INTRODUCCIÓN.
En la pintoresca lista de mis relaciones sociales—que comprende todos los colores políticos, todas las gerarquías, todas las edades, y todos los sexos…
A propósito de sexos: necesito revelaros una cosa que ignoraréis, y que justifica ese «todos» que os habrá chocado.
Los sexos no son dos, como se había creido hasta aquí. Cierto arquitecto, que había construido un hospital, decía al señor Gobernador de la provincia, explicándole dicha obra:
—Como ve V., he dividido la enfermería en tres departamentos aislados… para los tres sexos.
—¡Hombre! ¿De qué tres sexos me habla usted? (exclamó la autoridad). ¡Yo no conozco más que dos!
—¡Ah! ¡ya lo creo! (respondió el constructor). Pero este hospital es general, y vendrán á él los tres sexos… ó, lo que es lo mismo, los hombres, las mujeres y la tropa.
Pues bien: la lista de mis relaciones comprende desde la tropa hasta los artistas, desde los periodistas hasta los académicos, desde los autónomos hasta los autócratas, desde el clero hasta los bohemios más trasnochadores, desde las niñas más inocentes hasta los ancianos semifósiles que ya no pertenecen á este mundo.
Tal es Madrid, y ya explicaré alguna vez en qué consiste esto. Básteme por hoy observar que la alta sociedad madrileña es esencialmente democrática; que todas las clases están confundidas en una sola, cuyo nombre podría ser la gente tratable, y que este potpourrí tiene sus grandes ventajas y sus pequeños inconvenientes.
Conque prosigo.
Entre mis relaciones figura, y en lugar muy preferente por cierto, una Marquesa viuda, que ha sido morena, pero que ya no lo es, gracias á los progresos de la química; poseedora de cincuenta miércoles de ceniza; catalana de nacimiento y francesa de educación; mujer que ha sido muy hermosa, y que, como todas las morenas, ha envejecido demasiado pronto; muy aficionada al mundo, pero que ya no va á él, sino que lo recibe, y á la cual visitan todas las noches (desde las seis, que se abre su comedor, hasta las tres de la mañana, que se cierra su tertulia) unas ochenta á cien personas de todos tamaños y matices.—Unas la acompañan á la mesa; otras á tomar café mientras es hora del teatro; otras pasan allí la soirée, cuando no hay funcion en el teatro Real; otras van á pedirle té después de la ópera; otras juegan al tresillo de diez á doce, y otras se presentan allí de media noche para abajo, ganosas de contar ó de saber las noticias políticas de última hora.
Esta marquesa no visita á nadie; no va al teatro ni á paseo; oye misa en su casa; no viaja hace muchos años, y, por último, no lee ningún periódico…—Verdad es que esto no le hace falta, pues que en su reunión se habla más y de mejores cosas que en todos los periódicos juntos.
La popularidad de esta señora y la afluencia de gente á sus salones están muy justificadas…
Primeramente, en ellos no falta nunca media docena de señoritas de primer empuje, bonitas… como casi todas las mujeres, bien educadas, aunque en París; que cantan, tocan el piano, bailan, etc., etc., y que no son las mismas todas las noches, ni tan siquiera dos noches seguidas, dado que van allí cuando no les toca el turno del teatro Real, cuando no hay baile en ninguna de las casas que frecuentan, ó cuando están de luto… aparente.
En segundo lugar: de los sesenta hombres, v. g., que concurren allí, por lo menos quince han amado á la Marquesa en sus años verdes, ó sea en sus verdes años; lo cual aumenta la cordialidad del trato y anima mucho la conversación algunos momentos,—sobre todo cuando no oyen las señoritas.
En tercer lugar, es indudable que la juventud se adiestra en aquella casa para más rigorosas sociedades: los hombres de mérito se dan á conocer; los curiosos saben todo lo que pasa en la villa; los murmuradores siembran sus observaciones de toda la semana; los viejos cuentan la historia secreta de todo el mundo (cosa que no está demás saber en los tiempos que alcanzamos); los diputados dicen lo que piensan decir ó lo que hubieran dicho; otros explican su voto ó su abstención; otros revelan aquello que harán cuando sean ministros… (háse notado que estos últimos nunca llegan á serlo); los Ministros, que también suelen concurrir (y no lo digo precisamente por los actuales), se justifican como Dios les da á entender ante la oposición con faldas, que es la más lógica y temible, y, en fín, con estas y las otras, resulta que en casa de la Marquesa se habla todas las noches de música, de política, de literatura, de modas, de viajes, de amores, de amoríos, de caballos, de casamientos, de defunciones, de bailes, de conciertos, de patinación, de esgrima, de jurisprudencia, de medicina legal é ilegal, de tauromaquia, de llegadas, de partidas, de historias, de teatros, de la temperatura, y de todo lo nacido y demás, como dice un amigo mío.
Ahora bien; obligado yo, como lo estoy desde que se jubiló Pedro Fernández, á escribir semanalmente en el folletín de La Epoca algo que agrade á sus lectoras (que suelen serlo las damas principales y las niñas más bonitas de Madrid), y careciendo de idoneidad para tan espinoso cargo, sobre todo después de las obras maestras que el Fernández ha producido en tal género, he caido en la cuenta de que, yendo una noche por semana á casa de la Marquesa, y apuntando en un papel todo lo que allí oiga referente á los altos intereses femeninos, me encontraré con mi trabajo hecho y no tendré más que remitirlo al periódico.
Después de este prefacio, pasemos á ver á la Marquesa, y refiramos todo lo que se diga en su tertulia.
PRIMERA VISITA.
EL FÍN DEL MUNDO.—DOCE MUJERES DE CORAZÓN.
—A los piés de V., Marquesa.
—Adios, joven: ¿cómo vá?
—A la orden del día y á la orden de V.: tosiendo y adorándola.—¿Y V.? ¿cómo tan sola?
—Acaba de irse al teatro mi primera tertulia. El Vizconde está en mi cuarto escribiendo una exposición á las Cortes contra los toros, y yo, mientras, filosofaba.—Pero ¡vamos! cuénteme V… ¿Dónde tan perdido? Hace ocho días que no lo vemos…
—¡Qué sé yo, Marquesa!… ¡qué sé yo!—Una semana menos y una semana más.—La he pasado entretenido en mil cosas, y hoy no me acuerdo de ninguna…
—Conque… ¿aburrido? ¿eh?
—¡Ni tan siquiera eso! ¡Hasta el fastidio, aquel noble compañero que nunca me abandonaba, empieza á serme infiel!
—Según eso, ¿se divierte V. en el mundo?
—No, señora; me distraigo; que es lo peor que puede sucederme.—La indiferencia es el sublimado del spleen.
—¡Pobre juventud!
—No comprendo esa exclamación, Marquesa.—Esta noche vengo decidido á disputar hasta en el filo de una espada.—Perdone usted, pues, que la contradiga á cada paso…
—He dicho: ¡pobre juventud!…
—Pues bien; yo creo que esa frase no está en su lugar.
