Aquel verano envió Dios a la tierra el más verde follaje, las brisas más perfumadas, las aguas más cristalinas y las cerezas más encarnadas de su infinito repertorio. En el cielo también mostró su buena voluntad haciendo nadar en él un sol refulgente seguido de alegre escolta de nubecillas irisadas. Y en nuestra propia casa de Entralgo se ingenió para que mi padre olvidase la mayor parte de los días el darme lección y para que Muley, el perro de Cayetano, fuese cada vez más amable y tolerante conmigo.
Los animales seguían siendo mi dicha a pesar de la amarga decepción que acabo de relatar. La fauna me interesaba muchísimo más que la flora y como esto se sabía en el pueblo los chicos me traían con frecuencia mirlos de cría, jilgueritos, pinzones, calandrias, etc., etc. Yo los criaba a la mano, les abría el pico y les introducía cuanto alimento podía hallar en la cocina. A pesar de eso ¡caso extraño! todos se morían bien pronto: apenas pasó ninguno de las cuarenta y ocho horas. Esto hacía montar en cólera a mi padre y me increpaba duramente, no sé por qué, pues yo los cuidaba con el esmero y la diligencia que puede emplear una madre con sus hijos. Si se morían, sin duda era por mala voluntad, pues no es creíble que en edad tan tierna estuviesen ya fatigados de la vida.
Los terneros continuaban mereciendo mi aprobación aunque yo no merecía la suya, pues en cuanto me acercaba y les ponía la mano encima comenzaban a brincar y forcejear como desesperados y tiraban de la cadena que los tenía sujetos al pesebre como si quisieran ahorcarse con el collar. La madre allá en el fondo del establo volvía la cabeza y dejaba escapar un sordo mugido de reprobación.
José Mateo era siempre mi esclavo. Cuanto yo necesitaba o me placía en el reino vegetal o animal estaba seguro de obtenerlo inmediatamente por la intercesión de aquel hombre cuyo poder no reconocía límites. Trepaba a los árboles, penetraba en las cuevas, se bañaba en el río sin reparo alguno por proporcionarme el más pequeño placer. Cuando iba a efectuar cualquier trabajo, como segar heno fresco para el ganado o helecho para mullir el establo, me llevaba sobre sus robustos hombros, me sentaba después sobre el césped y mientras trabajaba me iba instruyendo acerca de las delicadas operaciones que exige el cultivo de la tierra y de la vida y costumbres de los animales que poseíamos en la casa. Me decía que el heno fresco se corta mejor a la madrugada porque está más blando: al mediodía la guadaña encuentra mayor resistencia. En cambio el helecho como se corta con la hoz vale más segarlo en las horas de calor en que está más recio. Me enseñaba el modo de atar la carga con la gran soga de cerda y me permitía ayudarle en esta importante operación montando sobre el montón de heno o helecho para prensarlo.
José Mateo era el hombre de las praderas. Para él no existía en el mundo ni riqueza más apetecible, ni espectáculo más divertido, ni cosa más digna de veneración que un buen prado de regadío. No le cabía en la cabeza que se pudiera llamar rico a un hombre que no poseyese alguno. Por eso mi padre, que poseía muchos, era un ser excepcional a sus ojos y cuando yo le decía que había señores mucho más ricos que él sacudía la cabeza dudando de mi aserto. Había estado una sola vez en Avilés y mi padre, queriendo proporcionarle una sorpresa, le llevó por caminos escondidos hasta el borde de la mar. Al hallarse repentinamente frente a ella y ver la inmensa llanura de agua, abrió mucho los ojos y dándose una palmada en la frente exclamó: «¡Dios, qué prado!»
No tardé en averiguar que la yerba larga y dura la comen perfectamente los caballos, pero las vacas la rechazan. La yerba cortita, mezclada de manzanilla y otras plantas olorosas hace la delicia de éstas que con ella se cargan de leche dulce y sabrosa. En el establo teníamos cinco o seis vacas que José Mateo, con profundo espíritu crítico, clasificaba en dos grupos: las lechares; esto es, aquellas que daban mucha leche, y las mantequeras, o sea las que dando menos leche rendían mayor cantidad de manteca. Aprendí cómo se extrae ésta mazando la leche en una vasija de barro a la cual se había hecho previamente un agujerito que se tapaba con una espiga de madera. Por este agujerito se dejaba correr el suero cuando la manteca comenzaba a sonar ya como una bola pastosa dentro de la vasija.
