EL toro, ¿tiene cuernos para defenderse, o se defiende con los cuernos porque los tiene? Goethe se atiene a lo último, y con él casi todos los naturalistas. En cambio, los providencialistas creen lo primero. El asunto vale la pena de ser dilucidado, pero yo no tengo tiempo en este instante.
Lo único que diré es que no sólo nuestras cualidades, sino también nuestros defectos nos son útiles en algunas ocasiones.
Los animales todos utilizan los medios que poseen, fuertes o débiles, para la lucha con la Naturaleza animada o inanimada. El asno tira coces porque no tiene garras, el corzo utiliza sus pies ligeros para huir, el calamar su tinta para enturbiar el agua y ocultarse, y los insectos, que no poseen otro medio de defensa, se hacen los muertos.
Por eso, nada tiene de extraño, digan lo que quieran, que Morales haya utilizado en cierta ocasión la mala fama de que gozaba entre sus vecinos y conocimientos.
Era andaluz, y había llegado al pueblo en compañía de un ingeniero, sirviéndole de criado y de ayudante en sus trabajos de campo. Cuando el ingeniero partió de la comarca, Morales se quedó en ella. Logró que le hiciesen sobrestante en las obras de una carretera, luego fué destajista; ganó algún dinero. Pronto fué un hombre conocido y hasta importante entre el paisanaje. En diez leguas a la redonda no había quien bebiese, quien hablase ni quien mintiese tanto como él. Denunció una mina de carbón, y se asoció con un pequeño propietario del país para beneficiarla. Dos años después los trabajos quedaron interrumpidos y el propietario arruinado. Pero a Morales le vimos tan boyante después de la catástrofe. Compró un hermoso caballo de silla y comenzó a hacer una casa. Este fué el primer golpe serio que recibió su reputación.
No mucho después denunció otra mina de hierro. Hizo un viaje al extranjero, y volvió en compañía de dos blondos ingleses que venían a reconocerla antes de constituirse la sociedad que había de explotarla. Los ingleses eran expertos y la reconocieron con toda minuciosidad. Morales no era tan experto, pero logró engañarles. Los obreros que los acompañaban, amaestrados por él, llevaban en los bolsillos magníficos ejemplares de mineral de hierro. Cuando los ingleses les ordenaban arrancar en los diversos parajes de la mina algunos trozos, al entregarlos, sabían, como hábiles prestidigitadores, sustituirlos por los otros.
Sin embargo, aquellos extranjeros comenzaron a dudar de la buena fe de Morales, o porque advirtiesen sus procedimientos falaces, o porque algún traidor se los denunciase. Arrojaron los pedazos de mineral extraídos al río, y una mañana, ellos mismos, provistos de pico y azada, se dirigieron a la mina, arrancaron los trozos que juzgaron oportuno, los metieron en un saco, lo precintaron escrupulosamente y se lo llevaron a la fonda donde se alojaban. Morales se puso al habla con una de las criadas, le dió un billete de cinco duros, y pudo penetrar de noche en el cuarto donde se hallaba el saco encerrado. Lo descosió por debajo, sacó las piedras minerales, introdujo otras, y de nuevo lo cosió.
Cuando el saco llegó a Londres en compañía de los emisarios, y fué examinado por los técnicos su contenido, causó profunda admiración la riqueza de aquel mineral, y desde luego quedó constituída la sociedad que había de beneficiarlo. Se envió un director facultativo, y Morales fué nombrado administrador gerente.
Grandes preparativos, mucha maquinaria, planos inclinados, pequeñas vías férreas para la tracción, lavaderos, cargaderos, etc., etc. Todo esto duró más de un año. Cuando comenzaron los verdaderos trabajos de explotación no tardó en averiguarse que aquella mina se componía de pequeñas bolsas, y que si el mineral era rico en alguna de ellas, en la mayoría valía muy poco. El resultado fué que, algún tiempo después, la sociedad se vió necesitada a suspender los trabajos, y los ingleses se retiraron a su país con enormes pérdidas.
¿Perdió también Morales? Lejos de eso, se advirtió claramente que su fortuna había crecido como la espuma. Compró un coche con dos caballos, y vivía como un hombre opulento. Los campesinos tasaban su capital en más de cien mil duros. Es posible que no fuese tanto. De todos modos, con tal motivo, Morales fué considerado, no sólo en el pueblo, sino en toda la provincia, como uno de los hombres más inmorales que jamás se hubieran visto. Fué unánimemente aborrecido y despreciado, pero se le quitaba el sombrero de lejos.
Así vivió feliz y respetado en la apariencia algunos años. Pero las leyes morales, vulneradas por su homónimo, exigían una reparación, y al cabo se les fué otorgada. Nuestro flamante capitalista tenía un espíritu inquieto y ambicioso; no le bastaba el dulce bienestar que tan inmerecidamente disfrutaba: apetecía ser un millonario. Vió la ocasión de conseguirlo, quiso aprovecharla, y sucumbió.
