Las ferias de Avilés tienen, como todo el mundo sabe, la misma significación histórica que los Juegos Olímpicos de la antigua Grecia.
Si hubiese tropezado en mi infancia con un japonés o un persa, que no hubiera oído nunca hablar de estas ferias, quedaría seguramente estupefacto.
No sé lo que son ahora, pero doy fe de que en aquellos tiempos eran una antesala del Paraíso. Y si me dejaran, es posible que me quedase contento en la antesala sin entrar jamás en el salón.
Pasábamos un año entero soñando con aquellos cinco días. Si algún pariente generoso nos ponía en la mano una peseta, corríamos a meterla en la hucha de barro ¡para las ferias! Si nos compraban un lindo sombrerito de paja, era ¡para las ferias! Si el sastre nos cortaba un terno de paño fino o el zapatero nos fabricaba unos zapatitos de charol, naturalmente, era ¡para las ferias!
Fuera de casa, en el paseo, bajo los arcos de la plaza y a la salida de la escuela, comentábamos acaloradamente los festejos. Vendrá una compañía dramática; vendrá otra de circo. Y a los chicos se nos hacía la boca agua porque se aseguraba confidencialmente, pero con visos de verdad, que en esta última figuraba un clown maravilloso que se tragaba un largo sable hasta la empuñadura y otro que daba sin trampolín el doble salto mortal.
Mientras las ferias duraban vivíamos en medio de un aturdimiento feliz, fuera enteramente de nosotros mismos y de nuestras costumbres. Eran días de exaltación, de vértigo, de ataque de nervios. Cuando nos aproximábamos a ellos sentíamos su calor y nos iluminábamos por dentro como los cometas al acercarse al sol. Aquellos cinco días y ocho antes los pasábamos en un estado de inconsciencia angélica. No era vida mortal la que llevábamos sino inmortal y olímpica. Los dioses bajaban a nosotros y nos besaban en la frente y nos daban de beber de su ambrosía. Apelo al testimonio de los viejos avilesinos que me lean.
Quince días antes, los peones del Ayuntamiento empezaban a clavar los mástiles con gallardetes a lo largo del muelle y de las calles principales. Avilés fué siempre una villa pródiga en gallardetes. Recuerdo la viva, inefable emoción que me embargaba cuando veía a los obreros erigir los primeros mástiles, símbolo de dicha inmarcesible. Algunas veces pensaba que si en el Cielo no hay gallardetes, es un Cielo incompleto.
Pero la más característica entre las señales precursoras de tan magno acontecimiento, más aún que la erección de los mástiles con gallardetes, eran dos grandes bastidores de madera que la corporación municipal hacía colocar unos días antes a los dos lados de la puerta del Bombé, aquel exiguo Bombé, germen del hermoso parque de ahora. Eran dos figurones que representaban, el uno a Pedro Menéndez y el otro a Ruy Pérez de Avilés, según rezaba la leyenda que debajo ostentaban.
Cuando al descender por la calle de la Herrería cualquiera de los días precedentes a la feria, divisaba a lo lejos a Pedro Menéndez y a Ruy Pérez, mi alegría era tan intensa, que me obligaba a detenerme. El corazón quería saltarme del pecho, la dicha me ahogaba y de buena gana hubiera corrido a aquellos héroes y les hubiera besado y abrazado.
Más tarde les perdí un poco el respeto porque me hice filósofo y pacifista. Pero en aquella época mi temperamento era extremadamente marcial; soñaba con batallas y escaramuzas, tajos y mandobles. Yo mismo, con mis propias manos, fabricaba lanzas y sables aprovechando los barrotes de algún viejo cajón de pino, plateándoles con papel de estaño arrancado de los paquetes de chocolate. Y como nos hallábamos entonces en guerra con los moros de Africa, pensaba vagamente en fugarme de casa y marchar a ponerme a las órdenes del general Prim y ofrecerle el auxilio de mi sable de madera.
Felizmente esto no llegó a efectuarse y pude alcanzar la edad viril y después la vejez, sin haber cortado la cabeza ni haber hecho la más pequeña incisión a ningún moro.
Aunque abominando, pues, de la guerra, conservé siempre, por lo que acabo de decir una tierna inclinación hacia Pedro Menéndez, Adelantado del reino y conquistador de la Florida. Así que cuando llegó a mis oídos la noticia de que le habían alzado una estatua en el parque de Avilés, me sentí complacido y me propuse hacerle una visita.
Le vi de pie sobre un alto pedestal y apenas pude reconocerle. Era un personaje obscuro, verdoso, siniestro, que tenía la espada desenvainada como apercibido a ponerse en guardia y darle una estocada al primero que se le pusiera delante. ¡Qué diferencia de aquel Pedro Menéndez de mi infancia, tranquilo, majestuoso, encuadrado en un pintoresco bastidor de madera! En vez de intentar darle un abrazo como en otro tiempo, aparté de él la vista con tedio y me alejé de aquel sitio velozmente. Quiero decir que no me fué simpático.