—¿Por qué?
—¡Porque ya no hay juventud! (En el mundo moderno, se entiende:—que en nuestras provincias, donde aún queda algo de la antigua sociedad, todavía tropieza uno con esos anacronismos.) Pero en la sociedad moderna; en la que nosotros frecuentamos; en esta, amiga mía, no sólo no hay ya jóvenes; pero ni muchachos, ni viejos, ni mujeres…
—¡Ave María purísima! Pues ¿qué hay?
—Hablo formal, Marquesa: ya no hay más que hombres.
—¿Qué? ¿Las mujeres de ahora?…
—¡Son hombres; como los niños, y como los viejos… y como todos los seres creados ó imaginados!—Ya no hay dioses, ni semidioses, ni héroes, ni ángeles, ni almas del otro mundo, ni brujas, ni hechiceros, ni astrólogos, ni profetas, ni santos, ni Belcebúes: ¡ya no hay más que hombres! Y, como ya no hay más que hombres, se propende lógicamente á que sólo exista un hombre repetido, es decir, á que todos los hombres sean iguales. ¡Pronto desaparecerán, pues, las variedades que quedan en la especie humana, desde los esclavos de Cuba hasta los reyes de Europa!—No diré que los sacerdotes católicos lleguen á usar con el tiempo barbas, mujer y levita, como los protestantes; pero lo que sí aseguro es que se acabarán los moros, los judíos, los chinos y hasta los negros: las razas se cruzarán, unificándose: todos vestiremos un mismo traje, y hablaremos el mismo idioma: habrá moda universal, lengua universal, cámara universal, elegida por el sufragio universal, y dinero, y comida, y costumbres, y hasta mujeres universales. Después de esto, la humanidad la tomará con los irracionales…, y Dios sabe lo que inventaremos para mejorar su suerte, para igualarlos á nosotros, para redimirlos, para emanciparlos!—¡Ah! ¡la igualdad! La igualdad es la barbarie, es el estado salvaje, es el estado animal. En algunos bosques del interior de Africa todos los séres son iguales, incluso el hombre.—Créalo V., Marquesa: la igualdad es la muerte de la actual civilización.—Bien decía Voltaire: ¡Si no hubiera Dios, sería necesario inventarlo!—Ahora bien; yo creo que se acerca otra vez el día de la justicia de ese Dios sobre la soberbia y el olvido del hombre.—Preveo el fín del mundo.
—¡Por piedad, amigo mio! ¡explíquese V. !—Bajo palabra de honor le digo, que si no estuviera acostumbrada á sus extravagancias, creería que se había V. vuelto loco.
—Es muy posible, Marquesa; y ya hablaremos de eso más adelante.—Por lo demás, mi anterior razonamiento es muy sencillo. Desde que nuestra flamante civilización se olvidó del alma; desde que todo nuestro empeño se redujo á procurar comodidades al cuerpo y sublimar nuestras facultades físicas; desde que sólo pensamos en ferro-carriles para andar más deprisa, en telégrafos para hablar más alto, en máquinas para trabajar menos, en inventos para dormir mejor, en preservativos contra el calor y el frio, y en buscar medios de comer á una misma hora langostas del mar del Norte, chirimoyas de América y nidos de golondrinas del Japón; desde que nuestras casas están tan bien amuebladas, nuestros cuerpos tan adobados, perfumados, empolvados y reteñidos, nuestros dientes tan seguros en las encías, nuestros cabellos tan inamovibles en la cabeza, nuestra seguridad individual tan garantida por la Guardia civil, y nuestro derecho al Poder tan protegido por la Constitución, los dioses se han ido… y detrás de ellos las artes… y detrás de las artes el amor… y detrás del amor las mujeres… y detrás de las mujeres los niños… y con los niños los duendes, los viejos y los santos.—¿Me comprende V. ahora?
—Algo más claro lo veo… Quiere V. significar que la civilización presente ha descuidado el corazón y la fantasía; se ha hecho materialista, y mata de hambre á los jóvenes y á los poetas, que sólo viven y pueden vivir de sentimientos y preocupaciones…
—¡Justo! La mujer se ha vuelto materialista y sabia; el niño fuma en el vientre de su madre, blasfema en la cuna y escribe contra las creencias y las supersticiones antes de llegar á la edad en que la ley le permite hacer testamento; el viejo se remoza y remienda para seguir representando algún papel en el único mundo de que tiene noticias.—¡No… no hay más poder que el del hombre, ni más gloria que la suya, ni otro criterio que la razón humana, ni otra verdad que la que nosotros nos hacemos!—De aquí la muerte de la literatura.—¡Pobre literatura! ¿Qué pueden cantar hoy los poetas sin que el público se les ría? ¿Han de cantar al hombre?—¡Cerca le anduvieron, cuando, en la agonía de su inspiración, se dedicaron por completo á la mujer!—Aludo al romanticismo.—Los románticos, que negaban sus himnos á la divinidad, hicieron un dios de cada mujer, y cifraron en ella todo lo eterno, todo lo infinito, todo lo ideal que presiente el alma.—La mujer, por su parte, agradecida á estos hombres, bebió vinagre y mascó yeso, fingió que no comía ni hacía nada prosáico, adelgazó y palideció (todo á fín de sostener en su ilusión á los poetas); pero al cabo se portó como lo que era, como una pobre criatura de barro; como Eva, nuestra primera madre; como Julia se portó con aquel amigo mío…
—¡Adelante!…
—Y los pobres románticos quedáronse tan corridos y avergonzados, que, ó se metieron á neo-católicos, ó se pegaron un tiro.—En cuanto á la Novela, se dedicó á divinizar á las modistas y á las cómicas.—La pintura, la escultura y la arquitectura (las dos últimas especialmente) cesaron en sus funciones.—E hicieron bien… ¿Qué Dios, qué mito, qué héroe, qué fé, qué alteza habían de simbolizar en estos tiempos constitucionales? ¿Era cosa de erigir estatuas y templos á los economistas de frac azul, á los filántropos de bata, á los ingenieros vestidos á la inglesa?—¡Ah! señora… ¡yo disculpo á las pobres mujeres que, para luchar con esos impíos, con esos iconoclastas…, digo mal…, con esos adoradores de sí propios, se han creido en la precisión de imitarlos, de hacerse lógicas y positivistas, de masculinizarse (verbo nuevo), y de aspirar á tener voto en Cortes y sillones en las Academias! ¡Yo disculpo á los niños que, careciendo de juguetes y de temores, se meten á políticos y á filósofos! ¡Yo disculpo á esos viejos…—Pero aquí sale el Vizconde.
—¡Oh! de seguro no opinará como V…
—¿De qué se trata?—Buenas noches, amigo mío.
