En el Otoño de este mismo año fuí enviado a Oviedo para estudiar la segunda enseñanza. La capital de Asturias no ofrece apenas, en su aspecto material, nada que pueda fijar la atención y hacerla interesante. Asentada sobre el lomo de un verde collado, sus contornos son bellos como lo es toda la provincia, pero sin relieve; las calles, en general estrechas e irregulares, el caserío mezquino con pocos edificios notables que la decoren. Aunque fué corte en los primeros tiempos de la Reconquista, lo fué por tan breve tiempo y en época tan remota, que apenas quedan huellas monumentales de su realeza. Sus iglesias distan mucho de ser joyas artísticas como las de León y Toledo. Su misma catedral, de estilo gótico, ni por su magnitud ni por la riqueza de sus ornamentos, sale de lo común en esta clase de templos. Pero su torre… ¡Ah!, su torre merece capítulo aparte.

Es la más esbelta, la más armónica, la más primorosa de cuantas existen en España. Oviedo alardea, con razón, de esta torre, como una mujer fea se vanagloria de poseer copiosos y ondulantes cabellos.

Pero esta fea, además de su espléndida cabellera, tiene atractivo y gana mucho con el trato. ¿Cuál es su atractivo? La sonrisa: una sonrisa alegre y cordial, franca y picaresca. He conocido algunos viajeros que, prendados de esta sonrisa, han plantado su tienda en la capital de Asturias y no han querido salir ya más de ella.

Si el encanto de Avilés consiste en su alegría infantil, el de Oviedo se cifra en su donaire malicioso. En ninguna otra región de España, ni aun en Andalucía, tierra clásica de la gracia, se hallará una población más regocijada y burlona. Su agudeza no es ligera, aparatosa, espumante como la de Sevilla y Málaga: son los asturianos hombres del Norte y pagan tributo a la frialdad de su clima y al tono gris de su cielo. Pero hay más profundidad en su ingenio, su malicia es más espiritual, más penetrante y también, hay que confesarlo, más despiadada.

La burla es la deidad a la que se rinde culto incesante en Oviedo; es su recreo y casi su necesidad. Los ovetenses tienen nariz de sabueso para olfatear el ridículo. Así que lo encuentran se paran como los buenos perros de muestra y esperan a los demás para dar comienzo a la caza. Esta caza es una verdadera fiesta o regocijo público, particularmente cuando la víctima se halla constituída en autoridad.

Llegó en cierta época a Oviedo un gobernador que era un literato ramplón, pero muy pagado de sus obras. En cuanto se dieron cuenta de su flaqueza no hubo banquete ni solemnidad donde se pronunciasen brindis o discursos en los cuales no se trajesen a cuento frases y hasta párrafos enteros de las obras de la primera autoridad. Se le citaba como a Plutarco o Cervantes. Aquel badulaque fué dichoso durante los meses que gobernó la provincia y los ovetenses más felices aún que él.

Nada les entristece a éstos ser mandados por cualquier majadero: al contrario, sospecho que se hallan más complacidos cuando sus autoridades lo son en grado máximo. Hubo una época, ya remota, en que el gobernador, el alcalde, el rector de la Universidad y el presidente de la Audiencia eran cuatro graciosos payasos sin pizca de sentido común. Pues bien; nunca se sintió tan feliz la población: fué el siglo de oro de Oviedo.

Confesemos, sin embargo, que sus bromas son, no pocas veces, crueles y hasta alevosas. Existía en mi tiempo un honrado hojalatero atacado de la manía de la oratoria. En cuanto se le dejaba perorar lo hacía con tanto énfasis y fuego defendiendo sus ideas tradicionalistas, que nadie podía irle a la mano. Es innecesario decir que nadie, en efecto, pensaba en atajarle: antes al contrario, se le tiraba de la lengua, se le encendía y se le atizaba dondequiera que se presentaba, sobre todo en el café.

No bastaron, sin embargo, el café y la calle. Un grupo de jóvenes alegres ideó nada menos que fundar un Círculo de recreo con el exclusivo objeto de nombrar presidente de él al citado hojalatero y poder tenerle a su servicio todas las noches.

Y, en efecto, se alquiló un local, se redactaron los estatutos y nuestro hojalatero fué elegido por voto unánime presidente de la Sociedad. Aquel honor inesperado se le subió de tal forma a la cabeza, pronunció tal número de discursos vehementes y fué tan aplaudido y festejado que terminó por enfermar. Pocas noches después de tomar posesión de su cargo, tres o cuatro socios, de acuerdo con los demás, presentaron a la Junta directiva una proposición pidiendo que se comprase una regadera con destino al barrido del Círculo. El hojalatero, al leer la proposición se levantó y pronunció un discurso que hizo época.

«—Señores: El presidente de esta Sociedad es maestro hojalatero, vidriero, plomero y está dispuesto a construir gratuitamente no una regadera, sino diez regaderas, veinte regaderas, todas las regaderas que sean necesarias para el aseo del Círculo que tiene el honor de presidir…»

Años después todavía los chicos de Oviedo sabían de memoria este discurso y se lo gritaban al infeliz hojalatero cuando pasaba por las calles.

