Sus padres tenían un almacén de enseres marítimos no lejos del muelle. Era tan pequeño y estaba de tal modo atestado que apenas podrían mantenerse tres o cuatro personas dentro de él.

Barricas de raba para la pesca de la sardina, montones de cables enrollados, paquetes de lona, cajas de brea, remos, garfios, anclotes, latas de aceite, pantalones impermeables, todo hacinado de un modo delicioso. Yo por lo menos lo encontraba así. El techo era bajo, circunstancia que lo hacía más grato aún a mis ojos, y de él pendían ristras de anzuelos, alpargatas y botas de agua. Tenía una escalerita estrecha y empinada que conducía al piso primero y único de la casa. Todo esto le prestaba cierta semejanza con el camarote de un barco; y aquí está precisamente la causa de que esta tiendecita ejerciese sobre mí tal fascinación.

En aquella época yo amaba el mar sobre todas las cosas: era mi elemento, soñaba con ser marino.

Me encantaba, pues, visitar aquella tiendecita tan abarrotada de tesoros marítimos y me hubiese encantado aún más si el padre de mi amigo Genaro no fuese un hombre tan serio y tan barbudo. Su barba negra, erizada, le brotaba hasta por debajo de los ojos, que eran negros también y grandes y severos. Cuando iba a preguntar por su hijo me informaba por medio de un gruñido señalando al techo o a la puerta, según estuviese en casa o fuera.

Genaro tenía bastante parecido con su padre y seguramente sería un perfecto retrato suyo cuando transcurriesen los años. La misma tez cetrina, los mismos grandes ojos negros y una cierta seriedad que imponía respeto a primera vista. Después que se entraba con él en amistad resultaba extremadamente simpático. Era un chico franco, resuelto, leal, no muy inteligente y un poco aturdido. Todos le estimábamos, no sólo por su carácter, sino también y especialmente por su agilidad y su fuerza, pues es cosa cierta que los niños como los griegos adoran el cuerpo primero y después el alma.

Ninguno más diestro que él en toda clase de juegos y ejercicios, sobre todo en los marítimos, esto es en nadar, remar, trepar a pulso por la jarcia de los barcos, etc. En el arte de la navegación nos sacaba a todos gran ventaja, pues era ya a los trece o catorce años un perfecto marinero que izaba y echaba rizos a la vela en el momento oportuno, que sabía orzar y arribar y tesar o arriar la escota y dejaba caer el rezón con perfecta exactitud donde quería. Por esto siempre que disponíamos cualquier excursión a los puntos extremos de la ría buscábamos su compañía.

Felizmente para mí, su casa no sólo tenía entrada por la tienda. En el portal había otra escalera que conducía al piso, y cuando la puerta no estaba cerrada subía por ella para llamarle evitando con esto la barba espinosa de su padre.

En vez de esta barba solía recibirme en lo alto de la escalera un rostro halagüeño y hermoso que me placía ver casi tanto como los tesoros marítimos de la tienda. Este rostro pertenecía a una joven llamada Delfina, mitad costurera, mitad amiga de la casa. Venía con frecuencia a ella para ayudar a la madre de Genaro que, enteramente ocupada con la tienda, no podía atender a los quehaceres domésticos.

Esta Delfina, que podría contar diez y siete o diez y ocho años de edad, era un estuche. Cosía primorosamente, aplanchaba aún mejor, dirigía las faenas de la casa con la habilidad de una vieja ama de llaves y sabía contar cuentos mejor que la sultana Serezada. Era además bella como lo eran sus tres hermanas; porque tenía nada menos que tres; y era igualmente coqueta como ellas. Entre las jóvenes artesanas de Avilés estas cuatro gozaban con justicia fama de hermosas y elegantes; es decir, que sus trajes eran más cuidados y más finos que los de las demás, aunque sin salirse de su esfera, porque en aquel tiempo ninguna osaba hacerlo. Era además alegre como un jilguero y nos hacía reír con sus bromas y después nos pellizcaba para que no riésemos alto; porque ella también tenía miedo de las barbas del amo de la casa.

Así, que cuando subía a la de mi amigo para invitarle a alguna excursión, si Delfina estaba en ella, más de una vez y más de dos olvidé mi propósito y me quedé embelesado con la risa y los cuentos de la costurera. Y si se me había caído un botón o me había hecho un siete en el traje, esta encantadora hada se apresuraba a reparar el desperfecto, dándome después una ligera bofetada que me dejaba con apetito de desgarrarme otra vez el pantalón.

Un día, no obstante, al subir la escalera para llamar a Genaro, la encontré excesivamente seria y desde lo alto me despidió secamente diciéndome que mi amigo no podía salir conmigo porque su padre le tenía ocupado. Me sorprendió un poco, pero no hice demasiado alto en ello. Aquella misma tarde uno de nuestros amigos me dijo confidencialmente:

—Acabo de saber que Genaro ha robado bastante dinero a su padre y que éste le ha dado tantos palos que ha tenido que guardar cama.

Quedé consternado. Entonces comprendí la razón de la seriedad de Delfina.

—Pero ¿cómo ha sido?

—No sé… Creo que ha metido mano en el cajón de la mesa donde guarda el dinero allá en su cuarto.

Me produjo un sentimiento tristísimo. Aquel chico era un amigo a quien yo quería de veras y jamás le creyera capaz de semejante bajeza.

