Jamás olvidaré aquel verano que pasé en mi aldea natal entre el cuarto y el quinto año del bachillerato. Entonces fué cuando mi alma se puso en contacto con la naturaleza y gozó la dulce embriaguez llena de alegría que a su influjo potente nos acomete. No recuerdo ninguna época de mi vida en que haya sido más dichoso. No lo fuí al modo de un ser casquivano y bailarín sino como un poeta, como un griego primitivo que, subyugado por la magia donisíaca, rompe en himnos celebrando la alianza del hombre con la tierra y el evangelio de la armonía de los mundos.
Vivía yo en una tranquilidad llena de sabiduría, vivía en una sorprendente serenidad dejando filtrarse suavemente en mi alma el encanto de aquella naturaleza fresca, transparente, aromática. Era la alegría de un enamorado frente al objeto de sus ansias y que puede saciarse con su vista a todas horas. Salía de madrugada a recoger el rocío que caía de los castañares, a respirar el perfume del heno fresco; dormía a la hora de la siesta debajo de los avellanos; me bañaba al declinar el sol en los remansos del río. Era tan feliz, que algunas veces imaginaba que el tiempo no existía, que había puesto ya un pie en la eternidad y que no saldría jamás de aquel dulce enajenamiento.
Es el valle de Laviana, donde he nacido, grandioso sin ferocidad, grave y apacible al mismo tiempo. Los prados, siempre verdes, circundados de avellanos, surcados por mansos arroyuelos, causan una impresión idílica de paz y contento. Pero las suaves colinas que lo limitan, cubiertas de espesos castañares, surgen ya con un sentimiento de fuerza, como una majestuosa armonía que no turba la paz de nuestro espíritu aunque lo inclinan a la meditación. Detrás, otras colinas más altas y adustas, alzan su cabeza desnuda. Por fin, más allá, se levantan protectoras grandes masas de montañas salvajes, como poderoso baluarte contra las irrupciones de enemigos o curiosos. Se respira aquí una profunda ternura, se siente la presencia del espíritu de infinita paz que nos da la plenitud de vida, la salud del alma y el vigor del cuerpo.
Mi corazón palpita todavía al recuerdo de aquellas horas en que flotaba sobre un mar de eternas delicias. Tendido sobre el césped, hundiendo mis ojos en los abismos azulados del firmamento sobre el cual pasaban volando como fantasmas algunas nubes, sintiendo en torno mío hormiguear entre la yerba un mundo microscópico, compuesto de innumerables insectos que se agitaban igualmente dichosos, sentía correr por mis venas la vida abundante, poderosa, armónica como una sinfonía de la naturaleza inmortal.
Parecíame que la tierra me sustentaba con amor ofreciéndome sus dones, que participaba de su felicidad y vivía en mística unidad con ella. Los pájaros tendiendo su vuelo por el aire despertaban en mí ansias de lanzarme a regiones más luminosas, me causaban un estremecimiento de vértigo, el presentimiento feliz y terrible a la vez de lo sobrenatural, mientras los insectos murmurando en torno me narraban al oído sus diminutos amores haciendo resonar en mi corazón vagos y punzantes deseos.
¿Quién podría suponer que un adolescente a quien agitaban en aquellos días tan nobles sentimientos sería capaz de asesinar fríamente a las avecillas del cielo, esparciendo sus plumas y su sangre sobre el césped? Nada más cierto, sin embargo. Provisto de una vieja carabina de pistón que Cayetano me facilitara, convertíme en perseguidor implacable de los mirlos, jilgueros y malvises que revoloteaban alegres por nuestra pomarada. Es esta una contradicción que a mí me toca confesar y a los psicólogos explicar.
¡Sí! Confieso con vergüenza que esta matanza me causaba increíbles placeres y que cuando atisbaba entre las ramas de los manzanos a un jilguero preparándose a entonar su canto apasionado en honor de su amada jilguera o a una jilguera remilgada sacudiendo las alas con coquetería para atormentar a su jilguero, me relamía como un tigre a la vista de su presa y sigilosamente me colocaba debajo de ellos y les privaba de la existencia.
Sin embargo, había otra cosa que me placía aún más que el asesinato mismo, y era su preparación. Vosotros, los que poseéis una primorosa escopeta inglesa o belga e introducís bonitamente por la recámara esos brillantes proyectiles que semejan dijes de reloj, ignoráis el placer inefable de cargar una carabina de pistón. Aquel descolgar del hombro el frasco de la pólvora y verter una pequeña cantidad en la palma de la mano e introducirla en el cañón, sacar acto continuo un viejo periódico del bolsillo y meter un trozo de él en seguimiento de la pólvora y atacar luego con la baqueta hasta presentar en el rostro señales de congestión; aquél echar mano, terminada esta operación, al cuerno de los perdigones, tomar un puñado de ellos, introducirlos igualmente y atacar de nuevo, esta vez con más delicadeza; aquel cebar prolija y esmeradamente la chimenea y sacar del bolsillo del chaleco la cajita de los pistones y tomar uno y ajustarlo…
Hay que confesar que la vida no es tan triste como muchos pretenden.
