No recuerdo cuánto me costó. Tengo una idea de que di por ella todo el dinero que tenía en la hucha, que sumaría lo menos cuatro o cinco pesetas en calderilla. Además entregué una cadenita de plata, algunos botones dorados de un frac viejo de mi padre y una navajita que me habían regalado.
A pesar de todo quedé convencido de que Ovidio, el hijo del boticario de la calle de la Fruta, había tenido un momento de extravío y que yo había abusado miserablemente de este muchacho cambiando aquellas baratijas por su pistola.
Porque era una pistola, una verdadera pistola que se cargaba con pólvora, no uno de esos ridículos juguetes que nos regalaban nuestros parientes por las ferias de San Agustín y que se disparan con un muelle.
¿Cómo vino a poder de Ovidio esta arma? Lo más probable es que perteneciese a un hermano mayor que había llegado de Cuba hacía unos meses. Lo sospeché pensando en la facilidad y aun la prisa con que de ella se desprendió. Si hubiera llegado a sus manos por un camino honrado, es seguro que la habría conservado en su poder con el mismo agrado, ¡qué digo agrado! con el mismo entusiasmo que yo la hice mía.
Parece que la estoy viendo con su cañón pavonado y sus llaves bruñidas. La culata era obscura y charolada. Compré un cuarterón de pólvora y una cajita de pistones y recuerdo con emoción la primera vez que la disparé. Fué en el bosque de la Magdalena, próximo a Avilés, cosa de dos o tres kilómetros. Para este trascendental experimento se reunieron cinco o seis chicos de la escuela. Y en medio de ellos, caminaba hacia el campo de operaciones pálido y agitado, como si fuese a un duelo. Después de cargarla cuidadosamente, según las instrucciones que Ovidio me había dado, después de haber puesto el pistón en la chimenea, permanecí con ella en la mano presa de amarga incertidumbre. ¿Qué resultaría de aquello? Mis compañeros y yo nos mirábamos unos a otros y a todos nos latía el corazón como si se jugase en aquel ensayo nuestra existencia. Al fin, armándome de valor, me destaqué del grupo, avancé unos pasos y grité: ¡A la una! ¡a las dos!… ¡a las tres! ¡Pum!
El estampido causó en nosotros un estremecimiento, pero muy especialmente en mí, como debe suponerse. Sin embargo, todos al punto recobran el valor, todos quieren disparar la pistola. Me costó no poco trabajo reprimir los ímpetus de aquellos héroes. Fuí, no obstante, lo bastante magnánimo en tal ocasión, para gastar el cuarterón de pólvora y buena parte de los pistones. Regresamos a nuestros hogares cubiertos de gloria y con el corazón henchido de sentimientos bélicos.
Así que se divulgó entre la juventud de las escuelas la nueva de que era poseedor de aquella arma preciosa, me vi rodeado de aduladores. Cuando un hombre logra acaparar una cantidad respetable de fuerza, los demás acuden a él por un impulso irresistible, como las raspaduras del acero hacia el imán. Tal acaeció al califa Omar, a Pedro el Grande de Rusia, a Napoleón; tal me acaeció a mí. Desde entonces no me vi libre ya de un enjambre de cortesanos, especie de guardia fiel, que me seguía a todas partes ansiando participar de mi imperio y tomar parte en las felices aventuras que aquel instrumento mortífero había de proporcionarme.
En la escuela sujetos que antes me despreciaban profundamente, mirábanme ahora con respeto y me preguntaban al oído misteriosamente:
—¿Lo tienes ahí?
Yo me hacía el interesante.
—¿El qué?
—El cachorrillo.
—Lo tengo.
—¿Cargado?
—¡Ya lo creo!
Entonces aquel sujeto desdeñoso me apretaba la mano con sigilo y se alejaba en silencio para comunicar a los demás noticia de tanta sensación.
