EN los últimos tiempos de su vida, cuando ya se advertían en su rostro las huellas de la enfermedad que le llevó al sepulcro, solíamos pasear algunas tardes por las cercanías de su hotel, situado en la parte oriental de Madrid, cerca del barrio de la Prosperidad. No es un paisaje riente ni variado el que por allí se descubre; pero la vista se extiende sin obstáculo por la llanura, el pecho se dilata, hay un derroche de luz y de aire que infunde alegría. Allá a lo lejos se divisan las crestas azuladas del Guadarrama.
En una de estas tardes caminábamos silenciosos, el uno en pos del otro, por el sendero que bordeaba un campo de trigo. Habíamos hablado bastante, y este silencio forzado a que nos obligaba la angostura del camino, nos servía de descanso. De pronto, al pasar cerca de un grupo de casas, o, por mejor decir, chozas, donde se albergaban los que recogen por las mañanas la basura de la capital, escuchamos desgarradores lamentos. En el mismo instante, una criatura de seis o siete años salió de la casa corriendo, y vino a abrazarse a mis rodillas gritando:
—¡Perdón, perdón!
Casi en el mismo instante que ella salió un hombre en su seguimiento con un manojo de cuerdas en la mano. Rugía como un tigre hambriento, y soltaba por la boca palabras más nauseabundas que la basura que apilaba cerca de su vivienda. Al acercarse a nosotros la niña, presa de indescriptible terror, y volviendo hacia él sus ojos extraviados, gritaba:
—¡Perdón, padre, perdón! ¡Es que me he caído, padre! ¡Es que me he caído!
El bárbaro, sin aplacarse, trató de apoderarse de la criatura, que seguía cogida a mis rodillas. Entonces Jiménez se interpuso, poniéndole las manos sobre el pecho.
—¿Quién es usted—vociferó aquel salvaje—para impedir que castigue a mi hija?
Un muchacho de catorce o quince años, que pasaba a la sazón con unas vasijas de leche en la mano y se había detenido a mirar, le hizo signos negativos a Jiménez por detrás del enfurecido trapero.
—Pero ¿es hija de usted?—le preguntó Jiménez clavándole una mirada severa.
—Sí, señor, es mi hija.
El chico le hizo nuevos y más enérgicos signos negativos a espaldas del otro.
—Fíjese usted bien en lo que dice… ¿Es hija de usted?—repitió Jiménez mirándole con mayor severidad.
—Bueno, como si lo fuera… Es mi hijastra—repuso visiblemente turbado.
El chico continuó haciendo signos negativos.
—Tampoco eso es cierto. ¿Está usted casado con su madre?
—Pero ¿a usted qué mil rayos le importa? Déjeme usted pasar, o le atropello.
Mientras tanto, yo había observado que la niña tenía una herida en la mejilla, de la cual manaba abundante la sangre, y sus tiernas manecitas cubiertas de terribles cardenales.
—No le dejes paso, Jiménez. Ese hombre es un criminal, y tendrá que dar cuenta a la policía.
Al escuchar esta última palabra, el feroz trapero se aplacó un poco y quiso venir a las buenas, haciéndonos saber que había enviado a aquella chica a la taberna por una botella de vino, y se la había roto.
—¡Es que me he caído, padre!, ¡es que me he caído!—gritó la niña con angustia.
—¿Te has caído, eh, buena pieza? Yo te enseñaré a tenerte sobre los pies.
—Bueno, por lo pronto, a esta niña hay que llevarla a la Casa de Socorro, y usted vendrá con nosotros—manifestó Jiménez.
El trapero volvió a encresparse al oir esto, y no sólo se negó a ir con nosotros, sino que trató de arrebatarnos la niña violentamente; pero como éramos dos y vió nuestra actitud resuelta, y temiendo acaso empeorar su situación porque dos mujeres que pasaban a la sazón se detuvieron a presenciar la escena y tomaron parte por nosotros, la dejó al fin marchar. Mas no sin proferir terribles blasfemias y amenazas, que a nosotros no nos impresionaron, pero sí muchísimo a la criatura.
La colocamos entre los dos, llevándola de la mano, y caminamos hacia las primeras casas del barrio de Salamanca, que no estaban lejos. La íbamos haciendo preguntas mientras tanto, a las cuales apenas sabía contestar; pero se encargaba de hacerlo por ella el chico, que a par de nosotros marchaba.
El trapero era un licenciado de presidio. Estaba amancebado con su madre. Esta era aún más cruel que él con su hija. Los vecinos que habitaban en aquel grupo de casas, y también los que se hallaban más lejos, estaban enterados de los malos tratos que la niña sufría, pero no daban parte a la autoridad por temor a la venganza del trapero. La niña no tenía seis o siete años, como nosotros pensábamos, sino diez: su desmedro provenía de falta de alimentación. «¡Ha pasado más hambre esa chica que un perro de ciego!», nos decía el muchacho. Las mujeres que con nosotros marchaban corroboraban este aserto.
Por fin llegamos a la Casa de Socorro, y Jiménez y yo subimos con la niña. El chico y las mujeres ya nos habían dejado. El médico le curó inmediatamente la herida de la frente. En cuanto a las manos, cubiertas de cardenales recientes hechos con las cuerdas, fué necesario envolvérselas con árnica.
—¿Tienes alguna otra herida?
La niña se quejó de un agudo dolor en un brazo. El médico levantó la manga, y quedamos horrorizados viendo una llaga bastante extensa.
—¿Con qué te han hecho esto?
—Me lo ha hecho mi madre con una plancha.
—Es necesario reconocer a esta niña—manifestó el médico—. Hay que ponerla desnuda.
Nosotros nos salimos a la habitación contigua. Al poco rato nos llamó el facultativo, en cuyo semblante advertimos la cólera y la indignación.
—El cuerpo de esta niña está literalmente cubierto de cicatrices, unas recientes, otras tan antiguas, que se remontan a algunos años. Inmediatamente voy a dar parte al Juzgado, y ustedes tendrán la amabilidad de dejar aquí su nombre y las señas de su domicilio.
La niña no quería hablar, porque se hallaba bajo la impresión del terror, y temía volver a manos de sus verdugos. Cuando la hubimos persuadido, con no poco trabajo, que eso ya no podía ser, que la autoridad iba a encargarse de ella y quedaría depositada en un asilo, nos refirió balbuciendo una historia de espanto, algo que parecía una horrible pesadilla; por lo menos, yo creía algunas veces que estaba soñando. Los martirios a que había sido sometida aquella niña evocaban la imagen del infierno, y aquellos sus dos diablos atormentadores eran de lo más refinado que en él pudiera hallarse. Mientras duró el relato, las lágrimas corrían por las mejillas de Jiménez, y mis ojos no estaban mucho más secos.
Al fin nos despedimos, prometiendo volver al día siguiente para enterarnos de las disposiciones del juez.
