Hay en la vida del hombre una época que pudiéramos llamar teatral, si la palabra no se prestase al equívoco.
Comprenda el lector lo que quiero decir: Hay una época en que el hombre civilizado siente con más o menos intensidad el atractivo de los espectáculos teatrales. Este atractivo se prolonga por más o menos tiempo, según los temperamentos. Tengo un amigo, ya viejo, que gasta 100 pesetas mensuales en localidades para el teatro, y en su vida ha comprado un libro por valor de 3,50. Es un hombre odioso.
A los quince años entregaba yo casi todo el dinero que me suministraban mis padres a los cómicos, salvo el que gastaba en pomada de heliotropo para untarme los cabellos. En aquel viejo teatro de Oviedo, donde se estaba mejor que en una tienda de campaña, he disfrutado gran copia de dramas y comedias de repertorio, escuché infinitos gritos apasionados, muchas décimas calderonianas y no pocas carcajadas histéricas.
Sin embargo, confieso que no fuí tan dichoso en aquel período de mi vida como debía serlo. En esta edad, cuando se asiste al teatro, se encuentra generalmente todo precioso, todo bello, todo divertido. Por desgracia, a mí no me aconteció otro tanto. Mi alma no se abría de par en par a los goces estéticos, porque había dentro de ella un crítico prematuro que se empeñaba en cerrar la puerta.
Ignoro si el virus de la crítica brotó espontáneamente en mi organismo o me fué inoculado por mi amigo Leopoldo Alas, compañero obligado de mis excursiones teatrales, pero lo he padecido siempre y ha amargado mi existencia. Clarín, implacable Mefistófeles, me mostraba cruelmente las escorias de todas las obras dramáticas.
Una noche presenciábamos ambos la representación de un drama, que, si mal no recuerdo, se intitulaba Redención. Era una de tantas desdichadas imitaciones de la famosa Dama de las Camelias, de Alejandro Dumas. La protagonista moría de una afección pulmonar, como aquélla, y se lamentaba patéticamente de su mala suerte, pues en aquellos instantes su novio le besaba las manos y le decía mil ternezas. En torno nuestro los caballeros se mostraban gravemente conmovidos, pero las señoras lloraban a lágrima viva. Clarín y yo, más duros que el mármol, sentíamos unas ganas atroces de reír. Estas ganas estallaron al cabo en sonoras carcajadas cuando la tísica, después de un golpe de tos, viendo a su amante agitado, le dice con dulzura angelical: «¡No te alborotes!»
La indignación de los espectadores fué terrible: «¡Silencio, silencio!» «¡A la calle esos chicuelos!» Faltó poco, en efecto, para que nos arrojasen del teatro.
Convengamos, pues, en que el espíritu crítico carece de utilidad, y quien lo tiene aguzado es un pobre hombre digno de compasión. Yo estoy seguro de que si me gustasen los malos dramas, las malas novelas y los malos versos, mi existencia se hubiera deslizado mucho más feliz sobre la tierra.
En lo tocante a música he sido más favorecido por la Providencia. Siempre me ha gustado la música mala. Me han entusiasmado y me siguen entusiasmando, la Lucía de Lammermoor, la Sonámbula, El trovador, la Traviata, etc.; esas óperas que actualmente hacen rechinar los dientes a los críticos musicales y les quitan las ganas de cenar. Uno de ellos, que yo conozco, profesa odio tan irreconciliable al maestro Donizetti, ya fallecido cerca de un siglo, que al pasar en cierta ocasión por Bérgamo, donde aquél ha nacido y tiene una estatua, fué sigilosamente por la noche a apedrearla.
Esto es grave. Porque si los críticos dan en la flor de ejecutar tales venganzas póstumas con los autores, temo en verdad que alguno a quien mis libros enfaden, vaya una noche a desenterrarme al cementerio para tirarme de las orejas.
Puesto ya a confesar públicamente mis pecados, declaro que no sólo me agradan las óperas del infame Donizetti, sino también las zarzuelas de mis compatriotas Arrieta, Barbieri y Gaztambide. Escuchando desde aquellas sucias y desgarradas lunetas del teatro de Oviedo Marina, El Juramento, El relámpago y Los diamantes de la Corona, me he sentido dichoso como los ángeles; se borraban de mi mente las impurezas de la realidad y vivía unos instantes mecido sobre la nube del ideal. El mundo dejaba de ser Voluntad, según la frase del más popular de los metafísicos alemanes, para convertirse en pura Representación.
Aún más; no puedo recordar algunas de sus melodías sin conmoverme, y si me encuentro en el campo un día espléndido de primavera, me pongo a canturriar con emoción la romanza de barítono en El Juramento:
«¡Cual brilla el sol en la verde pradera!
¡Cual su perfume despide la flor!»
Es ridículo, vuelvo a confesarlo; pero si lo ridículo nos hace felices ¿por qué no hemos de abrazarnos a lo ridículo? En este punto, como en algunos otros, doy la razón a los filósofos pragmatistas.
Son los habitantes de Oviedo muy sensibles al arte de la música. Lo son siempre, pero muy particularmente, es inútil añadirlo, cuando han ingerido algunos vasos de sidra, el licor predilecto de la región cantábrica.
Desde la más remota antigüedad, el alcohol está considerado como un estimulante de la aptitud para las artes conceptivas, con preferencia a las plásticas. Nadie habrá visto a un hombre ebrio extasiarse ante un cuadro o una estatua; pero ¡cuántas veces les habremos oído recitar, con torpe lengua, algunos versos de Zorrilla o Espronceda! Conocí uno que en el último período de la embriaguez repetía con creciente aflicción:
«¿Qué es el hombre? Un misterio. ¿Qué es la vida?
