Si el Cielo me concediese una nueva existencia en este nuestro planeta de la orden de menores y me diera a escoger el sitio donde se deslizase mi infancia, respondería sin vacilar: ¡Avilés!

Lo que recuerdo de esta villa es tan amable, tan alegre y pintoresco, que dudo que en parte alguna de Europa o de América (dejemos el Africa para los negros y el Asia para los chinos) se encuentre otra que la supere.

Sin embargo, nadie se figure que era todo algazara y romerías y habaneras y pasacalles. Había en nuestra villa más de una docena de figuras decorativas que no sólo mantenían en ella la respetabilidad y el decoro sino que la comunicaban esplendor a los ojos del forastero. Cuando bien temprano, mucho más temprano de lo que yo quisiera, salía de mi casa para la escuela, encontraba indefectiblemente paseando debajo de los arcos a uno de nuestros vecinos vestido de levita negra, corbata blanca, gran pechera con botones de diamantes, sombrero de copa alta, bastón con puño de oro y botas charoladas lo mismo que si se dispusiese a ir a la recepción de la embajada de Inglaterra. Allá había estado, según contaban, varios años: por eso gastaba patillas y era tan correcto, tan grave y silencioso. Que hiciera bueno que hiciera mal tiempo, en los días más calurosos de Julio como en los más ateridos de Enero, por allí paseaba revestido de aquellos ornamentos que me infundían un respeto indecible. Desde el feo asunto de las peras yo no osaba mirar como antes a su blanca pechera, ni siquiera a sus botas charoladas.

Un poco más allá, en los arcos mismos de la plaza paseaba mi tío Víctor, también de levita. Coronel retirado, luenga barba blanca. Era persona de tan heroica estatura que cuando se doblaba para darme un beso, yo pensaba que descendía sobre mí el mismo Padre Eterno con sombrero de copa.

Algo más lejos, al comenzar los arcos de Galiana tropezaba debajo de ellos con otro respetable personaje, don Manolo P. Vestía igualmente levita y sombrero de copa. Su bastón era una primorosa caña de Indias con puño de marfil y contera de la misma materia, que rara vez ponía en el suelo por no estropearla, según se decía maliciosamente en la villa. Frisaba ya en los cincuenta años; el rostro cuidadosamente rasurado y tan rojo y congestionado, que daba en violáceo: parecía una figura de la corte de Carlos IV. Este grave sujeto paseaba con la mayor solemnidad por delante de su casa, deteniéndose a menudo delante de una hojalatería próxima a ella y cambiando con el hojalatero algunos pensamientos más o menos trascendentales. Miraba fijamente a los transeuntes como si sospechase de su honradez; la mía debía de inspirarle mayores dudas que la de ningún otro a juzgar por la insistencia con que sus grandes ojos redondos me seguían. Tenía el título de abogado, pero no ejercía su profesión; vivía de sus rentas y era un caballero tan digno y venerable, que como imposible tenía yo que nadie osara faltarle al respeto. Sin embargo, este imposible se realizó. Un borracho llamado Platina se acercó a él un día tambaleándose:

—¿A que no sabe usted don Manolo en qué se parece usted a San Roque?

—No adivino—respondió nuestro caballero abriendo todavía más sus grandes ojos redondos.

—En que San Roque es abogado de la peste y usted es la peste de los abogados.

Da grima pensar que en este mundo nadie pueda verse libre de un insulto soez ni aun los más altos próceres que, como éste, son ornato de su pueblo nativo y orgullo de sus convecinos.

A la postre él mismo se encargó de faltarse al respeto, pues cuando menos podía pensarse cayó enamorado de nuestra costurera. La primera noticia que tuvimos fué por una carta que de él recibió mi madre. En ella la suplicaba que le permitiese venir algún rato a casa para poder hablar con su prometida, pues ya la consideraba como tal. La pretensión era un poco extravagante, pues mis padres no tenían el gusto de tratarle. Sin embargo, mi madre cedió inmediatamente de buen grado, y he aquí a nuestro caballero sentado por las tardes en el comedor, entre ella y la gentil costurerilla, departiendo cortésmente de cosas indiferentes como un pollastre que hiciese la corte a una damisela delante de su mamá. La mía le dirigía siempre la palabra sonriendo, y mi padre, cuando por allí pasaba, lo mismo. Y en la sonrisa de mi madre había un granito de burla y en la de mi padre dos. Por fin aquel buen señor se casó y toda su vida se mostró agradecido, colmándonos de atenciones, prueba irrecusable de la bondad y honradez de la joven a la cual había unido sus destinos.

