La primavera sopló otra vez sobre nuestra feliz aldea; las rosas se abrieron, los mirlos cantaron en la pomarada, los terneros mugieron en el establo, los céfiros nos traían sobre sus alas perfumadas los rumores del bosque, gorjeos de pájaros enamorados: la zarzamora que tapizaba los caminos se llenaba de florecillas moradas: del balcón de mi cuarto colgaban ya los pámpanos que alegres temblaban al nacer la aurora…
Todos estos signos de la gloriosa resurrección de la naturaleza alegraba a los hombres y a los animales, pero a mí me inquietaban vivamente. Había oído decir repetidas veces a mi madre que en cuanto viniese la primavera partiríamos para Avilés. Por aquel tiempo no sabía yo que esta villa guardaba en su seno placeres mucho más exquisitos que los que podía brindarme Entralgo. Pensando en la escuela, en la gramática, en las planas, en la vara de avellano de don Juan de la Cruz se me ponía la carne de gallina.
¿A qué pensar en ello, sin embargo? Aquí estaban aguardándome a la puerta, como siempre, mis amigos Ramón, Sixto, José, Segundo, una guardia fiel y decidida que yo había logrado formarme durante mi estancia en la aldea. Corríamos los senderos, trepábamos a los árboles para alcanzar los nidos, hacíamos hogueras y asábamos allí patatas, cortábamos varas de sauco para construir tira-tacos, nos pasábamos horas enteras espiando la guarida de las anguilas en los arroyos, pero sin lograr jamás atrapar ninguna, toreábamos a los carneros (desde mi fatal aventura y en pocos meses había ya dado grandes pasos en el arte taurino), montábamos en todos los caballos que encontrábamos sueltos por los caminos.
Este último recreo ofrecía más de un peligro, para mí especialmente, que no era ni tan duro ni tan diestro como mis compañeros. Tuve ocasión de experimentarlo bien pronto. En una de aquellas tardes primaverales habíamos estado en el río levantando piedras y piedras para atrapar truchas. No era más que un simulacro, porque en el fondo estábamos persuadidos de que nunca pescaríamos una. Cuando nos fatigamos de aquel infructuoso ejercicio nos decidimos a regresar al pueblo. Apenas habíamos caminado algunos pasos tropezamos con un gran caballo pastando la yerba que crecía en aquel terreno guijarroso. Acometido de un vértigo de grandeza dije:
—Voy a montar ese caballo.
Los amigos trataron de disuadirme porque sabían perfectamente a qué atenerse respecto a mis adelantos en la equitación.
—Es demasiado alto.
—No importa. Vosotros me ayudaréis a montar.
Debo confesar que lo hicieron de mala gana, pero lo hicieron. Entre todos ellos fuí izado sobre el lomo del animal, que no era ni fogoso ni resabiado. Lo único que hizo fué trotar acompasadamente en dirección a la aldea. Pero yo no supe acomodarme a su compás, comencé a vacilar, perdí al fin el equilibrio y di pronto con las narices en el suelo.
Una de las cosas menos gratas de la existencia es, sin duda, caer de narices contra una piedra desde un caballo de ocho cuartas. Yo que no las tenía de cemento armado las sentí deteriorar con un vivo dolor que me hizo prorrumpir en gritos. Mis amigos al escucharlos y al verme yacente y ensangrentado, se dispersaron como los discípulos de Jesús cuando su divino Maestro fué clavado a la cruz. Acudió a los pocos momentos en mi auxilio un criado llamado Linón que ya lo había sido de mi abuelo y que por casualidad acertó a pasar por allí. Me levantó del suelo, me llevó al río y me lavó el rostro. Mientras lo hacía no cesaba de instruirme con saludables advertencias.
—Ya ves lo que sucede por ser atrevido.—¿Quién te ha mandado subirte a un caballo si no sabes montar?—Si hubieras sido formal no te pasaría esto.—¡Qué ocurrencia ha sido la tuya de montar en un caballo tan alto y a pelo!, etc., etc.
