Un lunes por la tarde iba yo a su casa; otro lunes por la tarde venía él a la mía; era día de mercado y no teníamos escuela sino por la mañana. Lo pasábamos deliciosamente, como nadie podrá dudar sabiendo que lo mismo la casa de mi amigo Juanito que la mía poseían un espacioso jardín donde jugábamos a la peonza, al volante y al salto, donde trepábamos a los árboles y alcanzábamos ciruelas y peras en su más tierna infancia, donde ensayábamos nuestras aptitudes para la ingeniería y arquitectura alzando edificios con tejas rotas, barro y arena, trazando canales, abriendo pantanos, donde nos ejercitábamos en el arte de conducir vehículos haciendo alternativamente él y yo de caballo y cochero, donde encendíamos hogueras y asábamos patatas, donde por fin, cuando llegaba el caso, nos dábamos de mojicones y nos tirábamos de los cabellos.

Su jardín era más dilatado que el mío; por tanto los fogosos caballitos podían correr y caracolear a su sabor; pero el mío tenía allá en el fondo un hórreo y esto constituía una ventaja inapreciable. Porque debajo de este hórreo nos guarecíamos cuando hacía mal tiempo y nos divertíamos sin necesidad de meternos en casa y sufrir la presencia enfadosa de la familia. Además nos servía de escondrijo para ocultar todos aquellos objetos que merecían ocultarse, particularmente la fruta verde, de la cual acumulábamos tal cantidad, que alguna vez se pudría sin comerla. Esta fruta verde era el negocio más interesante y reservado de nuestra existencia. Mi madre nos tenía prohibido, bajo penas severísimas, tocar a la fruta, y nos vigilaba bastante desde casa y nos hacía vigilar. Prodigios de ingenio y habilidad se necesitaban para burlar esta vigilancia. Los desplegábamos, y pocas veces éramos cogidos in fraganti.

Lo fuí, sin embargo, en cierta ocasión, pero no por mi madre. Pluguiese al cielo que ella hubiera sido, aunque me costase algunos coscorrones. Lindante con nuestra huerta o jardín había otro mucho mejor cuidado y provisto. Pertenecía a unos señores que vivían en la casa contigua, dos hermanos y dos hermanas ya viejos y solteros, personas graves, correctísimas, pacíficas y silenciosas. No nos tratábamos; pero ellos y mis padres, en la calle, o desde el balcón, se saludaban muy ceremoniosamente.

Aquel su jardín rebosaba de fruta dulce y sazonada, que tanto a mi amigo Juanito como a mí nos llevaba los ojos y nos tentaba. Había particularmente un árbol tan cargado de enormes peras que era una verdadera bendición.

Las contemplábamos cierto día con avidez, cuando el diablo nos sugirió la idea de apoderarnos de algunas de ellas. La pared de nuestro jardín no era muy alta y tenía un pretil que llegaba hasta la mitad; de modo que fácilmente lo dominábamos. Pero el de nuestros vecinos estaba mucho más bajo, por lo cual había que descolgarse para llegar a él, lo cual no era fácil. Mas como nuestro ingenio venía ya ejercitado de largo tiempo por otras empresas, se nos ocurrió el arbitrio feliz de servirnos de una de las astas de banderolas que allí teníamos pertenecientes a las obras de canalización de la ría, cuyo director era mi tío como ya he dicho.

Después de cerciorarnos bien de que nadie había en los balcones de la casa contigua, ni desde la nuestra nos espiaban, apoyamos una punta del asta en nuestra pared y la otra en el jardín vecino, monté sobre ella y me deslicé facilísimamente, atravesé el jardín en toda su anchura, pues el peral se hallaba en el extremo opuesto, arranqué dos peras, las oculté en los bolsillos y vuelvo rápidamente. Mas al atravesar de nuevo el jardín dirijo una mirada a la casa y observo con espanto que en el amplio balcón de madera de nuestros vecinos se hallaban los cuatro hermanos contemplándome con ojos serios, más sorprendidos que irritados. Me acerco a la pared y ¡oh rabia! advierto que no puedo escalarla. Como sucede casi siempre en los negocios de la vida había visto la entrada pero no la salida.

