AUNQUE la enfermedad había hecho ya progresos terribles, y era grande su debilidad, todavía se obstinaba Jiménez en pasear. En uno de los últimos días fuí a su casa, y, como siempre, me invitó a dar una vuelta por los contornos. Era ya bastante tarde; así que no pudimos alejarnos mucho. Cuando regresamos, la noche estaba cerrando: sólo allá en el horizonte se advertía una débil claridad crepuscular que hacía más negra la llanura. Nos aproximábamos a las casas del barrio habitado por mi amigo, cuando vimos venir hacia nosotros una mujer que con grandes voces festejaba a un niño de pocos meses que llevaba entre los brazos: «¿Quién es el sol de mi vida? ¿Quién es el rey de la tierra? ¡Di, lucero!, ¡di, clavel! ¿A quién adora su madre? ¿Quién es la alegría?, ¿quién es la gloria?»
Y tales gritos iban seguidos de sonoros besos y fuertes zarandeos que el tierno infante soportaba pacíficamente, agradeciéndolos en el fondo de su corazoncito, pero sin manifestarlo de un modo ostensible. Y cuanto más reservado se mostraba el infante, más arreciaba la madre con sus gritos y zarandeos. Cruzó a nuestro lado sin vernos; tal era su entusiasmo. Jiménez y yo nos detuvimos y la seguimos con la vista sonrientes y satisfechos. A larga distancia todavía se escuchaban sus gritos amorosos.
—Contempla a esa madre con su hijo entre los brazos—profirió Jiménez—. ¡Qué fuerte magnetismo los atrae! ¡Cómo suenan sus besos! ¡Cuán ciertos están de su amor!… ¡Ah!, si en esta breve y mísera existencia sólo estamos ciertos de lo que amamos, amando a Dios, no dudaríamos de que existe.
—Pero ¿cómo amar a Dios, Jiménez, suponiéndole autor o causa de nuestros dolores?
—Esa es la pregunta que acude a los labios de todo el que no siente el amor de Dios. ¿No es posible amar a lo que es causa de algún dolor? Entonces, ¿por qué se ama a un hijo inválido, que desde su nacimiento no ha causado a su padre más que constante aflicción, noches en vela y lágrimas abundantes? ¿No suelen decir sus padres que porque les ha hecho verter tantas lágrimas, por eso le aman? Estudia el amor en todas sus manifestaciones, desde la más alta a la más baja, y te penetrarás de que siempre va acompañado de la idea de sacrificio, esto es, de una negación, pequeña o grande, de nuestra individualidad. El ser amado, llámese esposa, o hijo, o amigo, exige siempre esta negación.
—Mas esos seres amados, aunque son causa de nuestros dolores, no son causa voluntaria.
—También pueden serlo. Véamoslo. Un padre envía voluntariamente a su hijo a lejanas tierras, y le obliga a permanecer allí trabajando algunos años. Sufre el padre y sufre el hijo con esta separación, pero, lejos de enfriarse su amor, crece y se afirma. Para que el amor se afirme, ¿será inevitable la separación? Esta pregunta envuelve un profundo problema metafísico, que, siendo la base del Cristianismo, es al propio tiempo la clave y la razón de la existencia del Universo. Por último, aparece la grave y suprema objeción de que hablamos otro día. Si Dios existe, puede habernos hecho felices desde luego. ¿Por qué no lo ha hecho? Antes de preguntarlo debiéramos saber qué es o en qué consiste la felicidad. La experiencia nos la presenta siempre como la satisfacción de una necesidad. De tal suerte, que si todas ellas, inmediatamente sentidas y transformadas por el alma en deseos, fuesen satisfechas, seríamos felices. Pero la necesidad es un dolor. Luego para conocer la felicidad es necesario conocer el dolor. O lo que es igual, para ser felices precisa ser antes desgraciados. Toda nuestra existencia temporal es así. Para gozar la suprema felicidad, o sea la unión con Dios, es necesario estar antes separados de Dios… Sumerge una mirada profunda en el océano de nuestros males. ¡Penetra dentro!, ¡muy adentro!, ¡más adentro todavía! Entonces percibirás que nuestros males tienen su causa en una separación, una misteriosa separación que es el misterio de los misterios, la separación del individuo y del Unico. La verdadera desgracia del hombre es no ser Dios. Pero Dios concluye con nuestra desgracia sumándonos a su felicidad. No nos hace felices de una vez, porque esto concluiría también de una vez con nuestra felicidad, sino felices eternamente. ¡Medita y saborea esta palabra! El Unico no quiere la separación: es el individuo quien la quiere; es el individuo quien se encarga de ensanchar cada vez más el abismo entre él y Dios…
Permanecí silencioso meditando como él me pedía. Aquellas palabras despertaron el enjambre de pensamientos que dormitaban hacía tiempo en mi cerebro, apercibidos a salir al menor toque. Comenzaron a revolotear por él furiosamente, se cruzaban, se atropellaban y se combatían. Marchaba, sin embargo, tranquilamente. Jiménez, a mi lado, parecía que me observaba con el rabillo del ojo. Una paz extraordinaria, una dulzura penetrante y deliciosa reinaba en aquel momento en el ambiente.