Salimos silenciosos de las calles, y silenciosos entramos en plena campiña, caminando la vuelta de la casa de Jiménez. El cielo estaba límpido, el sol ya declinaba envuelto en un cendal rojizo. Las crestas, todavía nevadas, del Guadarrama despedían irisados destellos. Algunas columnitas de humo flotaban tranquilas sobre las viviendas esparcidas por la vasta llanura. Mi alma estaba henchida de tristeza y de horror a la vida.
—¿Verdad, Jiménez—dije posando mis ojos en aquellas columnitas—, que si la materia cósmica no se hubiera condensado en la vía láctea para formar este puntito obscuro que llamamos Tierra, no se hubiera perdido gran cosa?
Guardó silencio un instante, dirigió también su mirada vaga hacia el horizonte, y repuso lentamente:
—Sí; se habrían perdido las lágrimas que tú y yo acabamos de verter.
—Entiendo lo que quieres decir. La efusión de nuestras lágrimas te parece algo precioso y sagrado, como revelador de un sentimiento que hace felices a los hombres por momentos. No te lo disputo. Hay algo en la vida digno y hermoso; los diálogos de Platón, la respuesta de Leónidas, la novena sinfonía de Beethoven, los besos de nuestra madre… Pero no son más que rayos de luz que esclarecen un instante las tinieblas en que estamos sumergidos; parecen los sueños de oro que atraviesan un instante el cerebro de un condenado a muerte. Después, todo miseria, todo horror. ¿No vale más permanecer sumergidos en la dulce inconsciencia de la planta? ¿Compensan tales instantes de admiración y de dicha la tristeza abrumadora de nuestra existencia? ¿Por qué estos instantes no son todos los instantes? El que nos hace felices un momento, pudo habernos hecho felices todos los momentos. ¿Por qué no lo hizo?
—Es la misma pregunta que a Dios dirigía el viejo Job hace algunos miles de años: «¿Cuándo existencia te pidió la nada?»… Razón tenía el patriarca judío; la existencia no tiene valor alguno si no la acompaña la felicidad. Pero ¿qué es la felicidad? Lo que debe ser. No hay definición que me parezca mejor que ésta. Existencia y felicidad son dos ideas tan estrechamente unidas, que allá en el fondo de nuestra inteligencia las juzgamos una misma, y al encontrarlas separadas en la práctica, nunca dejamos de experimentar sorpresa.
—Pues ya debíamos ir acostumbrándonos—repuse yo de mal humor.
—Jamás, jamás nos acostumbraremos. El hombre busca la alegría como la razón de su existencia, y cuando tropieza con obstáculos que se la arrebatan piensa que estos obstáculos no debieran existir, que su verdadera existencia queda vulnerada, que se ha introducido un desorden en el plan de la creación.
—Pero esos obstáculos existen siempre, y existen en abundancia. ¿Cuál es la razón de su existencia?
—Henos aquí llegados de un salto al núcleo de la cuestión: el origen del mal. Hay sabios antiguos y modernos que niegan su existencia. Dicen que, no siendo el mal otra cosa que la negación del bien, no tiene realidad, puesto que es una idea negativa.
—Con la misma razón podemos afirmar que el bien no tiene realidad, puesto que consiste en la negación del mal.
—Así es; el moderno apóstol del pesimismo, Arturo Schopenhauer, así lo sostiene. La afirmación de aquellos sabios es tan sofística como pueril. No basta negarse a ver una cosa para borrar su existencia. Los antiguos y modernos optimistas se parecen a esos animales que, al ver al cazador, cierran los ojos y se creen ya lejos de él. El mal es una realidad. El juicio de los hombres sobre la vida es triste, y ha arrancado de la lira de los poetas sones bien desesperados. «Después de la felicidad suprema de no haber nacido, la suerte mejor del que ha venido al mundo sería morir en el instante mismo», afirmaba la antigua sabiduría; y la moderna repite idénticas palabras. Pero hay una corriente filosófica que se niega a repetirlas, y pretende demostrar que el mal es necesario. Si es necesario de una necesidad absoluta, si hace parte de la naturaleza misma de las cosas, debe existir; si debe existir, es bueno… ¡Ah! «¡Desgraciados los que llaman al mal bien, y al bien, mal!», exclamaba el profeta Isaías. ¡No; el mal es mal, el mal es una realidad; pero el mal no es necesario! El mundo no sería menos perfecto sin la existencia del mal, como afirma Plotino, sino mucho más perfecto; el mal no es una parte del bien, un elemento del mundo primitiva y eternamente necesario, como sostiene Hegel. Yo imagino que el mundo sería mucho mejor si a los hombres no se les arrancase el corazón para ofrecerlo palpitante en el altar de un ídolo de piedra; si no se les cortase la lengua y se les introdujese plomo derretido en la boca para que no contraríen nuestras opiniones; si no se martirizase a los niños porque no pueden defenderse.
—¿Por qué, por qué todo eso, querido Jiménez?—exclamé impetuosamente—. ¿Por qué esos saqueos incesantes en la Historia, por qué esos niños degollados, por qué esas vírgenes violadas, por qué esos sabios torturados, por qué ese látigo vibrando siglos y siglos sobre las espaldas de seres inocentes?
—¿Por qué?, ¿por qué?—repitió Jiménez con voz ronca—. He aquí el problema de los problemas, el problema pavoroso junto al cual todos pierden importancia…
Guardó silencio unos momentos. Nuestros pasos sonaban a compás sobre la tierra dura del sendero. Las sombras invadían lentamente la campiña. Al fin comenzó a hablar en voz baja:
—Hubo un hombre entre los modernos, el más grande y el más sabio de todos ellos, que se llamó Leibnitz. Este atleta del pensamiento hizo esfuerzos vigorosos, desesperados, por abrir paso a la luz entre las tinieblas que envuelven este problema… O Dios no ha sabido impedir el mal, o no ha podido, o no ha querido. Entonces, no es Providencia. O ha sabido, ha podido y ha querido. Entonces, ¿cómo explicar la existencia del mal? La respuesta de Leibnitz es que el origen del mal debe buscarse en la naturaleza ideal de la criatura, en tanto que esta naturaleza se halla encerrada en las verdades eternas que existen en el entendimiento de Dios, independiente de su voluntad.
—¡Respuesta bien obscura!