Los días claros, serenos, se deslizaban para mí de un modo delicioso aprendiendo estas y otras cosas que me parecían infinitamente más interesantes que la conjugación de los verbos intransitivos. En aquel tiempo pensaba yo como un bárbaro, imaginando que escribir el verbo haber sin h no tenía trascendencia alguna para la vida.
Una mañana hallé a José Mateo vestido con su chaqueta nueva y su montera de los domingos. Estaba grave y un poco pálido y contra su costumbre no me interpeló alegremente. Yo le pregunté:
—¿Por qué te has puesto la chaqueta nueva?
—Porque la Salia se quedó escosa—me respondió muy serio.
Yo no vi clara la relación de causalidad que existía entre la chaqueta nueva de José Mateo y el que la Salia se quedase escosa (sin leche). Callé sin embargo y al cabo de un momento él mismo se encargó de explicármela.
—El amo me mandó ir a venderla al mercado.
El amo era Cayetano; a mi padre le llamaba, «el señor».
—¡Ah! ¿vas a la Pola? Yo voy contigo.
En efecto, me dejaron ir a la Pola con él y estuve toda la tarde en el mercado del ganado. Después de mucha, muchísima conversación y de infinitos tanteos y reconocimientos, después de regatear una hora entera por cosa de medio duro, al cabo se vendió la Salia. José Mateo, que había estado locuaz todo el día volvió a quedar silencioso y taciturno cuando vió partir al comprador con la vaca atada por los cuernos. Hacía seis años que la ordeñaba, que la daba de comer, que la llevaba al río a beber, que la uncía al carro. Metió rápidamente en la faltriquera, como si le quemase los dedos, el dinero del precio, me tomó de la mano y emprendimos de nuevo silenciosos y tristes el camino de Entralgo. ¡Ah, vosotros los que en la Bolsa vendéis y cambiáis indiferentes esos papeles que llamáis valores, cuán poco imagináis las emociones que representa la venta y el cambio de los valores de la aldea!
Los domingos eran días más felices aún para mí. Al despertarme escuchaba el dulce tañido de las campanas. Si al terminar el repique sonaban lentamente dos campanadas por ellas averiguaba que era el segundo toque. Saltaba del lecho prontamente y me asomaba al corredor de la parra. Enfrente de mí, y bien lejana, se alzaba la gran Peña-Mea cuya crestería se recortaba en el azul del cielo. Los castañares que vestían las colinas, la pomarada, todo el follaje en que estaba envuelta mi casa brillaba a las primeras luces del sol matinal. Por delante comenzaban ya a pasar en dirección a la iglesia los vecinos de Canzana vestidos con el traje de fiesta, la tosca camisa blanquísima, el calzón corto de paño con botones plateados, la chaqueta al hombro, enhiesta la picuda montera de pana. Este Canzana es un pueblecito de nuestra parroquia asentado en el repliegue de una colina encima de Entralgo.
Cuando ya estaba todo preparado y sonaba el tercer toque nos poníamos en marcha hacia la iglesia. Mi madre solía ir a caballo porque siempre estaba delicada de salud y el camino, aunque corto, era áspero. A mí me parecía encantador, pedregoso, sombreado de avellanos que formaban sobre él un túnel prolongado. Al llegar a la iglesia el sexo masculino se separaba del femenino tomando el primero por la izquierda y el segundo por la derecha. Los hombres se quedaban unos instantes en el pórtico hasta que daba comienzo la misa; las mujeres entraban directamente.
Mi padre y yo íbamos a la sacristía, donde se hallaban ya los personajes más caracterizados de la aldea. El cura era un viejecito, delgado, suave, meloso que nos acogía siempre con extraordinaria deferencia. Con todo el mundo era amable y tolerante menos con San Nicolás. Este santo tenía un santuario en Campiellos, lugar no muy distante del nuestro, al cual acudían los habitantes de Laviana y aun de otros concejos buscando el remedio de sus enfermedades y miserias. Tanta fe habían despertado sus curaciones milagrosas que los peregrinos aumentaban sin cesar y no se hablaba de otra cosa por aquellos contornos. Esto molestaba grandemente a nuestro párroco que veía abandonada por San Nicolás a nuestra Virgen del Carmen, patrona de Entralgo, y de la cual era devotísimo. No le faltaba razón a mi juicio, porque suponer que San Nicolás había de conseguir de Dios más que la Virgen era insensato y hasta impío. Por eso siempre que se presentaba la ocasión en los sermones o pláticas que pronunciaba antes del ofertorio solía aludir con cierta acritud al afán imprudente que se había apoderado de sus feligreses por ir a visitar y hacer ofrendas al santuario citado.
