Decían los médicos, aunque no era cierto, que mi madre necesitaba baños de mar. Para tomarlos solíamos pasar el mes de agosto en la villa de Luanco, vecina de la de Avilés, que posee una bonita playa arenosa donde las olas rompen con estrépito.
En aquel tiempo existía en Luanco un hombre llamado el Corsario.
No era Barbarroja, porque tenía barba negra y escasa. No era tampoco el corsario de Byron, porque Conrado, hombre de soledad y misterio (man of lóneness and mistery) hablaba poquísimas palabras y nuestro corsario era un charlatán insufrible.
Además no se le conocía tendencia alguna romántica, sino más bien una inclinación decidida a entrarse por las tabernas y a permanecer allí un tiempo indeterminado.
Era un hombrecillo de ojos pequeños y hundidos, delgado, cargado de espaldas que no traía a la memoria escenas de zafarrancho y abordaje.
¿Por qué se le llamaba el Corsario? No lo sé. Quizá los buenos viejos de Luanco sepan algo más. Pueden ustedes ir a preguntárselo.
Este Corsario desempeñaba el oficio de alguacil del Ayuntamiento. A los que el alcalde mandaba detener los encerraba en la cuadra de su casa. Era entonces la única cárcel modelo que allí existía.
Como profesión suplementaria el Corsario ejercía la de alquilador de caballos. En realidad no debiera hablar en plural, porque alquilaba un solo caballo. Pero tenía además un burro y esta circunstancia le imprimía carácter profesional.
No puedo decir casi nada del burro, porque no he tenido trato con él. En cuanto al caballo no vacilo en afirmar que era un miserable impostor. Siento mucho tener que hablar de él en esta forma, pero el respeto de la verdad me obliga a ello.
Era un rocín bastante bien proporcionado, color de hoja seca, que tenía algunos cuarterones de carne sobre los muslos y en la frente una mancha blanca del tamaño de una pieza de dos pesetas. A esta última circunstancia debía sin duda su nombre de Lucero. El que lo había bautizado era hombre de imaginación, porque aquellos pelos blanquecinos no podían dar idea remota de ningún astro del cielo.
Sus medios de subsistencia estaban envueltos en el misterio y despertaban en Luanco comentarios bochornosos. Si su amo era solamente pirata de nombre él lo era de hecho. Se le veía por los caminos de noche y de día como un vagabundo apercibido a todo lo malo. Saltaba las barreras de los prados y se comía la fresca yerba destinada a las vacas de los vecinos; saltaba también con increíble audacia las tapias de las huertas y engullía las lechugas y los guisantes. Hasta se comió en cierta ocasión, según se dijo, unas enaguas del ama del señor cura que ésta había tendido a secar en la huerta parroquial.
Puede concebirse que tales hazañas solían costarle algunas monumentales palizas. En la villa se le consideraba como un socialista peligroso y era unánimemente aborrecido. Pero es lo cierto que hasta la fecha en que yo le conocí, había logrado no morirse de hambre.
Sin duda, era un animal de mucho mundo y capaz de abrirse paso en la sociedad; pero estas cualidades no le daban atractivo para la equitación. Los honrados vecinos de Luanco le alquilaban una que otra vez por la módica cantidad de dos pesetas para trasladarse a Candás o a Avilés o a cualquier parroquia de las cercanías. Pero a nadie en el globo terráqueo más que a mí se le ocurriría alquilarlo para dar un paseo de recreo y gallardear de jinete.
Pues eso fué cabalmente lo que hice una tarde de Agosto en que el cielo estaba limpio como un cristal y una brisa suave rizaba la llanura azul de la mar.
Cuando le comuniqué mi proyecto al Corsario, éste me miró atentamente de los pies a la cabeza y me hizo varias preguntas técnicas para cerciorarse de mis conocimientos hípicos. Respondí a ellas con bastante soltura y le hice saber además que yo no era un jinete cualquiera, pues me había roto la ternilla de la nariz cayendo de un caballo. Esta última prueba le tranquilizó por completo. Yo le entregué las dos pesetas por adelantado y esto le tranquilizó todavía más.