Es posible que sea un consuelo el averiguar cuando uno se rompe las narices, que si hubiera hecho esto o dejado de hacer aquéllo habría evitado la ruptura, pero yo no experimenté ninguno en aquella ocasión. Al contrario, cuanto más persuasivo se mostraba Linón, más triste y miserable me sentía yo. Por fin me llevó en brazos hasta casa y no fué débil el susto de mis padres al verme en tal estado. Se me aplicaron compresas de árnica y mi buen padre estuvo toda la noche renovándolas incesantemente.
Creí del caso en tales momentos encomendarme o hacer promesa de visitar algún santuario. En vez de uno prometí visitar dos, el de la Virgen de Covadonga y el del Santo Cristo de Candás. Ignoro por qué fuí tan lejos en mi devoción teniendo cerca al milagroso San Nicolás de Campiellos. ¿Sería por deseos de viajar o bien porque se me hubiera comunicado el desprecio que sentía nuestro párroco hacia el santuario de Campiellos? De todos modos mi madre quedó complacidísima y prometió llevarme a Covadonga y a Candás tan pronto como nos halláramos en Avilés.
Al día siguiente vino el médico, se me pusieron los vendajes necesarios y en pocos días quedé curado. Sin embargo, más adelante se necesitó la intervención de un médico de Oviedo y toda mi vida me resentí de aquella caída.
Se hablaba ya bastante en casa de nuestra partida; se fijó por fin el día. Yo estaba tristísimo, aunque se había restringido mi libertad, después de la caída. Pero aún lo estaba más, a mi juicio, el sobrino del señor cura de la Pola y diré en pocas palabras por qué.
Había traído mi madre de Avilés una doncella de espléndida belleza llamada Alvarina. Pasaba por una de las más hermosas jóvenes de Avilés: no necesito añadir más, pues la belleza de las mujeres de esta villa es proverbial en España. Yo amaba a esta Alvarina con todo mi corazón, no tanto por su belleza como por su bondad. En los niños el amor es intelectual y más razonado que en los hombres. Sólo en los degenerados amanece temprano la sensualidad. Claro está que la belleza ejerce una influencia favorable sobre todos los seres, mas a pesar de su gran hermosura si esta mujer hubiera sido mala no la habría amado. Lejos de esto, yo la encontraba siempre dulce y afable procurándome recreos, guardándome golosinas, tapando mis faltas cuando las cometía. Hacía aún más y mejor, y era darme aliento para ser bueno y valeroso. Con un instinto pedagógico que hoy mismo me parece digno de toda admiración, hallaba fácilmente los medios más adecuados para conseguirlo. Cuando en casa había cualquier desavenencia y mi madre nos residenciaba y comenzaba el interrogatorio, Alvarina decía en voz alta:
—Que diga el niño cómo ha sucedido. El niño no miente.
Es increíble el efecto que me causaba esta apelación a mi veracidad. Me llenaba de orgullo, y en aquel momento hubiera declarado la verdad aunque me arrastrasen después a la horca.
Si se trataba de llevar la bujía después que me había acostado y dejarme a obscuras, Alvarina decía en tono resuelto:
—Podéis llevar la luz: el niño no tiene miedo.
Y yo que lo sentía, y bien horrible por cierto, me mordía los labios, metía la cabeza entre las sábanas pero no dejaba escapar la más leve protesta.
De tal manera esta hermosa joven contribuyó mejor a mi educación moral que cuantos libros he leído y sermones he escuchado después. Ella me hizo un hombre verídico y lo fuí bastante hasta que me dediqué a novelista. Dios se lo pague.
Pues de esta Alvarina tan bella, tan gentil, tan bondadosa, se enamoró perdidamente el sobrino del señor cura de la Pola, un apuesto mancebo que estudiaba el último año de sagrada teología. Aquel de mis lectores que no hubiera hecho lo mismo que le tire la primera piedra. Había venido a pasar una temporada a Laviana y había suspendido momentáneamente sus estudios no recuerdo por qué; quizá porque su tío se hallaba delicado de salud y viniese a cuidarlo. Nos visitaba con frecuencia y puede suponerse que desde que el hijo de Venus le disparó una de sus mortíferas flechas, nos visitaba con más frecuencia aún. El cuitado inventaba mil artificiosos pretextos para justificar estas visitas. Una vez venía a traer a mi padre cierta semilla de guisantes para la huerta, otra venía a preguntarle de parte de su tío cualquier menudencia referente a un arrendatario, o bien me traía una primorosa casita de cartón para los grillos o traía a mi madre una plantita de albahaca o geranio. Mi madre sonreía viéndole perderse en un laberinto de razonamientos especiosos y yo sonreía también viendo a mi madre sonreír. El pobre chico se ponía encarnado hasta las orejas, hasta que concluía por toser de un modo formidable y mi madre le decía que cuidase aquel catarro pues en los jóvenes es peligroso, y él se ponía más colorado aún, lo cual parecía en verdad imposible.