—Sí, bien obscura. Leibnitz ha querido decir que el origen del mal es metafísico, y que depende de la imperfección de la criatura. Por tanto, es de absoluta necesidad. Volvemos al mismo dilema. Si es de absoluta necesidad, no es mal, sino bien… Pero ¿es cierto que el mal no es otra cosa que imperfección? ¿Es cierto que quien dice ser imperfecto, dice ser desgraciado? Habría que probarlo. Nuestra Tierra no es desgraciada por no ser tan grande como Júpiter, sino por otras causas diversas; Júpiter no es desgraciado por no ser tan grande como el Sol; el Sol no es desgraciado por no ser tan grande como Sirio. Esto sería confundir la idea de bien y mal con la de más y menos. Cada ser, en su sitio jerárquico, tiene un destino que cumplir; es feliz si este destino se cumple sin obstáculos, y desgraciado si no logra cumplirlo. Si para ser felices necesitáramos ser perfectos, entonces, sólo llegando a ser Dios seríamos felices… Yo soy una criatura bien limitada, bien imperfecta, y, sin embargo, hubo un tiempo en que no envidiaba, no diré al Ser infinito, pero ni aun a cualquier otra criatura colocada más alta que yo. En mi pobre hogar caminaba con el corazón satisfecho, libre de todo deseo: me bastaba mi pequeña cocina, mi pequeño comedor, mi pequeña mesa cubierta con tosco mantel de algodón. Fuera, los días se sucedían, unos, serenos, bañados de sol, otros, obscuros, aborrascados; soplaba unas veces el dulce céfiro primaveral, otras estremecía mis cristales el furioso vendaval; chocaban contra ellos la nieve, la lluvia, las ramas embalsamadas de las acacias, las alas negras de las golondrinas. Todo me era igual, todo contribuía a mi dicha. Yo no soñaba entonces con que necesitaba ser perfecto para ser feliz, yo no sentía el ansia de lo infinito, sino la de seguir caminando en aquel pobrecito hogar, arreglado por la mano más dulce que ha creado Dios…
La voz de Jiménez tembló al proferir estas palabras. Se detuvo un instante, y, haciendo un esfuerzo para dominar su emoción, prosiguió:
—El argumento de Leibnitz es un sofisma. Llamar a la imperfección mal metafísico para deducir de ella los dolores de este mundo, es un abuso de la razón. El mismo, arrepentido, dice que este mal metafísico no puede ser llamado exactamente mal, sino un menor bien. Ya lo sabes; los martirios que ha sufrido esa pobre niña no son un mal, sino un menor bien… Si Leibnitz no me convence, menos me persuaden aquellos espiritualistas refinados que ven en nuestro cuerpo el origen del mal. ¡Pobre cuerpo! Él, en sí mismo, no es malo ni bueno, sino la condición necesaria para que la vida se produzca. ¿No concibes un cuerpo que, lejos de estorbar tu felicidad, contribuya poderosamente a ella? Yo, no sólo lo concibo, sino que he visto en mí mismo realizado ese fenómeno. Cuando allá en mi juventud al primer rayo de sol saltaba del lecho y corría al castañar que circundaba mi casa, embalsamado por el olor del heno fresco y alegrado por el canto de los mirlos, o bajaba a la ribera y, empuñando los remos, me lanzaba con mi lancha en medio de la mar, azul y tranquila como un lago, una felicidad inexplicable inundaba mi corazón. La frescura del cielo, los rumores del aire, la transparencia del agua, los peces que dentro de ella se deslizan silenciosos, todo me atraía, todo me agitaba con una dulce embriaguez. La hermosa Naturaleza parecía soportarme con amor en su seno; yo me dejaba balancear por ella contemplando los picos azulados de las montañas, que convidan a soñar. ¡No, no! Entonces no necesitaba despojarme de mi cuerpo para ser dichoso. Lo único que podemos decir con verdad es que en muchos casos el cuerpo estorba al espíritu, que la relación entre ambos está viciada por la enfermedad o la flaqueza; pero, no sólo concebimos que esto puede no ser así, sino que no debe ser así. El mal no es esencial al cuerpo. Podemos suponerlo siempre en estado normal, o compuesto de una materia flúida e incorruptible como el oxígeno.
Jiménez hizo una pausa, detuvo el paso y, cruzando los brazos sobre el pecho, profirió mirando a lo lejos:
—Eliminemos, pues, el cuerpo. ¿Cuál es la causa del mal?
—Acaso sea el gobierno—dije yo.
—No te figures que es la pobre gente del campo quien solamente piensa así—repuso Jiménez riendo—: ésa es, poco más o menos, la tesis de Rousseau. El hombre, fuera de la sociedad, es bueno; la sociedad le corrompe, las instituciones le hacen desgraciado. De aquí los esfuerzos de Fourier, de Saint-Simon y otros para hacerle feliz por medio de instituciones adecuadas que vienen a ser los falansterios en una u otra forma. Todo eso está bien desacreditado. No cabe duda que las instituciones pueden favorecer el desarrollo del bien o del mal entre los hombres, que hay instituciones injustas, como la esclavitud o la guerra, que desenvuelven los sentimientos de tiranía y de odio. Pero ¿son las instituciones la raíz de estos sentimientos? Para que se desarrollen, ¿no es necesario que su germen haya existido en el corazón del hombre? ¿Cuál es la razón de la existencia de ese germen? El problema permanece en pie.
—¿Y si no hubiera razón alguna?—pregunté yo.
—¿Qué quieres decir?
—¿Si el mal llevara en sí mismo la razón de su existencia? ¿Si el mal fuese lo positivo, lo esencial en la vida, y lo que llamamos bien, un accidente, una tregua, una negación momentánea de la irremediable desgracia? Esta doctrina es tan antigua como el mundo; ha contado y cuenta aún entre los humanos mayor número de prosélitos que ninguna otra; es la que, transportada del Asia por Schopenhauer, domina todavía en la Europa culta. «He aquí la verdad santa sobre el dolor—decía el Budha en el célebre sermón de Benarés—: el nacimiento es dolor, la vejez es dolor, la enfermedad es dolor, la muerte es dolor, la unión con lo que no se ama es dolor, la separación con lo que se ama es dolor. ¡Ah, desgraciada juventud, que la vejez debe destruir! ¡Ah, desgraciada salud, que tantas enfermedades amenazan! ¡Ah, desgraciada vida, donde el hombre permanece tan pocos días!»
—Fácil es el recuento de los dolores de este mundo, y negarse a verlos es gran demencia. Desde que se abren nuestros ojos a la luz hasta que se cierran para siempre, la adversidad nos espía, nos persigue… Pero si el mal es absoluto en la existencia, ¿cómo explicar el bien? ¿Dónde se encuentra el manantial de nuestras inefables alegrías? Prometeo, encadenado a la roca, escuchaba un suave rumor de alas, sentía un perfume indefinible que llegaba hasta él. Era el coro de las ninfas Oceánidas que, sobre un carro alado, al través de la bruma helada exhalada por la nieve, llegan para sentarse a sus pies, le calman, y le consuelan, y le infunden esperanza. Nosotros también, encadenadas a nuestra roca, sentimos alguna vez ese batir de alas mágicas, percibimos ese suave perfume embriagador; nosotros también tenemos nuestras Oceánidas consoladoras, seres dulces, adorables, que no temen pincharse al arrancar las espinas de nuestra vida, almas celestiales que nos hacen vivir por momentos en un paraíso. Las ninfas consoladoras de Prometeo venían del Océano. Pero las nuestras ¿de dónde vienen? Yo no puedo resignarme a pensar que tu buen padre, modelo de hombres justos, o mi adorada esposa, hayan sido puras y abstractas negaciones de algo fundamental y positivo… Y si el mal fuese la verdad, y el bien la mentira, ¿por qué habíamos de hacer sacrificios a éste, y no a aquél? Satanás sería la única realidad para el creyente, y a él irían sus oraciones; Dios, sólo una efímera y vergonzante negación de su majestad infernal.