Fué a buscar al gandul del Lucero, ocupado a la sazón, como un peón caminero, en limpiar de yerba las orillas de la carretera y mientras lo enjaezaba me dió muchos paternales consejos. Yo le pregunté si tenía espuelas. Volvió a mirarme atentamente y al cabo me respondió gravemente:
—Sí; tengo espuelas; pero aquí nadie las usa.
—Pues yo no monto sin espuelas—le repliqué con tal extraordinaria firmeza que sin entrar en más explicaciones se fué a buscarlas.
Eran dos horribles artefactos de hierro dulce oxidados. Estuve vacilando si calzármelas o no, pero al fin me decidí a ello después de haberlas fregado un buen rato con aceite y arena.
Héteme aquí cabalgando sobre el Lucero, que en cuanto salió de la cuadra conmigo principió a hacer piernas dando unos brinquitos muy elegantes, marchando ahora de un costado, ahora de otro, sin duda con el propósito de que yo mostrase al público mi gentileza.
Estaba encantado de mí mismo. Jamás en la vida me había hallado tan bizarro. Lanzaba miradas investigadoras a los balcones de las casas y me sorprendía que no saliesen a ellos todas las niñas bonitas de Luanco para contemplar a aquel jovencito apuesto de naciente bigote que se tenía tan galanamente en la silla.
Fué un momento de esplendor que recordaré mientras viva. Todos, grandes y pequeños han tenido en su existencia algunos de estos instantes de triunfo más o menos duraderos. Mi apoteosis no duró en el tiempo más de cinco minutos y en el espacio unos ciento cincuenta metros. Llegado a este límite aquel hipócrita animal que tenía debajo de mis pantalones se puso tranquilamente a caminar a paso lento y no me fué posible con ningún argumento hacerle volver de su determinación.
Quise dejarle algún reposo. A los mismos oradores parlamentarios se les concede cuando han hecho demasiadas piernas en el Congreso, y le permití caminar a su gusto. Pero al llegar a la plaza, como observase que había por allí muchos bañistas de ambos sexos, no quise perder la ocasión de mostrarles mis dotes excepcionales para los ejercicios ecuestres y advertí al Lucero por medio de la espuela de que era llegado el momento de secundarme.
¡Que si quieres! Bajó la cabeza acusando recibo del espolazo y siguió en la misma forma paso tras paso delicadamente como si fuese pisando huevos.
Segunda llamada. La misma respuesta. Yo me indigné. Tenía quince años y en aquella edad me indignaban muchas más cosas de las necesarias. Repetí el aviso. Nada. Lo repetí otras cuantas veces con el mismo resultado. Aquel gran hipócrita bajaba siempre la cabeza y se mostraba conforme; pero no parecía poco ni mucho inclinado a seguir mi voluntad. Se acata, pero no se cumple.
En aquella época Luanco no era un centro de placeres. Los bañistas prolongaban por la mañana cuanto podían el tiempo destinado al baño. Por la tarde iban de paseo a un sitio llamado la Fuente mineral y amenizaban la excursión comiendo las moras de los zarzales que guarnecían las paredillas del camino. Por la noche discutían en familia la cuestión de la temperatura y se metían en la cama.
Esta es la razón y no otra de que cuantas personas transitaban en aquel momento por la plaza con sombrilla y sombrero de paja lo mismo que las que departían apaciblemente a la puerta de los comercios quedasen extáticas contemplándome con la mayor atención posible.
Sentir la atención pública sobre sí es cosa que a no pocos hombres desconcierta. Uno de estos hombres soy yo. Consideré que debía dar satisfacción a aquella curiosidad haciendo algo que no fuese en absoluto corriente. Y lo más adecuado era hacer galopar a mi caballo.
Yo era un inocente en aquel tiempo y desconocía por completo no sólo el corazón de los bípedos, sino también el de los cuadrúpedos. Este infame animal, sin hacerse cargo de la crítica situación en que me hallaba, el papel ridículo que me iba a hacer representar y la desconsideración que iba a arrojar sobre mí ante la opinión pública, se obstinó en no salir del paso. Por cuantos medios puede un hombre emplear para convencer a un ser irracional traté de persuadirle a que diese algunos brinquitos sugestivos que me dejasen airoso ante aquella sociedad veraniega. No fué posible. Palmaditas en el cuello para halagar su amor propio. ¡Up! ¡Up! Gritos de triunfo para despertar su entusiasmo. Avisos indicadores con la espuela. Nada…
En aquel momento penetró en la plaza viniendo de la parte de la playa un grupo compuesto de cinco o seis elegantes señoritas, las cuales quedaron inmóviles contemplándome con cierta curiosidad burlona. Al fin soltaron a reír con frescas y unánimes carcajadas.
