Corría el año 1861. En Avilés vivíamos ignorados, pero felices. Allá lejos podían sublevarse los batallones y en Madrid alzarse barricadas y en todas partes encenderse la lucha y venir en pos de ella las sangrientas represiones, matanzas y fusilamientos. Nosotros no nos ocupábamos en semejantes bagatelas. Nuestros sucesos interesantes eran los Carnavales, el baile de Piñata, los días de San Juan y de San Pedro con sus paseos por mar y por tierra, las romerías, las ferias.
¿Quién osará afirmar que no estábamos en lo cierto? ¿Hay algo más interesante para el hombre que su felicidad? Un moralista me dirá que la bondad debe ir delante. Yo responderé que bondad y felicidad son una misma cosa, y se lo demostraría con párrafos muy elocuentes de Plotino, de Santo Tomás y de Fichte; pero no estoy seguro de que esto sea oportuno en unas memorias. Por el momento, me limito a exclamar con el Evangelio: ¡Bienaventurados los pacíficos! Nosotros lo éramos; por eso Dios nos recompensaba derramando sobre nuestra villa torrentes de alegría.
La noche de San Juan era particularmente regocijada. Como en otras muchas regiones de España, días antes, los niños trabajábamos ardorosamente en la construcción de jardines en plena calle, aprovechando los rincones y encrucijadas. Estos jardines eran nuestro orgullo, porque sabíamos que habían de ser visitados. Para ello poníamos a contribución los bolsillos de nuestros padres y deudos. Enarenábamos sus caminitos esmeradamente; los adornábamos, no solamente con plantas y flores, sino, a veces, también con estatuas y fuentes, y comprábamos farolillos venecianos, con los cuales los iluminábamos a giorno. Al día siguiente escuchábamos con avidez el dictamen y las críticas de la gente. Si oíamos decir que el jardín del Rivero era mejor que el de Galiana, nuestro corazón latía de entusiasmo, y celebrábamos nuestro triunfo gritando por las calles: ¡Viva Rivero!
Pero uno de aquellos mis compañeros me había afirmado seriamente que, echando un huevo en un vaso de agua a las doce en punto de la noche de San Juan, y dejándolo reposarse al sereno, podría verse al día siguiente, dentro del agua, la figura de un barco perfectamente esculpida, con sus mástiles, sus velas y toda su jarcia.
Quise ver esta maravilla, de la cual, ni por un instante dudé. Lo maravilloso es el manjar que mejor digieren los niños. Como no podía permanecer en pie hasta la hora señalada, porque no me lo hubieran consentido, me acosté, pero sin dormirme. Al escuchar en el reloj del comedor las once y media, aguardé todavía un rato; me levanté sigilosamente, fuí a la cocina, llené un vaso de agua, tomé un huevo y, saliendo al corredor, que daba sobre nuestro jardín, esperé anhelante las doce. Cuando el gran reloj del Ayuntamiento hizo vibrar la primera campanada en el silencio de la noche, partí el huevo y vertí su contenido en el vaso.
Al día siguiente, en el momento de abrir los ojos a la luz me acudió el recuerdo del barco. Salto del lecho velozmente, y, en camisa, salgo al corredor y miro con ávida intensidad mi huevo. ¡Oh, amarga decepción! En el vaso no había más que un licor amarillento, asqueroso, sin figura de barco alguno.
¡Cuántas veces así en el curso de mi vida he puesto también a serenar alguna dulce ilusión! Como ahora, he hallado siempre, en vez del barco mágico, el licor nauseabundo del desengaño.
Llegaba después el día de San Pedro, ¡Qué brillante paseo en el bombé! Llamábase así en Avilés un trozo de terreno de forma ovalada, enarenado, cercado por una paredilla alta, de medio metro, y guarnecido de altos álamos blancos de hoja plateada. Este cercadito minúsculo, que no tendría, de punta a punta, más de cien metros, era el paseo oficial de la población, el paseo de gala.
Llegaban las romerías. Las romerías son la alegría del verano. Avilés está rodeado de frondosas aldeas, que semejan otras tantas esmeraldas formando la orla de una perla. La Magdalena, Villalegre, San Martín, San Pelayo, Miranda, Balliniello y San Cristóbal son las principales. Todas ellas tienen su romería, que van escalonadas al través de los meses estivales. La más concurrida, la más espléndida, la abadesa mitrada de estas romerías, es la de la Luz. Ya la he descrito en mi novela titulada El Cuarto Poder, y a esta descripción me remito.
Mas aquel año a mi felicidad se añadió otra que todo el mundo comprenderá inmediatamente; aquel año tuve una novia. Es decir, no sé a punto fijo si tuve una novia, pero esa fué la opinión del público.
