, á pesar de no conocerte, y la pobre tendría celos, lo cual fuera para mí preferible á esta soledad que me consume…
Pero paso á decirte mis aventuras de anoche.
Anoche se me acercó otra máscara antes que tú, y me preguntó:
—¿Me conoces?
—No te conozco (le respondí); pero, en cambio, tú tampoco te conoces.
—¡Que yo no me conozco! (exclamó la encubierta).—Yo me llamo Juana.
—Eso te figuras tú, porque han dado en llamártelo.
—Te repito que soy Juana.
—Bien; pero Juana es un nombre compuesto de cinco letras: resulta, pues, que tú eres un pedazo de alfabeto.
—¡Y, además, una mujer!—añadió la máscara con cierta valentía muy graciosa.
—¡Todavía no has dicho nada! (repliqué yo).—Una mujer es muchas cosas distintas, cuya esencia nadie conoce. Llámase mujer á cinco ó seis arrobas de carne y huesos (tú tendrás cinco y media, que es lo clásico); á una partida de bautismo, si se trata de quien, como tú, lleva un nombre cristiano; á una camisa, unas medias, unas botas, un corsé, un miriñaque, unas enaguas y un vestido, suponiendo que no use más cosas postizas; á un mueble en casa de su esposo, si es casada; al retrato de una futura esposa, si es soltera; á un espectáculo para sus amigas, si las tiene, y, en fín, á otras muchas cosas que no quiero citar…—¡Te aconsejo, pues, que averigües quién eres, qué haces en el mundo, y qué es el mundo!
Creo que ya irás formando idea de lo mucho que me divertí anoche en el baile.
—¿Qué buscas aquí?—me preguntó otra máscara.
—¡Lo busco todo!—le contesté.
—¡Pues búscate á tí mismo!—replicó quien quiera que fuese.
Y desapareció como tú y como la otra máscara.
—¡Que me busque á mí mismo!…—balbuceé medio triste y medio alegre.
Y entonces recordé esta verdad, que me dijo mi padre hace muchos años:
—En el mundo no hay más que el yo de cada hombre. Cada hombre es el mundo. El primer meridiano se hallará siempre donde quiera que tú estés. El universo es un espectáculo dispuesto para tí, aunque cada uno de los demás hombres te considere á tí mismo como parte de su espectáculo. ¡Y es que cada cual lleva en su alma el infinito!
—¡Búscate á tí mismo, y lo encontrarás todo!—me había venido á decir la última máscara.
Encerréme entonces en mi propio pensamiento, y no pude encontrarme á mí mismo.
—¿Qué buscas aquí?—volvieron á preguntarme gentes que adivinan mi amor á lo absoluto.
—No busco nada,—les respondí ya tranquilamente.
Y aquí terminan mis aventuras de anoche.
Entretanto, había yo dejado de considerar aquella fiesta como una broma.
Por el contrario: pensaba ya en que las máscaras son cosa muy seria, tan seria cuando menos como las demás que hay en el mundo.
Y, en efecto, las máscaras tienen su razón de ser: no son una necedad ni una locura: son un goce natural, aunque terrible; racional, aunque espantoso.—Voy á probártelo.
Tú habrás pensado alguna vez en el profundo horror que causan á la sociedad los anónimos y los pasquines, y habrás reparado en que estas armas, tan alevosas como tremendas, apenas se usan en el combate de los más ruines resentimientos. ¡No parece sino que se ha estipulado de antemano no apelar nunca á estos golpes mortales, como se excluye la estocada en ciertos duelos! Y es, realmente, que un maravilloso instinto de conservación advierte á los más desalmados, que el anónimo, y sobre todo el pasquín, acabarían por disolver la sociedad humana.—¡Figúrate, por ejemplo, lo que pasaría en Madrid si mil ó dos mil personas se dedicasen á escribir anónimos á todos los maridos engañados, á todas las mujeres vendidas, á todos los que tienen amigos falsos, á cuantos son objeto de murmuraciones, á los jefes de quienes se burlan los subalternos, á los robados por personas de quienes no sospechan, y á todos los que viven de ilusiones ó bañándose en las aguas del olvido!—Pues añade el pasquín… ¡Imagínate el cinismo, la desvergüenza, el desenfreno que produciría esta murmuración á gritos, y el escándalo, los divorcios, los desagravios, los castigos, los desquites, los horrores que llevaría al seno de las familias!—¡Espanta el pensar en ello!
Ahora bien: como la privación es causa del apetito, la sociedad ha querido disfrutar el bárbaro placer de verse disuelta tres ó cuatro días cada año, y ha inventado las máscaras.
Merced á esta invención, durante las Carnestolendas, puede violarse ese tratado tácito de los individuos, mucho más sagrado que el derecho de gentes.—Porque no lo olvides: cada máscara que va á los bailes es un anónimo: cada una que vocea en el Prado es un pasquín; y el Carnaval en conjunto es un simulacro de la ruina, de la disolución de la sociedad.—Leyes, respetos, sexos, clases, nombres, fisonomías, todo se ve anulado, negado, derogado, escarnecido, en esa espantosa y general revolución dirigida por Momo.
Las máscaras retrotraen las costumbres al estado salvaje. Las convenciones humanas, las verdades legales, los principios que constituyen la vida común de los pueblos, se convierten en objeto de mofa y de ludibrio. Los hombres más graves gozan en establecer y confirmar con sus hechos estas asoladoras conclusiones: «¡Todo es mentira y vanidad en el mundo; todo farsa y locura! Nosotros, los que hoy nos entregamos al placer de burlarnos de nuestras costumbres, de nuestras categorías, de nuestras diferencias y variedades sociales, de nuestros estatutos, de nuestras vestimentas, de nuestros tratamientos, de todas las reglas de la vida, somos los mismos que mañana, metidos otra vez en el molde social, daremos por resultado códigos y catecismos, patíbulos y guerras, suicidios y apoteosis…»
Siento, querida máscara, que el estado de mi salud no me permita continuar…—Tengo mucho sueño.
Madrid 1859.