(FRAGMENTO DE LAS «MEMORIAS INÉDITAS DEL BACHILLER PADEAYA,» QUE SE PUBLICARÁN ÍNTEGRAS DESPUÉS DE SU MUERTE).

I.

Ahora me toca retratar (dice el Bachiller, comenzando el segundo cuaderno de su manuscrito) á otro de los personajes de mayor bulto y trascendencia que figuran en la historia de mi niñez; al más caracterizado sin duda alguna, después de los autores de mis días, del cura que me bautizó y de mis once amas; al que sigue, en el orden de estos recuerdos casi fantásticos, á aquellos músicos de la capilla de la catedral, que casi todas las noches iban de concierto y jolgorio á mi casa, convidados por mi buen padre; al que roturó, digámoslo así, la tierra virgen, y luego mártir, de mi inteligencia y de mi memoria, y echó, en los surcos abiertos por la palmeta y las disciplinas, la primera simiente de los llamados conocimientos humanos; á mi único maestro oficial de lectura, escritura, cuentas, religión, geografía y demás cosas que diré en su lugar oportuno; al ilustre Sargento Clavijo, en fín, que santa Gloria haya, y que de seguro estará en ella, no diré de patas ó á pié, pues esto no le satisfaría, pero sí á caballo, como Santiago y San Jorge; que tal fué siempre su postura favorita en este planeta de tres al cuarto, que llamamos mundo.

Paréceme que lo estoy viendo…, no á caballo precisamente, pues yo lo conocí ya apeado, sino paseándose sobre los ladrillos de la escuela, como un rey sin trono, y alguna que otra vez en burra, camino de su viña… Era á la sazón más paisano que militar y más eclesiástico que lego… Había llegado á mi muy amada ciudad natal (Jaen), en los últimos años del Rey Absoluto, desempeñando el cargo, casi siempre honroso, de mayordomo de un señor Chantre; y, por muerte del tal Prebendado, heredó aquella viña, un olivar y algunos maravedises, con los cuales puso la escuela… Antes de mayordomo, cuando el Dignidad era todavía simple Canónigo de Leon, Clavijo había desempeñado otra escuela en Astorga, en la Roma de los maragatos…—Constaban documentalmente su nacimiento, bautismo y confirmación, verificados en no sé qué villa de Asturias, así como que había hecho toda la guerra de la Independencia, y llegado, desde humilde ranchero, á sargento segundo de caballería… Tenía una hermosa cicatriz en la frente y, al pecho, la cruz de yo no sé qué cosa… Los mismos conocimientos culinarios que le proporcionaron la plaza de ranchero de su escuadrón debieron de elevarlo, andando el tiempo, á la mayordomía del capitular, hombre que se cuidaba hasta cierto punto; pero lo que aún no he podido averiguar ni discernir es en virtud de qué conocimientos de otra especie fué maestro de escuela dos largos periodos de su vida… Decíase, por último, que en Leon estuvo casado siete meses con una antigua sobrina del Chantre, la cual murió de parto, anticipado según los amigos de su merced, y muy de tiempo, según los enemigos…