A pocas leguas del pueblo donde habitaba existía un coto minero compuesto de varias pertenencias que aún se hallaban por explotar. Todo el mundo se hacía lenguas de aquel coto: se decía que eran las más ricas minas de carbón que había en la provincia: los ingenieros y capataces corroboraban este aserto. Morales supo que se hallaban a la venta y que sus propietarios las tasaban en quinientas mil pesetas. No tenía bastante dinero para comprarlas, pero se trasladó a la capital de la provincia, habló con Miranda y con Ulloa, los dos banqueros más ricos, les hizo ver claramente las ventajas del negocio, y después de repetidos viajes y conferencias se decidió que las comprarían entre los tres. Morales aportó doscientas mil pesetas, y ciento cincuenta mil cada uno de los banqueros.
Miranda y Ulloa no eran dos cándidas palomas. Si algún símil pudiéramos extraer para ellos del reino animal, más bien pudiéramos compararlos a dos zorros viejos. Así, que a todo el mundo sorprendió que se asociaran con aquel aventurero tan desacreditado y peligroso. Ellos sonreían bondadosamente cuando se hablaba del asunto, y respondían que Morales no era tan pícaro como la gente lo pintaba.
Sin embargo, no le concedieron la administración del negocio, como habían hecho los ingleses. Nombraron para este cargo a un yerno de Ulloa. Además, quedó estipulado en el contrato de sociedad que cada uno de los socios aportaría, para comenzar los gastos de explotación, cincuenta mil pesetas, y otras cincuenta mil en el caso de que los beneficios no bastaran a cubrir los gastos.
Ahora bien, setenta mil duros era todo el capital que poseía Morales. ¿Lo sabían Miranda y Ulloa? Hay que suponer que lo sabían. Porque, concluído el segundo dividendo pasivo, como las minas no diesen aún lo suficiente para cubrir los gastos de explotación, se negaron a facilitar más dinero y suspendieron las obras.
Morales se mesaba los cabellos. Aquello era un absurdo. Todos los técnicos afirmaban que no había otras minas más ricas en la cuenca carbonífera. Era seguro que antes de un año comenzarían a rendir enormes ganancias. Miranda sacudía la cabeza con un gesto escéptico.
—Desengáñese usted, Morales. Hemos hecho un mal negocio. Confesemos que nos hemos pasado de cándidos prestando confianza a los ingenieros. Los negocios parecen siempre bien sobre el papel, pero en el terreno son distintos. No hay más que cerrar el portamonedas, y a pensar en otra cosa.
¡Cerrar el portamonedas! Demasiado sabían Miranda y Ulloa que el portamonedas de Morales lo mismo podía estar ya abierto que cerrado. Pero aparentaban ignorarlo y le trataban como uno de sus pares, esto es, como un hombre que tuviese en reserva algunos millones. Si él quería proseguir la explotación por su cuenta, se celebraría entre ellos un nuevo contrato, y les daría por tonelada extraída el tanto por ciento que se conviniese.
Morales no quiso confesar su situación. Hipotecó la casa que había construido, y prosiguió durante un corto tiempo la explotación. Pidió dinero después en todas partes, y en todas partes le cerraron las puertas. Las obras quedaron al fin definitivamente en suspenso.
Entonces Miranda le llamó a su despacho, y en nombre suyo y en el de su compañero Ulloa le propuso… (¡Cuesta trabajo decirlo! Pocas veces se habrá visto en el mundo una burla tan escandalosa.) Le propuso comprarle su participación en las minas por la cantidad de ¡diez mil duros! Morales quiso arrojarse sobre él: los dependientes del banquero se lo impidieron. No pudieron estorbar que soltase por la boca todos los epítetos que la fantasía andaluza y su educación plebeya le sugirieron en aquel instante. Como había testigos, se le podía procesar por injuria; pero Miranda era un hombre práctico y frío. Prefirió esperar, y tomar una venganza más sabrosa. Después de todo, aquel desdichado tenía razón para enfadarse. Acababa de invertir, entre la compra y los trabajos, más de setenta mil duros.
Entonces comenzó para Morales una época bien aciaga. Sin dinero, sin reputación, sin amigos, pasaba la vida del uno al otro café del pueblo vociferando contra Ulloa y Miranda, narrando sus infamias. La gente le escuchaba guiñándose el ojo. Todo el mundo comprendía que aquel hombre había caído en un pozo. En cuanto volvía la espalda, soltaban a reir alegremente.
