Por aquellos días, esto es, en el tercer año del bachillerato, trabé relación con unos cuantos estudiantes más adelantados que yo en la carrera. Se hallaban, pues, terminando la segunda enseñanza. Era un grupo de chicos estudiosos y de notable ingenio y discreción. Algunos de ellos han muerto jóvenes; otros se han distinguido en diferentes carreras del Estado; sólo dos se consagraron a la literatura, Leopoldo Alas y Tomás Tuero. El primero llegó a ser, con el pseudónimo de Clarín, un crítico eminente; el segundo a causa de su precaria situación y aún más de su invencible apatía no dió de sí lo que todos esperábamos. Alas era de un ingenio más vivo, más fecundo y, desde luego, mucho más aplicado al estudio; en cambio Tuero poseía un gusto más refinado y mayor instinto poético.

Con estos dos me ligué especialmente. Acogiéronme ellos al principio con mal disimulado desdén. En aquel tiempo yo sólo era conocido en el Instituto por mi carácter turbulento y pendenciero. Me contaba Alas más tarde que antes de conocerme me había visto salir una vez desafiado con otro chico de los claustros de la Universidad. Acompañado él de otro querido amigo nuestro, que aún vive, nos siguieron diciéndose: «—Vamos a ver cómo se pegan estos badulaques.» Llovía copiosamente y, cobijados en sus paraguas, fueron en pos de nosotros hasta el parque de San Francisco y allí presenciaron riendo nuestro furioso combate. Porque aquellos amigos poseían ya una madurez de juicio que yo estaba lejos de alcanzar.

No es maravilla, pues, que aceptasen mi amistad con reserva y me diesen indirectamente a entender que no me hallaba a su altura. Me consideraban como un beocio que, temerariamente, se hubiera colado en los jardines de Academo.

Así que me ligué con ellos vi claramente lo absurdo de mi conducta y renuncié a mis ridículas reyertas. No tardaron ellos también en comprender que yo no era por completo lo que parecía y pude gozar de la sorpresa que vi pintada en sus ojos cuando comencé a tomar parte activa en sus conversaciones literarias.

He dicho que Alas había logrado ser un crítico eminente y no es enteramente exacto. Lo fué después de muerto. Mientras vivió no se quiso reconocer su gran talento; se le negó el fuego y el agua. Todo por haber dado en la inocente manía de poner albarda a los asnos que pasaban sin ella por la calle. Esos animales tan pacíficos, generalmente, se revolvían furiosos contra él y le molían a coces y le acribillaban a mordiscos. Y no sólo hicieron esto sino que lograron que todos los individuos de su misma especie esparcidos por España le enseñasen los dientes y estuviesen apercibidos a ejecutar con él idéntica partida.

Era una verdadera temeridad en aquel tiempo hablar bien de Alas. Yo fuí uno de esos temerarios, y por esto, y también por haber incurrido en sospecha de pensar en dedicarme, como él, a aparejador, se me puso en entredicho. No me molieron a coces, pero me castigaron con un silencio reprobador. Cuando aparecían mis novelas en los escaparates de los libreros pasaban por delante de ellas fingiendo no verlas y enderezando las orejas de un modo significativo.

Tuero no ha llegado ni en vida ni en muerte a la celebridad, aunque la merecía. Era premioso para escribir, como todos los hombres que poseen un gusto exquisito, y no disponiendo tampoco de medios de fortuna no le era posible trabajar sosegadamente en alguna obra que le inmortalizase. Se hizo periodista y murió siendo redactor de El Liberal. Servía poco para el caso porque en la Prensa periódica se necesitan hombres expeditos, no refinados. No obstante, si se coleccionasen algunos de sus artículos se vería claramente qué gran escritor se ocultaba debajo de aquel modesto redactor de un periódico diario.

Había en el espíritu de Tuero algo tan original, una petulancia tan pueril al lado de un humorismo tan acerado, que sorprendía y desconcertaba a los que con él se relacionaban. Su conversación era amenísima, unas veces mordaz, otras sentimental, otras extravagante y fantástica, siempre sorprendente. Su instinto de la belleza tan seguro que yo le llamaba riendo doctor infalibilis. Mientras Alas se equivocó más de una vez lo mismo aplaudiendo que censurando y se dejó imponer por las reputaciones que halló formadas, Tuero se mantuvo siempre sereno, independiente, apuntando con exactitud matemática a la belleza dondequiera que se ocultase.