Paréceme que lo estoy viendo (vuelvo á decir)… Había nacido en 1788, como lord Byron, y, por consiguiente, tenía cincuenta años cuando á mí me pusieron en su escuela. Érase alto, y recio, aunque no gordo, y su rostro, atezado y vulgar, resultaba grave, y hasta digno, merced á una larga y porruda nariz, de las llamadas borbónicas, y, sobre todo, á un enorme tupé entrecano que hubieran visto con envidia Larra, Martinez de la Rosa y demás elegantones de aquel tiempo. Su vestimenta en la clase, desde el día de San Antonio hasta el de San Miguel, reducíase á un cumplidísimo pantalón de hilo oscuro que le llegaba hasta cerca de la barba, colgado de los hombros por medio de dos tirantes de vendo, y provisto de un ámplio portalón, del tamaño y forma de aquella compuerta que comunica algunos comedores con la cocina, y que se baja, á guisa de mesa, para servir las viandas con mayor comodidad y más calientes… Y digo que su traje se reducía al tal pantalón, porque en verano andaba siempre en mangas de camisa y sin chaleco, aunque sí con la clásica y descomunal corbata de ballena, que entonces era de rigor y que, á mi juicio, sugirió á los criminalistas la idea de sustituir la horca con el garrote. En invierno vestía otro pantalón por el estilo, de paño de Ohanes; chaleco de seda, rameado, de vivos colores, y levita negra, muy alta de cuello, muy larga de faldones y muy estrecha de mangas, aunque no de puños. La corbata era siempre igual, y como inamovible; tanto, que yo creo que dormía con ella. Usaba en todo tiempo recias botas negras de alto cañón, que lucía mucho, por llevar constantemente doblados los perniles de los pantalones, y no recuerdo haberle visto nunca, en ninguna estación, sitio ni hora, sin un pañuelo de los llamados de hierbas, de vara y media en cuadro, echado sobre el hombro izquierdo á manera de alforjas, tal vez porque no había ni podía haber bolsillo en que cupiese tan hermosa pieza.—No fumaba el antiguo sargento; pero sí tomaba mucho polvo, y, cuando se sonaba las narices, parecía que se hundía el mundo, y todos los muchachos quedábamos inmóviles como soldados que oyen la voz de ¡firmes!: ¡tal estruendo hacía el santo varón! Su voz era también estentórea, aunque descubría, en los raptos de furia, alguna que otra nota de vieja. Tenía afeitada toda la cara, excepto el comienzo de las patillas. Pisaba muy ruidoso, á causa de los grandes clavos que orlaban las suelas de sus botas, y ufanábase de no gastar antiparras ni haber tenido nunca sabañones. En cambio, tenía en los piés todo un almanaque de callos, que le anunciaban las mudanzas atmosféricas con tres días de anticipación, y cierta quebradura ó hernia inguinal (quebrancia le llamaba él) equivalente á un termómetro, un barómetro y un higrómetro, instrumentos que no le eran conocidos, y que, áun en el caso de conocerlos, no le habrían librado de tener la hernia.

Conque vamos á clase; es decir, estudiemos á nuestro hombre en el pleno ejercicio de su magisterio.

 

II.

Pasábamos de ciento veinte los jóvenes amables que nos dirigiamos por aquel camino al templo de Minerva.—Costaba una peseta al mes á los pudientes y dos reales á los pobres recibir el pan intelectual, en forma de palmetazos, de manos del Sargento Clavijo, á quien las Autoridades y otras personas circunspectas solían denominar Don Carmelo.—Por la mañana se entraba en clase á las ocho, lo mismo en Diciembre que en Junio, y se salía á las doce; y por la tarde se entraba á las tres y se salía á las cinco.—Los jueves sólo había escuela por la mañana.

Voy á ver si recuerdo todas las vacaciones del año: diez y nueve días de Pascua de Navidad, ó sea desde Santo Tomás Apóstol hasta Reyes; siete de Carnaval, desde el Jueves lardero hasta el Miércoles de Ceniza; doce de Semana Santa, desde el Viernes de Dolores hasta el Martes de Pascua de Resurrección (todos inclusive); tres de Pascua de Pentecostés; once de ferias; tres de Jubileo de la Porciúncula, y sobre ciento de misa, entre domingos, fiestas y Santos que sólo traían mano en el almanaque (y que son los que después ha declarado Roma no de precepto): total, ciento cincuenta y un días de huelga, sin contar la entrada ó proximidad de los facciosos, la recepción del nuevo obispo, las romerías tradicionales, la llegada de un batallón con música, las elecciones, las rogativas, el exorcismo á la langosta, las grandes nevadas, los días y cumpleaños del padre, de la madre, de los abuelos, de los hermanos, de los tíos, de los padrinos y de la ex-ama de leche de cada alumno, por lo que respectaba al alumno mismo, y sus propios días, cumpleaños, sarampión, escarlatina, viruelas, alfombrilla, catarros, indigestiones, aporreaduras, lutos y repentino destrozo del pantalón ó de la chaqueta…—Pongamos, pues, la mitad del año, y es cuenta redonda.