—Es muy sencillo, señor Vizconde. Decía yo á la Marquesa, ó pensaba venir á parar á probarle, que en la sociedad española (hablo de la sociedad inteligente, que forma las modas y las costumbres, de la sociedad de todas las aristocracias, de la sociedad de los sabios, los nobles, los políticos, los poetas y los banqueros) hacen mucha falta doce mujeres de corazón.
—¡Doce hombres, querrá V. decir!…
—¡Eh! ¡no sea V. polaco! Hablábamos formalmente.—Yo creo que esas doce mujeres son más necesarias, y harían mucho más bien, que esos doce hombres. Ellas resucitarían las ideas de gloria, de amor y de heroismo. Ellas ensancharían el mezquino horizonte de la bolsa y de la política, en que hoy se asfixia toda idea santa y generosa. Ellas protestarían contra el descreimiento general, rehabilitarían el sentimiento, enardecerían la fé, resucitarían el entusiasmo, ennoblecerían la lid, en una palabra; y, de las emboscadas alevosas y torpes escaramuzas de los pasillos del Congreso ó de los teatros, harían magníficos torneos en que la inteligencia fuera la espada, la hermosura el premio del vencedor, y Dios y sus verdades eternas el tema constante de la gloriosa pugna!
—¡Delirios de poeta, joven incauto!—exclamó el Vizconde.
—¡No tan delirios! (respondió la Marquesa). Pero, en fín, dejémoslo. Oigo crugido de faldas en el salón, y no es cosa de que reciba usted esta noche un voto de censura de las mujeres que tenemos…, buenas ó malas.
—¡Oh… magníficas, Marquesa!… ¡son magníficas! ¡En medio de todo, cuanto peores me gustan más! Las mujeres son como el queso: hasta que se echa á perder, no agrada á les connaisseurs…
—¡Ah, libertino!…—Mas ¿qué veo?
—Buenas noches…
—¡Oh! generala, ¿cómo va?
—Bien, Marquesa…
—Matilde, Pepita… ¡Gracias á Dios que parecéis por aquí!…—Ya sé que os divertís mucho…
—¡Oh! tres noches nada más en toda la semana pasada.
—Diga V. que no, Marquesa: que las siete noches han tenido función.
—¿Cómo, mamá?
—¡Justo!—Verá V.—El lunes…………
SEGUNDA VISITA.
DEL LUJO.—BAILE EN CASA DE LA SEÑORA CONDESA DEL MONTIJO.
—Cuando V. S. guste…
—Vamos… Vamos á comer.
—Buenas noches.
—¡Bonita hora de venir, señor folletinista!
—Ello es que llego á tiempo…
—Sí; por una casualidad… ¡Todos los pícaros tienen Vds. suerte!—En fín… Dé V. el brazo á Manuela.—Vamos, Barón.
—Dígame V., Manolita: ¿qué ha sucedido aquí, que los encuentro á Vds. tan acalorados? Desde el recibimiento creí oir aplausos, y protestas, y hasta pedir la palabra como en el Congreso.
—¡Justamente! Acabamos de celebrar toda una sesión de Cortes. ¡Se han pronunciado magníficos discursos!
—Supongo que serían contra el Gobierno…
—¡Hola! se alarma el principiante de o’donnellista…
—¡Oh! no, Marquesa… Ya sabe V. que soy ecléctico.
—Entonces, va V. á darme la razón.
—A su lado de V. es difícil tenerla.
—¡Adulador!—Siéntese V. aquí, junto á Manolita.—Vizconde, V. á mi lado.—¡Usted, Barón, que me hacía la contra, á la izquierda, en la Montaña!—Pues verá V., señor poeta, la que se ha perdido. Hemos hablado de economía política, de Bellas artes, del lujo, del derecho al trabajo…, y, por último, de la inmortalidad del alma!
—Entre personas lógicas, toda discusión va á parar á eso.—Veamos ahora el tema primitivo…
—Principiamos por el lujo.—El Barón, que, como V. sabe, es progresista, tronaba contra él.
—¡Tronaba contra él, y al mismo tiempo abogaba por el progreso del arte y la industria!—añadió el Vizconde.
—¡Es decir, que aumentaba la mercancía y suprimía los consumidores!—concluyó la Marquesa.
—¡Cómo, señora!—exclamó el Barón.
—¡Nada! Progresando, progresando…, quería V. volvernos al estado natural.
—¡Señores! ¡yo he dicho eso?
—Lo decía V. en el mero hecho de combatir el lujo (replicó la Marquesa); y yo le he contestado que sin grandes capitales no puede haber armonía social. Nivele V. la riqueza, y Samper y Pizzala están demás en el mundo. Nivele V. la condición de los hombres, y se acabaron las artes, las ciencias y la literatura.—Para que haya Pasmos de Sicilia (por ejemplo), es menester un capitalista, amante del lujo, que pueda pagar á Rafael Sancio el trabajo de muchos meses, y varios obreros, rudos y pobres, que saquen los colores de las entrañas de la tierra, tejan el lienzo y siembren el lino, en tanto que el artista viaja estudiando Museos.—Las artes y el lujo son inseparables.—Aristocracia y sabiduría significan una misma cosa.—Y es justo: ¡Antes de que la sociedad desnivelase las fortunas, Dios había desnivelado las inteligencias!—El tonto será siempre precursor del pobre. Hacer la guerra á los ricos, es hacérsela á los necesitados.—Elija V. entre estas teorías y las del comunismo.—Ahora, si V. me pide el derecho de todos á todo…, eso es otra cosa. ¡Cuente V. conmigo contra los privilegios artificiales!
—¡Bravo, Marquesa!—exclamaron todos los convidados.
—¡Pero es que irritan (dijo el Barón) esos alardes de lujo, esas fiestas esplendorosas, esos trenes, esos palacios…!
—¡Dale! ¡V. quiere volvernos al estado natural!—Amigo barón: los trenes, las fiestas y los palacios son la riqueza de las clases trabajadoras. El magnate no come ocho veces al día. De todas sus riquezas apenas consume lo que su criado de V.—El resto es para la industria, para el comercio, para los artistas, para los menestrales.—Cada baile de esos que exaltan la bilis del liberal irreflexivo, llena de oro el bolsillo de los guanteros, de las modistas, de los sastres, de los tapiceros, de los cazadores, de los pescadores, de los confiteros, de los perfumistas… ¡Qué sé yo!—¡La función es para ellos!—Al cabo de la noche, V., que ha dado el baile, se halla con menos dinero en el bolsillo, fatigado de atender á todo el mundo y muerto de sueño, mientras que el comerciante se despierta muy gordo y colorado, y le cuenta á su costilla el gran negocio que hicieron el día anterior á costa de V.
—Señora: el Sr. Morón está en la sala.
—Que pase aquí.
—Siento haber comido fenomenal Marquesa…
—Lo creo… lo creo, Sr. D. Fermín; pues, según deciamos hace poco, no bastan todas las riquezas del mundo para comprar la dicha de comer dos veces seguidas.
