Cómo y porqué fuí atacado de aquel humor belicoso que hizo la desesperación de mis tías durante el segundo curso de bachillerato, no lo sé yo mismo.

Si ahora ocurriese no dejaría de atribuirse a un estado neurasténico; pero en aquella época remota, Asturias era un país privado de vías de comunicación y no se conocía la neurastenia.

Aceptemos el hecho y en vez de investigar sus causas, cosa siempre difícil, analicemos sus consecuencias.

No podían ser más funestas.

Arañazos en las mejillas, contusiones en la nariz, cardenales en las piernas, desgarrones en el pantalón.

Como entonces no funcionaba la Cruz Roja en Oviedo, mis tías se veían diariamente necesitadas a intervenir con sal y vinagre y aguardiente alcanforado. Me vendaban, me recosían con delicado esmero y me sugerían los medios adecuados para no padecer esta clase de enfermedades.

Yo no quería emplearlos. Al contrario; cada vez más enardecido salía casi a diario desafiado de los claustros de la Universidad.

El campo de Marte, o sea el lugar de nuestros duelos estudiantiles en aquella época, era un lóbrego portalón de una casa solariega, vecina de la Universidad. Estaba empedrada con grandes piedras azuladas y relucientes. Cada una de aquellas piedras guardará seguramente memoria de las relaciones efímeras que mis narices han mantenido con ellas.

Pero casi tanto como la guerra me atrajo durante aquel año el amor.

Habitaba entonces en Oviedo una distinguida familia que figuraba en los paseos del Bombé y en las reuniones de confianza del Casino. Era una familia dilatada, aunque sólo del lado femenino. Aquellos señores tenían varias hijas, bastantes hijas, no sé cuántas hijas; pero, en fin, muchas hijas. Pasaban todas ellas justamente por bonitas y las había de diferentes tamaños. Mientras las primeras eran amigas de mi madre y nos visitaban alguna vez en Avilés, la última podría tener once o doce años y era mi contemporánea.

Sin embargo, yo la miraba con cierto desdén. Aunque había jugado con ella en la playa de Luanco cuando contaría seis o siete años de edad y llevaba, como yo, cortado el pelo a punta de tijera, al llegar a Oviedo y tropezarla en la calle me limité a decirle adiós dignamente.

Hay que confesar que era una dignidad intempestiva. Tanto más cuanto que aquella chica me había gustado en su primera juventud y me seguía gustando.

Era menuda, de facciones admirablemente correctas y con unos ojos negros capaces de atravesar una barricada de sacos de harina. Yo, que no era ningún costal, me sentía traspasado de parte a parte cada vez que me cruzaba con ella en el paseo. Pero la dignidad me obligaba a mostrarme completamente indemne.

Se llamaba Antonia; este era su nombre legal. Otro le daban completamente ilegal y era el de una monedita americana, chiquita, bonita, a lo que oí decir, porque yo jamás la he visto. El nombre estaba, pues, bien adaptado; pero yo la llamaré ahora por el suyo porque ya está muerta y cuando se hizo mujer no le agradaba que la nombrasen de otra suerte.

El lector se alegrará seguramente al saber que toda mi dignidad se disipó como un sueño cierta tarde del mes de Febrero. Es un suceso que no interesará a todo el mundo como los presupuestos municipales; pero estoy seguro de que hay chico de trece años a quien divertirá más.

He aquí cómo ocurrió:

Se celebraba en Oviedo la feria de la Candelaria, llamada allí también la Romería de las naranjas. Asturias no es un país de naranjos, pero a la orilla del mar, por la parte de Oriente, crecen algunos que dan una fruta bastante aceptable, sobre todo si se la come con azúcar. El día de la Candelaria llegan a Oviedo por la carretera de Gijón muchos carros cargados de ella y se establece en esta carretera un lucido paseo. No tiene más que un inconveniente y es que el camino por aquella parte ofrece una fuerte pendiente, lo cual le hace imposible para los asmáticos.

Antoñita no lo estaba, a Dios gracias, y paseaba arriba y abajo entre cestos de naranjas con sus amiguitas toda la tarde. Yo, sentado en el pretil con los míos, me sentía cada vez más subyugado por sus ojos negros. Cuando cruzaba por delante de nosotros me venían ganas de decirle alguna palabra amable.

