NUESTROS ideales no siempre se armonizan con las tendencias secretas de nuestra naturaleza, como afirman los filósofos moralistas. Por el contrario, he visto en muchos casos producirse una disparidad escandalosa.

He conocido avaros que admiraban profundamente a los pródigos, que hubieran dado todo en el mundo por parecérseles…, menos dinero. Había un comerciante en mi pueblo que pasó toda su vida contándonos lo que había derrochado en un viaje que había hecho a París, sus francachelas, la cantidad prodigiosa de luises que había esparcido entre las bellezas mundanas. Se le saltaban las lágrimas de gusto al buen hombre narrando sus aventuras imaginarias.

Voy a contar ahora la de Perico el Bueno. Ni yo ni nadie en el pueblo sabía de dónde le venía este sobrenombre. Pero menos que nadie lo sabía él mismo, a quien enfadaba lo indecible. No había en el Instituto un chico más díscolo y travieso. Era la pesadilla de los profesores y el terror de los porteros y bedeles. En cuanto surgía en el patio un motín o una huelga, podía darse por seguro que en el centro se hallaba Perico el Bueno; si había bofetadas, era Perico quien las daba; si se escuchaban gritos y blasfemias, nadie más que él los profería.

Parece que le estoy viendo, con un negro cigarro puro en la boca, paseando con las manos en los bolsillos por los pórticos y arrojando miradas insolentes a los bedeles.

—Señor Baranda—le decía uno cortésmente—, tenga usted la bondad de quitar ese cigarro de la boca: el señor Director va a pasar de un momento a otro.

—Dígale usted al señor Director que me bese aquí—respondía fieramente Perico.

El bedel se arrojaba sobre él; le agarraba por el cuello para introducirle en la carbonera, que servía de calabozo. Perico se resistía; acudía el conserje: entre los dos, al cabo de grandes esfuerzos, se lograba arrastrarlo y dejarlo allí encerrado.

Parece que le veo también en la clase de Psicología, Lógica y Ética disparando saetas de papel y haciéndonos reir con sus muecas. El profesor era un hombrecillo redondo y bondadoso que gustaba de los símiles.

—Señor Baranda, a la manera que la manzana podrida se separa de las otras para que no las contamine, me hará usted el favor de apartarse de sus compañeros y sentarse en aquel rincón de la derecha.

Perico no se movía una pulgada de su puesto.

—Señor Baranda, hágame usted el favor de separarse—repetía el profesor.

—¡Que se separen las manzanas sanas!—respondía Perico alzando los hombros con ademán desdeñoso.

El profesor insistía, trataba con razones y amenazas de persuadirle. Todo era en vano. Al cabo nos decía, un poco avergonzado:

—Vaya, vaya; tengan ustedes la bondad de separarse y dejarlo solo.

Y henos aquí a los treinta o cuarenta muchachos que componíamos la clase levantándonos de nuestros asientos y apartándonos algunos metros del rebelde.

Por supuesto, estoy en fe de que no se le formaba consejo de disciplina y se le arrojaba para siempre del Instituto por respetos a su padre, don Pedro Baranda. Este señor era un industrial que poseía una fábrica de ladrillos en las afueras de la población, excelente persona y, además, uno de los jefes del partido republicano. Como nos hallábamos en plena revolución, ningún profesor osaba malquistarse con él.

Perico sufría horriblemente cada vez que se oía llamar el Bueno. Rechinaba los dientes, y si era algún chico de su edad quien le injuriaba de este modo, se arrojaba sobre él y le hinchaba las narices. Porque es de saber que Perico era bravo, y, aunque no muy fuerte, prodigiosamente ágil y diestro en toda clase de ejercicios. Nadie le aventajaba en la carrera ni en el salto, ni nadie jugaba como él a las puentes y al pido campo. Recuerdo que una tarde en que por instigación suya hicimos novillos y, en vez de asistir a la clase de Retórica y Poética, nos fuimos a poetizar al campo, como nos alejáramos demasiado y se llegara el crepúsculo, tuvimos miedo de no estar al Angelus en casa, como nuestros padres nos tenían prevenido. Nos hallábamos cerca del puente por donde cruzaba la vía férrea. Perico ve llegar el tren a toda marcha y, sin decirnos palabra, se encarama sobre la barandilla y se arroja sobre una de las plataformas, logrando ganar sano y salvo la población en pocos minutos.

¿Por qué no he de confesarlo? Yo le admiraba, y fuí su amigo sincero. Él me mostró siempre también particular predilección, y desahogaba conmigo sus penas. Una de las mayores era aquel ridículo apodo que sobre él pesaba. Le parecía el colmo de la degradación.

—¡Mira tú—me decía algunas veces sonriendo, con amargura—que llamarme a mí Perico el Bueno, cuando soy más malo que un dolor a media noche!

No podía sacarse esta espina del ojo.