Descaeció notablemente en su aspecto físico. Andaba pálido, ojeroso, sucio, y últimamente empezó a darse a la bebida. Llegó a faltarle lo necesario para vivir, y apeló entonces a subterfugios y trampas que estuvieron a punto de dar con él en la cárcel. Si alguien le insinuaba la idea de que aceptase los diez mil duros que le ofrecían Miranda y Ulloa, ¡eran de oír sus blasfemias e imprecaciones!
Sin embargo, Ulloa y Miranda, cuando se les hablaba del asunto, dejaban escapar una risita burlona y mostraban completa seguridad de que no tardaría mucho en venir a ellos con el sombrero en la mano demandando las cincuenta mil pesetas.
Mas antes de que esto se realizase, llegó a la provincia un míster Burke, representante de una poderosa Compañía inglesa, acompañado de su secretario, llamado míster Smith, y recorrieron toda la cuenca carbonífera. Cuando lo hubieron hecho minuciosamente, decidieron comprar el coto de Santa Bárbara, que era el de nuestros asociados, y se presentaron a Miranda y Ulloa.
Miranda y Ulloa abrieron el ojo, presintiendo un buen negocio. Comenzaron negándose a enajenar las minas. Eran las mejores que existían en toda la provincia: no necesitaban decírselo, puesto que él mismo las había reconocido como tales por el hecho de gestionar su compra. Terminaron pidiendo por ellas tres millones de pesetas.
Hubo largas conferencias, consultas a la casa, regateos y amenazas de abandonarlo todo y marcharse. Ulloa y Miranda se mantuvieron firmes. Por fin, míster Burke aceptó el precio. Se convino en celebrar el contrato tres días después, cuando la casa hubiera girado el millón y medio de pesetas del primer plazo, pues había de pagarse en dos, uno de presente y otro a los seis meses.
Pero aquella misma tarde, antes que Ulloa y Miranda hubieran avisado a Morales (¡y lo hacían con harto dolor de su corazón!), míster Burke les llamó a la fonda, y con semblante hosco y en español chapurrado les dirigió este discurso:
Señores, tengo el sentimiento de anunciar a ustedes que nuestras negociaciones quedan definitivamente rotas. Acabo de enterarme casualmente de qué clase de persona es el socio que representa el cuarenta por ciento en la propiedad de las minas. La casa cuyos intereses gestiono no me perdonaría jamás el haberla rebajado hasta el punto de celebrar contratos con un hombre que sin escrúpulo alguno la arrastraría a un pleito o la molestaría por cuantos medios se le ocurrieran. Nosotros estamos acostumbrados a tratar con personas honorables, y desde el instante en que tenemos duda de la buena fe de alguna nos apartamos inmediatamente de ella. Aquí no hay duda ninguna. El socio de ustedes goza de una reputación pésima, se acumulan contra él cargos gravísimos. Lo que ha hecho hace tiempo con algunos compatriotas míos le hubiera imposibilitado, en cualquier otro país que no fuese España, para seguir habitando en él.
Ulloa y Miranda quedaron consternados. En vano trataron de demostrarle que, una vez celebrado el contrato, la casa nada podía temer de Morales. Míster Burke se hizo el sordo. Se hallaba resuelto a abandonar el negocio, con tanto más gusto, cuanto que las minas seguían pareciéndole carísimas.
Entonces los banqueros, en el colmo de la desesperación, le ofrecieron arreglar el asunto, quedándose ellos como únicos propietarios del coto de Santa Bárbara, si dilataba su marcha cuatro días. Míster Burke se lo otorgó. Le pidieron asimismo que no hablase con nadie del asunto durante estos cuatro días. Míster Burke se lo otorgó igualmente.
Enviaron acto continuo un emisario a Morales, con orden de traerle, si fuese necesario, por los pelos. No fué indispensable. Morales se presentó al día siguiente en el despacho de Miranda tan sucio y tan torvo como solía andar en los últimos tiempos. Miranda le acogió con sonrisa afectuosa y campechana.
—Vamos a ver, Morales, nos hemos enterado de que usted persiste en la idea de que Ulloa y yo hemos querido arruinarle intencionadamente, para aprovecharnos de su ruina y quedarnos con las minas por un pedazo de pan. Nos han dicho que en todas partes y ocasiones nos recrimina usted con palabras insultantes. Es preciso que esto concluya de una vez. Juzgamos el negocio malo, y hemos ofrecido a usted una cantidad que, en realidad, parece irrisoria. Tal vez nos hallemos equivocados, y el coto tenga un gran porvenir. El presente, bien lo sabe usted, no puede ser más desastroso. De todos modos, como usted ha hecho sacrificios enormes, y para arrancar a usted de la cabeza la idea de que hemos pretendido arruinarle, estamos dispuestos a sacrificar nuestros intereses entregando a usted la cantidad que por las minas ha dado; esto es, doscientas mil pesetas.
Morales permaneció silencioso y movió la cabeza lentamente, haciendo un signo negativo.
