Mi madre fué toda su vida un frágil cristal de Bohemia. No podía llamarse en verdad mujer a una criatura tan débil, tan delicada y próxima a extinguirse que cualquier ráfaga de aire podía apagar en la hora menos pensada. Ella lo sabía, todos lo sabíamos; por eso nuestra gran preocupación en la casa era atajar el paso por cuantos medios se hallaban a nuestro alcance a esta ráfaga traidora. Así que veíamos en su estancia una puerta entreabierta nos precipitábamos llenos de terror a cerrarla. Si se arriesgaba a salir de la sala para ir a otra habitación, los unos iban delante como heraldos a prevenir que se cerrasen balcones y ventanas, los otros como escolta para impedir que algún imprudente abriese las puertas laterales. No hay para qué decir que en esta tarea sanitaria se distinguía por su ardor y destreza mi padre, el cual sentía por su esposa la adoración de un enamorado y la ternura de un padre.

Mi pobre madre vegetaba en un rincón del sofá envuelta en su chal de lana trabajando con el ganchillo de marfil. Por las noches le placía hilar con aquella su artística rueca de que ya he hablado. Era primorosa en todas las labores femeninas y sus dedos, aunque tan delicados, incansables. ¡Oh Dios mío, cuán delgados y frágiles eran aquellos dedos! Una de mis aprensiones dolorosas era verlos quebrarse cualquier día.

Esta flaqueza corporal no excluía en ella una gran fuerza de carácter. Era, como suele decirse, en lo físico una caña que se dobla pero no se rompe; en lo moral un roble que se rompe pero no se dobla. Mi padre, como reverso de ella, poseía un vigor físico extremado y un carácter blando y sentimental.

Con el ansia que suele acometer a los que cerca de sí ven la muerte aparejada a arrastrarlos a la tumba, mi madre se agarraba con todas sus fuerzas a la vida. Este anhelo de vivir se traducía por un deseo irresistible de hallarse siempre rodeada de gente alegre y bulliciosa, cuanto más alegre y bulliciosa mejor. Todas sus amigas eran mucho más jóvenes que ella y en verlas divertirse y bailar, y en escuchar su charla y sus confidencias amorosas hallaba la fuente de su alegría o por lo menos el olvido de sus dolencias.

Además de las pocas señoritas que en la aldea había y de algunas que de vez en cuando venían a pasar temporadas a nuestra casa, recibía por las noches buen golpe de labradoras que hilaban su copo sentadas en el suelo. Se formaba de este modo una tertulia de quince o veinte personas. Mi padre con sus amigos y Cayetano jugaba a las cartas en un ángulo de la sala alumbrados por un quinqué de pantalla verde, mientras yo sentado unas veces al lado de ellos, otras en el sofá a la vera de mi madre, vagaba de un sitio a otro hasta que el sueño me rendía y quedaba definitivamente dormido en el sofá. Algunas veces las carcajadas de los tertulios me despertaban un instante, pero no tardaba en quedar de nuevo dulcemente dormido. Al cabo mi padre solía apartarse un momento de la mesa de juego, me tomaba entre los brazos, me llevaba medio dormido al dormitorio, me desnudaba él mismo y me dejaba en la cama.

Gozaba mi madre lo indecible viendo bailar y ella misma sobreponiéndose a sus enfermedades por un esfuerzo maravilloso de su voluntad enérgica tomaba parte alguna vez en los bailes de sociedad. Pero en Entralgo faltaban caballeros para esta clase de bailes y sólo cuando nos visitaban algunos amigos o parientes se podía organizar un pequeño sarao. Ordinariamente se bailaba al estilo de la aldea, mucho más divertido en mi opinión por entonces, que el de la ciudad. Ni faltaba para acompañar o llevar el compás de la danza algún músico ambulante que mi madre solía retener en casa días y días manteniéndole y dándole una pequeña gratificación. Recuerdo que en aquella temporada estuvieron por dos veces permaneciendo bastante tiempo entre nosotros un violinista tuerto llamado Joaquín, acompañado de un muchacho de quince o diez y seis años que tocaba el arpa. Este Joaquín no podía competir con Paganini en el violín, pero seguramente podría habérselas con el propio Falstaff delante de un tonel. Un río de sidra no hubiera extinguido la sed de aquel artista. Con esto el único ojo que poseía estaba siempre rameado de sangre lo cual se puede asegurar que no le embellecía.