—Sin embargo, Jiménez, la doctrina pesimista se impone al espíritu de un modo avasallador. ¡Ofrece tantas pruebas en el curso de la vida! Por otra parte, su máximo filósofo en Europa es un escritor de genio que posee un vigor y una flexibilidad maravillosos. Tomo sus libros en las manos, e inmediatamente me siento fascinado, me envuelve, me sujeta en los férreos lazos de sus razonamientos impecables, me alegra con sus punzantes epigramas, me deslumbra y me arrastra con los arranques briosos de su estilo. Y, al cabo, soltando el libro, me digo siempre: ¡Todo esto es verdad!, ¡es verdad!
—No te avergüence lo que te ocurre con ese gran filósofo y estilista. A mí me ha pasado lo mismo con él y con otros varios. Todas las obras maestras de la filosofía me han convencido. Yo he sido alternativamente idealista y materialista, epicureísta y estoico, optimista y pesimista, discípulo de Platón y de Aristóteles, adepto de Spinosa y de Kant, y de Hegel y Schopenhauer, y de Spencer. Todos los grandes espíritus de la Humanidad me han dominado, al menos mientras he estado en comercio con ellos. No sin amarga tristeza me di cuenta, al cabo, de este fenómeno. Y aunque no soy modelo de humildad, reconocí humildemente que no poseía dotes de pensador. Me faltaba originalidad; no tenía fuerza para oponer mi pensamiento al del escritor que estudiaba, era incapaz de convencerme de una vez y para siempre. Finalmente, diputábame en mi interior por un ser inconsistente y sugestionable, como suelen serlo las mujeres, por una naturaleza realmente femenina… No te sorprenderá que este adjetivo me escociese en el alma de un modo insufrible. Así que, no por amor a la ciencia precisamente, sino para sacudirlo de mi imaginación, me puse a estudiar el asunto. La clave para salir de tal incertidumbre me la dió el mismo Schopenhauer, ese filósofo a quien admiro casi tanto como tú. El arte de persuadir, según él, reposa en la desnaturalización de las relaciones que existen entre los conceptos. El artificio a que se recurre de ordinario es el siguiente: cuando la esfera del concepto que se medita no se halla comprendida más que parcialmente en otra distinta, se la da por contenida totalmente en una u otra, según el interés de aquel que habla. De aquí se desprende que el error en un sistema o en una demostración cualquiera no se halla en las premisas, sino en las deducciones. Sea con premeditación, o de un modo inconsciente, el orador o escritor que aspira a convencernos se transforma casi siempre en un escamoteador. Y el escamoteo de las ideas, lo mismo que el de las pesetas, consiste siempre en hacer ver que se hallan en sitio distinto de donde están realmente. Cuando el escamoteador es hábil, esto resulta a maravilla. Schopenhauer ofrece un ejemplo muy sugestivo en aquel cuadro esquemático que tú recordarás, donde el concepto de viajar resulta, por medio de una serie de deducciones, malo y bueno al mismo tiempo. Confieso que este cuadro, donde se observa gráficamente de qué modo las esferas de los conceptos, penetrando las unas en las otras, aunque sin contenerse totalmente, nos consienten pasar de una noción a otra, y al cabo deducir conclusiones por completo diversas, me impresionó profundamente. Desde entonces, en cuanto tomo un libro entre las manos y me pongo en relación con un pensador cualquiera, me coloco en la actitud recelosa del paleto cazurro que asiste a un espectáculo de prestidigitación. ¿Por dónde le descubriré yo a este señor la trampa? Y no dejo jamás de aplicarle el famoso cuadrito de Schopenhauer. Con lo cual he llegado a convencerme de que todos los filósofos tienen razón, y ninguno la tiene… Pero he aquí que se me antojó dar al maestro cuchillada. Un día le apliqué al propio Schopenhauer su cuadrito, y resultó que él también había usado de igual escamoteo para deducir su pesimismo. Con otro cuadro semejante al suyo he podido comprobar que la vida puede ser considerada como buena y como mala al mismo tiempo.
—¿De suerte que has llegado al escepticismo? ¿Te encuentras en la cómoda situación del buen Montaigne?
—Todo lo contrario: yo pienso que en el fondo de todo sistema metafísico se oculta una gran verdad… pero una gran verdad exagerada. «Todo hombre en posesión del poder—decía Montesquieu—, tiende a abusar de este poder.» Pues yo digo: todo hombre en posesión de una verdad, tiende a abusar de esta verdad. Es una pendiente fatal por la cual nos deslizamos sin sentirlo. No busques otro origen al error. Debajo de cada uno de ellos, hasta de los más monstruosos, vive una pobre verdad a medio asfixiar. Y, ¡cosa singular!, es el poder mismo del genio quien la tiene sofocada. Los hombres de genio en este mundo son aquellos que ven con extraña y maravillosa intensidad una parte de la verdad. Gracias a esta visión original, logran dar un paso en el mundo de las ideas y plantar un jalón en el camino de la ciencia; pero, ¡ay!, el fulgor de esta verdad parcial les oculta no pocas veces las demás verdades que cerca de ella viven. Por eso, aunque te parezca mi aserción extraña, no tengo por seguros guías para la orientación de nuestras ideas a los grandes pensadores, sino más bien aquellos otros dotados de fino espíritu crítico y recto sentido…
—¿A los que tienen una linterna más chica?
—Eso es; a los que recorren el campo de la verdad sin estar ofuscados por ninguna. El pesimismo es una gran verdad, y pienso que, después de Sakyamuni, nadie la ha visto con más sorprendente intensidad que Arturo Schopenhauer… pero es sólo una verdad, no es toda la verdad. El pesimismo se halla en terreno firme dentro de la crítica. En efecto, en nuestro mundo pululan muchos males, muchos, muchos; mas al llegar a la explicación, no sabe decir sino Atman, con el asceta Gotama, o Voluntad, con Schopenhauer. Y ¿qué es el Atman?, ¿qué es la Voluntad?
—Schopenhauer responde que la Voluntad, no estando sometida al principio de razón, no puede ser conocida. Lo mismo sucede con cualquier fuerza elemental, con la electricidad, con la gravedad, de las cuales no podemos preguntar la causa.