Cuando nos hicimos bachilleres le perdí de vista. Yo me vine a Madrid, y él se quedó en el pueblo. Algunos años después le hallé completamente transformado. Había muerto su padre, y se había puesto al frente de la fábrica, y se había metido en política. Era un hombre grave, silencioso, pero siempre enérgico y dispuesto a encolerizarse por cualquier bagatela. Sus ideas políticas, exageradamente radicales, casi anarquistas, y cuando llegaba el momento, las expresaba con una violencia y un cinismo que ponía en suspensión y espanto a los pacíficos habitantes de nuestra villa. De religión no había que hablar: Perico se había declarado enemigo nato del Supremo Hacedor, y al final de cualquier francachela con sus amigos hablaba, como cosa natural y sencilla, de beber la sangre del último rey en el cráneo del último sacerdote.

¡Y, sin embargo, en la población seguía nombrándosele Perico el Bueno! Claro está que era por la espalda, pues cara a cara nadie hubiera osado darle este apodo infamante.

Pronunciaba conferencias en el Centro Obrero y arengaba a las masas en todas las manifestaciones republicanas con mucho más calor que elocuencia. Su espíritu no se nutría más que de los artículos de fondo de los periódicos radicales y de los libros de los filósofos materialistas de última hora. El de Büchner Fuerza y materia era su evangelio. Pero en los últimos tiempos, poco antes de llegar yo al pueblo, habían caído en sus manos algunas obras de Federico Nietzsche y las había devorado con verdadera glotonería, y sin digerirlas muy bien, hacía uso de ellas para aterrar a sus convecinos. Todas las virtudes eran para él objeto de feroces sarcasmos: la bondad no significaba más que impotencia; la humildad, bajeza; la paciencia, cobardía. Exaltaba, en cambio, la crueldad, la astucia, la audacia temeraria, el carácter agresivo, como instintos preciosos que aumentan nuestra vitalidad y hacen la vida más bella y más intensa. «¡Es menester decir «sí» al mal y al pecado!», repetía a cada instante en el Casino, en medio de la estupefacción de los inocentes burgueses que le escuchaban. Hablaba de demoler los hospitales, los asilos y hospicios, como centros de putrefacción donde se guarda con esmero la podredumbre humana, que luego se esparce y nos envenena a todos; se entusiasmaba con la costumbre espartana de despeñar a los niños mal configurados, y hasta hallaba razonable la de sacrificar a los viejos e impotentes… En fin, un verdadero horror.

Si alguno de los circunstantes quería atajarle y responder a tales atrocidades, Perico se encrespaba, y chillaba tanto y tan alto, que había que dejarle.

Cierta tarde, en el Casino, se complacía en atacar y burlarse de la santidad, repitiendo las paradojas del filósofo que le había sorbido el seso.

—Existen ciertos hombres—decía—que sienten una necesidad tan viva de ejercitar su fuerza y su tendencia a la dominación, que, a falta de otros objetos, o porque han fracasado siempre, concluyen por tiranizar alguna parte de su propio ser. La santidad, en último término, es cuestión de vanidad.

Un ilustrado profesor del Instituto tuvo la mala ocurrencia de replicarle:

—Pero, señor Baranda, ¿hay hombre alguno sobre la tierra, tan desprovisto de fuerza, que no pueda hacerla sentir de algún modo a sus semejantes? Yo he conocido mendigos tullidos, enfermos, seres sumidos en las más profunda abyección, que dejaban cerillas encendidas en los pajares y ponían cristales en los caminos para que se hiriesen los transeuntes.

Perico reprimió con trabajo su cólera y trató de hablar con calma.

—Le digo a usted que es cuestión de vanidad y, además, de pasión. Bajo la influencia de una emoción violenta, el hombre puede determinarse, lo mismo a una venganza espantosa, que a un espantoso aniquilamiento de su necesidad de venganza. En un caso o en otro, sólo se trata de descargar la emoción.

—Pero la pasión no es más que la exaltación del sentimiento—manifestó el catedrático—. Para que exista la emoción religiosa capaz de producir el ascetismo, es necesario que haya existido antes el sentimiento religioso. No es, pues, la pasión religiosa la que usted nos debe explicar, sino el sentimiento de donde procede. Que el hombre, acometido y dominado por una excesiva emoción, puede determinase a obrar de un modo monstruoso y hasta contrario, no ofrece duda. Pero el «porqué» y el «cómo» se ha producido tal emoción es lo que debemos investigar. Si en algunos casos los efectos del amor y del odio pueden ser los mismos, porque el fuego de la exaltación consuma y borre las diferencias, no por eso dejarán de ser radicalmente sentimientos distintos y contrarios.

—Bien; pues aunque no fuese cuestión de vanidad y de pasión, yo no puedo menos de despreciar profundamente a esos castrados—repuso con tono y gesto despectivo Perico—. Después de todo, esos eunucos, incapaces de gozar de la vida, sólo tratan de hacerla más llevadera sometiéndose vilmente a una voluntad extraña o a una regla. Son en el fondo unos epicureístas, aunque bien ridículos.