De pronto las campanas de la iglesia del barrio sonaron suaves y melancólicas con el toque de la oración. Jiménez se despojó del sombrero y avanzó algunos pasos delante de mí. Comprendí que iba orando, y no le interrumpí. Pocos minutos después nos hallábamos frente a la verja del jardín de su hotelito. Era éste, si no lujoso, elegante y cómodo. Las flores estaban cuidadas con esmero; había también algunos árboles crecidos en el jardín, y en uno de los rincones un bello cenador guarnecido de viña virgen y madreselva. Jiménez tenía por servidumbre un ama de gobierno, una cocinera y un criado.
Antes de tirar de la cadenita de la campanilla me invitó para que entrase a descansar un rato. Acepté de buen grado, porque me hallaba hondamente preocupado y aspiraba a obtener de él algunas ideas y explicaciones de las cuales estaba, en verdad, necesitado. No quise, sin embargo, entrar en la casa; preferí que nos sentásemos unos momentos en el cenador. Entonces Jiménez hizo que el criado nos trajese una botella de cerveza, y nos sentamos cómodamente en unos sillones rústicos de mimbre a la mesa de piedra que allí había. Mi amigo sacó un cigarro, y me ofreció otro diciendo:
—El médico me prohibe fumar; pero hoy he ganado bien este cigarrillo, ¿no te parece?
—¡Ya, ya!—repuse yo distraído; y entrando sin preámbulos en materia, en la materia que ocupaba mi mente en aquel instante, comencé a decir lentamente, sin mirarle a la cara—: Allá en los comienzos del siglo pasado, al cual tú y yo tenemos la honra de pertenecer, apareció en Francia una escuela de poetas o de cristianos sentimentales. Estos poetas, a cuyo frente se hallaba el célebre Chateaubriand, por la nobleza del sentimiento y por la elevación del espíritu, tanto como por la brillantez de su estilo, despertaron en su tiempo férvidos entusiasmos, y aun hoy merecen, en mi opinión, el sufragio de la posteridad. Pero el Cristianismo de que estaban empapados sus poemas y novelas, a ciertos críticos descontentadizos les parecía sobrado dulzón y teatral; y como en muchos de estos poemas y novelas se echaba mano del recurso de las campanas sonando en la campiña en la hora del crepúsculo, dió en llamarse a su religión la religión de las campanas.
—¡Te veo, amigo, te veo!—exclamó Jiménez riendo.