—¿No acepta usted?—preguntó Miranda con sorpresa.
El mismo silencio y el mismo signo negativo.
Hubo una pausa.
—¿Pues qué es lo que usted quiere por su parte en el coto?
—Dos millones de pesetas—repuso Morales en el tono más natural del mundo.
Miranda se puso pálido.
«Este bribón lo sabe todo», se dijo inmediatamente. Por unos segundos se miraron ambos a la cara en silencio y con los ojos muy abiertos.
—Si es broma, puede pasar—dijo al cabo el banquero riendo—. Ya sé que ustedes los andaluces las gastan muy alegres.
—Hablo en serio, don Rafaé; usted no sabe lo que son esas minas, don Rafaé—repuso Morales en tono candoroso—. Si usted supiese qué tesoro tenemos en ellas, no hubiera usted hecho lo que hizo, abandonar los trabajos y dejar que algunas galerías se viniesen abajo y las máquinas se echasen a perder. Yo estoy completamente seguro de que más tarde o más temprano ese coto nos ha de hacer ricos a todos.
Miranda le clavó una mirada penetrante, tratando de investigar si aquel sujeto se estaba burlando, o nada sabía de lo ocurrido.
El aspecto tranquilo, inocente, de Morales le aseguró, aunque no por completo.
—Vamos, no sea usted niño, Morales. Sólo con una imaginación tan exaltada como la que usted tiene se pueden concebir esas locas esperanzas. Deje usted la fantasía, vuelva a la razón, y acepte usted el negocio que le proponemos, porque si ahora lo rehusa, acaso no vuelva para usted la ocasión.
—Le repito, don Rafaé, que usted no sabe lo que son esas minas. ¡Hay que haber oído a los capataces!, ¡hay que haber visto trabajar a los mineros!… ¡Una seda!, ¡un tarro de manteca, don Rafaé!
Éste sacudía la cabeza riendo, como si se tratase de las palabras de un niño o de un loco.
De pronto el semblante de Morales cambió de expresión. Su frente se contrajo, sus ojos relampaguearon, su voz temblaba de indignación.
—¡Parece mentira, don Rafaé, parece mentira que usted y su compañero Ulloa sean dos personas apreciadas y respetables! ¡Después de haberme dejado en la miseria, después de haberme puesto entre la espada y la pared, ahora que Dios quiere sacarme de la ruina y hacerles a ustedes también un favor, todavía intentan ustedes engañarme miserablemente y despojarme de lo que me pertenece!… Que eso lo hiciese un petate como yo, podía pasar; ¡pero un senador!, ¡un millonario!
Miranda tenía la cara dura, pero así y todo le salieron los colores a la cara.
—Puesto que usted lo sabe todo—manifestó al cabo con enfado—, no hay más que hablar. Sin embargo, debo advertirle que la casa inglesa que desea adquirir las minas no quiere tratos con usted.
—Es igual—repuso tranquilamente Morales—. O conmigo tiene que tratar, o no puede adquirirlas. Por tanto, ustedes me darán los dos millones de pesetas.
A pesar de su calma habitual, Miranda experimentó una terrible sofocación, que contrajo y encendió su rostro de modo alarmante. Por un momento pudo temerse que le iba a dar una apoplejía. Dejó escapar unas cuantas interjecciones que no suelen oirse en el Senado; pero, al fin, logró dominarse y discutir el asunto con relativa tranquilidad.
Morales no insistió mucho tiempo en los dos millones de pesetas. Después de disputar algunos minutos se avino a percibir el cincuenta por ciento del precio, esto es, millón y medio. Y como esta cantidad no la recibiría sino en dos plazos, porque así entregaría el precio la casa adquisidora, se convino, por fin, en que Ulloa y Miranda le comprasen su parte por un millón doscientas mil pesetas, entregado en el acto de celebrarse el contrato.
Celebróse éste en la mañana del día siguiente. Morales cobró el cheque del Banco y se partió.
Ulloa y Miranda se dirigieron acto continuo a la fonda donde se alojaba míster Burke. El dueño del hotel les enteró de que míster Burke y míster Smith, después de pagar su cuenta, habían salido en el rápido de las once.
Esta vez la apoplejía no se contentó con amagar. Miranda cayó al suelo. Le transportaron a casa, y aunque salió del ataque, toda su vida renqueó un poco de la pierna derecha y habló con más dificultad. Ulloa, que no era sanguíneo, sino bilioso, pagó el disgusto solamente con un fuerte cólico.
Ambos eran envidiados y aborrecidos en la ciudad, como suele serlo todo el que se eleva sobre los demás. Así, que el ingenioso artificio de Morales, o el timo del inglés, como se decía, produjo en toda ella una risa indescriptible. Han pasado veinte años desde entonces, y yo creo que todavía están riendo.