Un día nos dió a quemarropa la siguiente noticia de sensación: «Amados hermanos míos: San Nicolás de Campiellos no está en Campiellos; allí no está más que una imagen.» Pues a pesar de esta y otras expresivas advertencias el vecindario persistió en favorecer a San Nicolás; porque lo mismo en la aldea que en la ciudad, en el orden temporal como en el espiritual la moda ejerce un imperio despótico.
Era devotísimo nuestro cura, como he dicho, de la Virgen del Carmen y no cesaba de exhortarnos para que nosotros lo fuésemos también. «Pidamos a la Virgen—nos decía un domingo—, pidámosla sin cesar, pidámosla con insistencia, porque aunque parezca alguna vez que no nos escucha seguro es que al fin nos atenderá. La Virgen es como una madre a quien su hijo pequeñito le dice:—¡Madre, dame pan, madre, dame pan! La madre no le hace caso y el niño repite:—Madre, dame pan. La madre parece que no le oye y el niño no cesa de repetir:—¡Madre, dame pan, madre, dame pan! Y al fin la cariñosa madre concluye por darle pan y manteca.»
Esto me parecía muy bien porque era apasionado del pan con manteca, sobre todo si se la espolvoreaba con un poco de azúcar.
Quizá al llegar aquí el lector sonría pensando en Bossuet. ¿Pero qué íbamos a hacer nosotros con Bossuet? ¿Quién le había de entender allí? Dejemos el águila de Meaux en su nido y no despreciemos demasiado a este pobre gorrión, porque todos los pájaros grandes y pequeños son de Dios y todos cumplen su destino sobre la tierra.
La salida de misa era siempre alegre. Bajábamos por la calzada pedregosa sombreada de avellanos, formando grupos, charlando y riendo. Mis padres se quedaban en casa, pero yo con Cayetano y José Mateo continuaba hasta la Bolera donde se organizaba inmediatamente el juego de bolos. ¡Qué asombro el mío al ver a aquellos hombres lanzar al aire una inmensa y pesada bola de roble con más facilidad que yo lanzaba una pelota de goma! Los vecinos de Canzana que entraban en el partido allí se estaban hasta el obscurecer sin tomar alimento y sin dar señales por esto de flaqueza. Hay uno, labrador bien acomodado, pero tan avaro que al comenzar el juego se despoja de sus zapatos nuevos para no estropearlos y los oculta detrás de un madero. Pero hay otro de Entralgo, cazurro y bromista, que lo observa y disimuladamente va hacia el madero, se despoja también de sus zapatos y calza los del avaro. Todo el día juega con ellos puestos y es de ver la risa que se apodera de los circunstantes enterados del trueque cuando el de Entralgo disputando sobre algún tanto con el de Canzana da furiosos zapatazos en el suelo para estropearle aún más el calzado. Son las farsas de la aldea, groseras si se quiere, pero tan divertidas como las de la ciudad.
En las tardes de calor íbamos a bañarnos mi padre, Cayetano y yo, al pozo llamado de la Cuanya, un remanso de río cerca de una peña, sombreado por un inmenso nogal. El placer más grande de estos baños era ver a Cayetano zambullirse, permanecer dentro del agua algunos instantes y salir siempre con una trucha en la mano. Habilísimo para buscarlas debajo de las piedras, en alguna ocasión le he visto salir con dos, una en cada mano. Pero me hacía experimentar zozobras mortales. Cuando tardaba en asomar la cabeza más de lo ordinario se me figuraba que se había ahogado y mi corazón latía con violencia. El recuerdo de estos momentos penosos me sugirió el cuento titulado ¡Solo! que figura en la colección de mis obras.
Un goce mayor aun era comer en casa de cualquier vecino. Recorría con frecuencia las de los más señalados y si llegaba a la hora del mediodía, me ofrecían siempre con franqueza y cordialidad su pobre comida. Casi todos cultivaban en arriendo tierras de mi padre y profesaban a nuestra familia un afecto que nunca se ha extinguido. Aceptaba lleno de regocijo. ¡Cuán poco necesita el hombre para ser feliz! Yo lo era comiendo un miserable pote en un plato de barro con cuchara de madera y bebiendo después una escudilla de leche. Aquella humildad placía a mi corazón en vez de resquemarlo porque aun no había llegado para mí la hora del orgullo.
Y no sólo compartía con gozo sus groseros alimentos sino también quería tomar parte en sus faenas. Me llevaban a los prados, me llevaban a las tierras y yo me esforzaba en prestarles ayuda y ellos aceptaban sonrientes mis esfuerzos y los alentaban. Cuando al fin me decían:—«¡Bien, muy bien! hoy has ganado la comida», quedaba tan gozoso como pudo quedarlo el patriarca Jacob cuando su tío Laban le entregó la bella Raquel después de los siete años de servicios.