Permaneció luego unos instantes silencioso, dió algunos profundos chupetones al cigarro, y comenzó a hablar de esta manera:
—Desde que Rousseau, por boca del Vicario saboyano, ha dicho: «Dios no pide otro culto que el del corazón; no quiere ser adorado más que en espíritu y en verdad; no se cuida ni de las vestiduras del sacerdote, ni de las palabras, ni de los gestos, ni de las genuflexiones; el culto externo es puramente un asunto de policía», no han cesado de repetirse las mismas ideas en una o en otra forma, engendrando otra escuela frente a la que tú mencionas, y que ha sido llamada la escuela de la religión natural. Quiero creer que todos los que la siguen proceden con absoluta buena fe. Yo mismo he repetido muchas veces esas ideas, y no me remuerde la conciencia de haber faltado a la sinceridad. Pero al cabo he llegado a persuadirme de que casi ninguno de los que así hablan, empezando por Rousseau y concluyendo por mí, han dedicado a Dios el culto del corazón, le han adorado en espíritu y en verdad, como aquél aconseja. Prescindimos del culto externo, pero no practicamos tampoco el interno. Sólo nos acordamos de Dios cuando tenemos que hablar de Él, o acaso cuando nos aflige alguna desgracia. Esto me hizo dudar si lo que manifestaba el famoso vicario sería toda la verdad, o nada más que una parte. El culto externo, en efecto, parece algo material y, por tanto, indigno de la Divinidad. Pero ¿hay algo en el hombre que no se exprese de un modo material? Cierto que la existencia de Dios se nos revela en la conciencia, pero esta conciencia, ¿existiría sin nuestro cuerpo, esto es, si no fuésemos individuos, partes separadas del todo? El Universo entero no es más que el símbolo infinito que oculta una verdad infinita. De esto se deduce que el símbolo penetra en toda la existencia, como que es el fondo mismo de ella. El saludo que hago en la calle a un amigo, ya le dirija una sonrisa, o le diga adiós con la mano, o le quite el sombrero, no es, en la apariencia, más que un acto corporal, un movimiento de la materia; pero este movimiento es el revelador necesario de un estado de amor, de amistad o de respeto en mi alma.
—Dios no necesita revelador, porque aprecia directamente el estado de tu alma.
—Pero si Dios no lo necesita, lo necesito yo; lo necesitan los demás para vivir unidos a mí en una creencia. Si no exteriorizásemos lo que pasa por nuestra conciencia seríamos espíritus puros; el Universo dejaría de existir. Esto sucederá el día en que rompamos las cadenas con que el tiempo y el espacio nos tienen sujetos. Mientras permanezcamos en ellas, nuestros actos obedecerán a la ley del símbolo que preside a la existencia. Por otra parte, siendo el hombre un ser espiritual y corporal a la vez, y llevando cada uno de sus actos el sello de ambas procedencias, nadie ignora la influencia que ejercen unos sobre otros. El espíritu ordena…, pero el cuerpo también. Para que la calma renazca en nuestra alma agitada basta muchas veces adoptar una posición cómoda y tranquila y permanecer en ella algún tiempo. Para agitarnos y enfurecernos repentinamente sólo es necesario ejecutar algunos movimientos corporales violentos y descompasados. Del mismo modo, sólo los que han pasado por ello se dan cuenta de lo que influyen los actos corporales del culto externo en la animación de nuestros sentimientos piadosos. Esos que sonríen y exclaman: «¿para qué?», cuando ven a un hombre besar con éxtasis los pies de un crucifijo de madera o tocar con la frente en el suelo al levantarse la Hostia santa en el templo, ¿no han abierto jamás con mano trémula el cajón donde se guardan los recuerdos de un ser querido?, ¿no los han besado repetidas veces?, ¿no los han mojado con sus lágrimas?… ¿Para qué? Ni esos pedazos de lienzo o de oro significan nada por sí mismos, ni el ser adorado a quien pertenecieron puede escuchar ya sus besos… Si este mundo es, pues, un puro símbolo de algo mucho más alto, ¡déjame, déjame que en las horas de angustia me abrace a un crucifijo de madera, déjame que allá en el campo el tañido de una campana me haga llevar la mano al sombrero y me acuerde de Dios!
Jiménez había dejado caer el cigarro al suelo; sus ojos brillaban; sus pálidas mejillas se habían teñido de carmín. Repuesto instantáneamente, prosiguió con calma:
—La vida es un combate: no ese combate bestial de que tanto se habla, y que, más que lucha por la vida, debiera llamarse lucha por la muerte. Hablo del combate por el bien, que es la verdadera vida del hombre. Es, más que combate, una liberación, una ascensión, la conquista del cielo. Todo hombre aspira, consciente o inconscientemente, a despojar su ser espiritual de la piel de la bestia. Así como al poner el oído al tronco del árbol en la época propicia escuchamos los repetidos golpes de la crisálida, que trabaja anhelante por salir a la luz transformada en mariposa, así los habitantes del cielo escuchan el buceo de nuestra alma, que se remueve buscando la luz. La Humanidad sale algunas veces de la onda obscura y baña su frente con los rayos de la belleza y el bien, pero, ¡ay!, no tarda en sumergirse de nuevo. Quiero decir que su ascensión no es continua. «El mundo—decía Goethe en los últimos años de su vida a su confidente Eckermann—no debe alcanzar su objeto tan pronto como lo pensamos y lo deseamos. La Humanidad jamás dejará de encontrar obstáculos que la embaracen y miserias que la impidan desenvolver sus fuerzas. Llegará a ser más prudente, más sabia, pero mejor y más feliz, eso no lo esperemos más que por momentos.» Así hablaba el gran optimista de los tiempos modernos.