Fué mi perdición y la de Lucero. Aquellas carcajadas entraron por mis venas como un licor ponzoñoso. No supe lo que hice. Ciego de cólera principié a dar furiosos espolazos al autor de mi deshonra. El Lucero se dejó martirizar con la obstinación de un hereje. Yo no veía su sangre, pero la sentía correr. ¡Se la hubiera bebido toda!
Sin embargo, en medio de mi agonía dolorosa, tuve una satisfacción. Aquellas alegres señoritas dejaron de reír y se pusieron serias. Como era necesario salir de tan equívoca situación, pues Lucero se negó a dar un paso más y pude advertir que el público se ponía de su parte, tiré de las bridas fuertemente y le hice dar la vuelta.
Entonces Lucero se puso a caminar con alguna mayor celeridad; no mucha. Yo, frenético, llorando de vergüenza, seguí dándole furiosos espolazos.
—¡Ave María!… ¡Mira, Pepe, cómo va ese caballo!
Todos los transeuntes dirigían la vista al vientre del caballo, me miraban después a mí, y sacudían la cabeza en señal de reprobación.
Pero mi cólera no se apagaba. Me creía cubierto de ridículo por toda la eternidad.
Lucero debía tener conciencia de la infamia que conmigo había cometido, porque aumentaba un si es no es la rapidez de sus pasos. Quizá no fuese el grito de la conciencia sino la perspectiva de la cuadra.
Pero he aquí que no muchos pasos antes de llegar a ella se dejó caer de bruces al suelo y yo con él. Por milagro no me rompí segunda vez el cartílago de la nariz. Me alcé así que pude y traté de alzarle a él también. Fueron inútiles mis esfuerzos. El Lucero, de rodillas cual si estuviese orando por sus enemigos, entre los cuales debía yo contarme, no hacía movimiento alguno.
Entonces cruzó por mi mente una idea pavorosa. ¡Si estaría muerto! La deseché inmediatamente; pero con la misma velocidad volvió a colarse. Otra vez la rechacé y otra vez se introdujo. Y así, con este metódico vaivén vibratorio, llegué pronto al convencimiento de que el Lucero no pertenecía ya al número de los seres vivos. Esta certidumbre me dejó a mí casi tan muerto como a él. ¿Cómo me presentaría al Corsario?
Me presenté trémulo, convulso, tartamudeando absurdos.
—¿No sabe usted?… El Lucero… se ha dejado caer ahí en la calle… y no quiere dar un paso más… Me parece que está durmiendo…
Una sonrisa increíblemente sarcástica se dibujó en los labios del Corsario.
—¡Si dormirá, si dormirá!… ¡Es un zorro!… ¡Pero qué zorro!
Y echando mano al látigo que tenía colgado de un clavo, salió conmigo a la calle.
El Lucero seguía inmóvil sobre las rodillas, con la cabeza metida entre ellas.
—¿Duermes, Lucero?—preguntó el Corsario con acento aún más sarcástico que la sonrisa.
Y con habilidad y presteza maravillosas le aplicó dos estacazos entre las orejas con el mango del látigo. El Lucero permaneció inmóvil orando como un derviche. El Corsario, altamente sorprendido, acercó a él su rostro, le examinó atentamente y, al cabo, abriendo desmesuradamente los ojos, exclamó:
—¡Así Dios me salve, está muerto!
Y de repente, se abalanzó furioso sobre mí y me echó la mano al pecho arrugando mi camisa almidonada.
—¡Tú lo has matado!… ¡Tienes que pagarlo!
Aterrado por el impensado abordaje de aquel pirata, dejé escapar débilmente de mi garganta:
—¡Lo pagaré, lo pagaré!
Pero no lo pagué. Los varones más calificados de la villa certificaron que no había fallecido de muerte violenta sino de inanición.
Era un despreciable rocín, un hipócrita, un bellaco…
Sin embargo, en este momento, me alegraría de no haber dado aquellos espolazos.