LA Tierra es un ángel: yo he leído eso en alguna parte—me decía el doctor Mediavilla cierta tarde paseando por la Moncloa—. ¡Ah!, sí, ya me acuerdo; era un filósofo alemán llamado Fechner quien lo afirmaba. Y en este momento estoy tentado a darle la razón. ¡Vea usted qué luz irisada se esparce por el cielo!, ¡qué transparencia en el aire!, ¡qué crestas azuladas aquellas del Guadarrama!, ¡qué dulce sosiego en toda la campiña! Considerando la Tierra como un ser cuyas vastas dimensiones exigen un plan de vida completamente distinto del nuestro, no ofrece duda su inmensa superioridad sobre nosotros. La Tierra no tiene piernas ni brazos: ¿para qué los necesita, puesto que posee ya dentro de sí todas aquellas cosas tras de las cuales nosotros corremos anhelantes? ¿Necesita de piernas para caminar con la espantosa velocidad de treinta kilómetros por segundo? No tiene ojos; pero sigue su camino por el espacio insondable sin extraviarse. Para llevar su preciosa carga en todos los momentos, en todas las estaciones—dice aquel ingenioso filósofo—, ¿qué forma podría ser más excelente que la suya, puesto que es al mismo tiempo el caballo, las ruedas y el carro? Hay que pensar en la belleza de este globo luminoso, cuya mitad alumbrada por el sol es azul, mientras la otra mitad se baña en la noche estrellada. Hay que pensar en esta cristalina esfera, que gira bañada en luz, como decía nuestro gran Espronceda; hay que pensar en sus aguas transparentes, en esos millones de luces y de sombras por las cuales los cielos se reflejan en los pliegues de sus montañas y en los repliegues de sus valles. Este globo sería un espectáculo sublime para quien lo viese de lejos. En él se encuentran a la vez todos los contrastes y todas las armonías; es decir, todo lo pintoresco, todo lo que puede producir la emoción estética, la desolación y la alegría, la riqueza, la frescura, los vívidos colores, los aromas delicados. Envuelta en su atmósfera azul y en sus nubes, como una desposada en su velo, la Tierra marcha por el espacio feliz y gloriosa como un ángel.

—Todo eso estaría muy bien—respondí—si la Tierra tuviera conciencia de sí misma.

—Y ¿por qué no ha de tenerla? No será una conciencia individual como la nuestra, pero la tendrá colectiva. Habituados nosotros a la relación y al choque con las conciencias individuales, y observando la unidad que en nuestro interior se ofrece, nos cuesta enorme trabajo suponer que existe otro género de conciencia. Y, sin embargo, a cada momento se nos presenta en la vida. ¿Por qué separamos en una sociedad la intención de ella de la de los individuos que la componen, y decimos, como aquel inglés, «la cabilda, mala; la canóniga, buena»? Y con la nación inglesa constantemente hacemos la misma distinción: decimos que los ingleses suelen ser hombres generosos, caritativos, rectos en su proceder, mientras Inglaterra es la más egoísta y pérfida de las naciones. Pero aún hay más; esta conciencia individual que en nosotros observamos, y de la cual estamos tan ufanos, acaso sea, en último término, también una conciencia colectiva; porque así como nuestro cuerpo se halla compuesto por innumerables células, que todas tienen su voluntad y su iniciativa, así nuestro espíritu puede haberse formado por la agregación de muchos espíritus. La experiencia parece que nos lo está diciendo. En el carácter de cada hombre se hallan unidos los rasgos del carácter de sus abuelos; en los instantes sucesivos de su vida parece que todos ellos van asomando la cabeza uno en pos de otro. Cada ser, según su importancia, tendrá una conciencia más o menos vasta. No negamos que una sociedad tiene su conciencia, que una nación la posee, pero nos irrita que se diga lo mismo de un planeta. Figurémonos que un ser inmensamente mayor que nuestra Tierra la haya venido observando desde que se desprendió del Sol en estado gaseoso, y la siga observando hasta que perezca, bien por virtud de una catástrofe, o porque la vida desaparezca de ella, y su materia, por incesante radiación, se pierda en el éter. Figurémonos que este ser guarda la misma relación con nosotros que un naturalista con un pequeño y efímero animal. Cuando nuestro planeta hubiera desaparecido, este ser, este gran naturalista, ¿no guardaría de él un recuerdo claro y preciso, como el pequeño naturalista lo guarda del pequeño animal? ¿No podría definir su carácter, sus tendencias, el lugar que ocupa en el escalafón de los seres, su grado de espiritualidad, sus cualidades y sus deficiencias? Las conciencias de los seres que existen dentro de nosotros forman nuestra conciencia, nuestras conciencias forman la conciencia de nuestra raza, las conciencias de nuestras razas forman la del planeta, las de los planetas forman la del sistema solar…, y así sucesivamente hasta llegar a la conciencia absoluta, que no puede ser otra que la del gran Universo. La constitución de este Universo es idéntica en toda su extensión. Así como en nosotros, no sólo cada sensación, sino cada conciencia de una sensación contribuye a formar una mayor conciencia que llamamos yo, así nuestras conciencias individuales contribuyen a formar la conciencia de nuestro país, la de nuestra raza, la de nuestro planeta.

—¿De modo que usted cree en el Absoluto de la filosofía alemana?