—He leído, doctor, que el feto humano recorre en el claustro materno todas las etapas de la animalidad, o, como expresan los naturalistas, «la ontogenia no es más que un resumen de la filogenia». ¿Sucederá algo análogo por lo que se refiere a nuestro ser espiritual? El hombre, en los primeros años de su infancia, es un ser en quien obran solamente las fuerzas generales de la Naturaleza. Cuando se desprende del mundo exterior y afirma su personalidad, lucha irreflexivamente por alcanzar todo lo que cree adecuado para su existencia; apetece los espectáculos, los ejercicios corporales, ama la Naturaleza y el Arte. El enigma de su ser se le aparece envuelto en sueños poéticos, con cierta misteriosa sensualidad. Con la juventud llega el amor, y a menudo éste le arrastra a la depravación. En la edad madura ama el dinero, para obtener con él las comodidades y el lujo, y satisfacer la pasión más irresistible de su ser, la que compendia y resume de una vez la afirmación de la vida, la pasión de la dominación… Pero asoma al cabo la vejez, y entonces se convence de que la dicha es imposible en este mundo. Aquella afirmación, a la cual se asía con todas las fuerzas de su cuerpo y de su alma, no tiene otro paradero que la tristeza, la debilidad y, por fin, la muerte. Los seres vulgares luchan todavía, se desesperan y se rinden al cabo estúpidamente. Los espíritus elevados comprenden que han errado el camino, vuelven los pasos atrás, se niegan a sí mismos, y afirman a Dios como única raíz de su existencia… Estas mismas etapas, que todo hombre recorre, son las de la Humanidad. Cualquiera puede convencerse leyendo su historia. Hoy parece que el género humano sale de la juventud y entra en la madurez. Quiere gozarlo todo, y acude a la ciencia, al industrialismo, a la diplomacia. Acaso dentro de algunos centenares o millares de años, convencido de que no ha dado un paso en el camino de la dicha, se produzca una gran reacción religiosa, esto es, acuda al centro de toda vida y toda felicidad, y concluya santificándose.
—No es una pura fantasía de tu mente lo que acabas de decir. Hay en ello mucho de cierto, pero hay también bastante de falso. La idea que acabas de verter es un teorema que da por sentado el axioma de la fatalidad. El desenvolvimiento del hombre es necesario en tal sentido; el de la Humanidad, lo mismo. Al hablar así, acaso no te des cuenta de que proscribes la libertad, aún más, de que la asestas un golpe mortal. Volvemos al fatum inflexible de la antigüedad pagana. No puede ser. La moral del Destino ha expirado el día en que nació Jesús. La libertad es nuestro patrimonio, constituye la esencia misma del hombre, sin ella no existiría la Humanidad. Ni el hombre sigue esas etapas inflexiblemente, ni la Humanidad tampoco. Hay muchos hombres, en efecto, que sólo se desengañan en la vejez, pero los hay también que convierten su corazón en la edad madura, y también quienes parecen nacer ya desengañados, y desde su infancia apartan su espíritu de las cosas efímeras y se dirigen a las eternas. Y en la historia del género humano hay épocas en que éste se acerca más a Dios, y respira su vida infinita, y goza de su felicidad, y las hay en que se aparta voluntariamente de Él, marcha apresuradamente hacia la nada, y se siente desgraciado. Porque cuando la Humanidad pierde de vista el centro de su existencia y, obedeciendo a la fuerza centrífuga, se aleja del sol que la ilumina, por más que haya alcanzado un alto grado de civilización, y haya sometido a su imperio las fuerzas de la Naturaleza, y se embriague con una actividad febril, y parezca gozar de sus conquistas, en el fondo se siente desgraciada. Sospecho que durante la Edad Media los hombres fueron más felices en Europa que en la edad presente… ¿Te asombras? Pues