Acostumbrábamos los chicos a recrearnos por las tardes, como ya creo haber dicho, en el llamado Campo Caín, o sea el trozo de terreno con árboles que se extendía delante del antiguo convento de la Merced.
Este convento medio derruído servía para todas las cosas de este mundo, para escuela, para vivienda, para oficinas de la Aduana, para cuartel de carabineros, para telégrafo cuando lo hubo, etc., etc.
El Campo Caín sólo servía para nosotros.
Ignoro cómo a este campo ameno y pacífico le dieron un nombre tan trágico. Es posible que en los siglos pasados se cometiese allí un fratricidio.
A él dieron también en venir por las tardes a solazarse aquella primavera las niñas de la población con sus doncellas. El solaz de las niñas no era como el nuestro jugar a la estaca, saltar los unos sobre los otros y darse de mojicones. Ellas formaban corrillos, cantaban dulcemente y bailaban la giraldilla.
Llámase así en Asturias una danza en que los bailarines forman círculo cogidos de la mano. Dentro de él quedan unos cuantos. Se canta dando vueltas y cuando llega cierto pasaje convenido los que están dentro eligen con un signo de la mano pareja entre los de fuera, se rompe el círculo y bailan uno frente a otro abrazándose después para dar las últimas vueltas.
No es necesario decir que este baile es mucho más grato e interesante cuando toman parte en él los dos sexos. Entonces los hombres quedan una vez dentro del corro y otra vez las mujeres.
Las niñas bailaron solas durante algunosdías. Nosotros las contemplábamos de lejos serios y un poco turbados. Seguíamos nuestros juegos; pero sin darnos cuenta nos sentíamos atraídos hacia la giraldilla de las niñas.
Al fin uno de nosotros, ¡un valiente! cuyo nombre no recuerdo se aventuró a entrar dentro de ella. Las niñas se agitaron, hubo cuchicheo y apariencia de debate y gestos desabridos y sonrisas maliciosas; pero al cabo aquel valiente se quedó dentro y bailó como un sultán con todas ellas. Otro le imitó, luego otro, y al fin todos entramos.
Desde entonces el Campo Caín adquirió un nuevo y singular atractivo para nosotros. Todas las tardes, sin faltar una, nos juntábamos allí y pasábamos más de una hora cantando y bailando. Las criadas sentadas en los poyos nos miraban benévolas, departiendo entre sí y animándonos con sus picarescas sonrisas. Después de todo ellas eran unas niñas grandes también y se divertían con nuestra alegría.
No tardó mucho tiempo en actuar dentro de aquellas giraldillas la ley química de las afinidades electivas. Cada uno de nosotros empezó a distinguir a una niña e inmediatamente tanto entre nosotros como en el conclave de las domésticas fué considerado como su novio.
Yo me sentí atraído muy pronto hacia una llamada Concesa (no he vuelto a oír este nombre en mi vida) y se lo declaré del modo único que entonces sabía; esto es, sacándola a bailar más a menudo que a las otras, y procurando ponerme a su lado cuando dábamos las vueltas cantando. Naturalmente, fuimos declarados novios y tanto ella como yo aceptamos tácitamente esta declaración.
Pero no corría todo allí como sobre rieles. En este mundo junto a la luz está la sombra y la ley de la competencia es desgraciadamente tan inflexible como la del amor. La niña gustaba a otros tanto como a mí. Tuve rivales, fuí más constante, al cabo más dichoso; pasado algún tiempo no se me molestó más.
El Campo Caín no fué el único paraje donde nos juntábamos y bailábamos. Aprovechamos también poco después las romerías. Niños y niñas formamos aquel verano un mundo aparte, en el cual vivíamos felices sin cuidarnos de lo que pasaba en torno nuestro. Si alguna de las niñas dejaba de venir al Campo Caín o faltaba a la romería, el pretendido novio no se atrevía a preguntar por ella, pero las amiguitas compasivas le hacían saber el motivo, aunque de una manera indirecta.
—¿Por qué no ha venido Fulanita a la romería?—preguntaba en voz alta una niña a otra.
—Porque se ha dado un golpe en la rodilla y su mamá no la permite moverse de una butaca.
Nos dábamos por enterados y el interesado se mostraba triste aquella tarde para que las amiguitas fuesen con el cuento a la niña contusa.
Yo no sé si allí existía el amor: creo que no. Por mi parte al menos me parece que lo que sentía hacia aquella hermosa niña llamada Concesa era una viva simpatía, una suave amistad que sólo de lejos semejaba a la pasión amorosa, la cual no prendió en mí hasta mucho más tarde. Me agradaba verla y bailar con ella, y me enorgullecía que me distinguiese; pero esta simpatía dejaba perfectamente libre mi espíritu. Por otra parte, no se cruzaba entre nosotros ninguna palabra que trascendiese a galanteo. Si he de confesar la verdad diré que apenas he hablado nunca con ella. Solamente cuando en la giraldilla nos abrazábamos para dar las últimas vueltas, lo cual duraba pocos segundos, nos decíamos alguna vez cualquier palabra indiferente.