Recuerdo que en nuestra juventud asistimos juntos al estreno de una obra teatral, la cual obtuvo un éxito tan lisonjero como pocas veces se había visto en Madrid: aplausos ruidosos, aclamaciones infinitas, un desbordamiento increíble de entusiasmo. Al salir de la representación caminábamos juntos cinco o seis amigos haciendo comentarios halagüeños para el autor de la pieza. Tuero permanecía silencioso. De pronto se para y nos dice a boca de jarro:

—Esta noche me he convencido de que soy el hombre de más talento de España. Sí; no puedo dudarlo más tiempo—continuó—porque la obra que acabamos de ver es para mí de todo punto execrable.

Quedamos estupefactos. Uno se encaró con él indignado.

—¿Cómo? ¿Qué estás ahí diciendo? Jamás hemos presenciado un éxito tan grandioso, tan unánime, se puede decir tan delirante.

—Sí, delirante; la palabra está bien aplicada porque sólo delirando se puede aplaudir una obra semejante—replicó Tuero.

¡Cuánta razón le asistía! Algunos años después ni se representaba en los teatros ni nadie se acordaba de tan aplaudida producción dramática.

Fuí, pues, convertido por obra y gracia de aquellos buenos amigos de contumaz gladiador en literato. Pero nuestra literatura se cifraba entonces, principalmente, en hablar de los autores y en disputar acerca de las reglas gramaticales.

Pasamos la vida disputando. Si uno soltaba alguna palabra impropiamente aplicada al discurso; si otro se equivocaba de régimen; si otro escribiendo no había puesto las comas en su sitio. Todo era materia para disputas acaloradas que duraban indefinidamente, pues ninguno quería quedar convicto de ignorancia y defendíamos nuestro régimen y nuestra ortografía como una leona podía defender a sus cachorros. Nos acechábamos constantemente, espiábamos con intensa atención las palabras que cada cual vertía y caíamos sobre algún vocablo impuro como buitres hambrientos sobre la carne podrida. En estas minucias lingüísticas casi siempre salía vencedor Alas, porque las concedía aún mayor importancia que los otros y ponía toda su alma en ellas. Además era poseedor, según supimos más tarde, de un diccionario de galicismos, y con esta arma, que guardaba secretamente, nos infería no pocas veces heridas mortales.

Seguíamos en nuestras discusiones filológicas el método de la escuela peripatética, esto es, disputábamos paseando. Después de terminadas las clases, ya se sabía, nos poníamos a recorrer las húmedas calles de Oviedo y comenzaba la borrascosa sesión gramatical.

Aquella vida, bien mirado, no era muy divertida; pero nosotros la encontrábamos tal. Los que no la juzgaban poco ni mucho amena eran los pacíficos transeuntes a quienes molestábamos con nuestros gritos descompasados y a menudo con nuestros empellones. Porque caminábamos tan ciegos que chocábamos con las personas que venían en dirección contraria y las desbaratábamos sin piedad los callos de los pies. No era tal conducta a propósito para hacernos simpáticos en la población. Nos miraba de través todo el mundo y en algunas ocasiones nuestra clamorosa sabiduría halló por recompensa un coscorrón o un puntapié.

Sin embargo, todo esto, al recordarlo, me enternece. Y cuando alguna vez voy a Oviedo y atravieso la calle de la Magdalena o Cimadevilla, me detengo conmovido, y me digo: «Aquí fué donde Leopoldo Alas me demostró que coaligarse era una palabra bárbara traducida del francés, y que se debe decir coligarse; aquí fué donde Tuero me hizo ver que pronunciaba, de un modo cojo, cierto verso de Espronceda.

Aunque me habitué a esta manera de vivir y fuí cada día más compenetrándome con los gustos de mis nuevos amigos, debo confesar que había algo con lo cual no estaba conforme en el fondo de mi alma. Este algo era el entusiasmo que sentían por ciertos periódicos satíricos que a la sazón se publicaban en Madrid, particularmente por uno titulado Gil Blas. No se hartaban de leer y comentar los donaires y rasgos ingeniosos que salían en este periódico. Para ellos un señor llamado Luis Ribera, otro Roberto Robert, otro Sánchez Pérez eran famosos héroes de las letras dignos de la inmortalidad.

Quien mostraba hacia ellos más intenso aprecio era Alas, cuya vocación de escritor satírico se hizo ostensible desde bien temprano. No solamente los imitaba, escribiendo semanalmente para su uso particular un periódico, que tituló Juan Ruiz, sino que enviaba a menudo al Gil Blas articulitos y versos. ¡Caso prodigioso: este semanario, tan exigente y desdeñoso para todos los literatos que entonces existían en España, insertaba los escritos de un niño de quince años! No dudo que su famoso Juan Ruiz contendría trozos muy apreciables, dignos de la pluma de los redactores de aquel periódico. Yo no los he leído, ni los ha leído nadie, porque la letra de Alas fué siempre inverosímilmente perversa, y durante su carrera literaria causó crueles tormentos a los tipógrafos.