Esta era punto menos que imposible. Aunque procuro trepar por el asta que me había servido para deslizarme, pronto eché de ver que nunca lo lograría. Subir por la pared no había que pensarlo. Entonces en el colmo de la angustia llamé a Juanito que se había ocultado cuando vió a nuestros vecinos en el balcón. Vino en mi ayuda, me tendió una mano, y agarrándome a ella, pude, con muchísimo trabajo, montar sobre la pared.

Todas estas operaciones exigieron bastante tiempo y yo, sin volver la cabeza, veía posados sobre mí los ojos de aquellos respetables señores. Nadie puede figurarse la confusión y vergüenza que de mí se habían apoderado. Si hubiesen gritado, si me hubieran increpado creo que sería cien veces menor; pero aquella grave tranquilidad, aquel silencio me abrumaban y por largo tiempo después, cuando recordaba esta escena, sentía que me subían los colores al rostro.

Además del hórreo poseía nuestro jardín la ventaja de una fuente con copioso chorro de agua que corría incesantemente. Esta agua no se enturbiaba jamás y cuando a la de las fuentes públicas le ocurría tal alteración los vecinos de la calle o sus criados acudían a pedirnos permiso para llenar sus vasijas. Era un constante llamar a nuestra puerta todo el día bastante enfadoso, pero no vi a mi madre, a pesar de su genio vivo, quejarse nunca ni mostrar impaciencia.

Sin embargo, yo me divertía infinitamente más en casa de mi amigo Juanito, no sólo por la novedad de salir de la mía, sino porque tenía una hermana de diez y seis años, alegre y juguetona, que nos ayudaba en nuestros recreos y excitaba y protegía nuestras travesuras. Era deliciosa aquella Paquita con su naricita remangada, sus ojos chispeantes y la extrema movilidad de su cuerpo. Inagotable en sus recursos, felicísima en sus invenciones, dispuesta a toda clase de farsas, infatigable para seguirlas, nos manejaba a su antojo y nos embriagaba con su alegría. Un día nos disfrazaba con sus propias ropas, nos hacía llamar a la puerta y nos introducía en el salón anunciando a su madre la visita de dos señoras; otro me disfrazaba de doméstica, me ponía un pañuelo a la cabeza y un delantalito blanco y me enviaba a la tienda próxima a comprar agujas; o bien disponía el bautizo de una muñeca, vestía a uno de nosotros de sacerdote, a otro de monaguillo, hacía partícipes a las criadas de la solemne ceremonia y la seguía hasta el final con toda gravedad y diligencia; o bien ella misma se disfrazaba de hombre, se ponía bigote, tomaba un bastón y entraba fumando un cigarro como médico en el cuarto de una criada que se hallaba enferma. Nos hacía representar escenas de comedias, nos hacía cantar, nos obligaba a pedir limosna con voz plañidera desde la puerta, jugaba al escondite con nosotros, nos echaba polvos de arroz en la cara y nos enseñaba el lenguaje de las manos, en el cual era peritísima. En fin, que si hubiera seguido toda la vida a su lado, ella siempre con sus diez y seis años y yo con mis diez imagino que nunca hubiera maldecido de la existencia ni habría experimentado la necesidad de estudiar metafísica.

El reverso de esta encantadora joven era su mamá doña Leocadia, tan tristona, tan adusta y lacrimosa. Había sido una hermosa mujer, según afirmaba mi madre, y aún se advertían en su rostro las señales, pero se hallaba bien ajada, más aún por las tristezas que por los años, pues no pasaría mucho de los cuarenta. Doña Leocadia se había acostumbrado de tal modo a llorar y moquear y suspirar y hablar en tono quejumbroso, que si le tocase la lotería estoy seguro de que nos hubiera dado la noticia con acento desgarrador. Yo no podía mirar su rostro, donde las lágrimas parecían haber trazado surcos indelebles, sin acordarme de la Dolorosa que se venera en la iglesia de San Nicolás. Y me sorprendía mucho no ver sobre su pecho las siete espadas que traspasan el corazón de esta imagen. Es posible que las llevase ocultas debajo de la ropa.

