SI mi amigo Aldama no me hubiese animado con empeño, y al cabo no se hubiese brindado a acompañarme, nunca me atrevería a visitar al poeta Rojas, estoy seguro de ello. Envidio la osadía de esos mancebos que, apenas llegados a Madrid, llaman a la puerta de un grande hombre, le interrumpen cuando está tomando su chocolate, le dan la mano con toda franqueza y le asan con preguntas impertinentes. No era yo de ésos, no, aunque ardía en deseos de conocer a algunos.
En Madrid existían entonces, como ahora, muchos grandes hombres, pero yo no sentía curiosidad de conocerlos a todos, sino a tres o cuatro solamente. Y entre éstos, el poeta Rojas era el que más me fascinaba. Sus leyendas incomparables, sus versos fragantes y armoniosos me habían enloquecido. Sabía muchos de ellos de memoria, y me placía recitarlos a la cocinera cuando mi madre, aburrida, se marchaba a la cama… Es más, en las horas de estudio, cuando mi padre me veía absorto delante del libro de texto, yo estaba muy lejos con el pensamiento del libro de texto, porque componía versos imitando los de Rojas, y los apuntaba con lápiz en un papel que tenía para el caso oculto entre sus hojas.
Por eso cuando mi amigo Aldama tiró de la campanilla con la misma negligencia que si tirase de la de su casa, yo pensé desfallecer de emoción.
Salió a abrirnos una criada vieja que saludó a mi amigo como a antiguo conocido y nos pasó sin ceremonia al despacho del gran hombre. Era una pieza pequeña, triste, amueblada con refinada vulgaridad.
Paseé atónito la mirada por ella, y creí encontrarme en el escritorio de algún honrado almacenista de la calle de Toledo.
Pero salió Rojas del gabinete contiguo, y aquel pensamiento tétrico se desvaneció. No que apareciese vestido con gregüescos acuchillados, valona y sombrero de plumas; todo lo contrario. Vestía el poeta un chaquetón de color indefinible, gorra de paño y zapatillas suizas. Pero estos prosaicos atavíos quedaban ennoblecidos y sublimados por aquella cabeza de bardo medioeval que la naturaleza, secundada por el arte, habían asignado al poeta Rojas.
Nos acogió con exagerada alegría, abrazó a mi amigo Aldama estrechamente, y le dedicó una porción de piropos a propósito de sus últimos artículos en El Imparcial, de sus versos, de su elegante gabán y de su vistosa corbata. Porque el poeta Rojas había nacido para esparcir piropos por doquier, y cuando no podía echárselos a una náyade o a una ondina, se los echaba al primero que llamaba a su puerta.
Yo me sentía cohibido a pesar de todo, porque pensaba en las octavas reales y en los romances inimitables que aquel hombre del chaquetón y de la gorra había hecho. Poco a poco, sin embargo, los fuí olvidando, entré en confianza y perdí el miedo, de tal manera, que a la media hora de estar allí, sólo faltaba que le llamase Luisillo y le posase la mano sobre el hombro.
Pero él se encargó de recordármelos y anonadarme y volverme a la tímida admiración de mi adolescencia. Instado por Aldama, comenzó a recitarnos la leyenda de El encapuchado con una maestría en la dicción, con tal voz insinuante y armoniosa, que no podré olvidarlo mientras viva.
Aún no se hallaba a la mitad de la leyenda cuando hizo irrupción en la estancia una señora con los cabellos grises, más bien gruesa que delgada, más bien baja que alta, que debió ser hermosa en su tiempo. Nos hizo un saludo afectuoso inclinando la cabeza, y, pidiéndonos perdón al mismo tiempo, se encaró con el poeta, diciéndole:
—La Juanita se acaba de ir. Ha venido a decirme que aquella cocinera de que me ha hablado ya está colocada.
—Y ¿qué le vamos a hacer, hija?
—Es una verdadera contrariedad, porque, al parecer, era lo que nos convenía. Yo lo siento por ti.
—Pues no lo sientas; ya nos arreglaremos sin ella—repuso alegremente Rojas.
Y de nuevo cogió el hilo de su leyenda, y la terminó felizmente.
Su esposa, que le había escuchado más distraída que interesada, se despidió de nosotros cortésmente.