Dicho queda que a más de éstos existían en la villa otros próceres que realzaban con su majestuosa indumentaria a nuestra villa. Pero estos próceres no se mantenían como los de otras ciudades, encastillados en su grandeza ni se oponían o desdeñaban a la juventud bulliciosa. Al contrario, se les hallaba siempre propicios a proteger y alentar cualquier proyecto recreativo iniciado por ésta. Algunas veces de ellos mismos partía la iniciativa. Semejantes a los ancianos de Atenas consagraban su experiencia a los nobles recreos de la vida y velaban por el decoro de las fiestas. Mi buen tío Jorge de las Alas, viejo y achacoso, fué quien creó la Academia de música en Avilés, quien organizó la sociedad del Liceo y quien llevó a cabo la erección de un teatro cuando no existía. Merece este infatigable anciano, que tanto contribuyó a la cultura de nuestra villa, que ésta le erija una estatua. No hallábamos los jóvenes de Avilés, en estos nobles ancianos, ni una sonrisa desdeñosa, ni una frase severa. Todavía recuerdo que al asistir por vez primera a un baile del Liceo, no contando aún diez y siete años, como me hallase apurado porque no podía abrochar mis guantes, el mismo presidente de la sociedad, que era un respetable caballero con la cabeza canosa, vino en mi auxilio y logró abrochármelos.

Avilés guardaba en aquel tiempo más de una semejanza con Atenas. Porque reinaba la alegría y el decoro y el amor al arte como en la ciudad de Minerva, y además se vivía en una dulce ociosidad que permitía consagrarse enteramente a los placeres del espíritu. Para lograr esto Aristóteles creía necesario un número considerable de esclavos encargados de alimentar a los ciudadanos. Entre nosotros no existía que yo sepa más esclavo que un negro muy feo que había traído de América un indiano llamado don Pancho. Con este negro, que al parecer estaba siempre ansioso de llevar a los niños malos en un saco, nos amenazaba la maestra (porque de tres a cuatro años tuve el honor de asistir a un colegio de señoritas) cuando hacíamos demasiado ruido. Tantas veces nos había amenazado, sin embargo, que llegamos a despreciar, como inverosímil, aquella horrorosa perspectiva. Mas he aquí que un día aciago, al conjuro de la maestra, aparece en la puerta de la sala la espantable figura del negro de don Pancho con el famoso saco al hombro haciendo rodar por las órbitas sus ojos de tigre hambriento. No es fácil describir ni decoroso lo que allí pasó. Toda aquella juventud bi-sexual se sintió atacada a la vez en el corazón y la vejiga. No volvimos a ser malos en ocho días.

Vivíamos, pues, en nuestra villa sin trabajar, como he dicho. Quién trabajaba para nosotros no me importaba entonces averiguarlo. Cada casa albergaba un pequeño hidalgo o rentista que disfrutaba serenamente de la vida, bailando de joven, paseando de viejo. No faltaban artesanos, es cierto; había carpinteros, chocolateros, hojalateros, pintores, albañiles; pero casi todos estaban relegados al barrio de Sabugo. Los que había en la villa eran tan graves personajes casi como los que he descrito: algunos ya viejos gastaban sombrero de copa alta. Se les trataba con respetuosa consideración, se contaba con ellos para los festejos y algunos tenían tiempo para consagrarse a la música y la declamación y alcanzar señalados triunfos, como el ebanista Mariño y el barbero Manolo.