La política, que suele ser trágica en los pueblos y encender las pasiones y producir graves desabrimientos, reviste en Oviedo un aspecto cómico. Entre los enemigos políticos nada de injurias soeces, ni de miradas melodramáticas, ni de pedradas o tiros por la noche. Los más encarnizados adversarios se encuentran en Cimadevilla, punto céntrico de la población, se saludan, se sonríen, se forma círculo de amigos en torno de ellos y comienzan a embromarse alegremente. Es un certamen, un tiroteo de chanzas y agudezas en el cual, el más gracioso, el que hace reír mejor a los amigos, es quien pone el cascabel al gato y sale vencedor.

Hay caciques en Oviedo como los hay desgraciadamente en todas las capitales de España, pero aquí lo son a condición de aparecer modestos y familiares con todo el mundo y dejarse embromar en los corrillos de la calle. Si se le ocurriese a cualquier diputado o senador el no dar ni admitir chanzas, mostrarse reservado y erguido, caería inmediatamente en el desprecio público, se le cubriría de ridículo y ya no volvería a levantarse. Cuando las autoridades o los próceres de la política son comunicativos e ingeniosos y descienden a presentarse en el café y formar tertulia y ríen y charlan como los demás, entonces es cuando son verdaderamente respetados y queridos. Es un caso raro, acaso único, que habla muy alto en favor de la dignidad y el entendimiento de los habitantes de la capital de Asturias.

Pudiera sospecharse que en un pueblo donde corre con tal fortuna la burla andará igualmente desatada la maledicencia. No sucede así. Existe ciertamente la murmuración, pero no es tan agresiva y traidora como en otras poblaciones. A los ovetenses les agrada más descubrir una manía ridícula que un robo y burlarse en la cara más que por la espalda. Se dicen frente a frente y en tono jocoso frases que acaso harían funcionar las pistolas en otra región. Allí se acogen con una carcajada.

Muchas farsas regocijadas he presenciado en Oviedo durante mi adolescencia, pero la que mejor recuerdo y más impresión me causó fué la que compusieron para cierto clérigo de misa y olla unos cuantos jóvenes traviesos.

Buscaba con sobrada diligencia dicho clérigo su reino en este mundo, no en el otro; carecía de instrucción, carecía de inteligencia y tampoco había dado largos pasos en el camino de la perfección espiritual. Habíase hecho muy familiar de un político influyente, al cual servía y adulaba en la medida de sus fuerzas. Para recompensar estos servicios domésticos y electorales, el personaje político logró que se le nombrase canónigo. ¡Tales y tan vituperables excesos se ven por la nefanda intrusión del poder civil en la santa libertad de la Iglesia!

Las personas piadosas gimieron por aquel escándalo, pero los cazurros ovetenses rieron y no perdieron ya de vista al ambicioso clérigo, prometiéndose pasar algún buen rato a sus expensas.

Llegó en efecto un día en que cierto joven muy conocido en la población recibió una carta de un hermano político, diputado y hombre de influencia en Madrid. Comunicábale en ella que hallándose vacante la diócesis de *** el Gobierno de acuerdo con el Nuncio de Su Santidad pensaba buscar obispo en el cabildo catedral de Oviedo, y que a él como diputado ministerial se le había consultado respecto a este particular. Sabiendo la cariñosa amistad que le ligaba a don… (el nombre del canónigo) y las muchas partes que a éste adornaban no había vacilado en designarle para la sede vacante y había tenido el gusto de saber que otros tres o cuatro diputados de la provincia siguieron su ejemplo. Por tanto, le rogaba que se avistase con el interesado y se lo hiciese saber. Antes de dar un paso más era necesario que éste manifestase si estaba dispuesto a aceptar.

Con gran sigilo y reserva, el malicioso joven comunicó la carta de su cuñado con el canónigo. Quedóse éste densamente pálido, perdió el uso de la palabra por algunos momentos, comenzó a tragar la saliva con dificultad y al cabo, protestando de su insuficiencia, manifestó que estaba dispuesto a obedecer a sus superiores en esto como en todo. Sin embargo, principió a celebrar consultas con los sacerdotes y los seglares más caracterizados de la población. Fingía vacilar, se declaraba indigno, pedía consejo; todo para darse aún más tono y escuchar elogios.

Duró este trajín de las consultas por varios días como si fuese una crisis ministerial. Las personas sinceramente religiosas de la ciudad se hallaban aterradas: el obispo, el cabildo catedral y en general todo el clero estupefacto. Cruzábanse entretanto cartas, venían telegramas. Pronto la población entera se puso al tanto de la farsa y tomó parte en ella. Fué una verdadera corrida en pelo la que sufrió aquel desdichado sin darse cuenta. Marchaba por las calles en actitud imponente y majestuosa, dirigía sonrisas de protección a los conocidos, le faltaba ya poquísimo para echarnos bendiciones como si tuviese la mitra sobre la cabeza y el báculo en la mano. Tácitamente convencidos todos afectaban la mayor seriedad y respeto. Los estudiantes se despojaban del sombrero cuando pasaba, los comerciantes salían de sus tiendas y le daban la enhorabuena llamándole su ilustrísima. El canónigo recibía los plácemes con orgullosa condescendencia y echándose hacia atrás un poco respondía gravemente:

—Pidan ustedes a Dios que me dé luces para gobernar la diócesis.