Pero voy extendiéndome á hablar de cosas comunes á la mayoría de las escuelas de aquellos tiempos, cuando debo circunscribirme á las especialidades de la de mi ex-sargento segundo…

El buen D. Carmelo Clavijo tenía hermosa letra, aunque demasiado gorda y anticuada: letra de canciller del siglo XVII. En cuentas no era ningún Pitágoras; pero á enseñarnos á serlo, como algunos lo fuimos, ayudábale su pasante, pupilero y oráculo, el Sr. Frasquito Sarmiento, antiguo escribiente de la Administración de Millones, y capaz de contarle los pelos al demonio. De lo demás que sabía nuestro héroe trataré en capítulo aparte, cuando examine el programa y los textos semi-vivos y semi-muertos de su escuela.

Cinco eran allí los castigos ó sanciones penales de la enseñanza: 1.º, ponerse de rodillas; 2.º, correazos sobre la ropa; 3.º, palmetazos; 4.º, llevar colgado al cuello ¡todo un día! cierto cartón en que estaba pintado un burro; y 5.º, azotes, ó sea disciplinazos que llamaré pajareros, por ir este adjetivo pegado al innominable (por no decir inefable) sustantivo con que se designaba allí, y áun suele designarse en la vida doméstica, la parte del cuerpo… infantil que los recibía. La correa ó correas (pues había dos) eran de lo más recio que se conoce en materia de pieles, y una tenía D. Carmelo y otra el Sr. Frasquito.—La palmeta, primorosamente tallada y torneada en madera de álamo negro, que es de las más fibrosas y menos quebradizas, ostentaba los cinco agujeros de rigor, en recuerdo de las cinco llagas del Salvador del mundo, y su manejo correspondía exclusivamente al Jefe de la clase. El burro había sido dibujado por la señora de Sarmiento. Y, en fín, los azotes se administraban, tomando á cuestas un adulto al recipiente ó receptor (pues no cabe llamarlo recipiendario), bajándole los calzones y dándole otro adulto con las disciplinas… Ambos oficios, el de picota y el de verdugo, eran muy codiciados, y sólo se concedían al mérito notorio. Las disciplinas se diferenciaban muy poco de las que usan los ascetas; pero tenían la desventaja de no ser esgrimidas por mano propia.

No tacharé, sin embargo, de cruel al maestro Clavijo… ¡Mucho más lo era el pasante! El antiguo sargento distinguíase, por el contrario, como hombre sensible y cariñoso, y recuerdo innumerables rasgos suyos de ternura… verdaderamente maternal (que no paternal) con los muchachos, sobre todo con los pequeñuelos. V. gr. Cuando alguno de estos era víctima de también inefables ó innominables descuidos propios de la infancia, él mismo lo metía en la pila, sacaba agua del pozo, lavábalo como una niñera, enjuagábale luego la ropa, tendíala al sol para que se secara, y, en el ínterin, acostábalo entre las dos zaleas que hacían veces de alfombra en la Presidencia y en la Vicepresidencia, si era invierno, y, si era verano, cubríalo con su moquero de seis cuartas…

Las tardes de Canícula presentaba la escuela un cuadro digno de los pintores flamencos de costumbres, ó de que entonces hubiera habido fotógrafos. Debía de ser cosa convenida entre el maestro y el pasante que cada uno de ellos dormiría la siesta una de las dos horas que duraba la clase vespertina; el maestro, de tres á cuatro, y el pasante, de cuatro á cinco. Mas, para ello, requeríase ante todo que callaran los ciento veinte muchachos durante aquellas dos horas…, y he aquí cómo se lograba este milagro. Recostábase D. Carmelo en su sillón de vaqueta, y el Sr. Frasquito comenzaba á dar paseos de tigre enjaulado, rápidos y de puntillas, por el único y vastísimo salón (antiguo alhorí) que servía de aula. ¡A callar! gritaba en cuanto el dómine bajaba los párpados, y ya no permitía á ningún niño ni mojar la pluma, ni volver la hoja del libro en que leía, ni rebullirse, ni mirar á nadie ni á nada… Dormíanse todos, por consiguiente, ó aparentaban dormirse, y si alguno abría los ojos ó la boca, ya estaba encima el Sr. Frasquito, amenazándole con la correa hasta que los cerraba. Libres y aseguradas de impunidad las moscas, su largo y monótono zumbido era entonces la única voz que sonaba en la escuela, aparte de los ronquidos del benemérito asturiano, cuya alma, en aquel momento, recorría los campos de batalla de Talavera, Ciudad-Rodrigo y Vitoria… Daba luego la recíproca el maestro al pasante, y á las cinco en punto acabábanse, simultáneamente, la clase y las siestas.—No podían empero llamarse á engaño los padres de los chicos, puesto que también habían logrado que estos les dejasen dormir, y no para otra cosa obligaban tiránicamente al sargento Clavijo á que tuviese escuela las tardes de Canícula, contra la antigua y buena práctica andaluza.