Mi enfermedad fué para él la salud. Venía a verme todos los días y raro era aquel en que no me regalase con cualquier chuchería. Me acompañaba largos ratos y durante estos ratos Alvarina entraba y salía tantas veces en mi habitación llevando y trayendo objetos que no parecía otra cosa sino que nos estábamos mudando de casa y fuera ella sola la encargada de efectuar la mudanza. Cuando al cabo sané tampoco quiso privarme de su amable compañía comprendiendo que en la convalecencia es cuando hay que ejercer una vigilancia más activa y estrecha a fin de evitar una recaída.
Llegó por fin la víspera del día aciago en que debíamos abandonar aquella mansión venturosa. Porque para mí Entralgo, a pesar del reciente fracaso de mi nariz, continuaba siendo el paraíso terrenal. Se dispuso que saliésemos al amanecer a fin de poder llegar a Avilés por la tarde. Dejaríamos los caballos en Sama, donde nos aguardaba un coche que nos trasladaría a nuestra villa haciendo parada en Oviedo para comer. Como debíamos levantarnos excesivamente temprano, mi madre creyó mejor que no nos acostásemos y pasásemos la noche en alegre reunión. No sólo los amigos de Entralgo sino algunos de la Pola vinieron a acompañarnos en aquella velada que fué divertida y ruidosa como ninguna. No me parece necesario añadir que entre los últimos figuraba el enamorado seminarista sobrino del cura de la Pola.
Se bailó, se jugó, se cantó, se improvisó, se disparató cuanto es imaginable. El seminarista y Alvarina, que hasta aquel día se habían mostrado reservados y evitaban con el mayor cuidado el manifestar públicamente su inclinación, se creyeron dispensados ya de todo disimulo y sentados en un rincón de la sala no se apartaban el uno del otro y charlaban animadamente con los ojos brillantes y las mejillas encendidas. Ambos parecían estar alegres o por lo menos querían demostrarlo. Sobre todo el seminarista ostentaba una jovialidad tan excesiva que yo mismo, a pesar de no haber cursado aún la asignatura de Psicología, adivinaba que era falsa.
Naturalmente las bromas de los tertulios iban dirigidas a menudo hacia ellos y naturalmente ellos se ruborizaban, pero no abandonaban por eso ni su posición feliz ni el hilo de su discurso interminable. No faltaba allí como en muchas tertulias, particularmente en las de aldea, un payaso que nos divertía con sus bufonadas, y este payaso no cesaba de vejar a la amartelada pareja, improvisando coplas a su salud.
Como de costumbre yo sentí al cabo que los párpados me pesaban, fuí al sofá y me dormí al lado de mi madre. Cuando desperté la tertulia continuaba tan bulliciosa como antes, pero mi madre no estaba allí; el seminarista y Alvarina también habían desaparecido. Entonces me levanté y buscando a mi madre me dirigí al gabinete contiguo cuya puerta se hallaba entreabierta. No había luz dentro y sólo la que entraba por la puerta lo esclarecía. Pude ver, sin embargo, a mi amigo el seminarista sentado en una silla con la cabeza entre las manos y sollozando perdidamente. En pie al lado suyo mi madre y Manola hacían esfuerzos por consolarle y animarle.
¡Pobre joven! Jamás se me ha borrado de la memoria esta escena. Años después supe que era un sacerdote ejemplar. No me sorprende porque Dios no abandona a aquellos que saben tomar a su propio corazón entre las manos y estrujarle.