eres el último que debiera hacerlo porque te he oído algunas veces decir que si se inventase un termómetro o graduador que, introducido por la boca de los hombres, acusase exactamente el grado de su dicha, se observarían cosas que nos dejarían estupefactos. Tal hombre rico, joven y robusto, no haría subir la columna termométrica hasta el cero; tal otro, mendigo andrajoso, la mantendría muchos grados por encima. Pues bien, la Humanidad, durante la Edad Media, es con respecto a nosotros un mendigo andrajoso; carecía de toda comodidad para la vida del cuerpo, se hallaba expuesta constantemente, como el mendigo, a las inclemencias de la Naturaleza y de los hombres…, pero tenía la fe. No todos la tenían, porque ya creo haberte dicho que la mayoría de los hombres ha sido, es y acaso sea siempre, sensualista; mas aquellos en quienes había prendido, la poseían plenamente y la gozaban. Y la alegría de la fe, querido amigo, no puede compararse con ninguna otra; «si los hombres de mundo la sospechasen—dice el Kempis—, se estremecerían de envidia»… Tienes razón, sin embargo, al afirmar que el pecado ha llegado en la época actual a su período de madurez. En épocas anteriores, en los pueblos antiguos y también en la Edad Media reinaba la violencia, pero a su lado reinaba el heroísmo. El hombre era un niño no desprendido bien todavía de la Naturaleza. La fuerza sorda de la animalidad le tenía sumergido en una atmósfera espesa de pecado y miseria. Pero luchaba ardientemente por salir de ella; alguna vez asomaba la cabeza, sentía alegría, y entonaba el cántico sublime del espíritu emancipado. Ahora el hombre no es mejor. El hombre, en la edad madura, no mejora generalmente; se hace más cobarde. El egoísmo impera como nunca, pero se ha hecho más refinado, más hipócrita. Conocemos la verdad, nos hemos asomado a la luz, pero nos volvemos voluntaria y complacientemente a sumergir en la atmósfera espesa del pecado. Ésta, sin embargo, no es una etapa fatal de la Humanidad, como pretendes. Yo también he vivido deslumbrado por esas grandes síntesis que nos daban nuestros maestros en la cátedra y que se admiran en algunos libros que han alcanzado inmensa boga. No hay duda que son seductoras, que nos ahorran el trabajo de pensar más en nuestra suerte, que las hay para todos los gustos, unas materialistas, otras idealistas, furiosamente reaccionarias y desesperadamente anarquistas; en unas se nombra la Providencia, en otras la vida integral o la felicidad del género humano; de todos modos, es la fatalidad quien preside a la marcha del género humano: la libertad del hombre desaparece. Desde el momento en que nuestro destino se halla trazado de antemano, no hay más que lanzarse a la corriente y dejar que las cosas paren donde deben parar… Por fortuna, mi cerebro ha vivido poco tiempo de esas síntesis. Pronto he comprendido que, a pesar de su idealismo aparente, nos precipitan en el panteísmo, y más tarde en el pesimismo. La esencia de la Humanidad es la libertad, y el mismo Dios no prevé sus destinos en el tiempo: lo que hace es verlos en la actualidad, porque el Ser Supremo se halla por encima del tiempo. La Humanidad, como el hombre, puede subir y bajar o estacionarse, empeora unas veces, otras mejora, se eleva, se degrada, y, al fin, puede salvarse, pero puede también condenarse.
—Entonces, ¿para qué ha servido la sangre de Cristo?
—La sangre de Cristo nos da la posibilidad de salvarnos, pero no nos da la seguridad de salvarnos.
En aquel instante Jiménez fué atacado de un violento acceso de tos. A la escasa luz que allí había, le vi ponerse pálido. Tristemente impresionado, porque el estado de su salud era verdaderamente deplorable, le dije:
—Retírate, doctor: el fresco de la noche te está haciendo daño para la tos.