Al revés de lo que acaece en las grandes ciudades europeas y americanas, donde se vive en perpetuo afán y no hay tiempo para nada, en Avilés había tiempo para todo: si faltaba alguna vez no era ciertamente para el trabajo sino para divertirse. No existía la fiebre del dinero ni esa congojosa solicitud por el lucro que envilece las almas y entristece la vida. El comercio mismo, que por su naturaleza es sórdido, tenía en nuestra villa un temperamento noble y tranquilo. Los comerciantes recibían a sus amigos en las tiendas, departían y reían con ellos y apenas se curaban de la venta de sus artículos. Había un tendero llamado Braulio que poseía en la calle de la Herrería un bastante bien surtido almacén de quincalla. Pues este Braulio, cuando un amigo llegaba a invitarle a jugar al billar o a comer una langosta en el café de Tirita se ponía el sombrero, cerraba la tienda y se marchaba tranquilamente con él. ¡Que aguardasen los parroquianos!

Los próceres, la juventud impetuosa, los comerciantes y los artesanos no constituían por entero a nuestra villa. Existía, como es justo en ella, un elemento teológico compuesto por los párrocos de la villa y Sabugo con sus respectivos coadjutores, el vicario de las monjas de San Bernardo y hasta una media docena de frailes exclaustrados que habían quedado vivos en la matanza del año treinta y seis. Había un padre Cerezo cuya sabiduría nadie ponía en duda, un fray Antonio Arenas taciturno, bilioso, que cantaba desde el coro de la iglesia de San Francisco la misa mayor con una voz que envidiaría Satán para dirigirse a los condenados del infierno, un Manzaneda (ignoro porqué a éste se le suprimía el fray) y había sobre todo un fray Melitón de perdurable memoria sobre la tierra y que en el cielo, donde no dudo que se hallará a estas horas, hará las delicias de los bienaventurados.

Este elemento teológico gastaba como el de los próceres levita y sombrero de copa. Solamente que como correspondía a su elevada dignidad teológica, las levitas eran mucho más largas y los sombreros mucho más altos. Cuando de niño veía al padre Cerezo o a Manzaneda debajo de uno de ellos sudaba de congoja.

Fray Melitón era el organista de la parroquia. Líbreme Dios de suponer que tocando el órgano es como alegrará a la corte celestial. Al contrario, me parece que si a fray Melitón se le ocurriese tocar alguna vez el órgano en el cielo, no duraría allí mucho tiempo. Lo que regocijará seguramente a sus hermanos de bienaventuranza es su grande, inconcebible inocencia. Fray Melitón era un niño de sesenta años. De medianas carnes y estatura, vigoroso, la faz roja, los ojos débiles, el pelo negro todavía, hablando siempre a gritos, unas veces enfadado, otras riendo, jamás tranquilo o indiferente. No pienso que tuviera licencia para confesar, porque este ministerio exige conocimiento del corazón humano y fray Melitón no conocía siquiera el suyo; celebraba misa y tocaba el órgano en las misas solemnes y festividades. De él estábamos enamorados unos cuantos chicos y él lo estaba de nosotros aunque no nos escaseaba los coscorrones cuando le molestábamos demasiado. Si nos hallaba en la Campa jugando a la peonza se detenía para contemplarnos, nos animaba a gritos, nos aplaudía o nos increpaba exactamente como si fuese uno de nosotros.

—¡Eso está bien, carape! ¡Bien! ¡Bien!… ¡Leoncio, eres un burro!

Si nos tropezaba en el campo Caín se sentaba a nuestro lado y nos contaba historias milagrosas. Los milagros eran su especialidad. Otras veces nos hablaba de su convento y nos describía la enorme despensa de la cual estaba él encargado, los sacos de garbanzos, las pilas de nueces y avellanas, las filas de jamones colgados del techo; nos pintaba la huerta donde crecían toda clase de árboles frutales, cerezos, perales, que daban peras tamaño de una libra, ciruelas claudias y encarnadas, albaricoqueros de espalera: de tal modo que a los chicos se nos hacía la boca agua. Recordaba también con enternecimiento los grandiosos cerdos que allí se criaban y nos comunicaba en secreto de qué medios se valía para hacerles engordar una arroba por semana al llegar el mes de Octubre. A menudo también se placía haciéndonos preguntas y enterándose de nuestros estudios y propósitos.