La más culminante faena del verano es la yerba. A ella dediqué, pues, toda mi atención y sobre ella concentré mis esfuerzos para pagar a mis convecinos el alimento con que me regalaban. Antes del amanecer la cuadrilla de segadores se constituye en el prado que se ha de segar. Las primeras horas de la mañana, por ser las más frescas del día, son las mejor aprovechadas. Pero yo nunca logré que me despertasen temprano. Iba cuando llevaban a los segadores la parva, esto es, el ligero desayuno compuesto de queso, pan y aguardiente. Naturalmente en esta dura tarea de cortar la yerba con guadaña yo no podía prestarles grandes servicios porque cuantas veces intenté hacer uso de aquel instrumento otras tantas clavé la punta en el suelo sin cortar una mala yerba. Pero cuando a las horas del sol se trataba de revolverla, esto es, de extenderla para que se secase, entonces entraba yo en funciones y con un palito u horquilla que me daban me ponía a trabajar con el mayor ardor, sufriendo pacientemente el del sol, que no era flojo.
Si no llovía, al día siguiente la yerba estaba seca y se metía en el pajar o tinada, como allí dicen. Era cosa de probar mis fuerzas. Las probaba haciendo que me atasen una carga que me empeñaba fuese grande. No podía con ella y en cuanto me la ponían sobre los hombros caía al suelo abrumado. Trataban de aminorarla, pero yo no lo consentía y volvía a obligarles a que me la echasen encima y otra vez daba conmigo en el suelo. Así repetía la suerte hasta que avergonzado y confuso me entregaba a la desesperación, llorando mi impotencia con amargas lágrimas.
Otras más amargas aun vertí aquel verano y no fué por cumplir con mi deber sino por faltar a él. Había en uno de los corredores guarnecidos de parras un nido de golondrina que me interesaba muchísimo. Los padres iban y venían sin cesar cebando a sus pequeños y éstos comenzaban ya a asomar sus piquitos fuera del nido. Largos ratos pasaba en contemplación de aquella tierna escena de familia cuando un día se me ocurrió trabar relación más íntima con ellos. Y para lograrlo no hallé otro medio más adecuado que tomar una escoba, subirme sobre una silla y…
Ya se puede inferir lo que sucedió. Nunca pude comprender qué motivo determinante me impulsó a realizar aquella triste hazaña. Sólo puedo explicármela por una tentación del pequeño demonio de la curiosidad que existe en cada niño.
El nido se hizo migajas en el suelo y aquí y allí esparcidos aparecieron unos cuantos pajaritos desplumados, nada gratos de ver. Una criada que estaba en la habitación oyó el ruido, se asomó al corredor y dió un grito. Otra criada que estaba cerca acudió al oír el grito y dió otro grito. Mi madre llegó en seguida y lanzó otro grito. Después Manola y lo mismo Cayetano… en fin todo el mundo. Y por fin acudió mi padre que al ver lo que pasaba se puso rojo como si fuera a sufrir un ataque de apoplejía.
Todos me increparon a la vez furiosamente y todos en la misma forma, esto es, dirigiéndome idéntica pregunta:
—¡Niño! ¿por qué has hecho eso?
Yo debía de estar pálido como un muerto y guardaba silencio.
—¡Niño! ¿por qué has hecho eso?
El mismo silencio.
En realidad, aunque quisiera, no podría satisfacer su pregunta. Desde entonces he pensado que en el mundo se hacen muchas cosas malas sin saber por qué se hacen.
—¡Mirad, mirad la madre cómo contempla el destrozo!—exclamó Manola.
La golondrina, en efecto, sin miedo alguno a la gente estaba posada sobre la baranda del corredor casi tocando con nosotros y parecía la imagen de la desesperación.
Mi padre, que se ocupaba en recoger el nido, alzó su rostro hacia ella y en sus ojos vi temblar dos lágrimas.
No sé lo que entonces pasó por mí. Pensé que el corazón se me partía de dolor y comencé a dar tan altos gritos que todos acudieron en mi auxilio abandonando a los desvalidos pajarillos.
Por fin aquella gran ruina mejoró de aspecto. Mi padre hizo traer un cestito, lo rellenó con algodón en rama y colocó en él delicadamente a los tiernos golondrinitos. Después Cayetano se subió en una escala, clavó una escarpia en el techo del corredor y colgó de ella el cestito. Nos ausentamos todos y pocos minutos después pudimos observar con satisfacción que los padres volvían de nuevo a cebar a sus hijos.