Por eso, cuando en aquellos días un notable poeta regional que firma con el pseudónimo de «Marcos del Torniello» en una de sus sabrosas composiciones propuso que se me erigiese una estatua en el parque de Avilés frente a la de Pedro Menéndez, me sentí extrañamente agitado. Inmediatamente me representé yo mismo con cuerpo de mármol, pero sensible y pensante, sobre una columna de piedra, sufriendo día y noche los embates del viento y los rigores del sol, azotado por la lluvia o ensuciado por el polvo. Me vi años y años frente a aquel negro, siniestro guerrero de la espada desenvainada, sin poder apartarme un punto de su vista. Y se me oprimió el corazón.
Anduve preocupado todo el día; me acerqué cuatro o cinco veces a la estatua, y otras tantas me alejé echando una mirada oblicua, nada amorosa, al feo soldado que iba a ser mi socio por los siglos de los siglos. Inquieto y caviloso me fuí aquella noche a la cama y tuve el sueño siguiente:
Soñé que llegaba a Avilés por el ferrocarril, embalado en un gran cajón de madera y que en la estación me arrastraron algunos mozos hasta un carro de bueyes en presencia del escultor y tres o cuatro señores desconocidos. Me llevaron hasta el parque y por la noche me desembalaron y me colocaron sigilosamente sobre una columna de granito que allí estaba preparada, al efecto, y me taparon después la cara y el cuerpo con un trozo de harpillera. Al día siguiente se efectuó la ceremonia de destaparme, en presencia de una gran muchedumbre, con asistencia de las autoridades y amenizado el acto por la orquesta municipal. Yo estaba confuso y avergonzado de tanto honor y viendo a algunos viejos amigos conmovidos hasta derramar lágrimas, se me derretía el corazón cual si fuese de manteca y no de mármol.
Pasé algunas horas distraído aquella tarde. Mucha gente se detenía a contemplarme y hacían comentarios. Unos sacudían la cabeza con ademán severo y expresaban en alta voz sus dudas sobre si yo merecía o no ser elevado a la categoría de los héroes. Otros por el contrario aplaudían el acuerdo del Municipio manifestando que yo les había hecho pasar algunos ratos divertidos y que no era mal muchacho. Gentiles avilesinas fijaban sus menudos pies en la arena y me miraban con ojos risueños haciendo un mohín de satisfacción. Yo sentía unos deseos locos de bajarme del pedestal, postrarme a sus pies y darles las gracias.
Pero de vez en cuando me acordaba de que pronto iba a quedar solo en presencia del terrible conquistador de la Florida, y me estremecía.
Llegó la noche. Las últimas luces del sol relampaguearon un instante sobre la superficie de la ría; hicieron brillar después los cristales de los balcones del Gran Hotel, quedaron algunos segundos recogidas en las copas de los árboles, y por fin se fueron. Y con ellos también los ojos hermosos de las avilesinas. Todo quedó en tinieblas.
Heme aquí frente a don Pedro Menéndez. La noche era obscura y hacía bastante calor. La agitación de aquel día me tenía cansado y la sofocante temperatura me inclinaba al sueño. Empezaba a dormitar cuando me sacó de mi letargo una voz ronca y espantosa. Era la estatua del conquistador de la Florida que hablaba.
—¡Eh, amigo! ¿Por qué estáis ahí plantado frente a mí?
—Porque me han puesto—respondí tembloroso.
—¿Y por qué os han puesto, decidme? ¿Por qué os hicieron tanta honra de vos colocar frente a mí en figura de piedra?
Yo debí responder ciertamente: «Porque les ha dado la gana.»
Pero me sentí lleno de miedo, un miedo abyecto: y balbucí más que dije:
—Quizá hayan pensado que merecían esta recompensa mis servicios.
—¡Ah, sois un guerrero famoso! Perdonad que os haya hablado sin los respetos que se os deben. Agora decidme ¿qué reinos habéis conquistado, qué enemigos de Dios y del rey habéis vencido, en cuántas batallas habéis combatido?
—Con todo respeto y miramiento os diré que no he conquistado ningún reino. Solamente en mi edad juvenil quise conquistar el corazón de alguna bella, pero no pocas veces me vi necesitado a levantar el sitio. En cuanto a batallas, la única seria en que he tomado parte fué la de Galiana.
—¡Nunca oí mentar esa batalla!
—Pues fué recia y cruel, y en ella tuve la mala fortuna de quedar herido.
—¿De pica o de algún arcabuzazo?
—No, señor, de piedra.
—¡De piedra! ¿Entonces os hallabais todavía en la edad de los honderos y catapultas? ¿No conocíais el uso de la pólvora, ni las culebrinas, ni los morteros ni los arcabuces? Erais unos bárbaros.
—En efecto, así nos llamaba casi todos los días el señor don Juan de la Cruz.
—¿Quién era ese varón?
—Nuestro maestro de escuela.
—¡Por Dios que no os entiendo! ¿Qué tienen que partir en estos asuntos de armas los maestros de escuela?
—Es que no se trata de armas. Yo no soy guerrero.