Los sábados en la tarde dirigía siempre el maestro un ligero sermón á sus regocijados discípulos, momentos antes de darles suelta por treinta y nueve horas. Ya se había cantado la Salve, y cada arrapiezo tenía su gorra en la mano (soñando con todo lo que iba á diablear el domingo, desde que Dios echase sus luces hasta bien entrada la noche), cuando D. Carmelo daba un correazo sobre su mesa, en señal de atención, y decía: «Señores: mañana es domingo, día de misa de precepto: no hay clase. Oigan Vds. misa mayor en su respectiva parroquia, y además todas las que puedan, pues las almas del Purgatorio no reciben otro consuelo que el que nosotros les enviamos. Traten con respeto y obediencia á sus padres, á los mayores en edad, saber y gobierno y á las personas de suposición. Besen la mano á los sacerdotes que encuentren en la calle, y socorran á los pobrecitos con los cuartos que hubiesen de gastar en dulces. Por la tarde, vayan Vds. á la novena… tal, y al oscurecer, al Rosario. Y, en fín, vengan el lunes con muchos ánimos de hacerse pronto hombres útiles á sus familias y á la Patria.—Vayan ustedes con Dios.»

Algunos sábados añadía en tono confidencial: «Señores: se está acabando la tinta; traigan Vds. el lunes un cuarto, los que puedan, y los que no, procúrense caparrosa y agallas. En el jardín del Marqués de Tal hay un hermosísimo ciprés, y el jardinero les permitirá que cojan los gálbulos que haya derribado el aire.»

El penúltimo día de cada mes, aunque no fuera sábado, pronunciaba también algunas frases monitorias. «Señores (decía): recuerden Vds. á sus padres que este mes trae treinta (ó veintiocho ó veintinueve, ó bien que mañana es 31), y que, por lo tanto, hay que venir á la escuela con el dinero del pobre maestro, el cual celebraría mucho ser rico y poder enseñar á Vds. de balde.»

Y, en fín, desde 1.º de Noviembre comenzaba á pregonar este otro bando: «Señores: se acerca el día de la Purísima Concepción, patrona de las escuelas. Hay que traer colgaduras, cera, flores de trapo, candeleras, cornucopias, dulces, castañas, frutas secas, garbanzos tostados y demás, para la gran función religiosa, con refresco y todo, que habrá aquí dicho día, y á la que vendrán únicamente aquellos de Vds. que sean buenos y aplicados. También les exhorto á que vayan reuniéndose los domingos en la noche y ensayando los coros á María Santísima, cuya letra y música conoce todo el mundo. ¡Es menester que nuestra función eclipse la de todas las escuelas de Astorga…, donde se hacen con especial magnificencia!»

¡Astorga! ¿Qué nos importaba á nosotros eclipsar á gentes de un país tan distante del nuestro? Pero á D. Carmelo le importaba mucho. ¡D. Carmelo tenía sus pasiones en el particular! ¡D. Carmelo no olvidaba nunca ningún capítulo de su pasada historia! ¡D. Carmelo era un hombre esencialmente retrospectivo!

 

III.

Pasemos ahora revista, como anunciamos antes, á las asignaturas y textos de aquella famosísima Academia de primera enseñanza, donde aprendieron á leer y medio escribir muchos que han sido luego jueces, promotores, médicos, boticarios, canónigos, catedráticos y hasta periodistas.

Comenzábase por el Jesús ó Abecedario. (Jesús era entonces la primera palabra que profería el niño al comenzar á civilizarse. Después seguía la primera letra del alfabeto.)

Pasábase luego al Silabario y á aprender de viva voz, y hasta con música, todo el Catecismo del Padre Ripalda. Por cierto que al llegar á la pregunta: «Decid niño: ¿Cómo os llamais?,» costaba á algunos mucho trabajo responder al tenor del libro: «Pedro, Juan, Francisco, etc.,» y respondían: Valentín, Manuel, Bonifacio, ó como quiera que se llamaban.