¿Quién clavaba, no siete, sino setecientas espadas en el pecho de aquella dolorida señora? Todos, todos la martirizaban en su casa, pero muy particularmente ¡quién lo diría! su digno esposo don Julio. Yo no lo hubiera concebido en aquella época, porque don Julio era el hombre más simpático, alegre y cariñoso del mundo. Pues precisamente por ser demasiado alegre y cariñoso es por lo que daba pesadumbres infinitas a doña Leocadia, a lo que podía entender vagamente cuando mis padres hablaban de este matrimonio. Si salía en la conversación el nombre de don Julio mi padre sonreía y mi madre se ponía seria. Don Julio pasaba los días en el café y las noches no se sabía dónde; vivía de sus rentas, pero las iba mermando poco a poco, vendiendo hoy una finca, mañana otra. Y de este dinero derrochado, el que más le dolía a doña Leocadia, no era el que se empleaba en los licores espirituosos, en el juego, en jiras a San Juan y al bosque de la Magdalena. Otro había ¡otro! que le tocaba más en el alma. Pero no hablemos de estas cosas que ahora comprendo perfectamente y entonces no.

La alegría de don Julio era comunicativa. Tenía un modo de reír característico que hacía fluir inmediatamente la risa a los labios de los otros. Sus carcajadas eran tan claras, tan sonoras y espontáneas que no se confundían con las de ningún otro. Estas carcajadas salían como gozosa cascada mezcladas a los chasquidos de las bolas de billar por los balcones del café de la Plaza haciendo bailar mi corazón con ansia de placeres cuando por allí acertaba a pasar.

El café de la Plaza, que ocupaba el principal de una casa, se llamaba en realidad Café del León de Oro, a juzgar por la muestra que sobre él se parecía, pero jamás de memoria de hombre lo llamó nadie de este modo. Cuando no le llamaban café de la Plaza se decía Café de Tomasín, porque tal era el nombre de su dueño, un anciano de baja estatura, que sólo recuerdo vagamente. Este anciano tenía una hija que dirigió aquel café largos años con tal brillantez y fortuna que llegó a ser una institución en Avilés.

Pues este café era el teatro donde nuestro don Julio ejercitaba casi todas las preciosas cualidades con que la providencia de Dios le había dotado. Jugaba al tresillo y al golfo como los ángeles, y al billar como los serafines que rodean al Altísimo: las carambolas no tenían fin cuando empuñaba el taco; en cuanto al chapó no es posible que nadie poseyese mayor finura y precisión para colocar la bola donde quería. Y con esto ¡qué reír, qué gritar, qué bromear, qué chorro de donaires! No parecía mas que aquel café se había abierto exclusivamente para don Julio, y don Julio, engendrado con el único fin de jugar al chapó en aquel café. Cuando mi padre me llevaba alguna vez allí para tomar un sorbete de fresa y veía a don Julio con su gran barba negra y rizada y el taco en la mano, riendo, gesticulando, no acertaba a comprender cómo en mi casa se hablaba mal de un caballero tan cumplido, me parecía un absurdo que se pudiera dirigir ningún reproche serio a un hombre capaz de hacer veinticinco o treinta carambolas seguidas.

Todavía tenía doña Leocadia otro reverso en casa y era su hijo Adolfo, mancebo de dieciocho años bien fornido y espigado y atrozmente velludo. El pelo le llegaba al medio de la frente mostrando ansias locas de reunirse con el de las cejas y le invadía ya a pesar de su corta edad las mejillas. Sus ojos apagados y entreabiertos, la nariz imitando groseramente la de su hermana, las espaldas anchas y abovedadas, sus modales desmañados y torpes. En fin, el hermano de mi amigo Juanito tenía todo el aspecto de un bruto… y los hechos también. Sombrío, taciturno, ceñudo como su madre, gandul y calavera como su padre no había sido posible hacer carrera de él. Después de salir de la primera enseñanza se trató de que aprendiera latín enviándole a una cátedra que había en el convento de San Francisco. Un fracaso. Le enviaron después a la escuela privada de don Román para estudiar matemáticas. Mayor fracaso aún. Por fin le habían colocado en el comercio de un amigo a fin de que se fuese enterando de la marcha y secretos de la carrera comercial; pero más de la mitad de los días no parecía por allí. Con otros cuantos jóvenes tan interesantes como él vagabundeaba por la villa y sus afueras, introduciéndose para descansar en las capillas de Baco o en otros sitios aún menos respetables.