—Entonces, decidme, con mil de a caballo ¿quién sois y qué maravillas habéis hecho para que así os honren con mármoles y bronces?
—Pues yo no he hecho en este mundo más que algunos libros que andan rodando por él con inmerecido aplauso.
Don Pedro quedó un instante suspenso y soltó después una horrísona metálica carcajada.
—¡Vamos, sois un c… tintas!
—No tanto, señor Adelantado. Mi linaje radica aquí mismo en Avilés y es tan antiguo como el vuestro… Pero ya nadie se precia de linajes en estos tiempos… Cada cual se fabrica el suyo con su cabeza o con sus manos. Trabajar; extraer de la madre tierra aquellos elementos necesarios para la vida de los hombres es nobleza; forjar los metales, tallar las piedras, modelar el barro, enviar los productos de una región del planeta a otra, difundirlos, comerciar con ellos, es nobleza. Pero la mayor nobleza en estos tiempos es el expresar con belleza y decoro ideas justas, es alzar el espíritu de los hombres a las altas especulaciones de la metafísica, es recrearla con sabrosas, peregrinas invenciones. No hay monarca ni potentado hoy sobre la tierra que no envidie el laurel de un publicista.
—¡Por vida mía!… ¿Es que a vosotros, ruin canalla, se os corona agora con laureles? Mucho soy maravillado. ¿Entonces, qué es dejado a los varones señalados que abrazan con afecto el arte de la milicia corporal, a los mancebos bélicos, a los varones esforzados de inmortal memoria que han vertido su sangre en crudas batallas?
—En el día, señor Adelantado, los mancebos belicosos suelen parar en la cárcel o en el hospital. Los hombres hemos llegado a convencernos de que los tajos y mandobles, lanzadas y cintarazos, aunque sean inferidos con singular destreza, no deben ser considerados como signos de nobleza sino de barbarie; que no deben llamarse héroes a los que saben dar buenos mordiscos, porque mejores los dan los chacales. Somos espíritus y el teatro de nuestra actividad debe ser el mundo espiritual. Nuestro negocio más importante en la edad presente es el huir de la edad cuadrúpeda que vos representáis.
—¡Rayos y centellas! ¿Y tenéis en menos las hazañas portentosas de aquellos guerreros que han sabido conquistar para su rey y señor dilatados territorios y encadenar a sus pies a millares de esclavos?
—Sí, los tenemos en menos; siento verme obligado a decíroslo. No son conquistadores para nosotros los que se apoderan de un pedazo de tierra que hermanos suyos han regado con el sudor de su frente sino los que descubren nuevos horizontes para la ciencia y con la luz de su ingenio esclarecen las almas de sus semejantes. El hombre no ha nacido para luchar con el hombre sino con las ciegas fuerzas de la naturaleza que nos oprimen. Newton, Kepler, Bacon, Palissy, Gutenberg, Franklin, Pasteur, Edison han sido los conquistadores legítimos de nuestra raza.
—No conozco a esos varones. ¿Pertenecieron a la armada o a la gente de a caballo? Nunca les vi apuntados en la relación de las grandes y señaladas victorias del rey, nuestro señor.
—Pertenecieron a la armada del talento… Pero todavía, señor Adelantado, han existido y existen otros luchadores más grandes, más generosos. Estos no luchan con la tierra y el mar ni con el aire y el fuego sino con la Esfinge.—«Adivina o te devoro»—dice la Esfinge. Y estos buenos guerreros del espíritu luchan con ella, se rompen los huesos contra su cuerpo de piedra y caen rendidos y ensangrentados queriendo arrancarle su secreto. Pitágoras, Heráclito, Sócrates, Platón, Plotino, Spinoza, Descartes, Pascal, Leibnitz, Kant, Hegel, Schopenhauer son los héroes más queridos de la Humanidad.
—¡Habláis un habla, pardiez, que nunca sonó hasta ahora en mis oídos! Todo eso son enredos y trampantojos, y en verdad que merecierais por tales maleficios ser llevado a un calabozo del Santo Oficio para que allí os castigasen o enmendasen o que el rey, nuestro señor, os enviase a galeras después de vos haber aplicado doscientos azotes.
—El Santo Oficio que invocáis no fué más que un odioso tribunal donde sobre víctimas inocentes se cebó la crueldad nativa, la ignorancia, el orgullo y la envidia de algunos clérigos vomitados por el infierno… En cuanto a vuestro rey don Felipe segundo está en el día reputado por un déspota rencoroso y sombrío que destruyó la obra grandiosa de aquella santa mujer que se llamó Isabel primera de Castilla, apagando la inteligencia y envileciendo el carácter del pueblo español.
—¡Qué estáis diciendo, temerario!—gritó con estruendosa voz el guerrero de bronce—. ¿Al Santo Oficio esas blasfemias? ¿A mi rey tamaños ultrajes? ¡Por vida mía que he de castigar tanta insolencia!… ¡Toma, menguado!
Y diciendo y haciendo me tiró con su espada un tajo al cuello y mi cabeza marmórea cayó al suelo con un ruido sordo que me despertó.