Recuerdo, sin embargo, que en cierta ocasión como yo hubiese sacado a bailar con excesiva frecuencia a otra niña, Concesa se enojó y no volvió a sacarme a mí aquella tarde. Al día siguiente se celebraba la romería de Balliniello. Como siempre las niñas formaron su giraldilla y nosotros nos juntamos a ellas. La primera vez que Concesa quedó dentro del corro me eligió a mí por pareja. Yo le dije con voz temblorosa al dar las últimas vueltas:
—Creía que estabas enfadada conmigo, Concesa.
Ella me respondió:
—Yo no me enfado con nadie… y menos contigo.
Y se desprendió de mí bruscamente ruborizándose.
Fué lo más vivo, lo más apasionado que hubo en la historia de aquellos amores.
La de mis amigos supongo que habrá sido idéntica. Sin embargo, ignoro por qué causa la mía se hizo más pública. Quizá porque la Providencia quiso probar ya mi paciencia desde la edad más tierna. Mis amores se hicieron célebres, no sólo en el mundo infantil, sino en la villa entera. En todas partes se supo que yo tenía una novia y en todas partes se me daba vaya con ella gozándose en mi confusión y vergüenza. Los amigos de la casa me saeteaban con indirectas, sonreían, se hacían guiños significativos, mientras, ¡misero de mí!, yo me ponía más rojo que una cereza. Tal era mi sobresalto, que cuando pasaba por delante de cualquier corrillo de gente se me figuraba que hablaban siempre de mis amores, como si no hubiese otra conversación en Avilés. Recuerdo que una noche jugando en casa de unos señores amigos a la Aduana (le Cheval blanc), que entonces era una novedad, solían algunos sujetos pródigos y derrochadores hacer dos puestas a fin de tener derecho a tirar dos veces los dados. Al colocar las dos puestas decían: «—Por mi… y por la novia.» Era el chiste de siempre. Yo que también ambicionaba el tirar los dados dos veces me aventuré aquella noche a doblar mi puesta, aunque sin repetir el chiste, como se debe suponer. Pero un joven burlón dijo en voz alta mirándome con sonrisa maliciosa: «—Por ti y por Concesita, ¿verdad?»
¡Oh Dios mío! ¡Qué turbación! ¡Qué vergüenza! Una ola de rubor me subió a la cara con tal violencia que pienso que hasta el blanco de mis ojos debería de estar rojo también. Al cabo rompí a llorar y los hombres rieron con más ganas. Pero las señoras, respetuosas siempre aun con las más ínfimas manifestaciones del amor, se compadecieron de mi:
«—Vaya, dejar a ese niño. ¿Qué les importa a ustedes que tenga o no tenga novia?»
Pero aún fuí vejado de otra más terrible manera. Ignoro quién fué el chico desalmado a quien se le ocurrió componer una letra sobre cierto pasacalle que entonces se cantaba mucho, aludiendo a mis amores. Quizá fuese uno de mis despechados rivales. Lo cierto es que esta letra alcanzó tal fortuna en el mundo infantil que por mucho tiempo no se cantó con otra el citado pasacalle. Sólo recuerdo de ella el estribillo que decía:
Armando la quiere más
que todos en general.
Todos la quieren bastante,
pero Armando mucho más.
Dejo al lector suponer los tormentos inconcebibles que esta canción me hizo experimentar. En Rivero los chicos me la cantaban en cuanto salía de casa. Si iba a Galiana así que me divisaban ya comenzaba el coro
Armando la quiere más
que todos en general.
Lo mismo que me dirigiese al muelle que al Campo Caín, que a los Arcos del Ayuntamiento, en todas partes escuchaba el mismo estribillo. ¡Qué horrible congoja! Hasta paseando un día por la vecina aldea de la Magdalena oí cantar al hijo de un labrador el famoso «Armando la quiere más».
En fin, que si me trasladase a los antípodas era seguro que allí también Armando la querría más.
Años después, cuando ya estudiaba yo la carrera de Jurisprudencia en Madrid y me afeitaba la barba, habiendo venido a Avilés a pasar algunos días del verano, al cruzar por una callejuela solitaria, acerté a ver sobre el viejo muro de una huerta esta leyenda trazada con carbón:
Concesa y Armando.
Me hizo sonreír. Yo era un sabio en aquella época y desde lo alto de mi ciencia contemplaba aquellos pueriles amores con soberano desdén.
Hoy desde lo bajo de mi experiencia los miro con un poco más de respeto.