No he leído la descripción de esta batalla en ninguna historia contemporánea. No la he visto tampoco citada en las efemérides de los almanaques de pared. Creo, por tanto, que se me agradecerá el que venga a llenar un vacío en la historia militar de España. Si no se me agradece, peor para los ingratos.

La calle de Galiana, donde se ha librado, lleva hoy mi nombre. Para que las futuras generaciones no se equivoquen suponiendo que se le ha dado por haber sido yo el general victorioso que dirigió esta batalla me cumple declarar que no he sido en ella más que un humilde soldado y no del ejército vencedor sino del vencido.

Descargada así mi conciencia, penetro en los dominios de la historia.

Entre Rivero y Galiana existía desde hacía muchos siglos un antagonismo irreductible. Si hablabais a un chico de Rivero de los zagales de Galiana crujía los dientes y dejaba escapar por la nariz resoplidos de fiera. Si mentaban delante de uno de Galiana a los rapazucos de Rivero le veríais poner los ojos en blanco y escupir. Ignoro qué agravios podían tener los unos de los otros, pero se odiaban como si en la antigüedad existiese un Paris de Galiana que hubiera raptado a una Helena de Rivero, o viceversa.

Por lo tanto los choques eran frecuentes. Sin embargo, aunque se hablaba entre nosotros de formidables batallas libradas en tiempos remotos, cuya narración circunstanciada se conserva en los archivos del Ayuntamiento, en el mío no se había efectuado ninguna. Todo se reducía a operaciones de poca monta y a torneos individuales. Un chico de Galiana desafiaba a otro de Rivero y a la salida de la escuela se daban de moquetes en el muelle o en el Campo Caín. Algunas veces eran dos contra dos o tres contra tres como los Horacios y Curiacios.

Estos repetidos escarceos mantenían vivo el odio secular. Por tal causa yo, recluta disponible de Rivero, cuando iba a casa de mi tía Justina, que habitaba en Galiana, tomaba toda suerte de precauciones hasta llegar a su puerta. Procuraba hacerlo cuando los chicos estuviesen en la escuela; jamás los domingos; si podía ir acompañado de una criada mucho mejor. En este último caso desafiaba impávido las iras de mis enemigos, que reducidos a la impotencia me lanzaban miradas furibundas y me enseñaban los puños.

A mi primo José María por recibirme en su huerta y jugar conmigo a los caballitos haciendo él de cochero y yo de caballo o viceversa, se le miraba con desconfianza entre los suyos y estuvo amenazado de un proceso de alta traición.

El odio así incubado y creciendo sordamente cada día, forzosamente debía provocar una catástrofe. Los volcanes que durante muchos años sólo dan cuenta de su existencia con algunos leves rugidos y un poco de humo, estallan súbito con formidable erupción.

Todos sentíamos la necesidad de una batalla que decidiese para siempre la cuestión de la hegemonía en Avilés.

Comenzó a trabajar la diplomacia. Nuestro servicio de espionaje nos informó de que nuestros adversarios habían pactado una alianza ofensiva y defensiva con los chicos de Miranda, la parroquia rural más próxima a su barrio. Estos aldeanitos de Miranda eran numerosos y gozaban fama de osados y aguerridos.

El caso era serio.

Por nuestra parte, entonces, se iniciaron secretas inteligencias con los campesinos de las parroquias de Villalegre y la Magdalena, los cuales nos ofrecieron algunos contingentes. También buscamos apoyo en los franceses de la «Fábrica de vidrios». Yo fuí comisionado para hablar con mi amigo Rodolfo Dinten, un francesito rubio, guapo y robusto, hijo de uno de los principales operarios de la fábrica. Este me sugirió confidencialmente que aunque sus compatriotas se negasen a intervenir en la guerra él por su parte se hallaba resuelto a batirse con nosotros hasta exhalar el último suspiro.

Las negociaciones diplomáticas y los preparativos técnicos se prolongaron desde el mes de Marzo al de Mayo. Todos nos hallábamos extraordinariamente nerviosos. Tragábamos sin apetito la merienda que íbamos a buscar a casa después de la escuela y nos eternizábamos en inacabables conversaciones que se prolongaban hasta la noche. Nuestro Estado Mayor concertaba el plan de la batalla con tanto desconcierto que enronquecía a fuerza de discutir y no acababa de concertarse. La demora, sin embargo, aunque forzosa, no dejaba de convenirnos. La preparación era más sólida y escrupulosa; nuestras alianzas se consolidaban. Por otra parte deseábamos que la batalla se librase en una de las tardes más largas del año, porque no estábamos seguros de parar el curso del sol como Josué.

Al fin quedó resuelto que fuese el próximo sábado al salir de la escuela. La batalla debía reñirse por convenio tácito entre ambos ejércitos en la calle de Galiana por razones especiales que paso a exponer.