Entrábase á continuación á leer en el Libro de obligaciones del hombre; en seguida, en El Amigo de los niños, y finalmente, en El Fleury (sic), tres obras notables, que nos enteraban de lo poco ó mucho que contenían, sin que Don Carmelo se metiese nunca á poner ni quitar, ni á explicar ó comentar cosa alguna.—¿Qué tenía él que ver con tantas cosas del Antiguo y del Nuevo Testamento como trae á colación, en su célebre Catecismo histórico, el preceptor de los hijos y nietos de Luis XIV?

En punto á Aritmética, no era el maestro, sino el pasante, quien nos enseñaba hasta cuentas de proporción y de compañía, y recuerdo que, para sacar esta última, había que llenar de rayas y guarismos todo un pliego de papel de barbas…—¿De qué me han valido los laureles que alcancé en este punto?—Pero ¿qué sabía entonces nadie, ni yo mismo, si mi porvenir era ó no de banquero?—¡Hicieron, pues, divinamente en enseñarme á manejar ó contar millones, billones y trillones!

Nuestro muestrario para escribir debíase á la pericia caligráfica del propio D. Carmelo, á cuya letra sigue pareciéndose mucho la mía y la de todos los que frecuentaron su escuela. También nos enseñaba á reglar papel con un plomo sobre las pautas de madera y alambre; mas, por lo que toca á Ortografía y Gramática castellana, nos dejaba en el estado de la inocencia y dueños absolutos de nuestras acciones. ¡El héroe de Bailén y de los Arapiles no había sospechado siquiera que existiesen reglas y trabas para la escritura, después de tanta sangre como les había costado á los españoles su independencia!

En compensación; algunas tardes de invierno (indudablemente en los grandes aniversarios de aquella gigantesca lucha), el antiguo soldado sentía como nostalgia de los campamentos y de las lides, y, después de referirnos varios combates, y sobre todo aquel en que lo hirieron y ganó la cruz, nos decía:

—¡Vaya, caballeros, de todo conviene saber un poco! Voy á dar á Vds. otra leccioncita de equitación.

¡Era de ver entonces la escuela! Todos los muchachos soltábamos plumas, libros y papeles, y nos colocábamos de un lado de las extensísimas y achaflanadas mesas de escribir, muy parecidas á largos caballos, y que de tales servían en semejantes ocasiones.

—¡Pié en el estribo!…—gritaba el maestro.

Todos poníamos la mano derecha sobre la mesa correspondiente, y el pié izquierdo sobre el banco que de ella nos separaba.

—¡Una!—seguía mandando D. Carmelo.

Todos nos alzábamos hasta quedar enhiestos sobre el pié apoyado en el banco-estribo y con la pierna derecha colgando al aire…

—¡Dos!

Todos extendiamos la pierna derecha á lo largo del lomo de aquel prolongado y doble pupitre…

—¡Tres!

Todos pasábamos la pierna derecha al lado opuesto, y quedábamos á caballo sobre la mesa.

—¡Magnífico!—exclamaba fuera de sí el veterano, blandiendo la palmeta sobre invisibles enemigos.—¡A ellos, muchachos, á ellos! ¡A paso de carga! ¡Viva Dios! ¡Viva España! ¡Viva Fernando VII! ¡Viva la independencia española!

Entonces haciamos todos como si cabalgáramos en un corcel á galope; principiábamos á mecernos de atras para adelante, golpeando la mesa con las posaderas, y manoteando como si blandiésemos espadas ó lanzas, y excusado es decir que libros, papeles, plumas, tinteros, todo rodaba ó saltaba que era una bendición de Dios, hasta que el sargento Clavijo, asustado de su propio triunfo, daba la orden de

—¡Alto la carga!

Figúrese cualquiera qué habría sido, entre tanto, de los pantalones claros de color, y el asombro y furia de las madres al ver llegar á sus hijos con toda la horcajadura llena de tinta…—Felizmente, tales escenas ocurrían en invierno, como dejo dicho, y casi todos los escolares llevábamos pantalones de paño oscuro.—¡Y, de un modo ó de otro, los franceses habían sido pulverizados!

Réstame hablar un poco de la asignatura de Geografía.