Pero aquellas ingeniosidades agresivas, aquella literatura de flechas aceradas, no infundía calor en mi alma. Los gemidos de las víctimas, las heridas manando sangre, los miembros palpitantes esparcidos por el suelo, me causaban grima, en vez de alegría. Nunca fué de mi agrado el género satírico que se aparta mucho del humorismo. Detrás del humorista hay un espíritu piadoso que sonríe melancólicamente al contemplar las deficiencias y contradicciones de la naturaleza humana. Detrás del satírico sólo un hombre que ríe malignamente y goza con la miseria intelectual del prójimo. Cervantes fué un humorista, Larra un satírico.

Además, yo en aquella época tenía la cabeza llena de las bellezas de El diablo mundo, La Jerusalén libertada y el Orlando furioso, y me parecía que la literatura era esto o no era nada. Por seguir el humor a mis amigos, fingía admirar los dimes y diretes del Gil Blas, pero mi corazón estaba con Espronceda y el Taso. Y como me sentía impotente para esta alta literatura y no era de mi gusto la pequeña, me resolví interiormente, como ya he indicado en el capítulo anterior, a ser un hombre de ciencia. Mi único anhelo entonces, y por bastantes años después, fué llegar a ser un profesor distinguido. ¡Cuán lejos estaba de imaginar que el Cielo me destinaba a poeta épico, ya que la novela, según los estéticos, no es otra cosa que la forma moderna de la epopeya!

Durante aquel año hicimos amistad también y empezamos a reunirmos en casa de dos chicos de nuestra edad, hijos de un opulento fabricante de tabacos de la isla de Cuba, a quienes su padre había enviado a educar a Oviedo. Estaban a la guarda de un muy tolerante y bondadoso sacerdote que nos permitía divertirnos a nuestro gusto. Y la mejor diversión que elegimos fué la del teatro. El arte dramático nos seduce en la primera edad de la vida como ha seducido a los hombres en los primeros tiempos de la historia. Construímos una muy linda escena en el más amplio salón de la casa, para lo cual se nos facilitó cuantos elementos creímos necesarios. Representamos, como debe suponerse, algunos dramas góticos y medioevales, y gozamos la más excelsa beatitud declamando rotundos endecasílabos y esgrimiendo nuestras espadas de madera forradas con papel de estaño.

Había entre nosotros un notabilísimo actor. Por lo menos él se creía tal y nosotros no estábamos lejos de pensarlo. Declamaba con un énfasis y con voz tan cavernosa y temblona, arqueaba las cejas de manera temerosa y agitaba su cuerpo con tan vivos estremecimientos que ningún cómico de la legua le aventajó antes ni después.

Nosotros le envidiábamos: él nos despreciaba. Para vengarnos de su desprecio decidimos tres o cuatro jugarle una mala treta el día de la representación. Se hallaba lujosamente ataviado representando, si la memoria no me engaña, el papel de rey en un drama titulado La tienda del Rey Don Sancho, esperando, con la natural emoción, el momento de salir a escena. Nosotros, a su lado, entre bastidores, le acechábamos. Aprovechándonos de su emoción le pasamos, disimulada y traidoramente, una cuerda por la cintura, haciendo después un nudo corredizo. Cuando le llegó el momento salió impetuosamente a escena, sin darse cuenta de que llevaba tras sí la cuerda, y comenzó a declamar con tanto calor y entusiasmo que, desde luego, cautivó al auditorío, compuesto de nuestras familias y amigos. Mas he aquí que cuando se hallaba en lo más patético de su peroración, comenzamos a tirar fuertemente de la cuerda, atrayéndole hacia los bastidores. Rechinó los dientes y siguió declamando; pero nosotros también seguimos tirando de él, y aunque quiso sustraerse el cuitado a su fatal destino haciendo esfuerzos rabiosos para mantenerse en escena sin dejar de declamar su papel, al fin logramos sacarle de ella y meterle dentro.

¡Qué bárbaras lamentaciones! ¡Qué terribles amenazas proferidas no en endecasílabos sino en la prosa más vil que puede nadie imaginarse! Echó mano al puñal que llevaba a la cintura… ¡gracias a Dios que era de madera!