Transcurrieron bastantes días y una tarde le encontré en el muelle. Estaba un poco más pálido, pero alegre e impetuoso como siempre. Embarcamos en nuestro bote y nos paseamos por la ría al tenor de otras veces. Yo sentía que mi estimación hacia aquel muchacho mermaba; pero no podia sustraerme a la simpatía que había logrado inspirarme. Sin embargo, desde entonces me abstuve de ir a buscarle y sólo cuando le encontraba casualmente en el muelle nos embarcábamos juntos.

Pero su asistencia a este sitio, que antes era tan continua, sufría algunos eclipses. Algunas veces se pasaban ocho días sin que le viese saltando por las lanchas o encaramándose en la jarcia de los barcos. Por otra parte, cada vez que le veía le encontraba más pálido: la tristeza se esparcía como una nube negra por su rostro.

Aquel amigo, que por relaciones de familia tenía noticias auténticas de lo que pasaba en casa de Genaro, me comunicó que éste seguía robando a su padre y que los castigos continuaban cada vez más crueles y terribles. Al parecer, la noche anterior su padre le había azotado de tal manera con unas cuerdas que a sus gritos habían acudido los vecinos y le habían hallado en un estado lamentable.

Entonces súbitamente despertóse en mí una compasión infinita hacia aquel chico; aún puedo decir que creció mi cariño, porque siempre en mi alma la compasión engendró el amor. Me rebelé contra aquella barbarie y me dije con indignación: «¿Después de todo, qué? ¿No trabaja y ahorra para él? Si se ha tomado antes lo que más tarde le ha de pertenecer no hay en ello tan gran delito.»

He aquí cómo la compasión y el afecto hicieron brotar en mi cerebro ideas subversivas en el orden moral y jurídico.

Algunos días después volví a encontrarle en el muelle y por un impulso repentino que no pude reprimir le eché los brazos al cuello. El quedó sorprendido, se puso aún más pálido y rompió a sollozar perdidamente. Como nunca había sido blando para llorar, su llanto provocó el mío, que siempre lo he tenido fácil.

No hablamos una palabra. Nos secamos las lágrimas en silencio y montamos en el bote para dar nuestro paseo habitual.

Al cabo supe que su padre había resuelto enviarle a Cuba y que estaba señalado el barco que había de conducirle. No recuerdo, o por mejor decir no quiero recordar, si era la Eusebia, la Flora o la Villa, los tres barquitos principales que entonces hacían la carrera de América; pero era uno de ellos. Estaba anclado en San Juan esperando el Nordeste para hacerse a la vela.

Aquellos días no vi a Genaro en el muelle. Cuando llegó el de la partida tuve de ello noticia por un viejo marinero cuyo hijo era grumete en el barco. Entonces me acometió el deseo de ir a despedirle. Lo propuse a otros dos amigos que aceptaron al instante, pues todos amábamos a aquel chico a pesar de sus faltas. Y una tarde, después de comer, nos acomodamos en un bote y comenzamos a bogar en dirección a San Juan.

En el muelle habíamos sabido antes de partir que Genaro ya estaba allá desde por la mañana y que ni su padre ni su madre ni persona alguna de la familia había ido a despedirle. Sólo un marinero le había acompañado con el baúl. Aquello nos pareció el colmo de la crueldad.

Cuando llegamos a San Juan, el barco estaba ya a punto de hacerse a la vela. Nos acercamos a su casco negro y advertimos que a bordo se estaban efectuando las maniobras preliminares. En torno de él había tres o cuatro lanchas con personas que decían adiós a los pasajeros. Estos, inclinados sobre la borda, hablaban a gritos con sus amigos o deudos. Dimos la vuelta al buque y no vimos por ninguna parte a Genaro. Entonces nos pusimos a llamarle con toda la fuerza de nuestos pulmones.

—¡Genaro! ¡Genaro!

Al cabo apareció en la popa. Con una mano se sujetaba a un cable y con la otra nos envió un saludo acompañado de una triste sonrisa.

Jamás olvidaré aquella sonrisa de dolor, de vergüenza, de resignación, de desprecio…

Quisimos hablar, pero no sabíamos qué decirle. Un marinero se acercó a él y le apartó bruscamente y se colocó en su sitio para ejecutar una maniobra.

—¡Adiós, Genaro!—le gritamos.

Él nos hizo otro saludo con la mano. Y no volvimos a verle.

Entonces comenzamos de nuevo a navegar la vuelta de Avilés. Bogábamos silenciosos, melancólicos. Los tres sentíamos en el fondo del corazón que una gran infamia se acababa de cometer en este mundo.

Pocos días después lo habíamos olvidado. Sin embargo, al cabo de dos o tres meses se produjo un acontecimiento misterioso que llegó hasta nosotros y nos causó profunda impresión.

El padre de Genaro al abrir un día el cajón de la mesa de su cuarto se enteró con estupor de que había sido robado.

Entonces se le ocurrió a aquel bárbaro lo que mucho antes debió de habérsele ocurrido. Buscó una traza ingeniosa para averiguar quién le robaba.

Amarró una cuerda al fondo del cajón por la parte exterior, taladró la mesa, taladró el piso y la hizo pasar hasta la tienda, donde colocó disimuladamente una campanilla.

En efecto, algunos días después sonó esta campanilla: el comerciante se precipitó por la escalera sin hacer ruido y sorprendió al ladrón in fraganti. Era Delfina, la bella costurera que a todos nos tenía hechizados.

Fué entregada a la justicia y el padre de Genaro se apresuró a escribir a Cuba para hacerle venir. La carta llegó demasiado tarde. No mucho después de arribar a la Habana fué atacado por el vómito negro y había dejado de existir.

Esta es la historia triste de mi amigo Genaro.

No roguéis a Dios por aquel niño mártir. Rogad por sus verdugos.