En vez de esto ¿qué es lo que se me ocurre? Pues dispararle con mi tiragomas una corteza de naranja. Lo hice con tanta fuerza y buena puntería que le di en mitad de la mejilla produciendo un chasquido temeroso.

La niña dejó escapar un grito y se llevó la mano a la parte delicada, rompiendo a llorar perdidamente. Sus amiguitas acuden a consolarla y encarándose después conmigo me ponen de «bruto» y «animal» que no había por donde cogerme.

Tenían razón: yo se la daba en el fondo del alma. Me pesaba tanto y estaba tan avergonzado de mi vileza que me faltaba muy poco para romper a llorar también. En vez de eso comencé a reír groseramente coreado por las carcajadas de mis amigos.

¿Cómo llevé a cabo tal salvajada precisamente en los momentos mismos en que me sentía más impresionado por el lindo rostro de aquella niña? No me es posible explicarlo. Quizá estén en lo cierto los que afirman que cualquier emoción nos puede impulsar a ejecutar actos diametralmente contrarios.

Una señal rojiza quedó impresa en el rostro de la hermosa niña, y con esta roja señal, testimonio de mi brutalidad, siguió paseando toda la tarde. No es posible imaginarse el doloroso efecto que causaba en mí aquella marca cada vez que pasaba por delante de mis ojos. Aunque lo disimulaba afectando alegría, mi corazón se sentía triste y me gritaba sin cesar: «¡Miserable!»

Las amiguitas cuando pasaban cerca de nosotros tornaban a encararse conmigo y tornaban a llamarme bruto. ¡Ay, cuánto hubiera deseado que ella hiciese lo mismo! Pero no: ella se limitaba a dirigirme una tímida mirada que apartaba velozmente. Era una mirada tan dulce y tan triste que me acometían impulsos de arrojarme desde el pretil de la carretera y desnucarme o, por lo menos, producirme algún grave desperfecto.

Cuando llegué a casa por la noche iba determinado a realizar un acto trascendental. Me encerré en mi cuarto, tomé la pluma y escribí la carta más disparatada que se haya escrito en la segunda mitad del siglo XIX. Era una mezcla de Chachas y de Abelardo con ciertos recuerdos del tronco infeliz de mi tía y del Lago, de Lamartine, rociado todo ello con algunas gotas de El estudiante de Salamanca, de Espronceda. Pedía perdón a Antoñita de un modo patético, le declaraba mi amor de un modo más patético aún y le hacía saber, en el caso de que no me otorgase ambas cosas, mi designio irrevocable de no asistir más a cátedra y dejarme morir lentamente de inanición.

Pero lo más grave de las cartas, en casos como el mío, no es escribirlas, sino entregarlas; todo el mundo lo sabe.

Hay quien apela al correo interior. Es el medio más seguro de que no lleguen a manos de la interesada. Hay quien las entrega en propia mano. Esto es mucho más eficaz, completamente eficaz; pero tal procedimiento se halla reservado para los estudiantes de cuarto y quinto año que juegan carambolas al billar y conocen el mundo. Yo era un pobre estudiante de segundo de Latín y no podía lanzarme a tales aventuras.

Opté por un término medio. Espié la salida de su doncella a un recado, la seguí disimuladamente y cuando iba a entrar en una tienda de mercería me acerqué a ella y en la misma actitud humilde de un mendigo que pide limosna le dije:

—¿Me haría usted el favor de entregar esta carta a Antoñita?

La voz salió de mis labios como un blando soplo, sin producir apenas sonidos perceptibles.

—¿Qué dices, niño?—me preguntó bruscamente.

Entonces yo, que debía de estar pálido, me puse colorado. La misma vergüenza que sentía, me hizo repetir con fuerza la demanda.

La doncella me miró a la cara con risueña curiosidad, estuvo algunos instantes indecisa, quizá entre darme un bofetón o tirarme de las orejas; al fin dijo arrancándome la carta de las manos:

—¡Bueno, se la entregaré!