Dos textos, guardados como oro en paño, tenía D. Carmelo para instruirnos en esta ciencia, y éranse dos listas manuscritas, no sé por quién ni cuándo, que se nos leían todos los viernes para que las aprendiésemos de memoria.

Comenzaba la una diciendo:

«Tiene este Reino de España ciento cuarenta CIUDADES, que son: En el Reino de Castilla la Nueva, tal y cual; en el Reino de Navarra, esta y la otra,» etc., etc., y que concluía (lo recuerdo perfectamente) por este rabillo: «En el Señorío de Vizcaya, Orduña.»

¡Y nada acerca de ríos, ni de montañas, ni de límites, ni de ninguna otra particularidad física del territorio español! ¡Nada tampoco de la actual división por provincias, ya realizada entonces! ¡Ni tan siquiera se nombraba á Madrid! ¿Para qué, si no era ciudad? En cambio, justo es decirlo, los que allí estudiamos sabemos hoy perfectamente y podemos lucirnos en cualquier tertulia diciendo de golpe qué poblaciones de España son ciudades y cuáles no. ¡Hemos cantado la lista tantas veces!

Pero vamos al segundo texto geográfico de D. Carmelo.

Decía así literalmente, y creo que no era poco decir:

«Lista de las CÓRTES de los más principales reinos y soberanos europeos:

»Madrid, de España.—París, de Francia.—Lisboa, de Portugal.—Lóndres, de Inglaterra.—Viena, de Alemania.—Roma, de Italia.—Nápoles, de Nápoles.—Varsovia, de Polonia.—Berlín, de Prusia.—Constantinopla, de Turquía.—Copenhague, de Dinamarca.—Estokolmo, de Suecia.—San Petersburgo, de Rusia.—Praga, de Bohemia.—Haya, de Holanda.—Buda, de Hungría.»

Tal era la división política de Europa que se enseñaba en aquella escuela el año de gracia de 1838, y que, según mis noticias, siguió enseñándose otra docena de años.

Salí yo, pues, de manos del sargento Clavijo con una Europa casi fantástica dentro de la cabeza, y sin conocer las reglas de mi lengua patria; y, cual si ya no necesitara estudiar más acerca de lo presente, pasé á una clase de latín á estudiar lo pasado, á aprender una lengua muerta, á enterarme de las guerras púnicas ó de las maldades de Catilina, y á divertirme traduciendo liviandades de la poesía romana.

¡Figuráos, por consiguiente, mi asombro, y también mi admiración al tupé moral del buen D. Carmelo, cada vez que oyese decir y sostener, y probar hasta la evidencia á tal ó cual lectorcillo de El Eco del Comercio, las siguientes verdades: 1.ª que desde 1805 Viena no era la capital de Alemania; 2.ª, que existía en Europa un imperio de Austria, de que yo no tenía noticia; 3.ª, que ni en Roma vivía el Soberano de Italia, ni había tal Italia en el mundo político, como lo demostraba aquello mismo de «Nápoles, de Nápoles;» 4.ª, que Polonia fué despedazada en 1792 y 1793, y dejó de existir en 1795, sin que le hiciese resucitar, como Estado, su heróica lucha en 1830; 5.ª, que Bohemia, desde 1556, no pasaba de ser una de tantas provincias austriacas, y que, por consecuencia, todo lo relativo á tal reino, á su corte y á su soberano, caía por su base; 6.ª, que no otra cosa pasaba con la pobre Hungría, sierva también entonces del emperador austriaco, á pesar de todos los magyares antiguos y modernos…, y 7.ª, que, en cambio, existían en Europa, aunque no en la lista del sargento Clavijo, un reino de Piamonte, otro de Grecia y otro de Bélgica, dignos ciertamente de ser mencionados en las clases de Geografía de las escuelas públicas!

Pues ¡aún hay más!—A modo de posdata de aquella galería de nacionalidades muertas y ensangrentadas, leíase este singularísimo apunte, que mucho me dió que pensar por entonces:

«Nota.—Se ha descubierto una nueva Parte del mundo, á la que se ha puesto el nombre de Oceanía.»

¡Qué enormidad de apéndice! ¡Qué majestad en la incongruencia! ¡Qué lisura, qué desenfado, y qué embuste tan delicioso!