Pues a pesar de todo esto su madre le adoraba; era el predilecto de su corazón. No hay duda que la hacía sufrir mucho con su conducta y que en vez de agradecer las caricias que le prodigaba, su paciencia y sus desvelos, no perdonaba ocasión de vejarla con groseros desvíos y la ostentación cínica de sus vicios; pero ella se lo perdonaba de buen grado, de mejor grado, aunque parezca monstruoso que a su señor y marido don Julio. En cuanto a nosotros, esto es, en cuanto a Juanito y a mí le admirábamos y le temíamos. El ignoraba nuestra existencia.

En las tardes cortas del invierno así que empezaba a obscurecer nos entrábamos en casa y jugábamos con Paquita y las criadas del modo más agradable y divertido que jugó nadie en el mundo desde que éste fué sacado por Dios de la nada. Jugábamos a la gallina ciega, jugábamos al escondite, jugábamos al milano que le dan, cebollita con el pan… (Un amigo mío aficionado a las investigaciones eruditas me ha comunicado que primitivamente debía decirse al esclavo que le dan. Es casi seguro, porque lo del milano no tiene sentido común. Sin embargo yo prefiero el milano: es más pintoresco.)

Y cuando nos hartábamos de jugar, Josefa, una gruesa y añosa costurera que doña Leocadia tenía, nos juntaba en torno suyo y nos refería cuentos deliciosos de princesas encantadas y moras enamoradas de cristianos. Parece que me estoy viendo en aquel gran comedor sencillo y confortable. Había dos grandes grabados con marcos de caoba representando el uno la Maldición del padre (la Malediction paternel, de un antiguo pintor francés cuyo nombre no recuerdo), y el otro la entrevista de Alejandro Magno con la familia del vencido rey Darío. Después se rezaba el rosario y me llevaban a casa o venían a buscarme, que era lo más frecuente. Por ciertas curiosas particularidades durante él acaecidas quedó impreso en mi memoria uno de estos rosarios.

Una noche nos arrodillamos todos como siempre en el comedor delante de una imagen de Nuestra Señora del Rosario pintada al óleo. Doña Leocadia se ponía delante casi tocando la pared debajo del cuadro, Paquita detrás, nosotros más atrás aún y las criadas completamente a retaguardia.

Doña Leocadia con su rosario de nácar en la mano y los ojos puestos en la sagrada imagen dijo con voz plañidera:

—Misterios dolorosos del santísimo rosario. Primer misterio: de la Oración en el Huerto: Padre nuestro que estás en los cielos…

Nosotros respondíamos en voz alta y también un poco plañidera aunque no tanto.

—Segundo misterio doloroso: de los azotes que el Hijo de Dios sufrió atado a una columna: Padre nuestro que estás en los cielos…

Antes que terminase el decenario Paquita se levanta y va a cerrar el mirador que se hallaba abierto. Doña Leocadia vuelve la cabeza y la sigue con la vista sin dejar el rezo. Paquita se detiene un poco dentro del mirador y entonces su madre suspende el rezo, se levanta bruscamente y va con paso rápido hacia allá.

—¡Ya me lo parecía a mí!—exclama con acento colérico después de echar una mirada investigadora a la calle—. ¡Allí está el mequetrefe debajo del farol!… ¿Y para eso te levantas y dejas el rosario, pícara?… ¡Toma, toma, desvergonzada!