Era una buena chica. Cumplió su palabra.

Al día siguiente estuve paseando por la calle de Antoñita y ella se asomó al balcón, pero yo no osaba mirarla sino de lejos. Cuando pasaba por debajo, en vez de levantar los ojos, los abatía mirando con insistencia a la acera de la calle.

Pero he aquí que una de las veces veo caer delante de mí, sobre esta acera, un papelito. Me bajo, lo recojo, y sin mirar tampoco al balcón, lo meto en el bolsillo y desaparezco.

Después que doblé la esquina, lo abrí con mano trémula. Dentro traía, para hacer peso, un trocito de lápiz, el lápiz, sin duda, con que estaban escritos dos renglones que decían: «Estás perdonado, si tú me quieres a mí yo también te quiero a ti.»

Estos renglones estaban horriblemente torcidos y las letras eran horriblemente grandes y además gibosas y temblonas como si las hubieran trazado los dedos arrugados de una vieja y no una linda mano infantil. Pero yo me hubiera prosternado ante ellos como un musulmán ante el autógrafo de Mahoma.

¡Ya tenía novia! Este fué mi primer pensamiento vanidoso. Vuelvo a decir que el amor juega poco papel en las relaciones infantiles. Sin embargo, me sentía atraído particularmente hacia aquella niña que tan dulcemente perdonaba mi brutalidad.

En los días siguientes seguí paseándole la calle y, ya disipada mi timidez, la miraba y remiraba largamente, y ella me miraba también con extraordinaria atención. Parecíamos dos gatos, aunque sin exhalar el más leve maullido; es decir, que ni una sola palabra se cruzaba entre nosotros. Solía ir a esperarla cuando salía del colegio. Un amigo íntimo me prestaba el servicio de acompañarme en estos casos y juntos la seguíamos. Marchaba colgada del brazo de su niñera y de vez en cuando volvía la cabeza para dirigirme una rápida mirada. La niñera la volvía con más frecuencia y sonreía, y alguna vez también me hacía señas para que me acercase. ¡Oh, cuánto valor se necesitaría para ello!

Tuve, no obstante, una ocurrencia feliz. Como yo paseaba no pocas veces la calle sin que ella estuviese al balcón, me vino el pensamiento de comprar un pito y silbar. Tardó Antoñita en darse cuenta de que era yo el autor de aquellos silbos prolongados, pero cuando lo hubo averiguado, así que oía silbar, se asomaba al balcón. Mas ¡suerte maldecida! unos estudiantes forasteros que se hospedaban por allí cerca observaron mis maniobras y comprando un pito igual al mío hicieron salir a Antoñita repetidas veces en vano. Uno de estos estudiantes aún vive. Y cuando voy por Asturias me recuerda la broma y reímos mucho. Y después de reír solemos quedar ambos silenciosos y melancólicos.

Este incidente me produjo alguna desazón, pero no puede compararse con la que poco después experimenté. Creo haber dicho que un amigo íntimo me acompañaba algunas veces en mis paseos por la calle de Antoñita y también cuando iba a esperarla al colegio. Pues bien; este amigo, repentinamente comenzó a enfriarse conmigo; se apartaba de mí en los claustros de la Universidad; se negó a acompañarme cuando se lo proponía y hasta noté que fingía no verme para no acercarse.

Pocos días después le encontré frente a los balcones de Antoñita mirando hacia ellos con insistencia. En cuanto me divisó siguió su camino. Pero otro día volví a hallarle en la misma posición y entonces no se movió ni me saludó siquiera. En los siguientes comenzó a pasear descaradamente la calle de mi novia y hasta iba a esperarla al colegio acompañado de otro amigo.

Esta primera traición que padecí en mi vida me sorprendió muchísimo; lo cual demuestra que es falsa la teoría de que hemos vivido antes de ésta otras vidas. Porque si hubiera vivido antes, por poco que fuese, habría encontrado aquello muy natural. Para colmo de dolor observé que mi novia coqueteaba con él una chispita. Una corriente de odio de alta presión se produjo entre él y yo.

Para establecer el circuito no hacía falta más que una ocasión.