Porque lo cierto es, como sabrán todos los que hayan estudiado en escuelas menos peregrinas, que ni en 1838 acababa de descubrirse ninguna Parte del mundo, ni tampoco fué entonces cuando se puso el nombre colectivo de Oceanía á las islas del gran Océano que no cabía asignar al Asia ó á la América. Inventaron tal nombre los geógrafos á principios del siglo actual, y entre las tales islas figuraban muchísimas descubiertas por Magallanes, Van-Diemen y otros navegantes de los siglos XVI, XVII y XVIII.

Pero, áun así y todo, ¡qué naturalidad, qué frescura salvaje, qué gracia bucólica había en aquella errónea y trasnochada posdata, referente á toda una Parte del mundo! ¡Ah! yo me enorgullezco de haber aprendido algo en semejantes condiciones, de haber tenido tantas ideas falsas, de haber estado en tantos errores! Figúraseme, cuando pienso en ellos, como que he vivido en dos planetas ó en dos siglos muy apartados el uno del otro; que he estado en dos mundos, que he existido dos veces, como acontecerá al que cambia de religión ó al que se casa en segundas nupcias! Por lo demás, permítaseme decir desde ultra-tumba, que me parece mucho más poético aquel modo de ser, en que no sabían las gentes por dónde andaban, ni lo que ocurría más allá del anillo de su horizonte, que este otro en que cualquier mocosuelo es capaz de decirle á uno cuántos lunares tiene en la rabadilla el Primer Ministro del celeste Imperio.

 

IV.

Ni una palabra más acerca del sargento Clavijo, considerado como profesor de primeras letras, y ¡bien sabe Dios que no ha sido mi ánimo zaherirlo en estos renglones, sino hacer su elogio hasta cierto punto!—¿Tenía él la culpa de no ser un sabio? Y ¿podía enseñarse más y mejor, sabiendo menos? ¿Llegaría nadie á ser maestro de escuela con tan cortas luces y pocas humanidades?—¿Qué digo pocas? ¡Él no tenía más que una, la que manda Cristo, la humanidad que también se llama amor al prójimo!—Y ¿cabe negar mérito á la hercúlea tarea de meterse á enseñar sin saber nada? ¿No revela esto, cuando menos, grandísima fuerza de voluntad, conocimiento del corazón humano, ó profundo y filosófico desdén á la sabiduría? ¿Desconocerá alguien que Sócrates, el ilustre, el insigne, el incomparable maestro de Platón y Antisthenes, acabó por donde empezó el sargento Clavijo, esto es, reconociendo que no sabía nada, ó, por mejor decir, que en el mundo no había nada que saber ni que enseñar?

¡Descanse, pues, tranquilamente mi respetable y querido maestro, el aliado de mi inocencia, el cómplice de mi ignorancia!—A la edad de setenta años, y cuando yo tenía ya veinticinco y rodaba por el mundo, dejó la instrucción pública y se retiró á la vida privada. Un verano, que fuí á mi siempre grata ciudad natal (Jaen), á desaturdirme de las vanidades de la córte y á visitar los pobres majuelos que heredé de mis padres, topé con él en un solitario camino. Iba caballero en la más alegre y lustrosa borrica que haya podido nunca reemplazar sin desventaja á un trotón de guerra. Llevábala enjaezada con estribos, bocado y todo, como si fuese el más brioso corcel, y la ilusión habría sido completa, sin el cesto de uvas y de higos, cubiertos de pámpanos, que sujetaba sobre el arzón con el brazo derecho…

¡Muy viejo estaba!… pero risueño y tranquilo. Lo reconocí en el acto, y él lloró de júbilo al enterarse de quién era yo. Dióme á probar sus higos y uvas, y nos separamos para siempre.

Murió tan digna y feliz persona pocos meses después, y de seguro que inmediatamente subió al cielo, donde, como ya he dicho, no podrían menos de colocarle entre los grandes héroes de á caballo, sin tener para nada en cuenta la parte literaria y pedagógica de su vida.—Mientras tanto, había yo vuelto á la córte, ó sea á mis cuarteles de invierno, y hasta dos ó tres años más tarde, que regresé á mi pueblo á vender unas viñas, no supe que el antiguo maestro de primeras letras sólo vivía ya en la memoria de sus discípulos.