—¿Qué es lo que tú quieres ser?

—Yo, militar.

—¡Bravo! ¡A la lid, valiente!… ¿Y tú?

—Yo, médico.

—Mírame la lengua (y la sacaba)… ¿Y tú?

—Yo quiero ser oidor.

—¿Oidor? Aguarda un poco que te escarbe los oídos.

Y echaba mano a la punta de una ramita; con lo cual reíamos a carcajadas, y él más que nosotros.

Si alguno le decía que quería ser cura, torcía el gesto.

—¿Sabes, burro, si tienes vocación para el estado eclesiástico?… Además, para ganar el cielo no se necesita ser cura ni fraile.

Y tenía razón, porque él lo hubiera ganado en cualquier condición.

Entre todos nosotros distinguía particularmente a tres, y yo era uno de ellos. Por eso cedió a nuestras instancias concediéndonos el honor de mover los fuelles del órgano, tarea que antes desempeñaba el hijo del sacristán.

Detrás del órgano de la iglesia de San Francisco existía, y es posible que aún exista, un pequeño y obscuro y sucio desván donde se hallan los fuelles que lo alimentan de aire. Estos fuelles, que eran tres, tenían cada uno un madero en forma de lanza, bajando el cual hasta tocar el suelo, el fuelle se hinchaba; luego, a medida que se gastaba el aire iban subiendo paulatinamente hasta llegar al techo. Me encargué, pues, de bajar una de estas lanzas y mis amigos de las otras dos. Para bajarlas necesitábamos colgarnos de ellas, y después que las teníamos a nuestra altura montarnos encima hasta humillarlas por completo. Así que lo habíamos conseguido podíamos descansar unos minutos mientras lentamente los fuelles se deshinchaban y los maderos subían.

¿Cómo es posible que allí encerrados medio a obscuras, respirando polvo y obligados a trabajar como negros sin descuidarnos un instante fuésemos dichosos? Pues lo éramos y no poco. Estábamos poseídos de nuestro papel, que juzgábamos principalísimo. Sin nosotros el órgano no sonaría y todo aquel estrépito que fray Melitón armaba se extinguiría miserablemente y la gran solemnidad vendría a tierra.

No recuerdo bien cómo acaeció: me parece que yo estaba contando a mis amigos en qué forma había entrado un pájaro en el comedor de mi casa y cómo había podido atraparlo arrojándole una toalla encima. Sea por esto o por otra causa, lo cierto es que en una ocasión nos descuidamos olvidando los fuelles. Los maderos habían subido hasta su límite máximo, tocando en el techo. De pronto se abre con estrépito la puertecita del coro y aparece por ella la faz congestionada de fray Melitón echando chispas de sus ojos por detrás de los cristales de las gafas y se lanza sobre nosotros dejando caer sobre nuestras cabezas una lluvia maléfica de coscorrones. Sin hacer caso de ellos nos lanzamos a los maderos, para alcanzar los cuales necesitábamos dar saltos prodigiosos.

—¡Burros! ¡Más que burros! ¿Para eso os he dejado venir a hinchar los fuelles? ¡Y en el momento mismo de ejecutar el trémolo!

Es de saber que cuando en la misa llegaba el momento de elevar la Hostia Santa fray Melitón hacía ejecutar al órgano un trémolo tan misterioso, tan solemne, tan patético que no había corazón por duro que fuese que no se sintiera sobrecogido.

—¡Dejarme sin aire en el trémolo, nada menos que en el trémolo!—exclamaba enfurecido sin dar paz a la mano—. ¿No sabíais que estaba ejecutando el trémolo, burros?

Yo no conocía entonces esa palabreja. Largo tiempo después cuando llegaba a mis oídos percibía en la cabeza la sensación vaga de un coscorrón.

De aquellos tres hinchadores de fuelles vivimos dos, y estoy en fe que lo mismo mi compañero que yo los hincharíamos de nuevo con placer si nos volvieran a los doce años.