Vino el contacto paseando por el claustro de la Universidad antes de la hora de clase. Yo le dirigía miradas furibundas cada vez que nos cruzábamos: él evitaba mirarme porque sin duda le quedaba todavía un resto de pudor. Sin embargo, los amigos que paseaban con él debieron de advertirle que yo le miraba de un modo provocativo y él se sintió humillado de esta advertencia, porque en una de las vueltas volvió hacia mí el rostro y me clavó una mirada insistente y retadora.

El choque fué terrible, ferocísimo. Yo tenía tal ansia de dar golpes y los daba con tal coraje que no sentía los suyos. Nos abrazábamos, procurábamos con afán derribarnos y, no pudiendo conseguirlo, nos separábamos y volvíamos a los golpes, y otra vez el odio nos juntaba cuerpo a cuerpo. En torno nuestro se había formado un corro de chicos que presenciaba el combate como una pelea de gallos.

Mas de improviso siento por detrás un puntapié y un pescozón. Aquello no podía venir de mi enemigo. En efecto, unos dedos mayores que los suyos me habían sujetado por el cuello y oí una voz terrible que gritaba:

—¡Bedel! Abra usted la carbonera.

Era el secretario del Instituto y a la vez catedrático de Historia y Geografía que desde su atalaya de la Secretaría nos había atisbado.

El bedel abrió la carbonera y a empellones nos metieron dentro.

El secretario del Instituto era un excelente profesor, todo el mundo lo reconocía. Era, además, un hombre de recta intención y valeroso, como lo demostró algún tiempo después renunciando a su cátedra y marchando a engrosar las filas del ejército carlista. Pero el secretario del Instituto no poseía ni penetración ni previsión. Porque si las tuviese no encerraría solos a dos chicos que se estaban combatiendo con furor.

Siguió el combate mortífero, rabioso. Rodamos por tierra, y unas veces caía él encima y otras caía yo. Luchábamos desesperadamente, y en silencio. Al cabo de algún tiempo las fuerzas nos fueron abandonando. Por lo menos yo sentí claramente que las mías se debilitaban. Una de las veces que caí debajo ya no pude levantarme y él logró ponerme una rodilla sobre el pecho. Estaba vencido.

—Jura que no pasearás más la calle de Antoñita.

—Lo juro—respondí.

—Júralo por tu madre.

—Lo juro por mi madre.

Entonces me soltó; nos levantamos y nos limpiamos la chaqueta y los pantalones. Cinco minutos después vinieron a abrirnos para entrar en clase. Y allí no había pasado nada.

Pude haber faltado a mi juramento sin grave riesgo, porque nuestras fuerzas se hallaban bastante equilibradas; pero lo respeté religiosamente. No volví a pasar por la calle de Antoñita.

Al cabo de quince o veinte días, hallándome paseando, como de costumbre, por el claustro, sentí que una mano se apoyaba sobre mi hombro. Me volví y me encontré con mi ex amigo, que me dijo en tono natural:

—Oye, si quieres puedes pasear cuanto se te antoje por la calle de Antoñita.

—No puede ser—le respondí—. Lo he jurado por mi madre.

—¡Qué importa!—replicó—. El juramento no te obliga ya, puesto que yo te dejo libre.

Y, acto continuo, se emparejó conmigo y me declaró en términos expresivos que Antoñita era una tonta llena de presunción, indigna de que un hombre serio como él gastase las suelas de sus botas paseándola la calle; que estaba profundamente enamorado de la hija de un confitero, y que ésta compartía su llama, puesto que le echaba desde el balcón caramelos y rosquillas de consejo.

Bien eché de ver que todo aquello era dictado por el despecho, y que, en realidad, me relevaba de mi juramento porque Antoñita no le había sido propicia.

En efecto, cuando me decidí a esperarla otra vez a la salida del colegio y a pasear debajo de sus balcones, la hallé tan expresiva, tan amable y sonriente, que me sorprendió.

Me sorprendió, porque yo no sabía entonces como el Taso «de la mujer, la condición precisa», ni como Shakespeare que era «pérfida como la onda».

Fuí tan inocente que no comprendí que mi alejamiento, que ella juzgaba voluntario, había producido la derrota de mi rival.