Debo advertir, para que el lector no se sobresalte demasiado, que el cachorrillo estaba cargado solamente con pólvora. Ni a mí se me ocurrió ni a mis compañeros tampoco, introducir en él ningún proyectil.
Después de la escuela solíamos irnos a la Magdalena, aldea deleitosa como pocas, en cuyo bosquecillo habíamos recibido nuestro bautismo de fuego. Una vez allí, lejos de las miradas, aunque no de los oídos de los hombres, nos entregábamos a un tiroteo pernicioso que tenía un poco inquietos a los pacíficos labradores de aquel lugar.
Sin embargo, las aventuras gloriosas no parecían. Hacía seis u ocho días que el cachorrillo estaba en mi poder y todavía no había logrado utilizarlo para algo que pudiera ser narrado algún día a mis amigos de Entralgo, pues en aquella época no sospechaba que pudiera tener cabida en mis memorias.
La fortuna vino en mi ayuda al cabo en forma semejante a la de Don Quijote. Caminábamos una tarde hacia nuestro acostumbrado retiro de la Magdalena, cuando acertamos a ver un zagalote de quince a diez y seis años que corría hacia nosotros siguiendo a una niña como de diez. La alcanzó presto y comenzó a golpearla cruelmente, a tirarla del pelo y de las orejas. Entonces yo, con el sentimiento de mi fuerza incontrastable, le grito osadamente:
—¡Deja a esa niña, animal!
Levantó la cabeza, y al ver el ínfimo ser que se atrevía a hablarle de esta forma, quedó más estupefacto que indignado.
—Sí; voy a dejarla—respondió sonriendo sarcásticamente—pero es para comenzar contigo, granujilla. Y avanzó con terrible calma hacia mí. Yo en vez de retroceder avanzo también algunos pasos y sacando la pistola y apuntándole al pecho exclamo colérico:
—¡Si das un paso más eres muerto!
Quedó inmóvil, clavado por la sorpresa y dirigiendo la vista a mis compañeros preguntó:
—No estará cargada, ¿verdad?
—¡Sí!… ¡cargada!… ¡está cargada!—le respondieron a un tiempo todos.
Entonces el zagalote se pone pálido, vuelve grupas instantáneamente y emprende a correr gritando:
—¡No tires, chico!… ¡No tires!
Yo le sigo corriendo también.
—¡Vas a morir! ¡Vas a morir!
—¡Por Dios, no tires! ¡Por Dios, no tires!—clamaba el pobre diablo volviendo de vez en cuando la cabeza con terror.
—¡Vas a morir!… ¡Vas a morir!—replicaba yo lúgubremente entre colérico y alegre.
Al fin me cansé de seguirle y volví hacia mis compañeros, que me acogieron con estruendosa alegría. ¡Cuánto reímos, cuánto celebramos aquel triunfo! No nos hartábamos de recordarlo pintando el miedo de aquel gran zángano con rasgos cada vez más cómicos. Y así que llegamos a la villa cada uno de mis compañeros fué una bocina poderosa que esparció la nueva por todos sus ámbitos.
De tal modo, que cuando al día siguiente por la mañana entré en la escuela un poco tarde, todos los ojos se volvieron hacia mí con viva curiosidad y admiración. Me senté en mi banco, pero aún allí me seguían las miradas de los compañeros. Yo paladeaba mi triunfo con deleite, pero en actitud modesta. ¡Ah, cuán lejos estaba de sospechar que tenía cerca la roca Tarpeya!
Recuerdo que el maestro se hallaba frente al encerado y nos explicaba una operación de quebrados. Su amplia levita flotaba majestuosa a medida que su brazo, provisto de unas mangas postizas de percalina negra para no ensuciarse, iba trazando cifras y borrándolas después con una esponja. Pero aquel día nadie reparaba en la levita, ni en las mangas de percalina ni en la esponja ni en las cifras. Toda la atención de la escuela estaba concentrada sobre mí o, por mejor decir, sobre mi pistola.