Suspendida aquí la discusión, la Marquesa dijo, levantándose:
—Tomemos café, y entremos en la orden del día.—El folletinista de La Época tiene la palabra para describirnos el baile que dió anoche la condesa del Montijo.
—En efecto… (añadió Dolores), esa es la cuestión del día. Hoy no se habla de otra cosa en Madrid…
—¡Oh! Marquesa… ¿En qué berengenal me mete V.? Yo soy incompetente…
—¡Es absolutamente necesario! Fernando Pérez (ó sea Juan Valera), el folletinista de El Estado, nos ha remitido á V.—Conque así…
—¡Oh! ¡Fernando Pérez!… ¡Él me la pagará!—En cuanto á mí, Marquesa, ya se lo dije á V. el otro día; yo soy demasiado salvaje para hablar de ciertas cosas. Es más; yo no podría acercarme al bello sexo para estudiar sus toilettes, sin correr grave riesgo de enamorarme.—Luego, yo abomino la política de nombres propios, ó sea aquello de «La señorita de X llevaba… La baronesa de J. parecía… La señora de H. tenía puesto…»—¡Yo estoy por los principios!—Sin embargo, recordaré algunos pormayores (no pormenores), ya que Vds. lo desean.
El primero y principal, es la exquisita finura con que la Condesa del Montijo… etc., etc., etcétera… (Pongan Vds. aquí todas las generales de la ley.)—Lo segundo que recuerdo es aquella casa, donde el lujo y la moda están maravillosamente armonizados con el arte; donde el buen gusto brilla tanto, que eclipsa los mármoles y el oro, y donde la elegancia corre parejas con las antigüedades históricas. La Galería árabe, que se estrenó aquella noche, me trasportó á mi Granada. Allí, entre aéreas columnas, entre flores y cristales, á la luz de lámparas moriscas, viendo por un lado el cielo salpicado de estrellas, y por otro los espléndidos salones, salpicados de astros de hermosura, soñé con la Alhambra de otros días, con Andalucía y con Oriente, con Zulemas y Zoraidas, con los cuentos de las Mil y una noches y con las visiones de mi adolescencia.
—Al orden, señor folletinista…
—¡Tiene V. razón, Marquesa! ¡Estamos en Madrid!—Pues bien: hasta como madrileño, puedo referir prodigios de aquel inolvidable sarao.—¡V. las conoce! ¡V. las habrá visto reunidas muchas veces!…—Hablo de esas cien beldades, de quince á cuarenta años por cabeza, que se mueven juntas, como los sistemas solares, ó como las golondrinas cuando viajan, y que contemplamos, ora en el Teatro Real, ora en los salones de los condes de Galen, ya en los de Osma, ya en la Embajada de Rusia, ya en la Fuente Castellana…
¡Todas, todas estaban allí! Luceros, estrellas, planetas, satélites, constelaciones (ó sea familias de ángeles), nebulosas (ó sea mujeres incomprensibles), la Estrella Polar (ó sea la dama de las bellas perlas, oriunda del Norte…), la noble é indomable Vesta; el Lucero del Alba; Héspero, ó sea la enlutada y melancólica estrella de la tarde; la irresistible Venus, y otros muchos astros que fuera prolijo nombrar. Porque allí estaban (como ha dicho muy profundamente Fernando Pérez), las señoras de A. E. I. O. U. y las señoritas de B. C. D. F. G. H. J. K. L. LL. M. N. Ñ. P. Q. R. S. T. V. X. Y. Z., entre las cuales las había bellas, hermosas, bonitas, interesantes, esbeltas, lánguidas, distinguidas, elegantísimas, rubias, morenas, graciosas, discretas, dulces y saladas (por lo que aconsejo á cada una que se apodere del adjetivo que le corresponda). Allí estaban, por último (pasando á terreno más ingrato), todas las condecoraciones de Europa, la mitad de los títulos de Castilla, la tercera parte de los ministros y ex-ministros de la Corona, algo de las Letras y de las Artes, toda la Diplomacia, mucho del Ejército de mar y tierra, no pocos diputados, el suficiente número de pollos, y una respetable cámara alta de mamás.—Ahí tienen Vds. aquella fiesta inolvidable, aquella noche semi-oriental, semi-parisién, aquellas horas dulcísimas, cuya desaparición lloraríamos con lágrimas de sangre, si de la amabilidad de la Condesa no nos prometiésemos otras muy parecidas.—¡Allá voy, Barón!—Perdone V., Marquesa; me llaman para jugar al tresillo.
TERCERA VISITA.
FEBRERO LOCO.—LA RIFA DE LA INCLUSA. LA ABOLICIÓN DEL DINERO.
—Se lo anuncié á V., Marquesa: ¡estamos perdidos! Febrero no lloró al subir al poder después de la muerte de su padre el viejo Enero, y ha concluido por volverse loco.—Dice el proverbio valenciano: Si la Candelaria plora, el inverno fora; y si non plora, ni dins ni fora… Ahora bien: el día de la Candelaria no llovió, y, desde entonces, el termómetro y el barómetro han perdido el juicio. Cada veinticuatro horas nieva, llueve, está raso, hace calor, hiela, silba el viento y pica tanto el sol que busca la sombra el perro.—Demos un adios, por consiguiente, á la Fuente Castellana, al Retiro, al Prado, á la montaña del Príncipe Pío y á la cuesta de la Vega…
—Pero ¿qué tiempo hace esta noche?
—Ahora nieva, si hay que nevar. ¡No parece sino que allá en el cielo nuestros patronos los Bienaventurados van á emigrar por causas políticas, según la prisa que se dan á romper cartas y memoriales! El aire y la tierra están cuajados de pedacitos de papel…
—¡Qué fastidio!
—¡Oh!… Vizconde… ¡todo lo ve V. de la misma manera! ¿Hay nada más delicioso que un día de nieve?
—¡Cómo, Marquesa! (exclamó el Barón, que entraba en aquel momento). Una dama tan filantrópica como V., que defiende á capa y espada la Rifa de la Inclusa, y está medio ofendida porque no le han dado á regentar en ella una tienda de juguetes, ¿verá con gusto estos horribles días en que el pobre no trabaja ni encuentra pan, en que el viajero pierde el camino y se hiela, y en que los niños que no tienen zapatos pisan una alfombra… que les ulcera los sabañones?…
—¡Calló el polaco y empezó el progresista!—¡Ah, señores: son Vds. insoportables con su cosa-pública! La nieve, la Rifa, la temperatura, todo lo convierten en artículos de fondo…—Venga V. en mi ayuda, señor folletinista, y sáqueme V. de este atolladero.
—Seré breve, Marquesa; pues sabe V. que me aguardan.—Todos tienen Vds. razón. La Rifa de la Inclusa, los perjuicios que la nieve causa á las clases pobres, y la imposibilidad de pasear en estos días, ofrecen sus contras y sus ventajas…
—Esa es una salida de unión-liberal; quiero decir, pastelera… Pero, en fín… hable V., principiando por la Rifa.