—Si es la fuerza primitiva del Universo, desde luego no puede ser conocida en sí misma. Los cristianos dicen lo mismo respecto a Dios. Pero será conocida por sus atributos, como Él. Veamos estos atributos. Un esfuerzo sin fin…, un esfuerzo ciego…. Pero ¿es esto realmente lo que se observa en el mundo? Hay que probarlo. Si la causa del mundo es un esfuerzo ciego, ¿cómo tenemos vista? Si la esencia del Universo es ininteligencia, ¿cómo existe dentro de él la inteligencia? En último resultado, querido amigo, un pesimista, como cualquier otro filósofo, no es más que un hombre que, tendiendo la vista por el mundo, se pone a meditar sobre su esencia o sobre su causa. El pesimista dice que no tiene causa, que sólo hay en él esencia, y que su esencia es el mal. Esto es ya cuestión de hecho; y lo mismo que su experiencia le dice que sólo hay mal en el mundo, a otros les dice que sólo hay bien, y a otros, como a mí, les dice que hay de todo. ¿Vale la pena demostrar tanto desprecio al materialismo, como hace Schopenhauer, para terminar afirmando que en el fondo del Universo sólo se oculta una fuerza estúpida que quiere por querer, y sin saber lo que quiere, y que jamás consigue lo que quiere? Los empíricos y materialistas tendrían en ese caso razón contra él. Comer, beber, aprovecharse de la vida; y cuando ésta no produzca ya placeres, salir de ella por medio de una pistola o de una cuerda.
—Schopenhauer condena severamente el suicidio.
—Lo sé. Es una de sus flagrantes inconsecuencias. El pesimismo antiguo, fiel a sí mismo, se guardaba de condenarlo; solamente lo creía casi siempre innecesario. Pero Schopenhauer se encontró en medio de una civilización que lo rechaza, y no atreviéndose a chocar abiertamente con el sentimiento general, para no ser arrollado, ideó el siguiente artificioso razonamiento: «El suicidio no es la negación del querer-vivir. El que se da la muerte quisiera vivir; no está descontento sino de las condiciones en que la vida se le ofrece. Por tanto, destruyendo su cuerpo, no es al querer-vivir, sino a la vida a lo que renuncia.» Pero aquí ocurre inmediatamente preguntar: si la vida fuese buena para todos los humanos, ¿habría alguno que renunciase voluntariamente a ella? ¿Tendría razón de ser la negación del querer-vivir? ¿Sería pesimista el mismo Schopenhauer? ¿Habría siquiera pesimismo en el mundo? Quien renuncia a la vida, sea quien fuere, si le ofreciesen otra buena y feliz, la tomaría inmediatamente.
—No obstante, en el sermón de Benarés se aconseja la extinción de todo deseo para terminar con la sed de la vida.
—Ese es un consejo metafísico que nadie ha practicado jamás, porque sale fuera de los límites de nuestra naturaleza. Los budhistas, que se tienden delante del carro de los ídolos para ser aplastados, lo mismo que los que se suicidan lentamente en el desierto privándose del alimento y del movimiento necesarios, no lo hacen por una necesidad metafísica de extinguir el principio de la vida en el Universo, sino con la esperanza de pasar a otra vida mejor.
—¿Y el Nirvana?
—El Nirvana, que en el cerebro del fundador o fundadores del budhismo significaba el aniquilamiento absoluto, se transformó inmediatamente para los adeptos en un cielo, en otra vida feliz. En el Dhammapada se dice: «Aquellos que practican el mal, van al infierno; los que son justos, van al cielo.» En el Udanavarga: «Aquel que practicando su deber causa alegría a los otros, encontrará alegría en el otro mundo.» En las inscripciones sobre la roca de Asoka se lee: «Y ¿cuál es el fin de todos los esfuerzos que yo hago? Es pagar la deuda que tengo contraída con todas las criaturas, hacerlas felices en esta vida, y hacerlas ganar el cielo en la otra.» Y así sucesivamente encontrarás parecidos pensamientos en los monumentos más antiguos del budhismo, lo mismo en Ceilán que en el Tibet. Y es que Sakyamuni, como Schopenhauer, cedió a la tentación del sueño metafísico, a la vanidad que acomete a todo pensador de recrear el Universo. Pero los hombres exigimos en la solución del enigma del Universo que se halle conforme con nuestra razón y nuestra naturaleza: si sale de estos límites, la volvemos la espalda, por ingeniosa y sutil que parezca. Si el hombre, como afirman el Budha y Schopenhauer, no es otra cosa que voluntad, si la voluntad agota toda nuestra esencia, el hombre que odia en él la voluntad, odia su propia esencia. Esto es más que irracional, es monstruoso. Cómo la esencia del mundo se objetiva o se individualiza para odiarse a sí misma, la razón humana no sólo no puede imaginarlo, pero ni siquiera puede concebirlo. Un Dios creador, omnipotente, padre de todos los seres, no se le comprende, pero se le concibe. Una fuerza única, primitiva y elemental, que se individualiza, que se hace inteligente para aborrecerse, ni se comprende ni se concibe.
—Y, sin embargo, doctor, el Budha ha proferido sentencias admirables de caridad universal. «Ama a todas las criaturas vivas, ama hasta el sacrificio absoluto de tu ser, aunque tú no debieras recoger más que dolor.» «El insensato que me hace mal, yo se lo devolveré protegiéndole con mi amor: cuanto más mal vendrá de él, más bien vendrá de mí.» Así hablaba el Budha a sus discípulos.
—En efecto, es una moral pura la que se expone en la mayor parte de los monumentos del budhismo; pero esta moral flota en el aire sin fundamento alguno… Digo mal; su fundamento se halla en lo que los Santos Padres de la Iglesia cristiana llamaban razón seminal, derivada del Verbo. «Todo lo que de bueno ha sido enseñado por los filósofos, nos pertenece a nosotros los cristianos», decía San Justino. «Todos los hombres participan del Verbo divino, cuya simiente se halla implantada en su alma», decía San Clemente. ¿Es posible explicarse de otro modo la pureza de la moral búdhica, fundada en el ateísmo, en una metafísica absurda y monstruosa? Si la fuerza primitiva, si la Voluntad, como la denomina Schopenhauer, que reside en nosotros, que es nuestra propia esencia, es digna de ser aborrecida, debe serlo lo mismo en nosotros que en los demás. Un cristiano puede respetar y amar a su semejante porque ve en él, aunque alterada y borrosa, la imagen de su Dios, de un Dios santo, puro y amoroso. Pero un budhista o un discípulo de Schopenhauer, ¿por qué han de amar a su prójimo si no ven en él otra cosa que una manifestación de esa Voluntad perversa que anima el Universo para su desgracia, un caso más de la irracional sed de vida que a todos nos tiene amarrados a ella? «Ama a tu prójimo, ama a todos los seres vivos—decía el Budha—, porque tú eres eso.» Porque yo soy eso le aborrezco—debiera contestarse—, puesto que yo debo aborrecerme a mí mismo.
—En el Kempis se dice lo mismo: «Niégate a ti mismo, aborrécete a ti mismo.»
