Á MI AMIGO DON RICARDO ALZUGARAY Y YANGUAS.

A mal dar, tomar tabaco.

(Refrán de nuestra tierra.)

Muy lejos estoy y he estado siempre de creer que nuestros sentidos corporales sean cinco: ver, oir, oler, gustar y tocar.

Yo creo, por el contrario, que son muchos más y muchos menos: es decir, yo creo que sólo tenemos un sentido—el tacto,—del cual son órganos ó agentes, no sólo los cinco que trae el padre Ripalda, sino otros innumerables que no cita en su catecismo.

Ahora bien; estos agentes del tacto—encargados de trasmitir al cerebelo partes telegráficos de cuanto ocurre en el mundo, mediante esos alambres eléctricos que hemos llamado nervios en nuestro afan de poner nombres á todas las cosas, por desconocidas que nos sean;—estas diversas maneras de tocar ó de ser tocados, digo, no se reducen, como pretenden algunos rutinarios fisiólogos, al oido, al paladar, á la vista y al olfato.

Comprendo que tal cosa se dijera cuando sólo se conocían siete planetas y siete metales, cuatro Partes del mundo y cuatro elementos; pero repetirlo hoy, en pleno siglo XIX, sería un absurdo tan grande como echarse á buscar al Preste Juan de las Indias.

Lo repito: nuestros sentidos corporales, ó sea nuestros sentidos secundarios, son hoy muchos, son innumerables…—¡Cada día se descubre uno nuevo!

¡Y esto sin contar con el magnetismo, que prescinde de todos, que los domina, que los avasalla, que los anula completamente!

Reconozco, sin embargo, que los hay interiores y exteriores, y que los exteriores son cinco, como dice el padre Ripalda…

Pero los interiores… ¿por qué olvidarse de los interiores al hacer la cuenta de nuestros sentidos corporales?

No os hablaré de algunos que por sabidos se callan…—¡Líbreme Dios!

Ni del sexto sentido, ó sentido de la belleza, que estéticos y fisiólogos admiten ya—más ó menos desarrollado, eso sí!—en nuestra raza bípeda y sin plumas, y el cual sirve para apreciar las maravillas del Arte y de la Naturaleza…

Ni del sentido de las cosquillas ó de la risa,—muy digno de atención y hasta de estudio…

Ni del sentido barométrico, que hace subir y bajar el mercurio de nuestro spleen, según el estado de la atmósfera…

Ni del gran sentido, que crea las simpatías súbitas y las antipatías inmotivadas…

Ni del proto-sentido, ó sentido del presentimiento, que nos avisa siempre, con veinte y cuatro horas de anticipación, las desgracias que nos esperan.

Mi único objeto, hoy sábado, es probaros la existencia de un sentido cuyo exclusivo encargo, cuyo destino en nuestro cuerpo, cuya función natural y genuina… es fumar.

Ya oigo que se me replica, que el hecho de fumar, ó sea de humear, de expeler humo,—pues tal es el significado de ese verbo,—pertenece al dominio de los cinco sentidos clasificados por Ripalda.

—«Cojo un cigarro (me decís), y me lo pongo en la boca: le aplico lumbre: el aparato respiratorio me sirve de máquina mneumática: chupo: arde el tabaco y se convierte en humo: percibe el paladar el sabor de una y otra grata sustancia: huélelas el olfato: fijo la vista en las caprichosas espirales de humo que suben al cielo ó en la blanca ceniza que vuelve á la madre tierra, y…—¡negocio concluido!—he fumado.»

¡Ah! ¡Callad! ¡No digáis eso! No habéis fumado… ¡Eso no es fumar! ¡Vos no merecíais tener tan buenos cigarros! ¡Vos sois como los cerezos, que no se dan cuenta de los amoríos de sus propias flores!

Pero no es vuestra la culpa. La culpa es de la Academia de la Lengua.

Voy á convenceros.

El verbo fumar no expresa de ningún modo la idea á que se refiere: no interpreta, no traduce, no explica el hecho que analizamos: ¡es una palabra inadecuada, antigramatical, contradictoria, absurda!

El verbo fumar debiera ser reflejo, reflexivo; de ninguna manera intransitivo ó neutro, y menos que nada activo ó transitivo, como lo hacéis algunas veces.

En vez de fumar,—fumarse.—¡He aquí lo que debiera decirse!

En lugar de: «Yo fumo después de comer,» la frase reveladora sería: «Yo me fumo después de comer.»

Es decir: yo me humeo; yo me fumeo.

—¿Se fuma V. mucho, fulanito?

—Bastante, señora.

—Mal hecho: no debe V. fumarse tanto: va usted á quedarse hecho un alfeñique.

—¿Y el marqués?

—Está fumándose.

—Fúmate tú.

—Fúmese V…

¡Esto es lo propio, lo racional, lo elocuente, lo que se dirá con el tiempo, Dios mediante!

¡Y ahora me ocurre que, al descubrir el tabaco, ó sea al atinar con su uso, pudieron muy bien nuestros padres explicar este uso sin necesidad de inventar palabra alguna!—¿Acaso no existía el verbo fumigar,—fumigarse?

Pues su aplicación al nuevo acto humano hubiera sido más oportuna que la invención del verbo fumar, ridícula contracción del anticuado fumear!

Porque fumar—hablo ahora del fenómeno, que no de la palabra,—fumar no es, ni lo será nunca, más que para las mujeres y los tísicos, el acto de expeler humo por la boca ó por las narices. (¡Eso sí sería humear!)—Fumar es absorber ese humo; encaminarlo á un determinado sitio; ¡fumigarlo! y, por consiguiente, humearse.