Entonces yo me atreví a suplicarle que nos recitara su famosa composición titulada La barca a pique. Lo mismo que él, me la sabía yo de memoria, pero quería tener el gusto y el honor de oirla de labios del mismo poeta que la había forjado. Cedió a ello amablemente. El que no haya oído recitar a Rojas La barca a pique, no sabe lo que es poesía ni música. Antes de terminarla, de nuevo entró en la estancia su esposa, esta vez sofocada, roja de emoción, casi saltándosele las lágrimas.
—Perdonen ustedes, señores, que les interrumpa… ¿Sabes lo que acaba de hacer la Mariana, Luis?… Pues ha roto una taza del juego de Sèvres que estaba sobre el aparador. Le había prohibido que tocase a esa porcelana, porque conozco sus manos; pero como es más testaruda que una mula, bastó que se lo prohibiese para que se empeñara en limpiarla.
—Vaya, no te sofoques, hija mía… ¿Qué se va a hacer?… No vale esa taza el disgusto que tú te tomas—respondió dulcemente Rojas.
Aldama y yo cambiamos una mirada de sorpresa y de burla. Rojas sorprendió esta mirada y, cuando su mujer hubo salido, nos dijo sonriendo:
—¡Qué mujer tan vulgar!, ¿verdad? Parece mentira que el poeta Rojas esté casado con ella.
—¡Don Luis!…—exclamó Aldama.
—No me lo nieguen ustedes: eso se estaban diciendo a sí mismos en este momento, y se lo comunicarían uno a otro en cuanto bajaran la escalera… No me sorprende. Pero es el caso que donde ustedes observan vulgaridad, yo veo encantadora inocencia; donde ustedes encuentran rudeza, yo encuentro graciosa espontaneidad; donde ustedes ven prosa, yo veo poesía… ¿Saben ustedes por qué? Pues por una razón muy sencilla, por la única que existe en el mundo para explicar todas las cosas buenas: porque la amo. Y como la amo, la comprendo. Adoro su increíble candidez, su ternura, sus cóleras infantiles, sus caprichos, hasta su indiferencia por el arte. Tal como era a los veinte años, lo es ahora que tiene sesenta. Como la amo, he penetrado su esencia angelical, y vivo unido a ella en perpetua y beata adoración. Para comprender cualquier cosa en este mundo, amigos míos, es necesario amarla. Sin amor, no hay comprensión, no hay inteligencia. Vosotros tenéis madres, que para vuestros amigos acaso aparecerán como seres vulgares; pero vosotros sabéis bien que no lo son. Y cuando vais de paseo con vuestro padre, que no ha escrito libros, ni dramas, ni poesías, ni siente la pasión del estudio como vosotros, camináis a su lado con más alegría que si fueseis con un sabio o con un poeta eminente, acogéis sus palabras con respeto, aprobáis sus observaciones, reís con sus chistes… ¿Quiénes son los equivocados, los que juzgan a nuestros padres y a nuestras esposas como seres insignificantes, limitados, indignos de parar la atención en ellos, o nosotros, que los veneramos y admiramos? Indudablemente, ellos. La esencia divina, la bondad y la belleza inmortales se hallan esparcidas por todos los seres humanos, y aquel se acerca más a Dios y participa de su inteligencia soberana, quien se une a sus criaturas con más amor… Nadie puede ahondar en una ciencia sin amarla; nadie puede descollar en las bellas artes sin ser su apasionado. Para ser devoto, es necesario amar la religión. Cuando yo leía el Camino de perfección de Santa Teresa, recuerdo que me pareció pueril aquel encargo que hace de no hablar ni oir hablar con desprecio de ninguna cosa que se refiera a la religión. Más tarde comprendí que estaba en lo cierto. No es posible ver el lado obscuro de una cosa y ligarse a ella de corazón. Cuando una mujer empieza a encontrar defectos a su marido, es que ya no le ama. Y, en realidad, ¿tenemos defectos los seres humanos?, me he preguntado muchas veces. ¿Es posible que las criaturas salgan malas de las manos de su Creador? El defecto, como la misma palabra indica, no es algo substancial, sino negativo; es un no ser. Nuestro verdadero ser, lo que hay de substancial en nosotros, es siempre bueno. Por eso, repito, el que ama a otro, es quien sabe lo que este otro es, quien penetra su esencia. O lo que es igual, el amor no quita el juicio como el vulgo supone, sino que lo da… Pero, sin darme cuenta de ello—añadió riendo y cambiando de tono—, les estoy espetando un sermoncito. ¡Menos mal que no es de pasión, sino de resurrección!… Vamos otra vez a La barca a pique.
Y don Luis de Rojas terminó de recitar su hermosa poesía. Pero yo le escuché distraído.