—Sí; yo creo en un absoluto, pero en un absoluto que pueda mascarse—repuso riendo—; no en un absoluto sobre el cual no se pueda hincar el diente. Es decir, que en materia de absolutos prefiero el sólido al gaseoso, y estoy más por el género inglés que por el alemán. Hago una excepción en favor de Fechner. Por lo menos, el absoluto ángel o animal de este filósofo tiene órganos, que somos todos los seres vivos, y siente y actúa por medio de ellos, mientras el otro, encerrado en sí mismo, como el Atman de los indios, deja transcurrir la eternidad pensando: «¡Si yo fuese varios!» Yo creo que el absoluto debe ser algo más rico, más sustancioso que esa abstracción indigente que nos ofrece, por lo común, el monismo idealista.

—Y dígame usted, doctor: ¿cómo estas experiencias psicológicas que residen en el interior de cada hombre se combinan para formar la experiencia psicológica de ese Absoluto?

Mediavilla soltó una carcajada.

—Veo, amigo Jiménez, que no se anda usted por las ramas, y que de golpe se lanza usted sobre la raíz del tronco… Confieso que eso no es tan claro como fuera de desear. La filosofía de lo absoluto explica la relación de nuestros espíritus con el espíritu eterno afirmando que nuestras experiencias psicológicas se combinan libremente y se separan de igual modo, guardando intacta su identidad. El Absoluto, dicen, crea el mundo por un acto de conocimiento indiviso y eterno. Existir es, pues, ser tales como él nos piensa. Nuestra existencia real es ésta; pero fuera de ella hay otra aparente, por la cual cada uno de nosotros aparece a sí mismo como distinto de los otros. Mas la creencia en esta vida aparente significa ignorancia: nosotros, en el fondo real de nuestro ser, formamos uno con el Absoluto, somos sus partes orgánicas, y no existimos sino en tanto que nos hallamos implicados en su ser. Los filósofos de lo Absoluto comparan esta ignorancia que nos aisla los unos de los otros, a la que un individuo experimenta sobre muchas de sus sensaciones que pasan para él inadvertidas por falta de atención. Estas sensaciones inadvertidas son con relación a nuestro espíritu individual lo que nuestros espíritus individuales son con relación al espíritu absoluto. También comparan nuestras existencias a las sílabas, a las palabras y a las proposiciones, que forman una frase gramatical cuyo verdadero sentido sólo comprende el que las pronuncia. Unos no son más que sílabas en la boca de Dios, otros, palabras, y otros, en fin, proposiciones; pero todos formamos parte del pensamiento eterno… Vea usted cómo pudiera explicarse igualmente la conciencia del planeta que habitamos con relación a nuestras conciencias individuales.

—Pero, doctor, si, como usted me acaba de decir, el Absoluto nos crea por un acto de conocimiento, y no tenemos otra existencia que la que nos comunica este acto, ¿cómo podemos existir de otro modo que como él nos conoce? Existir, en el caso presente, vale tanto como ser conocido. Ahora bien, nosotros nos conocemos de otro modo que como nos conoce el Absoluto, puesto que nos conocemos distintos, aislados… Luego existimos de otro modo. Me habla usted de sílabas y palabras cuyo sentido sólo conoce la persona que las pronuncia. Pero las sílabas y las palabras no se conocen a sí mismas como nosotros. Nosotros, que somos sus partes integrantes, nos hallamos agitados siempre por dudas, por inquietudes e ignorancias, y, sin embargo, él posee en toda la eternidad la ciencia y la calma. El Dios del cristianismo crea los seres proyectándolos fuera de sí, dotándoles de una substancia: por tanto, tienen existencia propia. Pero si estos seres sólo son objeto del pensamiento, sólo son reales para el espíritu que los piensa y en la manera que él los piensa, ¿cómo es posible que puedan vivir y pensar de otro modo que como él los piensa? «Es como si los personajes de una novela—dice un filósofo moderno—saliesen de las páginas del libro y se pusieran a caminar por el mundo y a vivir por su propia cuenta, fuera de la imaginación del autor.»

—Ya le he confesado a usted que el asunto no está claro, y que la solución del problema ofrece más de una dificultad. Sin embargo, estas dificultades no destruyen mi convicción de que debe ser así. Yo no puedo comprender ahora cómo sea posible que lo que es realmente uno sea efectivamente tantas cosas. Porque si nuestros espíritus finitos formasen, por ejemplo, mil millones de hechos, el ser omnisciente formaría con ellos un universo constituído por mil millones de hechos más uno. O hay que admitir un agente distinto de unificación, es decir, un Dios personal, lo cual para mí es absurdo. Pero debe ser así, lo repito. Si hallamos que una cosa debe ser necesaria, y es posible, no cabe duda que existe. El Absoluto, el gran Todo debe resolver estas dificultades que se nos presentan por vías secretas que le son peculiares y que nosotros no somos capaces de adivinar, ni aun de tratar de adivinar.

—¿Sabe usted, doctor, que no deja de ser cómoda esa manera de resolver los problemas? ¡Y luego se burlan ustedes de Bossuet porque, hablando de la predestinación, se contentaba con tener asidos los dos cabos, uno el de la libertad del hombre, otro el de la omnisciencia de Dios, sin saber dónde y cómo estaban unidos!

En aquel momento oímos no muy lejos el toque áspero de una corneta. Nos volvimos a la vez, y vimos a un guarda que nos invitaba a volver a la senda de donde, distraídos, sin duda, nos habíamos salido.

—¡La trompeta del juicio final!—exclamó Mediavilla riendo.

—Cuando suene de verdad esa trompeta—repuse yo bromeando también—, llegará el momento de que resolvamos de una vez estos problemas que tanto nos atormentan.

Mediavilla se puso serio, y dijo después de una larga pausa:

—Tengo la desgracia de no creer en otra vida.

—Pues yo tengo la felicidad de no creer en ésta.