Esta calle, según se asciende de la Plaza, tiene a la derecha amplios soportales bastante elevados sobre el resto de la vía, por donde discurren los transeuntes. La parte baja, destinada casi exclusivamente a los vehículos de rueda, no contaba a su izquierda en aquel tiempo con edificio alguno. Por lo tanto allí se podía combatir libremente sin grave riesgo para los neutrales.

Apenas terminado el rosario, que dirigía siempre los sábados nuestro venerable maestro don Juan de la Cruz, salimos tumultuosamente de la escuela y fuimos todos a formar en los soportales de Rivero. Allí teníamos preparadas nuestras municiones, un gran montón de piedras con las cuales llenamos nuestros bolsillos hasta desgarrarlos. Ningún guerrero que yo sepa pudo aquella tarde tragar la merienda.

Una gran decepción nos aguardaba. Los prometidos contingentes de Villalegre y la Magdalena no acababan de llegar. En cambio la Francia estaba magníficamente representada por una docena de chicos de la fábrica, ágiles, vigorosos, atrevidos como lo son casi siempre los soldados de esta heroica nación.

Cansados de esperar inútilmente, nos decidimos al fin a prescindir de las fuerzas aliadas rurales y en apretada falange nos dirigimos en silencio hacia Galiana.

Formados también y cada cual con su piedra en la mano nos aguardaban allí nuestros enemigos. Una gran gritería nos acogió y una espesa nube de piedras cayó casi al mismo tiempo sobre nosotros. De nuestras manos partió inmediatamente otra descarga no menos temerosa.

El fuego se generalizó. Durante algún tiempo ambos ejércitos mantuvieron sus posiciones respectivas. Después comenzó el vaivén natural en estos casos; tan pronto avanzábamos como retrocedíamos.

¿Había muchos heridos? No, porque unos y otros procurábamos conservar saludable distancia y los proyectiles rara vez alcanzaban a nuestras filas. Por desgracia yo fuí uno de los pocos alcanzados. Una piedra me dió en la mejilla y me sacó sangre. Para enjugarla eché mano de mi pañuelo sin recordar que con él había limpiado hacía un instante el banco de la escuela donde se me había vertido el tintero. Puede figurarse cualquiera lo que sucedería. Entre la sangre y la tinta mezclada mi rostro ofrecía un aspecto tan aterrador, según me aseguraron después mis compañeros, que estuvo a punto de hacer flaquear su ánimo. Sin embargo, yo no sentía dolor alguno y seguí combatiendo hasta el final.

La batalla se prolongó así largo rato. Al fin observamos con alegría que el enemigo comenzaba a retroceder sin tratar de recuperar el terreno perdido. Este retroceso inesperado nos envalentonó de tal suerte que nos arrojamos a perseguirlo de cerca y con brío. Así fuimos llevándole hasta lo más alto de la calle. Mas cuando ya le creíamos en plena derrota y próximo a refugiarse cada cual en su vivienda, he aquí que surge de improviso de los soportales donde se hallaba escondido un enjambre de chicos de Miranda que cayó sobre nosotros acribillándonos a pedradas.

Aquel retroceso había sido una traidora emboscada.

En nuestras filas la sorpresa produjo bastante turbación y retrocedimos desordenadamente. Pronto nos repusimos, sin embargo, y comenzamos a disputar el terreno palmo a palmo.

Sin duda la retirada era de absoluta necesidad. El ejército enemigo, engrosado con aquel socorro, era muy superior al nuestro. Supimos, no obstante, llevarla a cabo con tanta serenidad y acierto que quedará en la historia como uno de los más famosos hechos de armas. No fué tan larga y difícil como la de los diez mil griegos mandada por Jenofonte, pero sí tan peligrosa.

Por medio de hábiles y furiosos contraataques de nuestra retaguardia mantuvimos en respeto al enemigo. Rodolfo Dinten, Sidrín el Chocolatero, Luis Orovio, Floro Vidal realizaron prodigios de valor y sangre fría. Es deplorable que tales hazañas permanezcan sepultadas en los archivos del Ayuntamiento y no alcancen en nuestro país la notoriedad que merecen.

Nos retirábamos pues en perfecto orden y causando daño al enemigo cuando al llegar al sitio en que la calleja de los Cuernos confluye con la calle de Galiana observamos que un grupo numeroso de enemigos se precipitaba por ella. Esta calleja, cuyo nombre harto agresivo supongo que ya se habrá cambiado por otro más apacible, termina en la calle de la Cámara, la cual a su vez desemboca en la Plaza. De modo que nuestros enemigos marchando por ella podían tomarnos entre dos fuegos. Si el lector se procura un plano de Avilés podrá seguir, mediante mis indicaciones, los accidentes y episodios de esta memorable batalla.