Uno de mis amigos más íntimos, que estaba cerca, se inclinó y me dijo en voz baja:
—Mariano quiere ver la pistola. Déjamela un momento.
Me resistí porque tenía miedo de que don Juan se volviese de pronto. Sin embargo, mi amigo insistió y como aquel Mariano era uno de los chicos más respetables de la escuela por su fuerza y yo le debía algunos favores, tuve la debilidad de ceder.
La pistola no se detuvo en las manos de Mariano. Todos los chicos que se hallaban cerca querían tocarla y fué pasando de uno a otro mientras yo estaba en brasas mordiéndome los labios y maldiciendo de aquella peligrosa curiosidad.
Al fin la pistola comenzó a retroceder lentamente sin que don Juan volviese la cabeza y pude recuperarla. Pero fuese porque algún chico hubiera andado con las llaves o porque yo la tomara con harto apresuramiento en el momento mismo de ir a meterla en el bolsillo se disparó.
El estampido fué horroroso. Parecía que la escuela se había venido abajo. Don Juan cayó de bruces sobre el encerado y permaneció unos instantes inmóvil. Al estampido había sucedido un silencio de muerte. Don Juan se volvió al cabo y su faz estaba lívida: quizá contribuyese a ello el haberla restregado contra las cifras de quebrados que acababa de trazar. Paseó sus ojos extraviados por la escuela y como advirtiese que los de todos se hallaban fijos en mí me miró y vió la pistola. Entonces a paso lento se dirigió al sitio que yo ocupaba.
No es fácil definir lo que por mí pasaba en aquel momento. Era más que terror una especie de anestesia de todos los sentidos, una vaga conciencia de que iba a morir y cierta indiferencia por la muerte. Mi sangre toda, sin faltar una gota, debió de haberse refugiado en el corazón, porque según me dijeron después mi rostro era el de un cadáver.
Don Juan llegó al fin hasta mí y me tomó la pistola de las manos; las suyas temblaban tanto como las mías. Sin pronunciar una palabra se dirigió a la mesa y depositó sobre ella el arma, despojóse lentamente de los manguitos, abrió un pequeño armario donde guardaba siempre su sombrero de copa alta y lo sacó y se lo puso; llamó después al pasante y habló con él un momento en voz baja; volvió a tomar la pistola, la examinó detenidamente y cerciorándose sin duda de que no había peligro alguno la guardó en el bolsillo; luego vino de nuevo hacia mí, me tomó de la mano y en medio de un gran silencio y expectación salimos ambos de la escuela.
La primera idea que acudió a mi mente cuando me vi en la calle de aquella forma sujeto por la mano de don Juan fué que me llevaba a la cárcel. Entonces resucitaron dentro de mi pequeño ser todos los espíritus muertos y me propuse no entrar en ella sino hecho pedazos. En cuanto aflojase un poco la mano ¡zas! daba un tirón y emprendía la carrera.
Pero no la aflojó. Llegamos a la plaza, seguimos por los arcos y en vez de tomar la calle del Muelle, donde estaba la prisión, seguimos por la del Rivero. Entonces comprendí que me llevaba a casa y se me ensanchó el corazón. De mi padre estaba yo bien seguro. Cuando don Juan le explicó con su habitual compostura y modestia todo el negocio se mostró grandemente colérico, aseguró que iba desde luego a comenzar sus investigaciones para averiguar de dónde procedía aquella arma y prometió que se me castigaría severamente.
Como yo esperaba, luego que don Juan se hubo ido no hizo otra cosa más que amonestarme sin demasiada acritud haciéndome algunas reflexiones que me impresionaron profundamente. En cambio mi madre se alarmó y enfureció lo indecible, me privó de toda golosina y no me dejó salir a la calle con mis amigos durante muchos días. Sin embargo, puedo asegurar que las palabras de mi padre fueron medicina más provechosa.