—Esas palabras, en boca de un cristiano, no significan que debamos aborrecer o negar nuestro ser esencial, nuestra alma, sino las impurezas que la manchan. «Ama a Dios sobre todas las cosas, y a tu prójimo como a ti mismo», dice el catecismo cristiano. Luego el amor de sí mismo se prescribe también. Pero lo que en nosotros debemos amar no es nuestro ser efímero, manchado de vicios, sino nuestra alma inmortal, que no se disolverá en la substancia divina como un grano de sal en el mar, sino que permanecerá en su ser eternamente, eternamente será nuestra, gozando de una alegría sin fin… Por lo demás, Schopenhauer se aprovecha deslealmente de los místicos y ascetas cristianos para la confirmación de sus doctrinas. Ningún místico cristiano imaginó jamás que, al negarse a sí mismo, negaba al propio tiempo el principio de su existencia, la Voluntad soberana que le había sacado de la nada. El santo cristiano que se inmola por el amor de Dios siente en ello alegría, porque sabe que va a gozar de este amor eternamente. Pero ¿qué alegría puede penetrar en el corazón del que se sacrifica sin más objeto que renunciar a toda vida? Por sutiles que sean las razones con que se lo disfrace, esto no es más que un suicidio. Nadie lo ha hecho; nadie lo hará. Esta clase de inmolación sólo ha existido en el cerebro de los filósofos. Los budhistas, como los cristianos, como los mahometanos, como todo el mundo, creen en la felicidad, creen que el hombre puede y debe ser feliz. Es un instinto universal y permanente de nuestra naturaleza, y los instintos universales y permanentes responden siempre a la realidad.
-Queda todavía una solución, amigo Jiménez. ¿Si el Universo hubiera sido formado por el concurso de dos principios igualmente necesarios y eternos? ¿Si entre estos dos principios existiera total independencia? En la Naturaleza encontramos siempre esta profunda división, la obscuridad y la luz, el frío y el calor, el macho y la hembra, la electricidad positiva y la negativa, etc. Parece que un dualismo primitivo e irreductible tiene dividido en dos partes a nuestro Universo.
—Sí; Ormuz y Arimán. Ese dualismo ha sido dogma religioso entre los persas en la apariencia. En realidad, por encima de estos dioses personales estaba Zerwano Akereno, el tiempo infinito, que los había sacado a entrambos de su seno. En la metafísica griega también se halla, no en lo que al bien y al mal se refiere, sino para la explicación del origen mismo y naturaleza del Universo. Al encontrarse en presencia del dualismo primitivo y radical que se observa en nuestro propio ser, proclamaron para la formación del Universo dos esencias diferentes, la materia y el espíritu. Pero estos dos principios, como los dioses Ormuz y Arimán, se excluyen entre sí, y en la mente de los filósofos, como en los espacios cerúleos, el uno concluye por vencer al otro. Si la materia es una fuerza única esparcida por todo el Universo, una fuerza necesaria e infinita de la cual los cuerpos no son más que expresiones fugitivas, entonces no habría necesidad de otro principio, no hay necesidad de espíritu, porque ella misma contendría todos los atributos de la inteligencia, inseparables de la fuerza infinita. Mas si concebimos la materia con las mismas cualidades de los cuerpos, entonces es extensa, divisible, múltiple, y no puede formar un principio único, sino un agregado de principios de infinita diversidad. Por eso el dualismo, que no es más que una ilusión de los sentidos, no ha podido sostenerse, y la historia de la filosofía hace ver que ha caído prontamente, o en un panteísmo materialista, o en un panteísmo idealista. La idea de la existencia de dos principios eternos ha desaparecido de la gran corriente del pensamiento humano. Nuestra razón, por su misma primordial naturaleza, busca siempre la unidad en la multiplicidad; es su fondo, es su ley, y en vano pretenderemos oponernos a ella.
Calló Jiménez, y callé yo también. Proseguimos silenciosos nuestra marcha por algunos instantes. Yo le pregunté al cabo:
—¿De suerte que no hay solución para el problema? ¿Jamás sabremos qué viento arrastra la nube sombría del dolor sobre nuestras cabezas? ¿Jamás sabremos el por qué de nuestros sufrimientos?
El doctor Angélico no respondió. Todavía proseguimos algún tiempo nuestra marcha silenciosos.
—Hay una solución; sí—dijo al fin, volviendo su rostro hacia mí—. Pero esta solución, la única accesible a nuestro entendimiento, la rechazan hoy los llamados intelectuales, porque viene envuelta en un dogma, en las enseñanzas de una doctrina religiosa. El hombre no quiere reconocer límites a su razón, huye irritado de quien se los señala, y buscando con anhelo la razón, cae con frecuencia en la sinrazón…. Existe el mal, no es posible negarlo; el mal es esencial a nuestra condición. Pero ¿es necesario? He aquí el verdadero problema. Si lo es, hay que declararse ateo, como los primitivos budhistas o los modernos pesimistas. La idea de un Dios consciente es incompatible con la presencia eterna del mal. Si Dios existe, el mal no puede ser otra cosa que un castigo…
—¡Un castigo!—exclamé sorprendido—. ¿Cómo es posible, si acabas de decir que es esencial a nuestra condición?
Jiménez sonrió, diciendo:
—Efectivamente, la tesis es paradójica y desde el primer momento parece inadmisible; pero ten la bondad de escuchar un momento… El castigo supone siempre una voluntad libre, por una parte, y por otra, una obligación. Pero ¿existe la voluntad libre?, ¿existe la obligación?
—Demos eso por supuesto, aunque sea largo y difícil de probar. El pecado, que es a lo que tú te refieres, es la calificación de un acto, y todo acto no puede ofrecer duda a nadie que es individual. Por tanto, el pecado supone siempre un agente libre, y es cosa incomprensible que pueda pertenecer, no a nuestra voluntad, sino a nuestra naturaleza.
—Sí, sí; no te esfuerces más en mostrar la paradoja: ya he convenido yo en ella… Mas ¡si existiese un elemento de pecado en la naturaleza humana independiente de las voluntades individuales!… Parece monstruoso, ¿verdad? Examínate a ti mismo, sin embargo; escruta los senos de tu conciencia, y hallarás que cometes algunas faltas sin darte cuenta precisa de ellas, que eres arrastrado a cometerlas, no por un acto firme y deliberado de tu voluntad, sino por un impulso que te parece irresistible de tu corazón, en realidad, por la fuerza del hábito. ¿Qué es lo que llamamos en el terreno moral un pecador empedernido? Un hombre que, por la costumbre de practicarlo, no puede resistir ya a la fuerza del mal. Aquí tenemos, pues, una naturaleza viciada, esto es, una naturaleza en la cual el mal que se produce no proviene directamente de la voluntad. Pero si no proviene directamente y en cada momento, su origen se halla, no obstante, en ella. Es un acto primitivo de su libertad quien lo ha engendrado; el mal ha penetrado en su alma porque voluntariamente le ha dejado la puerta abierta, y una vez entrado, se ha apoderado de él y de su misma voluntad. No hay duda, pues, que es posible la existencia de una naturaleza corrompida. La voluntad no es siempre el origen de nuestros actos.
—Pero como tales actos provienen de un acto primitivo engendrado por la libertad individual, resulta que ha habido siempre un agente libre, y que a éste se le puede exigir la responsabilidad. No es éste el caso de la responsabilidad exigida por los actos ejecutados por otro.