Era hombre divertidísimo aquel Joaquín, locuaz como pocos y embustero como ninguno. Había que verle en el lagar de pie con un vaso en la mano. Jamás se sentaba en aquel recinto como si respetase demasiado la majestad del tonel y no osase tomar asiento en su presencia. Sin embargo, cuando ya había trasegado una cantidad razonable de sidra a su estómago se creía autorizado para faltarle al respeto y se recostaba familiarmente sobre él. Es de saber que antes de llegar a este período deplorable de descuido, por no decir de insolencia, había celebrado ya su dulzura y su gloria por medio de cánticos fervorosos. Porque así que el violinista se acercaba más o menos a uno de nuestros toneles y tenía un vaso lleno en la mano, se creía en el deber de cambiar la música instrumental por la vocal, dejando escapar de su garganta agradecida y repitiendo cien veces la misma canción como una letanía en honor del jugo vivificante que chispeaba en su vaso. ¿Qué es lo que hacía peor, cantar o tocar el violín? Nadie logró jamás resolverlo.

Pero tenía además otra manera de ensalzar la magnificencia de aquel vino espumoso y era por medio de adecuadas y entusiastas inscripciones. Las paredes del lagar estaban llenas de ellas escritas por su mano con carboncillo. Dios bendiga la sidra de este lugar—decía una—. Bebamos esta sidra mientras nos quede un soplo de vida—decía otra—. ¡Desgraciados los hombres que no conocen la sidra de Entralgo!—se leía en otra tercera… y así sucesivamente.

Como puede observarse tales inscripciones ofrecían un marcado carácter apologético. En esto se distinguían de las cuneiformes de la Asiría y de las jeroglíficas de Egipto casi todas históricas o conmemorativas.

Mi padre odiaba casi tanto la epigrafía de Joaquín como su música. Pude cerciorarme de ello cuando poco después de partirse con su acompañante el arpista, hizo blanquear el lagar tapando con grosera cal mucho profundo pensamiento. Acaso se halle reservado a las generaciones venideras su descubrimiento. La capa de cal se desprenderá y debajo de ella volverán a parecer, vivos aún, aquellos gritos entusiastas de furor báquico.

Cuando no se hallaba bajo la influencia del avinado o asidrado dios hijo de Júpiter y Semele, era Joaquín un hombre muy agradable y nos entretenía narrándonos sucesos de su vida errante y picaresca. No he podido retener en la memoria más que uno, seguramente porque fué el que más me impresionó.

Nos hallábamos sentados alrededor del fuego en la gran cocina de Cayetano. Este y yo en el escaño; los demás en tajuelas. Para Joaquín y su arpista había traído Manola dos sillas. Joaquín habló de esta manera:

«Después de haber pasado unos días en Villaviciosa, habíamos ido a la fiesta del Nazareno en Noreña. Entonces no me acompañaba todavía este muchacho sino Rufo, aquel guitarrista que se ahogó en Gijón el año pasado y que habréis conocido o habréis oído nombrar. En Noreña corre la sidra y el dinero como en ningún otro pueblo de la provincia. Aquella tarde hicimos más de tres duros tocando en la calle, y por la noche todavía tocamos en el baile del Ayuntamiento y nos dieron treinta reales. Cuando salimos del baile eran más de las once; pero yo quería dormir en la Pola de Siero, porque tengo allí un amigo y no me cuesta nada la cama. Se lo dije a Rufo y desde luego quedó conforme porque tenía la esperanza de que tampoco le cobraran.