Precisamente me hallaba cierta tarde entregado en cuerpo y alma a una de estas operaciones venturosas delante de mi casa cuando acertó a pasar por allí don Eloy, el secretario del Ayuntamiento, con su escopeta al hombro y su perro brincando delante de él. Se paró a contemplarme, me saludó afablemente y me dijo con encantadora brusquedad:
—¿Quieres venir conmigo a ver si matamos unas perdices?
La emoción enrojeció mi rostro. Porque era el secretario un cazador prodigioso, el más diestro de toda aquella comarca y uno de los renombrados de la provincia. Los grandes señores de Oviedo y Gijón le escribían cuando iban a emprender una excursión cinegética por los campos de Castilla, y don Eloy les acompañaba y era el alma y principal ornamento de estas cacerías.
A nadie sorprenderá, pues, que bajo el peso de tanto honor, quedase mudo y suspenso.
Don Eloy no comprendió lo que por mí pasaba y se apresuró a añadir:
—No te haré caminar mucho. Me han dado noticia de que ahí cerca, sobre Cerezangos, hay un bando. ¿Te atreves?
¡Que si me atrevía! Hubiera ido a buscar el bando de perdices en tan noble compañía al polo antártico!
En efecto, no caminamos siquiera media hora cuando el perro quedó de muestra entre los helechos.
—¡Amartilla!—me dijo por lo bajo el secretario—. Ya estamos sobre ellas.
—¡Entra!—gritó después al perro.
Unas cuantas perdices levantaron el vuelo y ambos disparamos; yo casi con los ojos cerrados.
Una perdiz vino al suelo.
—¡Por vida mía!—exclamó don Eloy con acento irritado—. ¡Erré el tiro! Fortuna ha sido que tú lo hayas afinado, porque si no se nos escapan todas.
Quedé como quien ve visiones. Una ola de placer celestial invadió mi cuerpo y por poco me hace dar con él en el suelo. Me creí en aquel punto un héroe. Don Eloy tomó la perdiz de la boca del perro que se la traía y me la entregó con semblante triste.
Declaro que en aquel instante cruzó por mi mente un relámpago de duda; pero mi vanidad lo apartó de sí con horror.
El bando de las perdices dobló, esto es, se fué volando a la colina de enfrente. La caza en los países quebrados como el mío es mucho más penosa que en los llanos. Para llegar a ella necesitábamos bajar al fondo del valle y trepar después una razonable distancia. Bajamos rápidamente y ascendimos después todo lo más veloces que pudimos empleando casi una hora en llegar al sitio donde el bando se había posado.
Otra vez paró el perro, otra vez entró a la voz del secretario, otra vez disparamos ambos y otra vez vino una perdiz a tierra.
—¡Maldita sea mi suerte!—profirió don Eloy llevándose las manos a los cabellos, y tratando de arrancárselos—. ¡Otro tiro que erré! ¿Qué mal rayo tendré yo en las manos hoy?
Esta no coló. Quedé confuso, avergonzado, y le dije balbuceando:
—Ha sido usted quien la mató. Mi tiro ha sido muy alto.
—¿Qué estás diciendo ahí, chiquillo?—respondió irritado—. El mío fué el que marró: tiré sobre la izquierda y la pieza que cayó salió por la derecha.
Ahora bien, yo estaba bien seguro de que había tirado sobre la izquierda… Pero no insistí; tuve la flaqueza de no insistir.
Recogí la perdiz que don Eloy me entregó y la colgué triunfalmente a mi cinturón.
Regresamos a casa y durante el camino don Eloy no hacía más que lamentarse amargamente de su torpeza afirmando que los cazadores solían tener estos días aciagos. Yo le escuchaba un poco mohino haciendo esfuerzos desesperados por creerle, aunque sin conseguirlo.
Pero cuando llegamos a Entralgo y me vi rodeado por los criados y algunos vecinos y oí cantar a coro mis alabanzas y vi brillar en los ojos de mi madre la alegría de haber dado el ser a un cazador tan extremado todas mis dudas se disiparon y creí efectivamente que nadie más que yo había dado la muerte a aquellas dos aves inocentes.
Sin embargo, mi padre sonrió de un modo particular cuando le contaron mi hazaña. Y aunque don Eloy no cesaba de lamentarse de su mala suerte, aquella sonrisa enigmática no se le caía de los labios.
Largos años hace que el buen secretario descansa bajo la tierra; pero mientras yo aliente sobre ella no olvidaré los tiros que tan generosamente marró.