—La Rifa, Marquesa, es la diablura más santa que se ha podido inventar;—y perdóneme V. la frase.
—¡Oh! no se la perdono… Al contrario: pido que se escriban esas palabras.
—Las explicaré. Es ya una santa diablura el que las damas más elegantes y más hermosas de Madrid se sitúen la Semana Santa en las puertas de los templos, armadas de sus mantillas españolas, de sus dientes de azúcar de pilón y de sus ojos de miel negra, nos cierren el paso á los buenos católicos que vamos andando las Estaciones sin acordarnos de ustedes (por no quebrantar la vigilia ni áun con el pensamiento), y nos digan con voz de ángeles caidos:—Señorito, una limosna por el AMOR… de… Dios…—Pero es todavía más santo y más diabólico el que esas mismas irresistibles misioneras se pongan sus más caseros y peligrosos trajes, se vayan al ex-convento de la Trinidad, tomen á su cargo una tienda, se coloquen detrás del mostrador y empleen en contra de sus mejores amigos aquella fatal li teratura de: No puedo darlo más barato… No lo encontrará V. por el mismo precio… ¿Qué quisiera yo sino vender?… Me cuesta más… Uno igual se ha llevado el Embajador de Andorra, etc., etc.—¡Reconózcalo V., Marquesa! Esto es santo por el fín; pero diabólico por los medios.—¡Yo lo confieso! Por regatear con la Duquesa de… (iba á decir de tres estrellas, y me parece poco)… con la Duquesa de todas las estrellas, me dejaría en su tienda, no sólo el dinero, sino el bastón y hasta la ropa. Pues por jugar á la lotería con la Marquesa de X… ó con la Condesa de Z… ¡no digo nada los sacrificios que pueden hacerse!—Perdone mi amigo Hazañas; pero en las loterías de la Trinidad hay premios más gordos que en las que él dirige.—¡Y cuenta que en la Trinidad sólo se juega á la primitiva!—Por eso sin duda inventaron nuestros padres aquel cantar:
Si quieres que te toque
la lotería,
juega con el lotero
siquiera un día.
—Si le parece á V., podemos pasar á lo de la nieve…
—Con mucho gusto.—He aquí mi tesis, contenida en otro cantar: si la nieve es mala para los pobres,
la culpa tiene el dinero.
Y, á propósito; debo manifestar á Vds. una gran idea económica que se me ocurrió el otro día.—Saben Vds. cuánto hablan hoy en favor de la moneda los mismos poetas y filósofos que antes la llamaban vil metal. Saben Vds. también los conflictos que diariamente surgen en España y en otros paises por falta de metálico y abundancia de papel. Saben Vds., en fín, que todos los economistas convienen en que la supresión del dinero sonante traería consigo la ruina de la sociedad… Pues bien; yo he encontrado un medio de abolir la moneda, dejando á la sociedad en el mismo estado en que se halla.
—Apelará V. al crédito…
—No señor. Eso es el papel.
—Al cambio de objetos, como en los tiempos patriarcales…
—Tampoco.
—Pues, ¿de qué manera?
—Contrayendo deudas y no pagándolas…—No se rían Vds., ni se indignen contra mi proposición; que en ella no hay broma ni cinismo.—Sería una medida general.—Nadie le paga á nadie.—Yo, por ejemplo, no le pagaría al maestro de coches: el maestro de coches tomaría un palco en la Zarzuela y lo dejaría á deber: la empresa de la Zarzuela ajustaría cantantes y no les daría un maravedí: los cantantes comerían en la fonda, y dirían ¡vuelvo!: el fondista haría lo mismo con el carnicero, el pescadero, el cazador y el hortelano: el hortelano tomaría fiado en la tahona: el tahonero debería el trigo al labrador: el labrador no llevaría la renta al propietario: el propietario no pagaría las contribuciones, y el Gobierno le debería á todo el mundo!—Y, á propósito del Gobierno: de esta manera, no habiendo oro, plata, cobre, billetes de banco ni papel del Estado, resultaría que todos los ministros serían sumamente morales, á no ser que se dedicaran á robar cuadros y alhajas, cosa que ni siquiera puede imaginarse, sobre todo en nuestra hidalga nación.—Por lo demás, ya no habría jugadores, ni monederos falsos, ni multas, ni depósito exigido por la ley de imprenta, ni amor vendido por esas calles…
—Está V. disparatando…
—Pues lo peor es que me marcho ahora mismo al Teatro Real. Son las nueve y media…
—¿Qué dan esta noche?
—Esta noche se da una función á beneficio de los pobres, á petición de la Junta de Damas de honor y mérito. Se cantan dos actos de Hernani, un duo del Otello, y no sé qué más, y el teatro estará brillantísimo, pues las susodichas loteras hacen esta noche el papel de revendedoras.—¡Cuando les digo á Vds. que ya no hay más que hombres!
—V. no sabe lo que se dice, ni lo que hay.
—¡Vaya si lo sé!—Conque… muy buenas noches!
—¡Eh! ¡Muchacho!… ¡despierta!—¡Al Teatro Real!
CUARTA VISITA.
LA PRIMAVERA DE LAS VIOLETAS.—NECROLOGÍA.
—¡Alabado sea Dios, Marquesa!
—Por siempre sea bendito y alabado, señor folletinista.—¿Cómo va?
—Hoy no soy folletinista. Llámeme usted poeta.
—Pues ¿qué hay?
—Que el día de hoy ha sido para mí tan grato como solemne. Vengo con el alma llena de poesía…
—¡Oh! y con las manos llenas de violetas…—¿Qué le ha sucedido á V.?
—No ha sido á mí solamente: ha sido á España entera.
—¿Cómo? ¿Hemos tomado á Hué? ¿Hemos vencido á Benisidel? ¿Somos dueños de Vera-Cruz? ¿Ha parecido el Lozoya? ¿Se ha hundido Gibraltar?
—¡No se trata de eso! Mi poesía de hoy es puramente bucólica. Si V. madrugara, ó pasease por las tardes, ya me habría comprendido.—Empiece V. por aceptar unas violetas que he cojido esta mañana en Aranjuez.—¡Ah, Marquesa!… ¡Qué hermoso día ha hecho hoy!
—¿Y es eso todo?
—Sí, amiga mía. ¡Voilá tout!—Hoy ha empezado la primavera de las violetas. Esta mañana á las siete apareció el sol en un cielo limpio de nieblas; el aire tembló alborozado al sentir su cariñosa llama; las aves, enronquecidas por el frío, templaron sus instrumentos y preludiaron el primer canto de amor. Yo me desperté súbitamente, inundado de una inefable dicha, y deseé pasear por el campo, como si estuviéramos en Junio. ¡El grito de resurrección de la Tierra había resonado en mi alma!