La emprendimos pues hasta la Pola, que como saben está muy cerquita. Era una hermosa noche estrellada y no hacía frío ni calor. Al pasar por el Berrón la taberna de Jerónimo estaba todavía abierta y llena de gente.

—¿Vamos a entrar un instante?—me dijo Rufo.

—Vamos.

Este Rufo era un buen hombre y como guitarrista, no se diga, porque hacía hablar al instrumento, pero tenía un defecto muy feo y era que le gustaba demasiado la sidra…

Nos miramos todos unos a otros con sorpresa y Cayetano soltó una estridente carcajada y los demás le siguieron. Joaquín quedó grandemente amostazado y preguntó con voz sorda:

—¿De qué os reís?

—Hombre, nos reímos porque un vaso de sidra le gusta a cualquiera—repuso Cayetano, guiñándonos un ojo.

Y vuelta a reír todos de tan buena gana que el propio Joaquín concluyó por reír también.

—¡Bueno, corriente! Quedamos en que a él y a mí nos gustaba la sidra y entramos a beber unos vasos del tonel que aquella misma tarde se había abierto. Había allí bastante gente y entre ella unos gitanos o húngaros que traían varios monos, un oso y un perro amaestrados. Los habíamos visto todo el día en Noreña trabajando con sus animales, rodeados de chicos. Nos acercamos al tonel con no poco trabajo y nos hicimos sacar unos vasos. No sé cuántos fueron…

—¡Muchos!—dijo Cayetano.

—Puede ser. Había tanta gente y tanto ruido que al cabo me sentí mareado y le dije a Rufo:—«Vámonos que estoy cansado y ya sabes que mañana debemos salir temprano para Infiesto»—. No me hizo caso y seguimos todavía otro rato y bebimos algunos vasos más. Volví a apurarle para que nos fuésemos y… nada; el hombre como si hubiera echado allí raíces y esperase florecer en la primavera. Enfadado ya de tanto repetirle lo mismo y de esperarle le dije:

—Mira Rufo, yo me voy: haz lo que quieras.

—Aguárdate, compadre, aguárdate un momento.

—No me aguardo más momentos. Adiós.

Y me fuí hacia la puerta.

—Bueno, hombre, bueno, no te apures, que yo también me voy.

Y sentí que echaba a andar detrás de mí. Cuando salí a la carretera noté que se ponía a mi lado y emparejados tomamos la dirección de la Pola. Yo no le hablaba porque estaba irritado y además la lengua me pesaba un poco en la boca. La noche más hermosa que antes. Había salido la luna y alumbraba tanto que a mí me parecía ver dos, una al lado de otra. Poco a poco se me fué pasando el enfado y para entrar en conversación le dije a Rufo:

—¡Vaya una noche linda, compadre!

No me contestó más que con un grosero gruñido.

—¡Anda! ¿Conque eres tú el que te enfadas después de lo que me has hecho aguardar?—le dije parando y encarándome con él.

¡Pero cuál fué mi sorpresa al ver que mi amigo Rufo se había transformado en oso!…»

—¡Eso es mentira, hombre!—exclamó Pacho desde su tajuela.

—Aguarda un instante, amigo—repuso Joaquín.

—¡Que te digo que eso es una gran mentira, hombre!

—¡Cállate, animal!—exclamó Cayetano encolerizado—. Deja que Joaquín termine su cuento.

Pacho, sin hacer caso, rojo de indignación y como si quisiera arrojarse sobre el pobre violinista, gritó más fuerte aún:

—¡Que te digo, hombre, con toda la boca, que mientes, hombre! ¿Lo quieres más claro, hombre?

—¿Pero quieres callarte, pedazo de bárbaro?—volvió a decir Cayetano tomando las tenazas con ademán de arrojárselas.

A duras penas se logró hacerle callar y Joaquín pudo continuar su cuento.

«—Vaya unas bromas que me gastas, compadre—le dije—. ¿A qué conduce esa tontería de transformarte en oso?

Rufo no me respondió.