¡Un misterio también!…
Genios, ¡venid, venid!…
Vuestro mal con el hombre a compartir.»
Hasta que caía como un fardo al pie del tonel y no se podía despertar sino haciéndole aspirar un frasco con amoníaco.
No obstante, es la música el arte bello que guarda afinidad más estrecha con los licores espirituosos. En Grecia, las fiestas de Baco, llamadas Orgías, fueron siempre sazonadas con cantos. En Oviedo, lo mismo. Los periódicos locales anuncian que tal día a tal hora se romperá en tal lugar el tonel llamado Prim o Moriones (se les pone, por lo común, el nombre de un general). Un centenar de devotos acude puntualmente a la solemnidad, rodean el grandioso tonel, presencian con emoción su apertura, y, una vez que han probado su contenido, dan comienzo los cánticos desenfrenados.
Mas existe una diferencia esencial entre los cantos orgiásticos de la Grecia y los de la capital de Asturias. Los primeros eran cantos de victoria, entusiásticos y ardorosos, mientras los segundos son siempre tiernos y sentimentales. En Grecia se rendía culto a Baco con gritos delirantes y rugidos de cólera; en Oviedo, con lágrimas. Es increíble el líquido que se derrama por los ojos en estas bacanales. Hay borracho que cantando la despedida de El Grumete: «Si en la noche callada sientes el viento», etc., se derrite en llanto, lo cual ahorra mucho trabajo, como debe suponerse, a los riñones.
El Miserere de El Trovador causaba tal fascinación a cierto escribiente de un notario de Oviedo, que no podía escucharlo sin sentirse arrobado y caer en éxtasis.
Llamábase este escribiente Figaredo, o una cosa parecida; era hombre ya maduro, de pelo canoso, de estatura mediana y más gordo que delgado. Se embriagaba indefectiblemente todos los domingos; pero como hombre jurídico lo hacía de un modo legal. Quiero decir, que jamás dió el menor escándalo en la población. Una vez que salía del lagar y entraba en las calles céntricas, podría caminar más o menos torcido, podría tropezar una que otra vez con las columnas de los faroles, mas su boca no se abría por ningún motivo, grande o pequeño. Ni un grito, ni una palabra, ni una tos. Era un sepulcro relleno de sidra.
Pero había algunos que conocíamos su secreto. Sabíamos que apretando cierto botón, aquella boca se abría con un resorte. Este resorte no era otro que el Miserere de El Trovador.
Una noche entre las once y las doce salía yo del teatro con dos amigos cuando acertamos a ver a Figaredo que caminaba delante de nosotros la vuelta de su casa trazando caprichosas curvas con los pies sobre la acera. Inmediatamente se nos ocurrió apretar el fatal resorte. Adelantamos el paso y al cruzarnos con él cantamos en voz baja los primeros solemnes compases del famoso miserere.
Oírlos Figaredo, pararse en seco, abrirse un poco de piernas y lanzar al aire con toda la fuerza de sus pulmones el grito de angustia del desdichado Manrique desde su prisión, fué cosa de un instante.
El sereno, que no estaba lejos, acudió corriendo.
—¡Haga usted el favor de callarse y no dar escándalo!
Figaredo le miró estupefacto al través de sus gafas.
¿Escándalo? ¡Llamar escandalosa a la música más sublime que jamás se hubiera oído en el mundo! Aquel hombre debía de estar loco.
Pero loco o cuerdo representaba en aquel instante a la autoridad constituída y Figaredo como hombre ligado por su profesión a la ley de enjuiciamiento comprendió que debía callarse y calló.
Bajando, pues, la cabeza resignado siguió su camino en silencio.
Pero nosotros habíamos vuelto sobre nuestros pasos y al pasar a su lado cantamos otra vez el comienzo del miserere.
Figaredo se paró de nuevo, volvió a abrirse de piernas y gritó:
«¡Non ti escordar di me
Leonora addio!»
El sereno corrió enfurecido a él y sacudiéndole por un brazo vociferó:
—¡Cállese usted, escandaloso, o por vida mía que le llevo ahora mismo a la Fortaleza!
Así se llamaba la cárcel de Oviedo en aquel tiempo.
Figaredo volvió a mirarle, sin comprender qué clase de mentalidad era la de aquel hombre; pero bajó la cabeza y siguió caminando. Dejamos que se alejase un buen trecho y alcanzándole después le cantamos de nuevo al oído el miserere.
Figaredo detuvo el paso por tercera vez y atronó la calle con sus gritos de angustia. El sereno, que ya estaba lejos, acudió corriendo y de tal modo enfurecido que estuvo a punto de caer. Como tardó algún tiempo en llegar, Figaredo estaba ya metido en el canto y fué imposible hacerle callar. Ni por sacudirle fuertemente por el brazo ni por dirigirle los insultos más groseros fué posible que cerrase la boca. Figaredo ya no veía ni oía nada, y se lamentaba tremando las notas para hacer más patético su canto. Las lágrimas bañaban sus mejillas.
El sereno exasperado le fué empujando hasta la Fortaleza, que estaba próxima.
Figaredo no callaba. Le abrió la puerta de la cárcel; el sereno dijo no sé qué palabras al centinela; éste rió con toda su alma: el sereno profirió una blasfemia. Y Figaredo fué empujado brutalmente al interior.
Pero no callaba. Todavía allá dentro oíamos lejana su voz que gritaba con infinita amargura.
Non ti escordar di me
¡Leonora addio!
¡Leonora addio!
Las injurias, la cárcel, el ridículo, la vergüenza no existían para aquel hombre. El mundo real con sus impurezas, perfidias y groserías se había desvanecido. Como los prisioneros de la famosa caverna de Platón contemplaba cara a cara el sol de la belleza.