¿Qué sitio es ese? ¿Qué cosa se humea uno?

Cate V. la cuestión. Ya va asomando el sentido de que hablaba hace poco.

Meditemos.

Por algo quiero yo convertir de neutro en reflexivo el verbo fumar; por algo predico que el hombre tiene un sentido exclusivamente fumigable…

¿Sabéis por qué?—Porque trato de demostraros que el placer de fumar pertenece al orden de los placeres naturales; esto es, que Dios había previsto el uso del tabaco al crear al hombre.

¡Culpa es del hombre, si ha tardado tanto en caer en la cuenta!—Homo lapsus, etc.

Fumar no es un placer convencional como el de ser calvo, ó como el que producen el frac negro, la pedrería, la cerveza, los Príncipes-Albertos (carruajes muy incómodos) y las poéticas estrofas del himno de Bilbao:—tampoco es un placer artificial como las verdades políticas, como las mujeres coquetas, como un baile de máscaras, como el matrimonio, como una conspiración bien urdida, como el juego ó como las aclamaciones populares.—Fumar es un placer ingénito de la naturaleza humana, como la música, la guerra, el amor correspondido, el sueño, el baile, la mesa, el baño, el vino, la caridad, el revolcarse en un prado la primavera, el adorno personal, los hijos, la murmuración, la caza y la pesca.

Voy á probarlo.

Si el fumar no fuera un placer de la naturaleza, los hijos no se esconderían de sus padres para hacerlo, ni los padres del antiguo régimen, enemigos en todo de las leyes naturales, se lo hubieran vedado tan rigurosamente á sus hijos.

La sociedad, que ha hecho un crimen de todas las funciones inherentes á nuestra vil condición de muñecos de barro; que considera de mal tono el comer por la calle; que no se da por entendida de ciertas flaquezas comunes á todo animal; que ha levantado mil barreras entre el hombre y la mujer (barreras que no pueden saltarse decorosamente sin pagar ese horrible derecho de puertas que se llama matrimonio); la sociedad, hipócrita siempre, que viste á las señoras de manera que aparezcan enteramente al contrario de como Dios las hizo (estrechas por arriba y anchas por abajo, siendo así que ellas son estrechas por abajo y anchas por arriba), ha proscrito en Inglaterra el uso público del tabaco, como ya proscribió antes en aquel mismo pueblo las palabras pantalón, sábana, camisolín y otras. ¿Qué mayor prueba de que el hombre es naturalmente fumigable?

Pensemos, si no, un momento en los efectos y excelencias del tabaco.

Para un verdadero fumador, el cigarro es el primer amigo, el más sabroso manjar, el más fiel compañero de todos sus pesares y alegrías.

Fuma el hombre que está á dieta; fuma el que ayuna voluntariamente; fúmase antes de comulgar; fúmase dentro del baño… ¡No hay ocio que el fumar no entretenga!—El hombre que fuma, nunca está solo.

Cuando habéis perdido una prenda del alma y os espanta la idea de comer ó de beber; mientras recibís el duelo; mientras acompañáis el cadaver al Campo Santo; en las patéticas crisis de vuestro dolor, el cigarro es lícito, conveniente, bien mirado por la sociedad española y por la madre naturaleza, y el único placer que os permitís…—¡Quizás el único lazo que os retiene en la vida!

Nosotros, los que pasamos largas horas buscando en nuestra imaginación mundos ilusorios que presentar ante los ojos de los lectores, á fín de sustraerlos á la realidad de este mundo mezquino, vivimos en una atmósfera de tabaco… Entre nuestros ojos y el papel, flota siempre una nube de azulado humo que idealiza la materialidad de las cosas, en tanto que allá, en el alma, dulces somnolencias y estrañas reveríes vienen á brotar del roce del aroma precioso con el sentido oculto de que hablo.—Este aroma, que calma y embriaga á la vez, que mitiga las penas y endulza los recuerdos, que renueva la inspiración y fomenta la esperanza, es para nosotros lo que el gas para el globo aerostático: nos levanta de la tierra, nos suspende, nos eleva, nos hace recorrer el espacio, nos aisla completamente de toda relación de tiempo y lugar, y anticipa por momentos la hora mística y solemne de la libertad del espíritu.

¡Desgraciado mil veces el que no fuma!—¿Qué hará este sér incompleto, en la orilla del mar, en aquellas horas de infinito éxtasis que siguen á la puesta del sol? ¿Qué velas llevarán su imaginación hacia lo desconocido? ¿Qué alas lo subirán al cielo durante las espléndidas noches de verano? ¿Qué hará en los entreactos de una ópera? ¿Qué, después de comer? ¿Qué, al despertar por la mañana? ¿Qué, durante una larga navegación? ¿Qué, en la ausencia, cuando cierre los ojos para ver las personas queridas? ¿Qué, para no acatarrarse á la salida de un baile en provincias, donde no suele haber coches, si tiene que ir charlando con la beldad que aceptó su brazo para volver á casa? ¿Qué, cuando viaje á caballo por solitarios montes? ¿Qué, cuando convalezca de una enfermedad? ¿Qué, en fín, en aquella hora que sigue al logro de cualquier deseo; cuando, si no fuera por el tabaco, ya no habría razón ninguna para seguir viviendo en un mundo donde todo es igual y acaba del mismo modo?

¡Ah! lo repito: ¡desgraciado mil veces el que no fuma! ¡Y más desgraciado todavía el que fuma… y no tiene buenos cigarros!

Madrid 1858.