Y le aplicó dos soberbias bofetadas. Paquita lanzó un gemido y comenzó a protestar altamente de aquel castigo que juzgaba absolutamente injusto, pues ella no había ido al mirador sino para cerrarlo y no se le había ocurrido mirar a la calle, ni había visto ni quería ver mequetrefe alguno.

Debo hacer constar que este mequetrefe era nada menos que un cadete de caballería que usaba brillantes espuelas y arrastraba un largo sable pendiente de la cintura. Por esto sólo se comprenderá el absurdo de aquella buena señora al calificarle de tan denigrante manera. Era además un joven guapísimo, casi tan alto como don Julio, que fumaba cigarros puros y me regalaba caramelos cada vez que me encontraba en la calle. Estaba allí pasando las vacaciones de Navidad con su familia. Desde el verano anterior en que había bailado con ella en la romería de la Luz había rendido sus espuelas, su sable y su grandeza a los pies de la simpática Paquita.

—¡Silencio, insolente! Ya te he dicho que no quiero que hables con ese mequetrefe (¡vuelta con el mequetrefe!) Si fueses una hija obediente no volverías a mirarle a la cara… ¿Es que piensas que tu madre no sabe mejor que tú lo que te conviene? ¿Qué es lo que te propones?

—¡Yo no me propongo nada! ¡Es una injusticia!—gritó Paquita sollozando.

—¡Silencio! ¿No sabes que esas relaciones no pueden conducir a nada? ¿Vas a casarte cuando sea alférez? ¿Con qué te va a mantener? ¿Vas a esperar a que sea capitán? Puedes esperar sentada… ¡Pues vaya un partido que se nos entra por las puertas!

—¡Yo no lo soy tampoco!—gritó Paquita sin dejar de sollozar.

—¡Silencio te digo!—exclamó doña Leocadia dando un paso con ademán amenazador hacia la joven—. Por lo mismo que no lo eres… porque la desgracia y mis pecados han querido que no lo seas—añadió con voz sorda—, por lo mismo que no lo eres necesitas pensar como una persona formal y sin perder el tiempo con un mequetrefe (¡y dale con el mequetrefe!) que no tendrá bastante nunca para sus vicios… porque los militares son unos viciosos…

—¡Todos no!—profirió con energía Paquita—. Además no se necesita ser militar para ser vicioso.

Doña Leocadia sintió la estocada en el pecho, quedó un momento suspensa y dijo suavizando el tono:

—¿No ves a Paulina la hija de don Ramón que apenas te lleva dos años y es ya una gran señora con magnífica casa y coche y media docena de criados y hace viajes a París y Londres cuando se le antoja?…

—¡Pocas gracias! ¡Casándose con un viejo!—exclama la niña con risita sarcástica.

—¡Don Pancho no es un viejo, deslenguada! Es un hombre en muy buena edad y vale más que ese alfeñique que así te levanta de cascos… Bueno, ya hemos hablado bastante… ¡A callar y obedecer!

Doña Leocadia se arrodilla nuevamente y continúa:

—Tercer misterio doloroso: de la corona de espinas. Padre nuestro que estás en los cielos…

Un olor penetrante y nada grato de guisado llegó hasta nuestra nariz. Doña Leocadia se detiene, cree percibir humo y exclama volviendo la cabeza hacia la cocinera:

—¿Lo ves, Carmen?… La carne se está quemando.

—Señora, la he dejado separada.

Doña Leocadia sin replicar se levanta vivamente y marcha hacia la cocina dejándonos a todos arrodillados y suspensos. La cocinera la sigue murmurando, aunque ya con alguna vacilación.

—Señora, la he dejado bastante separada.

Escuchamos fuerte altercado allá dentro: la voz de doña Leocadia se deja oír irritada; la de la cocinera sorda y humillada. Por fin entra de nuevo aquélla exclamando en un tono que nada tenía de resignado aunque quería parecerlo:

—¡Oh qué paciencia, Dios mío! ¡oh qué paciencia! ¡oh qué paciencia se necesita!…

Se arrodilla y continúa el rosario:

—Cuarto misterio doloroso: de la cruz a cuestas. Padre nuestro que estás en los cielos…

Poco después suena la campanilla de la puerta de la calle. Rita la doncella, salió a abrir; entró poco después y se arrodilló. Detrás de ella oímos los pasos de Adolfo que entró en el comedor cejijunto, sombrío, nos echó una mirada torva y se dejó caer de rodillas con tan fuerte golpe que a Juanito y a mí nos acometió la risa y nos costó gran trabajo sofocarla. Su madre volvió la cabeza, le miró severamente y haciendo un leve gesto de resignación continuó rezando.