—Desde luego que no es el mismo caso. Lo único que quería dejar sentado es que no somos totalmente responsables de nuestros actos en muchos casos, sino solamente de un modo parcial y relativo, o, lo que es igual, que en el curso de nuestra vida solemos ser esclavos de nuestras tendencias y aficiones. Que tales tendencias hayan sido provocadas por el uso anterior de nuestra libertad no impide que formen parte ya de nuestra naturaleza. Pero ¿no existen en nuestra naturaleza otras tendencias que las engendradas por el uso de nuestra libertad? Recuerda a tu padre, y dime sinceramente si en tu modo de proceder en la vida, si en tus aficiones o en tus manías no existe en tu naturaleza una gran parte de la de él. Tu padre podría decir lo mismo del suyo, tu abuelo igual, y así sucesivamente. El pecado, pues, sin dejar de ser pecado, esto es, el acto de un agente libre, es transmisible. El pecado, aunque proceda de un acto de libertad, se halla incorporado a nuestra naturaleza. Y que nuestra naturaleza está viciada, no puede ofrecer duda. En todos los países y en todos los tiempos que nosotros podamos recordar, el hombre, si sale inocente del vientre de su madre, no tarda mucho en mostrar su tendencia al mal, en afirmar su miserable yo, desconociendo el derecho de los demás seres. ¿Procederá esta tendencia perversa de la constitución misma de nuestra naturaleza? Entonces el mal es necesario, y ya no será mal, sino bien; porque lo que no puede ser de otro modo que lo que es no debe ser designado por una negación, sino por una afirmación; entonces el mal no es el desorden, sino el orden, y la naturaleza misma nos abre el camino para que sigamos francamente por él, sin cuidarnos de otra cosa. ¿Procederán las malas tendencias de nuestro corazón de un acto primitivo de libertad? ¿Quién ha realizado, entonces, este acto, mediante el cual nuestra naturaleza se ha corrompido? Necesariamente ha de ser un agente libre, y éste ha de ser un individuo humano. Pero este individuo humano, ¿habrá sido como nosotros? Desde luego, pero al mismo tiempo necesitaba ser distinto de nosotros, porque si no hubiese en él más que una naturaleza individual, la responsabilidad exigida a los demás por sus actos sería una monstruosa injusticia. Para que tal responsabilidad tenga lugar, necesario es que ese agente libre sea la raíz misma del género humano; que no sea un individuo en el sentido corriente que damos a esta palabra, sino un individuo primitivo que encierre dentro de si el germen de todos los demás individuos que componen la Humanidad. Sus actos no eran solamente individuales, sino universales, porque en él estaba presente la Humanidad entera. Existe, pues, un desorden esencial, fundamental, en la Humanidad, que es el origen del mal; este desorden es el efecto de una caída, de una degradación; esta caída es la obra de nuestros primeros padres.
—Es difícil, doctor, que podamos resignarnos al castigo de un acto ejecutado por otros. El hombre encuentra repugnancia en sentirse ligado a otros hombres de tal modo, que su alma forme parte de la suya.
—Y, sin embargo, ¡cuán cierto es, querido amigo! Nosotros formamos una gran unidad; millones de hilos invisibles y misteriosos nos ligan los unos a los otros; nadie puede aislarse, nadie puede decir: «Este acto es mío, absolutamente mío.» Para el Ser Supremo, la Humanidad entera es un solo ser en aquel que los ha engendrado a todos. Lo que te estoy diciendo no es un producto de la especulación, un dato de la razón, sino de la experiencia. Gritamos que la responsabilidad debe ser siempre individual, pero de hecho aceptamos humildemente la colectiva. No hay hombre que en el fondo de su corazón no se sienta en cierto grado responsable, no sólo de los actos de su raza, sino también de los de su nación, y hasta de los de la sociedad de que forma parte o de los del cuerpo a que pertenece. No hace muchos días que un pobre fraile, recién llegado de Filipinas, me narraba sus desdichas en las jornadas desastrosas de hace algunos meses. Le cogieron prisionero los naturales insurrectos, le maltrataron bárbaramente, le tuvieron encerrado en un lugar infecto, le hicieron trabajar cargándole como un mulo, y hasta, ¡cosa inaudita!, como un mulo le engancharon a una carreta. Pues bien, este fraile me decía, bajando tristemente la cabeza: «Ha sido un castigo justo del Cielo, porque habíamos cometido muchos excesos.» Lo cual quiere decir que este pobre religioso, que es un santo, incapaz de cometer el más pequeño exceso, aceptaba resignado la responsabilidad de los cometidos por sus hermanos de religión… Una de dos, pues, amigo mío: o el mundo está fundado sobre una monstruosa injusticia, o existe la responsabilidad colectiva, porque de hecho pagamos siempre las faltas de los otros. O hay que aceptar la unidad del género humano, o hay que decir adiós a la idea de justicia, y entonces, ¿de dónde nos viene esa idea?
—De todos modos, doctor, la solución que me propones es un dogma, no es una doctrina filosófica.
—Es un dogma que encierra una doctrina filosófica. No te diré que satisfaga por completo a todas las exigencias de nuestra razón. Los dogmas no se identifican con la razón, porque entonces no habría necesidad de ellos. Pero búscame otra doctrina que menos la contraríe.
—El dogma del pecado original supone la procedencia de una sola pareja, y el darwinismo, que es la última palabra de la ciencia, considera al hombre como el coronamiento de una larga evolución del reino animal.
—Yo no sé, ni puede saberlo nadie, si el hombre es el resultado de una evolución. Es verosímil…, acaso sea verdad. Pero si el hombre, con los caracteres de tal, se ha desprendido del animal, tuvo que ser en un momento determinado del tiempo. Pues bien, en ese instante feliz y supremo en que un ser inteligente y libre parece sobre nuestro planeta, pudo efectuarse el funesto acto de libertad que le ha degradado, haciéndole perder su inocencia… Por lo demás, ni el darwinismo ni ninguna otra de las conquistas de la ciencia podrá dañar jamás a la verdad cristiana si no es momentáneamente. Todas estas conquistas, que principian oponiéndose a ella ferozmente, terminan convirtiéndose en leales servidores. Echa una mirada a la Historia… La nave del cristianismo acababa de salir de los mares de la herejía. Sus velas, mojadas por los chubascos, pendían flojas y desmayadas de los mástiles. La tripulación, rendida por la lucha prolongada contra las sutilezas y sofismas de la Edad Media, dormía esparcida sobre cubierta… Fuerte sacudida los despertó a todos. Habían entrado sin sentirlo en el mar de la ciencia. Una ola negra, alta y temerosa avanzaba sobre ellos, amenazando sepultarlos. Era la nueva cosmogonía de Copérnico pregonando el movimiento de la tierra. La tripulación lanzó un grito de espanto, creyéndose perdida. Pero la ola batió con furor los costados de la barca, echó algún agua dentro, y pasó sin hacerla zozobrar. Apenas repuestos del susto, llega otra: la antigüedad de la Tierra. El Génesis va a quedar deshecho. Los teólogos de la tripulación se alborotan y gritan. La ola pasó también y dejó la nave intacta. Detrás viene otra: la pluralidad de los mundos habitados. ¡Oh cielo! ¿Cómo explicar la existencia de otras tierras habitadas con el acto de la redención? Los teólogos experimentan nueva consternación. Pero la ola pasa como las otras. El sol de la fe luce más radiante. La redención es un acto voluntario de Dios, y lo mismo puede producirse habiendo muchos mundos habitados, que habiendo uno solo… Ya llega bramando otra; la teoría darwinista de la descendencia del hombre. ¡Qué grande es, y qué negra, y qué aterradora! ¡Infeliz navecilla, de ésta no escaparás! Y, en efecto, la barca queda sepultada en el obscuro abismo de la ola como en las fauces siniestras de un monstruo. El Cristianismo ha muerto… ¿Quién lo ha dicho? ¡Mira, mira hacia arriba! Cabalgando sobre la ola negra y rugiente, ya asoma de nuevo la velita blanca. Acabo de leer el libro de un sabio darwinista americano, John Fiske, en que demuestra, por medio de las teorías de Darwin, que el hombre es el fin de la creación, y que jamás habrá sobre la tierra un ser más elevado que el hombre. El libro termina con estas palabras, que parecen de un teólogo más que de un naturalista: «La revolución operada por Darwin ha colocado a la Humanidad en el pináculo más alto de cuantos ha ocupado. El sueño de los poetas, las instrucciones de los sacerdotes y profetas y la inspiración de los grandes músicos se confirman a la luz del moderno conocimiento. Del mismo modo que nos congregamos para el trabajo material de la vida, debemos esperar que pronto lo estaremos en un sentido más verdadero; cuando llegue a ser este mundo el reino de Cristo, y reine para siempre como Rey de los reyes y Señor de los señores.»