Pero no sólo debo a fray Melitón estos momentos de intensa y pura felicidad: algo más le debo y voy a contarlo sin cuidado alguno puesto que él no ha de salir de la tumba a llamarme burro otra vez y a darme de coscorrones.

En los meses calurosos del estío solía bañarme en la ría con unos cuantos amigos de mi edad. Apenas salíamos de la escuela salvábamos el puente de San Sebastián y por el largo malecón de las Huelgas caminábamos hasta un sitio bien lejano donde pudiéramos desnudarnos sin faltar al pudor. En sábanas o toallas para secarnos no había que pensar porque todos se bañaban como yo a escondidas de sus padres. Nos acurrucábamos un momento al sol y luego nos vestíamos sin aprensión alguna. Este sistema, que por mucho tiempo me pareció peligroso, lo he visto hace poco tiempo preconizado por un médico alemán.

Una tarde por haber tenido que ir antes a casa me vi obligado a caminar solo hasta el puente donde me habían dado cita mis compañeros. No les hallé en aquel sitio y pareciéndome que ya habían tomado la delantera me dirigí sin apurarme por el malecón al sitio acostumbrado. Tampoco estaban allí. Largo tiempo los estuve aguardando y viendo que no llegaban me decidí a desnudarme y echarme al agua.

Era casi la hora de la pleamar; el sol reverberaba todavía sobre la superficie de la ría que se mostraba brillante y poderosa como un gran brazo de mar. Me hallaba solitario: sólo allá lejos sobre el malecón percibí un montón de ropa y en medio de la ría la cabeza de un hombre que nadaba y que no pude entonces reconocer.

Sin cuidado alguno, porque estaba bien acostumbrado a ello, me zambullí y comencé a nadar en la dirección de la cabeza que veía sobre el agua. No tardé en averiguar que aquella cabeza pertenecía a fray Melitón y desde entonces con más fuerza me dirigí nadando adonde estaba. Pero él, que no me reconoció, y a quien sin duda molestaba ser conocido se alejó nadando y yo le seguí con esperanza de alcanzarle. Tanto nadé que al fin me hice cargo de que me estaba alejando demasiado de la orilla. Pensar esto, volver la cabeza, ver la orilla lejana y sentir un miedo cerval fué todo uno.

El miedo me dejó yerto. Sentí que el frío me penetraba y que pronto iba a paralizar mis piernas y mis brazos. En fin, sospeché que estaba corriendo un grave peligro de muerte, y esta sospecha no contribuyó, como cualquiera puede calcular, a tranquilizarme. Di rápidamente la vuelta, pero si antes me pareció la orilla lejana ahora me pareció la misma costa de la América. Entonces me decidí a gritar:

—¡Fray Melitón! ¡fray Melitón!

—¿Qué pasa?—respondió éste alarmado por lo extraño de aquel grito.

—¡Que me ahogo, fray Melitón!

Fray Melitón nadó con fuerza hacia el sitio donde yo estaba.

—¿Qué dices, muchacho?—exclamó al mismo tiempo reconociéndome.

—¡Que me ahogo! ¡que me ahogo!

—¿No puedes sostenerte hasta que yo llegue?

—Creo que sí.

En efecto, así que le vi nadando hacia mí me acudieron repentinamente las fuerzas, pues sólo el miedo y no la fatiga las había paralizado.

—¿Qué te pasa?

—No sé… Creo que tengo frío—respondí por no confesar mi miedo.

—Cógete al cinturón de mi calzoncillo… ¿Podrás mover las piernas?

—Sí.

Y haciendo lo que me ordenaba puse una mano sobre su cintura y con este solo apoyo y nadando con las piernas llegamos perfectamente a la orilla.

Una vez allí ¿qué se figura el lector que hizo aquel buen hombre? Pues emprenderla a mojicones conmigo… ¡por burro!

—¿Si no sabes nadar grandísimo burro para qué vas adonde te cubra? ¡Eres un burro! ¿Quién, si no un burro se va al medio de la ría sin saber nadar?

Tantas veces me llamó burro el bueno de fray Melitón que no sé cómo en aquel mismo punto no me brotaron las orejas.