El público se desternillaba de risa palmoteando calurosamente. Le hizo salir a escena y con él a nosotros los autores de la bromita, colmándonos a todos de aplausos y tirándonos caramelos. Pero don Sancho no se dignó doblar su real espina para recogerlos: antes seguía horriblemente fruncido y lanzándonos miradas centelleantes propias de un león castellano ofendido.

Fatigados del teatro, al cabo nos vino a la mente fundar un Ateneo. Nos pareció aquello más propio de nuestra superioridad intelectual. Porque no dudábamos de ella un punto y nos sorprendía que en la población no nos tributasen los honores debidos a nuestro rango. Veíamos claramente las ridiculeces de muchos hombres ya maduros, formábamos de ellos un juicio sumarísimo y los condenábamos al desprecio. Nuestros profesores no se libraban tampoco algunas veces de este desdén compasivo. Recuerdo que el de Retórica le preguntó a Alas, según me contaron sus condiscípulos:

—Señor Alas, ¿qué son padre y pobre?

—Nada—respondió aquél.

—Son asonantes, hijo mío.

—No son asonantes—replicó.

Hubo una breve disputa: el profesor montó en cólera y le obligó a callar. Todos quedaron, sin embargo, convencidos de que Alas tenía razón y puede suponerse que este incidente no poco contribuyó a nuestro engreimiento.

Fundamos pues un Ateneo cuyas sesiones se efectuaban en casa de los «dos americanos», como acostumbrábamos a llamar a nuestros amigos. Nos reuníamos los domingos por la mañana una docena o poco más de ateneístas, se leía una disertación histórica o científica y hacía objeciones al disertante quien lo tuviera a bien; leíanse después artículos, cuentos y versos; por fin uno de los dueños de la casa nos hacía oír en el piano algunas sonatas o trozos de ópera, pues ya entonces era un maravilloso pianista.

En una de aquellas sesiones dominicales leí yo un concienzudo discurso acerca de Felipe II. Había hecho sobre su reinado investigaciones profundas que no duraron menos de quince días. El resultado de ellas fué un panegírico caluroso de aquel rey insigne que yo consideraba como el más grande estadista que había surgido en la historia de España.

No estuvo desde luego conforme con tal apreciación uno de los sabios ateneístas y en un discurso, que a mí me pareció capcioso, quiso mostrar las deficiencias de aquel reinado memorable. Que si Felipe II era un fanático que había fomentado la ignorancia de nuestro país y lo había entregado atado de pies y manos a la Inquisición; que si había enviado a Flandes un verdugo como el duque de Alba; que si había agotado el tesoro público y esquilmado a la nación por sostener allí un poderío que de nada nos servía… En fin, una serie de cargos irrespetuosos y sin fundamento alguno.

Traté de demostrárselo reprimiendo a duras penas mi indignación y aparentando una tranquilidad que no sentía. De nada sirvió mi moderación; antes por el contrario, envalentonado por ella mi adversario repitió con creciente saña sus diatribas acumulando sobre la cabeza del gran rey los más odiosos dicterios: ignorante, fanático, dilapidador…

Perdí la cabeza. Repliqué furiosamente, hecho un energúmeno. Mi contrincante no se dejó intimidar y con más altos gritos aún siguió vociferando contra el monarca.

Ahora bien, yo en aquel instante representaba, aunque indignamente, al rey Felipe II. No me era posible permitir que por más tiempo se le siguiera ultrajando de manera tan atroz. Por otra parte, para impedirlo no disponía de la Santa Hermandad, ni siquiera de un mal corchete.

¿Qué me correspondía hacer en trance tan apurado?

¡Aplicar un buen mojicón a aquel deslenguado!, dirá seguramente el lector.

Pues eso fué cabalmente lo que hice. Un soberbio mojicón de mano vuelta que resonó fatídico en el augusto recinto del Ateneo. Pero ¡ay! mi adversario respondió con otro no menos arrogante y se estableció una lucha cruel entre ambos.

Los sabios ateneístas se agitaron. En vez de mostrarse neutrales como correspondía a su elevada dignidad dividiéronse inmediatamente en dos campos. Los unos tomaron parte por mí, esto es, por el rey católico; los otros ayudaron abiertamente a sus enemigos, los ingleses, los flamencos, los luteranos. La batalla se generalizó. Por largo tiempo resonaron los gritos y los puñetazos de los combatientes. Hasta que el buen sacerdote que regía la casa vino con los criados a restablecer la paz disolviendo para siempre nuestra asamblea.

Así cayó y se deshizo aquel memorable Ateneo que tanta influencia ha ejercido en los destinos de Europa.