—¡Rara manera de hacer la vida dulce el obedecer a un superior caprichoso, colérico o estúpido!—exclamó el profesor—. Y aunque por un esfuerzo de la voluntad lograsen no sentir el resquemor de las humillaciones, ¿cómo evitar el sufrimiento que producen las incomodidades físicas? ¿Es más ligera la vida para el que no tiene un instante suyo, a quien se obliga a comer manjares que le repugnan, velar cuando tiene sueño, dormir cuando no lo tiene, viajar cuando se halla fatigado y reposar cuando siente necesidad de movimiento, que quien dispone libremente de su actividad? El filósofo Epicuro se maravillaría, ciertamente, de que considerasen discípulos suyos a San Antonio y San Francisco. Porque si para él la serenidad intelectual y moral significaba el placer más grande de la vida, juzgaba igualmente el bienestar físico como condición para la tranquilidad moral, y los placeres del cuerpo, sobre todo el del vientre, como raíz de los placeres del alma.

Los tertulios se pusieron de parte del catedrático, y con esto Perico se enfureció y comenzó a disputar a gritos y a soltar interjecciones soeces, como tenía por costumbre desde niño. De tal modo, que su interlocutor, impacientado, al fin, alzó los hombros con desdén y no quiso continuar la discusión.

Pocas semanas después de esto, hallándose bastante gente paseando por la acera de la plaza de la Constitución, se declaró un violento incendio en el Círculo Tradicionalista. Ocupaba éste en la misma plaza una casa que constaba de un solo piso. A esta hora, que era la del crepúsculo, había pocos socios, que se echaron a la calle prontamente. El conserje había salido a un recado. La multitud se apiñó delante del edificio y comenzaron los trabajos de extinción, que se redujeron a que subiesen algunos a los tejados contiguos con cántaros de agua para impedir que el fuego prendiese a las otras casas. Se esperaba a los bomberos, pero no acababan de llegar.

El fuego era terrible, y las llamas salían ya por las ventanas. De pronto se escuchan lamentos desgarradores en la calle. Una mujer desgreñada, pálida como una muerta, corría hacia la casa, gritando:

—¡Mis hijos!, ¡mis hijos!

Era la esposa del conserje, que habitaba en los altos de la casa. Nadie se había dado cuenta de que en ella había encerradas cuatro criaturas, la mayor de siete años. Quiso lanzarse a la puerta, pero la sujetaron algunas manos: la escalera estaba ya invadida, y marchaba a una muerte cierta.

—¿Dónde están sus hijos?—le preguntó Baranda, que la tenía agarrada por un brazo.

—¡Allí!, ¡allí!—gritaba la infeliz mujer, señalando a la derecha del edificio—. ¡Soltadme, por Dios!

Perico Baranda la soltó, pero fué para lanzarse a las ventanas enrejadas del cuarto bajo y escalar con la agilidad de un mono los balcones del primero. Se le vió desaparecer: un minuto después aparecía con una niña entre los brazos. De la muchedumbre partió un grito de alegría. Se arrimó una escala, y varias manos recogieron a la criatura.

Perico se lanzó de nuevo intrépidamente al interior. Poco después salía con otra niña. Se le vió con la ropa chamuscada, el rostro ennegrecido.

—¡Refrescadme, voto a Dios! ¡Refrescadme, refrescadme!—gritó con voz ronca.

Desde los tejados contiguos se le arrojaron algunos cubos de agua, pero no llegaron a él. Un hombre subió por la escala con una herrada, y se la vertió sobre la cabeza.

Perico se lanzó otra vez al interior, a pesar de que las llamas salían ya por todas partes y era inminente el derrumbamiento del techo.

Poco después asomaba con otro niño.

—¡Refrescadme, refrescadme!

Esta vez venía tan desfigurado, que apenas se le podría reconocer. A simple vista se notaba que tenía heridas las manos y el rostro. Parecía que iba a caer exánime.

—¡Refrescadme, refrescadme!

—¡Basta, Perico, basta!—gritaron algunos.

—¡No basta, mal rayo que os parta, que hay un niño dentro todavía!—rugió Perico.

Y en cuanto le echaron otra herrada de agua sobre la cabeza, se lanzó de nuevo al interior.

¡Terrible momento de angustia! Todos los corazones latían con violencia. Un segundo más…

Se escuchó un ruido espantoso. El techo se había venido abajo, y Perico no volvió a aparecer. Un grito de dolor salió de todos los pechos, y las lágrimas corrían por todas las mejillas.

Al día siguiente se encontró su cadáver carbonizado abrazado al de una criatura de pocos meses.

Se depositaron aquellos preciosos restos en un ataúd dorado. La población entera, viejos y jóvenes, mujeres y niños, lo siguieron al cementerio. El ataúd, cubierto de coronas, marchaba deteniéndose a cada instante, porque los hombres se disputaban el honor de llevarlo sobre los hombros aunque fuese un minuto.

Cuando llegó, quedó literalmente sepultado entre flores.

El instinto popular no se había engañado. El alcalde de la villa, interpretándolo, hizo grabar sobre su tumba estas sencillas palabras:

«AQUÍ YACE PERICO EL BUENO.»