—Estás elocuente, y hasta un si es no es poético—dije sonriendo.
Pero Jiménez, sin hacerme caso, continuó:
—Y es que el hombre jamás, jamás podrá desprenderse de esta verdad, adquirida de un modo sobrenatural y sellada con tanta sangre. La existencia de un Dios perfecto y de un mundo imperfecto, de una bondad infinita y omnipotente con las miserias de la vida, es, sin disputa, el problema de los problemas. Los filósofos deístas más grandes, Platón, Aristóteles, Plotino, Descartes, Leibnitz, se han esforzado vanamente en hallar una explicación satisfactoria. Los mismos teólogos, cuando, sostenidos tan sólo por su inteligencia, lo abordan, se les ve claramente vacilar, el terreno se hunde bajo sus pies, y, al cabo de sabias disquisiciones, nos dejan sumidos en las mismas tinieblas. Mas el grande, el pavoroso problema, que no quiere ser resuelto en la inteligencia de los grandes filósofos, entrega, no obstante, su secreto al corazón de los justos. Pregúntale a un hombre de corazón sencillo, a un espíritu encendido en la llama de la caridad, pregúntale si halla incompatible la bondad de Dios con las imperfecciones de este mundo, y te mirará lleno de asombro. Para él semejante problema no existe. Y es que él no contempla la esencia del mundo desde fuera, como nosotros, no es un espectador curioso, sino un actor profundamente interesado en la representación del gran misterio de la existencia. Su alma está amasada ya, fundida en el alma divina, participa de su sabiduría infinita, y sabe absolutamente que lo que es, es lo que debe ser, que lo que él quiere, es lo que quiere Dios. Sabe que su espíritu ha salido ya del limbo obscuro de la posibilidad para convertirse en acto, y que el acto es perfección. Es un colaborador del hecho universal; sabe que viene del amor y que marcha hacia el amor, y sabe que el mundo es lo mismo que él. En el espíritu del justo lo inteligible y lo real se confunden, porque su razón está íntimamente unida a la esencia de las cosas; en él se unen el pensamiento y el ser para constituir la verdadera ciencia, la ciencia completa, que en los demás está fraccionada. Nuestra alma está hecha de la misma masa de la verdad. Sólo cuando dudamos de ella nos hundimos en el error, como se hundía San Pedro, el pescador, marchando sobre las aguas, cuando sentía vacilar su fe.
Calló Jiménez, y callé yo también. Mil pensamientos se atropellaban en mi cerebro y lo turbaban. Sentía el vigor de sus razonamientos, pero al propio tiempo sentía el empuje de otros muy contrarios, y la lucha entablada dentro de mi alma me hacía caminar más aprisa, dejando atrás a mi compañero. Cuando alcé la vista del suelo columbré la choza del feroz trapero que había sido causa ocasional de nuestra conversación, y, temiendo que nos encontrásemos con él, propuse a Jiménez torcer a la derecha, a fin de no pasar por delante de su casa.
Pocos pasos habíamos andado en esta dirección, cuando vimos a lo lejos un golpe de gente que hacia nosotros venía apresuradamente y con visible agitación. No tardaron en llegar a nuestros oídos algunos lamentos e imprecaciones. Avanzamos rápidamente hacia el grupo para saber lo que significaba, y pronto nos acercamos. En el centro de él llevaban entre dos hombres, sobre unas parihuelas improvisadas, a un chico cubierto de sangre. Inmediatamente reconocimos al chico que había caminado con nosotros después de la repugnante escena del trapero y la niña, y nos había enterado de todas las particularidades de su vida. Ésta debió ser la causa de su desgracia, por lo que en seguida pudimos colegir, pues aquel bandido marchaba detrás, amarrado codo con codo, custodiado por una pareja de la Guardia civil y seguido por un tropel de curiosos. La madre del chico caminaba al lado exhalando gemidos desgarradores.
Nadie sabía entre ellos el motivo por el cual el trapero había apuñalado al chico, porque éste no podía hablar. Nosotros lo explicamos prontamente, con lo cual la indignación popular creció de un modo imponente, y, a no ser por los guardias, no lo hubiera pasado bien el asesino. Estallaron, sin embargo, las imprecaciones, y cada cual contaba en voz alta alguna de sus fechorías. Como nos dijeran allí que aquella desgraciada madre carecía de recursos para vivir, y que aquel niño la ayudaba a sustentarse repartiendo leche por las casas, lo mismo Jiménez que yo nos despojamos de casi todo el dinero que llevábamos y se lo entregamos. En esta generosidad tenía parte también la inquietud de la conciencia, pues, aunque inocentes por la intención, nosotros habíamos sido la causa de aquella agresión cobarde.
Pero ya los guardias ordenaban a los hombres de las parihuelas que prosiguiesen su camino y empujaban hacia adelante al bandido. Éste no nos había quitado los ojos de encima en los cortos momentos que allí estuvieron detenidos, unos ojos cargados de odio y amenazas. Cuando la comitiva se puso de nuevo en marcha, desplegó los labios para decirnos:
—Cuando salga de la cárcel ya nos veremos las caras.
Ni a Jiménez ni a mí nos hizo efecto la amenaza. Nos hallábamos tan indignados y conmovidos, que el miedo no cabía en nuestro corazón. Parados e inmóviles, seguimos con la vista por algún tiempo al grupo que se alejaba, y, al cabo, nos pusimos de nuevo en marcha.