—Creo que V. delira, ó, por mejor decir, que efectivamente hoy se ha levantado V. poeta. Yo no he notado nada de lo que V. dice; y, por lo demás, creo que hoy nos hallamos tan en pleno invierno como ayer.
—¡Oh, no, Marquesa! no me equivoco. Yo bien sé que el invierno volverá; que tendremos todavía nieves y lluvias, vientos y nublados; pero la naturaleza ha resucitado ya. La primavera precursora, la pequeña primavera, la primavera de las violetas, ha llegado á Madrid esta mañana.
—Pero ¿qué primavera es esa?
—Yo se lo diré á V.—Entre los últimos hielos del solsticio de invierno y las primeras lluvias del equinoccio, hay quince días risueños, apacibles, esplendentes, que no tienen otro objeto que hacer brotar de la escarcha las primeras flores del año, ó sea las flores de almendro y las violetas. Pero las flores de almendro se hielan por lo regular á poco de abrir, mientras que las violetas perfuman el templo que ha de habitar Flora pocos días después.—Estas dos semanas de sol y eflorescencia son un paréntesis en el invierno, una isla afortunada en medio de un océano furioso, un oásis enclavado en las arenas. También puede decirse que son un preludio, un aviso, una alborada, un arco-iris que anuncia la felicidad á la naturaleza, ó, lo que es más claro, son el primer antojo, el primer capricho, la primera monada de la creación, que se siente preñada de frutos y de flores, de fragancias y de armonías.—Pero me ocurre otra comparación más propia: la primavera de las violetas se parece á los últimos quince días en que las adolescentes llevan pantalones; á esos quince días en que se las ve pensativas y ruborizadas, con el infinito en los ojos, con el corazón de mujer y con los piés á palo seco…—No he dicho con los piés de niña, porque eso le sucede á V. todavía…
—¡Y ya hace tiempo que estoy vestida de largo! ¡Ay!… ¡Pronto cumpliré el medio siglo!
—Nadie lo diría, Marquesa…
—¡Adulador!—¡Vamos! continúe V.
—Pues bien, señora; esa primavera ha principiado. Los cinco y siete grados bajo cero que nos ha regalado Boreas durante el difunto Januario, pertenecen ya á la historia: el estanque del Retiro, el baño de la Elefanta y las charcas del camino de Vicálvaro se han deshelado completamente; los patines y los chanclos de goma han caido en desuso; el sol hace cacarear á las gallinas y desentumece las yemas de algunos árboles; el aire ha adquirido elasticidad y aromas; los gorriones empiezan á hacer de las suyas en los campanarios, mientras que los fieros infanzones de la gatomaquia firman una paz honrosa á la sombra de las chimeneas. ¡Toda la naturaleza, en fín, principia hoy una nueva jornada de vida y reproducción.—¡Ah! Cualquier idea de muerte ó de aniquilamiento parecería ya una pesadilla ó un cuento de Hoffman. ¡Creese un absurdo eso de morir, cuando todo se conmueve y resucita!—Ni ¿cuál será el arbol seco, cuál el corazón gastado que permanezca aterido cuando llueven del cielo promesas de amor y placidísimas esperanzas?—Por el contrario: ¡es tan grato dejar la capa umbrosa y tétrica, atacarse el pantalón de lana dulce, desabotonarse la levita de primavera, calzarse el guante de medio color y dar cuatro vueltas por el paseo de las Estatuas! ¡Es tan dulce comprar flores, comer fresa, revolcarse en los trigos, leer á la sombra de un árbol, fumar en Chamberí hablando con un amigo, tirar á la pistola en la Fuente Castellana, almorzar en la Alameda de Osuna, escribir versos en la Montaña del Príncipe Pío, tomar leche en la Casa de Campo! ¡Es tan hermoso vivir, andar, correr, dar brincos como un corzo, estirarse como un D. Frutos, bailar si llega la mano, armar camorras si nos dan pié, y disputar si nos buscan la boca!—¡Ah, pesimistas! ¡Levantaos á las ocho de cualquiera de estas mañanas de Febrero, salid al campo, dejad por una hora ese aire que os asfixia á fuerza de suspirarlo siempre; mirad á los cielos y á la tierra…, y la paz y la mansedumbre bajarán á vuestro corazón! ¡Mirad esos árboles que pasan sin hojas todo un invierno, y que no por eso desesperan, sino que aguardan confiados la hora de su resurrección!—¡Insensatos! ¡Aprended filosofía en esos alcornoques!
—Usted se entenderá, amigo mío. Yo desconozco á V. esta noche.
—¡Mi reino no es de este mundo, amiga mía!—Pero, á propósito del otro mundo: tengo una tristísima noticia que dar á Vds. ¿Saben Vds. quién ha muerto en Lima á los diez días de llegar?
—¿Quién?
—El Labi.
—¡El Labi!
—Sí, señores…; el Labi…, aquel torero empírico, aquel gran poeta, aquel político consumado. ¡Y la ingrata prensa no ha escrito su necrología!—El Labi fué uno de los españoles más españoles que ha producido España. El fué quien exclamó en Bayona, enojado de los sarcasmos que le dirigían algunos franceses: «¡Yo desprecio á Vds. y á todos los extranjeros que hay aquí!» El fué quien, en un convite célebre, improvisó aquellos versos:
Un hombre bien comido, bien bebido y bien querido,
Se mete en la cama y se queda dormido.
¡El fué quien se hizo querer de una famosa criatura «por lo bruto y lo solificante que era»(fueron sus palabras!) ¡El, quien pisó sombras y se lavó con ponjas! ¡El, quien citó á un bicho de la ganadería de cierto canónigo, diciéndole: ¡Embiste, presbítero! ¡El, quien brindó en Bayona, dirigiéndose al Prefecto, antes de matar un toro: ¡Por VOUS, por la mujer de VOUS, por los amigos de VOUS, y por el VOUS de todos los franceses! ¡El fué, en fín, quien en Julio de 1856 acompañó á Espartero en su paseo póstumo por las calles de Madrid, y le dió en la del Prado famosísimos consejos, que hacen olvidar los de D. Quijote á Sancho!—¡Ah! este hombre (Manuel Diaz (a) Labi) conoció que no cabía en la caduca Europa, y partió á la virgen América en busca de nuevos horizontes.—¡Ha muerto; sí!… Pero de él puede decirse lo que Chateaubriand dijo de Napoleón:—«Ninguna estrella ha faltado á su destino: la mitad del cielo alumbró su cuna, y la otra mitad ilumina su sepulcro.»—¡Dios le tenga en su gloria!
—¿La señora ha llamado?
—El té.
—Aquí tenemos al Barón…
—¿De dónde tan tarde?
—Vengo del Príncipe, de ver el drama nuevo.
—¿Y qué tal?
QUINTA VISITA.
UNA TARDE DE SOL.