—¡Anda, pues no eres poco chistoso, hijo!—continué yo—. ¡Si creerás que me vas a asustar! ¡Ja, ja! A pesar de esos pelos y ese hocico puntiagudo, te conozco, querido, y estoy tan tranquilo como si me tocases un tango con la guitarra… ¿Sabes lo que te digo Rufo?, que no eres un oso, sino un ganso, y que me está apeteciendo alumbrarte una torta en el hocico para que aprendas a no burlarte de los amigos.

 

Y como lo dije lo hice, a mano suelta le di sobre el hocico un revés.

Mi amigo Rufo lanzó un fuerte gruñido y dejando la posición cuadrúpeda se puso de pie y comenzó a bailar en torno mío gruñendo terriblemente. Os confieso amigos que si alguna vez sentí miedo en el mundo fué en esta ocasión. Eché a correr como pude, que no podía gran cosa, pues los pies me pesaban como si llevase zapatos de plomo. Rufo corrió detrás de mí siempre de pie, pero aún corría menos que yo. Como yo le llevaba alguna delantera me detenía de vez en cuando y le decía en tono suplicante:

—Rufo, amigo mío, perdona. No te he dado esa torta por ofenderte.

El no hacía caso y continuaba persiguiéndome. Cuando se acercaba yo volvía a correr y así que me hallaba lejos le suplicaba otra vez:

—Vamos, Rufo, no seas así. Una broma es una broma y entre amigos no tiene importancia.

Por fin se ablandó y dejándose caer, anduvo otra vez en cuatro patas. Entonces me acerqué ya sin miedo a él y nos emparejamos como antes. Y seguimos charlando con la mayor animación, es decir, recuerdo que era yo el que charlaba porque mi amigo Rufo no hacía más que asentir con leves gruñidos a lo que yo le decía. Tanto que cansado a la postre y un poco impaciente detengo el paso, me planto delante de él y le digo:

—Pero, hombre de Dios, ¿hasta cuándo va a durar esta broma?

Mas he aquí que Rufo se pone otra vez de pie y comienza a bailar y a gruñir de un modo espantoso. No poco trabajo me costó aplacarle y sólo lo conseguí después de mucho tiempo.

Por fin llegamos a la Pola, me dirigí a casa de mi amigo Ramón el Puntillero y llamé a la puerta. Me abrieron en seguida y entonces volviéndome a Rufo, que me seguía, le dije:

—Compadre, puesto que no quieres dejar todavía esa bromita, dormirás esta noche al fresco.

Y le dí con la puerta en el hocico. Caí en la cama como una piedra y el Puntillero tuvo compasión de mí y me dejó dormir hasta las diez de la mañana. Pero a esa hora me despertó a gritos diciéndome:

—Joaquín, Joaquín levántate ahora mismo. Está ahí un alguacil de parte del alcalde para que te presentes inmediatamente en el Ayuntamiento.

—¿Pero qué pasa?—exclamé sobresaltado.

—Nada, al parecer, unos gitanos te acusan de que les has robado un oso.

Quedé estupefacto. No me acordaba absolutamente de nada. Sin embargo, poco a poco fué entrando la luz en mi cerebro y me di cuenta de lo que había pasado aquella noche. Me vestí rápidamente y me dirigí al Ayuntamiento. Cuando llegué allá, el oso ya había parecido y los bohemios andaban por el pueblo tocando el pandero y haciéndole bailar. Le habían encontrado debajo de un hórreo donde se había comido más de una arroba de paja que allí estaba amontonada.

Cuando le conté el caso al alcalde quería desnudarse de risa y en vez de ponerme multa se la puso a los gitanos por haber dejado un animal peligroso en libertad.

Al salir del Ayuntamiento tropecé con mi amigo Rufo que había dormido en la taberna de Jerónimo debajo de una mesa. Le habían robado la guitarra y venía a dar queja al alcalde sospechando de los bohemios. No consiguió nada. El oso había parecido pero la guitarra no volvió a verla en su vida.»