Inmediatamente nos dimos cuenta del peligro que ofrecía aquella maniobra envolvente. Nuestra retirada se hizo entonces más rápida aunque sin llegar al desorden. El lector no se admirará de ello porque tampoco a él le agradará seguramente que le cojan por la espalda.

Nuestros enemigos, juzgándonos en vergonzosa huída cerraron la distancia de sus líneas y nos persiguieron más de cerca. Uno de ellos bien osado llegó a ponerse en contacto con nuestra retaguardia. Este guerrero temerario era Belín, uno de los más valientes campeones de Galiana.

Confieso que a todos nos infundía respeto aquel héroe. No era un señorito, sino hijo de un menestral, fuerte por naturaleza y contando algunos años más que nosotros. Algunos suponían que tenía ya catorce. Yo no creo que hubiese alcanzado una edad tan avanzada. De todos modos nos llevaba la cabeza en estatura y mucha ventaja por la fuerza de sus puños. Fiando en esta fuerza el insensato no sólo se puso en contacto con nuestra retaguardia sino que penetró en ella y no satisfecho aún avanzó casi hasta el centro de nuestras tropas asestando terribles puñetazos a uno y otro lado.

Entonces por movimiento instintivo y simultáneo, sin que la voz de ningún jefe hubiese dado la orden, las filas se apretaron contra él de modo que le hicieron imposible toda ofensiva. Trató con fuertes sacudidas de romper aquella espesa red que le sujetaba, pero fueron inútiles sus esfuerzos.

Arrastrándole de esta suerte en nuestra retirada llegó con nosotros hasta la Plaza. El enemigo, que había visto con dolor la desaparición de uno de sus caudillos más reputados, trató de rescatarlo persiguiéndonos todavía en un paraje donde sabía perfectamente que estaba prohibida la lucha armada. Pero en aquel instante la fuerza coercitiva del Estado, representada por el octogenario alguacil Marcones, hizo su aparición habitual; levantó amenazador su viejo bastón de espino, y súbito las fuerzas de Galiana quedaron paralizadas y no tardaron mucho en retraerse a sus antiguas posiciones.

Un rugido de alegría se escapó de nuestros pechos. Habíamos perdido la batalla pero teníamos en nuestro poder a Belín, al mortífero Belín, orgullo y esperanza de su barrio. Todavía quiso zafarse poniendo en tensión sus músculos poderosos, mas todos sus intentos se estrellaron contra el número incalculable de manos que le sujetaron. Entonces, comprendiendo que no existía posibilidad de salvación cesaron sus esfuerzos y adoptó una postura altanera y estoica que nos impresionó profundamente. Ni un grito, ni una palabra, ni un movimiento: se dejó conducir tranquilamente.

¿Adónde? He aquí la pregunta que nos hicimos en seguida. Deliberamos ansiosamente porque el tiempo apremiaba. No conocíamos en nuestras tierras fortaleza alguna donde pudiéramos guardarlo, y estábamos ya a punto de dejarle en libertad cuando uno de nuestros compañeros tomó la palabra para manifestar que en su casa había una cuadra donde no se guardaba caballería alguna desde hacía largo tiempo y que bien podría hospedar a nuestro prisionero.

Así se realizó punto por punto. Le llevamos hasta el final de la calle de Rivero. Nuestro compañero entró en su casa, y cerciorándose de que nadie podía estorbar nuestro designio, hizo una señal, y cuatro números sujetando al prisionero le introdujeron secretamente en la cuadra y allí le dejaron amarrado al pesebre. Lo que todavía hoy me admira al recordarlo, es que se dejó atar sin oponer resistencia, sin pronunciar siquiera una palabra.

Era un caudillo de rara energía y sus ideas acerca del honor militar dignas de aplauso.

¿Cómo llegó a conocimiento del propietario de la casa y papá de nuestro compañero que tenía en su cuadra amarrado un bípedo en vez de un cuadrúpedo? Nunca pudimos averiguarlo. Lo cierto es que no se había pasado todavía media hora, cuando en un estado de cólera increíble bajó a la cuadra, desató al noble adalid de Galiana y con las mismas cuerdas que le aprisionaron aplicó tantos zurriagazos al alcaide de la fortaleza que seguramente no le quedaron más ganas en su vida de guardar prisioneros.

Este famoso Belín logró más tarde a costa de laudables esfuerzos seguir y terminar la carrera de Medicina. Se llamó don Abel García Loredo y fué uno de los facultativos más acreditados de Oviedo, donde falleció hace bastantes años.

Alguna vez sentados en los divanes del Casino nos entreteníamos alegremente recordando nuestra edad infantil. Cuando yo le traía a la memoria este episodio reía a carcajadas exclamando:

—¡Cosas de la guerra!