—¡Confiese V., querida Marquesa, que soy el primer barómetro de Madrid! Hace ocho días, cuando aún se helaban hasta las conjeturas, y el cielo y la tierra estaban llenos de agua, anuncié á V. repentinamente que acababa de empezar la primavera médica, ó sea la primavera de las violetas, como yo insisto en llamarla. Mi pronóstico se ha cumplido. ¡Qué días tan hermosos están haciendo! ¡Qué tardes tan divinas! ¡Cuánta luz, cuánto oxígeno, cuánta electricidad en el aire! ¡Qué Retiro y qué Fuente Castellana! ¡Qué océano de luz aquel, y qué peces tan bonitos los del tal océano! ¡Y vaya si los peces tienen conchas y escamas!—¡Oh!… ¡Qué dulce es vivir cuando hace sol!… Me acuerdo de que, á los diez y ocho años, exclamaba yo siempre en ocasiones semejantes: «¡Hermoso día para ser amado y tener mucho dinero!»
—¡Oh primavera, juventud del año!… ¡Juventud, primavera de la vida!—murmuró el Vizconde.
—Decía bien ese poeta.—En cuanto á mí, puedo asegurarle á V. que esta tarde miraba los árboles de la Castellana, esperando á cada momento verlos cubrirse de flores. ¡Tanta era la vida que irradiaba el sol sobre la tierra!—Y, si he de decirle á V. toda la verdad, llegó á tal punto mi plétora de sávia, de amor y de entusiasmo, que me parecía que yo mismo iba á cubrirme de hojas y á echar ramas como un alcornoque.—Ni era yo solo el que se abandonaba así á las complacencias de su ser, á la dicha de haber nacido, al orgullo de no haber muerto.—Una hermosa extranjera, que en bailes y conciertos representa gloriosamente á su remoto país, le decía la otra noche á un legislador, no sé si senador ó diputado:—«¡Oh, qué sol el de Madrid! ¡No comprendo cómo pasan Vds. la tarde en la triste atmósfera de una cámara, hablando de ruines intereses humanos, de jurisprudencia ó de economía política, en vez de disfrutar estos hermosos días, y ver un cielo tan infinito, y recibir los halagos de un sol tan cariñoso!»—«¡Ah, señora!… (contestó el hombre de Estado:) V. es del Norte y le da valor á eso: nosotros los españoles hemos llegado á cansarnos de tanto sol, y hay días en que no sabemos qué hacer con él!»—De aquí, Marquesa, concluyo yo que, si el sol se exportara, seríamos la primera nación comercial de Europa…—Pero son las ocho… Perdóneme V.: me voy al teatro.
—¿A cuál?
—Al Circo; á oir á Matilde Díez en Amor de Madre y en La Sociedad de los trece.
—Pues no tiene V. que correr. Hasta las nueve y media no empieza Matilde. Antes dan una piececita…
—Según eso, Vizconde, V. ha estado ya en el Circo…
—Sí: fuí el sábado con el Barón.
—¿Y qué tal Matilde Díez?
SEXTA VISITA.
CUMPLEAÑOS DE LA MARQUESA.—UN PERIÓDICO REDACTADO POR MUJERES.—EXCELENCIAS DEL «GIGOTE».—CONCIERTO EN CASA DE LA CONDESA DEL MONTIJO.—MESA REVUELTA. VERDADERO VALOR DE 30.000.000 DE DUROS.—EL PROFETA EN SU TIERRA.
—¡Perdón, Marquesa, perdón!
—¡Quítese V. de mi vista!
—¡Marquesa, le juro á V…!
—Va V. á perjurar.—¡Cómo! Prometernos ir á la quinta y no parecer por allí!… Quisiéramos saber qué poderosas razones le han asistido para ello…
—Voy á decirlas.
—¡Que no hable!
—¡No hay palabra!
—¡Que se le juzgue sin formación de causa!…
—Pues bien: espero mi castigo.
—Ya lo lleva V. en el mismo pecado. Hemos pasado un día delicioso: hemos bailado, cantado, jugado al tute… En fín, no nos hemos acordado de V.
—¡Ah! Matilde… Ese es demasiado rigor.
—Pues hay más: Morón ha pronunciado un discurso; Güell y Renté ha improvisado un coro; el Barón ha hecho juegos de manos; Fernando Pérez ha recitado versos, y nosotras lo hemos coronado de violetas…
—¡Ah traidor! ¡Después de lo que ha dicho de la Marquesa en su Revista de El Estado!
—¡Cómo! ¿Qué ha dicho?
—No puedo contarlo.—Vds. me han retirado el uso de la palabra.
—¡Ah! V. quiere indisponernos. ¡Pues sepa V. que Fernando Pérez me ama, á pesar de mis sesenta años!
—¿Cómo, Marquesa? ¿V. tiene sesenta años?
—¡Sesenta años de relój! Hoy los he cumplido…—Hasta aquí me he estado quitando diez.
—¡Y los ha celebrado V. con un día de campo! ¡Qué magnanimidad!
—¡Justo!—Gradúe V. ahora toda la extensión de su desaire.
—¡Oh! estoy desesperado… ¡Castíguenme ustedes, por compasión!
—¡Sí: que se le castigue! Obliguémosle á escribir en La Epoca un artículo en que proclame todo lo que convenga á nuestros intereses.
—¡Ah! señoras!… Respeten Vds. el ente moral periódico…
—¡No hay escape! Apunte V. en su cartera.—Primeramente…
—Primeramente (repitió Matilde), diga usted que todos los hombres son unos necios…
—¡Señorita, respete V. las instituciones! ¡Yo no puedo decir eso!
—Diga V. que no nos gusta que lleven el pantalón tan ancho…
—Que, con crinolina y todo, valemos más que ellos…
—Que es una impertinencia eso de dejar de bailar tan luego como echan bigote.
—Que es una majadería… un insulto… un desacato… una…
—Señoras: ¡Por lo más sagrado! ¿Cómo he de decir yo eso? ¡Perezca la nación…; pero sálvense los principios!
—Diga V. que el gigote de casa de Riquelme es la ambrosía del siglo XIX…
—¡Que no vamos allí por Vds., sino por el gigote!
—Y dígalo de esta manera:
Máscara, para mí dulce y sabrosa
más que el «gigote» del festín ajeno…
—¡Ah! si estuviera aquí Fernando Pérez, pediría la palabra para defender á una ausente!… Ya sabemos quien es esa máscara.
—¡No ha habido ofensa! Sólo ha habido alusión… Y, á propósito: diga V. en La Época que ya es tiempo de que acaben los hombres necesarios en política y las mujeres necesarias en amor…—¡No más ídolos! ¡No más fetichismo! ¡No más señorita B. y señorita H.!
—¡Yo no puedo decir eso en un periódico ministerial!…
—Pues diga V. al Gobierno que ya es hora de desamortizar á las mujeres…
—¡Cuidado con el fiscal, señoras!
—Que no queremos residir en manos muertas…
—Matilde, en nombre del concilio de Trento, le quito á V. la palabra.