Comprendimos inmediatamente que estaba ebrio. Su madre lo comprendió también, porque de vez en cuando volvía la cabeza y le dirigía una rápida y tímida mirada.

Juanito me hacía muecas poniendo el dedo pulgar en la boca con ademán de beber. Yo no podía reprimir la risa y pellizcaba a Juanito. Paquita sacudía la cabeza de un modo cómico afectando desesperación. Las muchachas entre asustadas y risueñas apenas podían rezar.

Sólo Adolfo permanecía serio, enteramente ajeno al efecto que causaba. Respondía al rosario con sonidos cavernosos donde nadie podría percibir señales de oración alguna, bufaba como un buey y se balanceaba como un barco.

El balanceo, que al principio era insignificante, se fué acentuando de tal modo que nos inquietó. Juanito dejó de hacer muecas, Paquita de sacudir la cabeza y las criadas quedaron graves y suspensas. Todos teníamos clavada la vista en aquel extraño y alarmante cabeceo temiendo que acaeciese lo que al fin acaeció.

Adolfo cayó de bruces sobre el suelo con tanto estrépito que doña Leocadia dió un salto y quedó de pie. Adolfo no pudo levantarse ya: abrió la boca y soltó por ella un raudal de vino que pronto se esparció por el comedor con gran sobresalto de todos nosotros que huimos de aquel río encarnado y nauseabundo como si fuese lava ardiente del Vesubio. En particular Paquita se levantaba la falda con tan cómico terror, caminaba sobre la punta de los pies y hacía tales muecas y cabriolas que Juanito y yo a pesar del susto reventábamos por reír. Pero no era posible esto mirando a doña Leocadia, que parecía la imagen de la desolación.

—¡Jesús mío; qué me pasa!—exclamaba la buena señora mesándose los cabellos—. ¡Este hijo concluye conmigo!… ¡Qué cruz, madre mía del Carmen, qué cruz!…

Entre tanto, Rita, Carmen y Josefa la costurera levantaban a aquel cerdo del suelo y lo transportaban a su cuarto. Doña Leocadia las siguió exhalando suspiros y lamentaciones. Una vez solos, Paquita, Juanito y yo pudimos entregarnos a la algazara y lo hicimos de buen grado. Paquita nos incitaba a ello con sus monerías. Daba saltos por encima de los charcos de vino.

—¡Qué asco, hijos míos, qué asco! Mi hermanito no se emborracha con Jerez.

Pero Carmen, la cocinera, llegó inmediatamente con un cubo de agua y una rodilla y limpió con presteza aquellas inmundicias. No tardaron tampoco en aparecer doña Leocadia, Rita y Josefa después de haber dejado metido en su lecho al héroe de la fiesta. Y ya nos disponíamos a continuar el rosario cuando sonó nuevamente la campanilla.

Era un mozo del café de la Plaza que traía una cartita para doña Leocadia, quien la abrió con viveza y al leerla se puso pálida.

—Carmen, haz el favor de dar el llavín de la puerta de la calle a ese muchacho. El señor no viene hoy a cenar.

Quedó un instante inmóvil con los ojos en el vacío. Su rostro expresaba tan profundo abatimiento que a todos se nos apretó el corazón. Dos gruesas lágrimas comenzaron a rodar por sus marchitas mejillas.

Al fin sacando el pañuelo y enjugándolas se dejó caer nuevamente de rodillas ante la imagen de la Virgen diciendo con voz apagada:

—Quinto misterio doloroso: cómo el Hijo de Dios fué crucificado. Padre nuestro que estás en los cielos…