—Que estamos cansadas de ser bienes de propios.
—Eso no es exacto. Yo sé de algunas que son males de ajenos.
—Que queremos que se nos devuelvan las garantías constitucionales.
—Señoras, la constitución de Vds. no ofrece garantías…
—¡Ofrece algo más! Nosotras fuimos las primeras en ejercer el derecho de insurrección.—Eva fué vicalvarista…
—¡Vds. van á lograr que denuncien á La Época!
—¡Abajo los hombres! ¡Guerra al sexo barbudo! ¡Muera el pantalón!
—¡Pedimos que las elecciones se hagan con entera independencia!
—El mal está en Vds., que nunca eligen al candidato natural.
—¡La culpa es de nuestros padres, que nos niegan el dote, siempre que tratamos de hacer nuestro gusto!
—¡Pedimos que se rectifiquen las listas electorales, y que se nos dé voto en Cortes!
—¡Que se nos haga á un mismo tiempo electoras y elegibles, como lo son Vds.!
—¡Que nos regalen turrón á las pobres, á fín de que podamos casarnos con quien nos parezca!
—¡Que se den á nuestro sexo tres carteras en cada combinación ministerial!
—La de Estado, á fín de oirlo todo…
—¡No! la de Gracia y Justicia, para ver.
—Mejor es la de Guerra, para tocar.
—Yo quiero la de Gobernación, para oler.
—Pues yo prefiero la de Hacienda, para gustar.
—Faltan dos sentidos para la de Marina y la de Fomento.
—Decía bien Fernando Pérez la otra noche: necesitamos más sentidos.
—¡Non bastan cinque!
—El de Fomento y el de Marina pueden reducirse á uno solo…
—¡Se suspende esta discusión!
—Pues pasemos á otro asunto. Diga V. en La Epoca que nosotras cuatro somos las muchachas más bonitas de Madrid…
—Las más elegantes…
—Las más graciosas…
—¡Misericordia! Me sacarán los ojos las demás.
—Usted no lo dice por todas las demás: V. lo dice solamente por el Angel de la aureola.
—¡Que se escriban esas palabras!—Yo no conozco á ningún angel.
—El Angel de la aureola es una niña que lleva al rededor de la frente un cerco de cabellos de oro, como la luna en el estío.—Son palabras de V. en cierto folletín.
—Lunaque nocturnos alta regebat equos.
—Seamos formales: de lo que debe V. hablar largamente en su artículo es del concierto que hubo el jueves en casa de la condesa del Montijo.
—Eso es entrar en razón. ¡Diré todo lo que ustedes quieran, y todo me parecerá poco!
—Pues bien: describa V. en primer lugar el aspecto fantástico de aquella galería, en el instante supremo en que la señora de Prendergast cantaba el aria de Norma. Dibújela V. tan hermosa y sublime como estaba sobre el estrado que sostenía el piano: elogie V. su dulce y melodiosa voz, su inspirada actitud, su exquisito sentimiento, y sobre todo aquella expresiva fisonomía que tanto hablaba al corazón.—Las paredes cubiertas de enredaderas, las columnas árabes, los agimeces, las lámparas morunas, las flores, la brillante concurrencia, la hermosura y elegancia de las coristas, la afinación y el gusto con que cantaron el coro de la Casta diva y el de la Sonnámbula, y, por último, lo bien que acompañaron y dirigieron los Sres. Inzenga é Iradier, son cosas…, digo personas…, digo…
—¡Bien por Matilde! ¡Eso se llama dirigir un periódico! Me ha dado V. el artículo hecho.
—Además, puede añadir algunas pinceladas que retraten á sus beldades favoritas…, la discreción de la una, la gracia de la otra, el talento de ésta, la impenetrabilidad de aquella…
—¡No!… ¡no!… ¡nada de personalidades!
—¡Pues bien! hable V. entonces del baile que en aquel mismo edén se dió el domingo.
—Eso es otra cosa.
—Amoneste V. á los actores del Teatro Francés para que se vistan mejor. ¡Todos parecen criados!
—Quéjese V. de que hace tres días que no tenemos ópera.
—Truene V. de camino contra la economía de gas que se advierte en el teatro del señor Urríes; economía que no nos permite lucir nuestros encantos…
—Anuncie V. el baile de máscaras que mañana se da en el Teatro Real á beneficio de los pobres, y al cual vamos á asistir todas las damas inofensivas de la corte.
—Advierta V. al Sr. Salas, que en los Conciertos Religiosos de esta Cuaresma no olvide el Miserere de nuestro ilustre compatriota el maestro Palacios, composición célebre en toda Europa y desconocida en Madrid.
—Anuncie V. la llegada de la Guy-Stephan.
—Proteste V. contra ese empréstito de 30 millones de duros que piensan votar los yankees para comprarnos la isla de Cuba. ¡Diga V. que si esa cantidad se repartiera entre todos los actuales poseedores de la perla de los mares, nos corresponderían dos napoleones por cabeza, y que aquí no sabemos de ningún español que venda tan baratos á millón y medio de hermanos suyos!
—Hable V. del Circo Gallístico, que tan animado está los domingos y los jueves…
—Describa V. el magnífico espectáculo que ofrecía la otra tarde El Ariel, donde lo mejor de Madrid presenció la gran partida de pelota entre Visimodu y los hermanos Pello.
—Y diga V. que Madrid entero… que toda España… ha soltado una carcajada homérica al saber que los granadinos han silbado el Cid de Fernández y González, drama aplaudido en todos los teatros de la Península, representado treinta noches en Madrid y elogiado por trescientos periódicos. Haga V. notar que Granada es la patria de Fernández y González, y que, por consiguiente, han sido sus amigos, sus compañeros de la infancia, los que han protestado contra una gloria tan legítima, contra un triunfo tan indisputable. Pregunte usted á aquel público si se cree más literato y mejor crítico que los demás públicos de España, ó si sólo tuvo presente aquella noche la frase de Jesucristo: nadie es profeta en su tierra. Dígales V. que este rasgo de malignidad lugareña, que esta calumnia de vecindad, que esta conjuración de comadres es indigna de un pueblo culto,—así como propia de gentes degradadas y ociosas, sin ambición ni porvenir, impotentes y nulas para todo lo grande y generoso. Dé V. las gracias, en fín, á los periódicos de aquella desventurada ciudad, por la nobleza con que se han alzado contra semejante miseria y mezquino proceder, y añada V., por mi parte, que muchos granadinos nobles é ilustrados me han escrito llenos de vergüenza y de indignación, pidiendo que su voto conste con el de la minoría.
—¡Gracias Vizconde; gracias por esos arranques de corazón!—Ahora, con permiso de ustedes, me retiro á mi casa, á fín de poner en orden todos los materiales que me han dado.—Beso las manos á las señoras, y que me besen los piés los caballeros.—He aquí mi saludo y mi programa.
1859.