—No hablemos de mi tos—repuso sonriendo—. O ella concluye, o concluyo yo. Ambos somos cosas temporales. Sigamos hablando de las eternas… La vida es un combate por el bien, te he dicho. En este combate, ¿marchamos solos a la pelea?, ¿podemos por nosotros mismos y sin ayuda alcanzar la victoria? Eso nos asegura el estoicismo. Pero sus promesas son vanas, porque sólo en un número reducido de hombres la voluntad es poderosa para no desviarles del recto camino. Y si examinas de cerca esa voluntad, observarás que está compuesta en muchos casos de orgullo y terquedad. Alguien ha dicho que la filosofía estoica no es más que «el heroísmo romano reducido a sistema». Acaso se pudiera sustituir la palabra orgullo a la de heroísmo en innumerables ocasiones. La serenidad estoica está hecha de egoísmo: es el arte de ser feliz en medio de la desgracia de los otros. El estoicismo excluye el amor, y el amor es el alma y el motor del mundo, es el único medio de hallar felicidad en esta vida. Cierto que alguna vez, por virtud o bajo el impulso de un sentimiento exaltado, puede el hombre obrar cosas maravillosas, pero esos estados no son normales, son patológicos; son, como dice Pascal, movimientos febriles que la salud no puede imitar. Para obrar de ese modo se necesitaría hallarse agitado siempre por el entusiasmo, y la razón, por sí sola, no produce el entusiasmo; las ideas no operan como móviles de nuestra conducta si no se transforman previamente en sentimientos. No basta afirmar que el dolor físico o el dolor moral no son males para dejar de sentirlos. El hombre no es todo razón ni todo sensibilidad. Los estoicos, como los epicúreos, mutilan la naturaleza humana.
—En efecto, doctor—respondí—; los estoicos atribuyen a nuestra voluntad un poder incontrastable, lo cual es evidentemente falso: nuestra voluntad, por sí sola, no puede hacernos felices. Pero los cristianos, ¿no merman demasiado el imperio de esta voluntad? Si todo cuanto de bueno poseemos, si todas nuestras disposiciones para seguir el camino del bien dependen de la gracia de Dios, ¿qué se ha hecho de nuestra libertad?
Jiménez tardó unos instantes en responder. Luego dijo gravemente:
—En el fondo, mi buen amigo, la libertad del hombre sólo se manifiesta de un modo: acercándose a Dios, o alejándose de Dios. En nuestra alma existen dos fuerzas, una centrífuga y otra centrípeta, y, al revés de lo que pasa en la naturaleza corporal, disponemos libremente de ambas fuerzas. Pero así como los cuerpos celestes que llamamos cometas al acercarse al sol ganan vida y velocidad, y cuando se alejan decaen y se amortiguan y andan cerca de caer en la nada, así nuestro espíritu, cuando se aproxima al Soberano Ser y vive de su vida, se ilumina como los cometas y participa de su felicidad y de su poder. Por eso afirma el Cristianismo que la verdadera libertad del hombre consiste en marchar hacia Dios, porque éste es su aspecto positivo; el otro es negativo. He dicho que nuestro espíritu ganaba poder, y he aquí la clave de nuestra existencia y del Universo entero. El fin de todo cuanto existe no es otro que ganar poder. Repara cómo súbitamente me pongo de acuerdo, al menos por un instante, con los positivistas, con los materialistas y con los llamados espíritus libres. ¡Ganar poder! Este es el deseo que palpita en el corazón de todos los seres creados, éste es el hecho capital de nuestra existencia; todos deseamos el poder, que es la alegría y es la paz. Ahora bien, ¿dónde se halla este poder? ¿En nosotros mismos? No, porque no podemos menos de reconocernos como seres finitos, débiles, sujetos a la necesidad y al dolor. La fuente del poder no mana en nuestro cuerpo ni en nuestro espíritu, ambos limitados, sino en el Ser Infinito, autor y causa de todo cuanto existe. En Él se cifra la plenitud del poder, y a Él debemos dirigirnos para obtenerlo. En el grado en que logremos acercarnos a Él y recibamos su influjo, en ese grado seremos poderosos, libres y felices, porque Él es «la salud, la paz y la vida, y el que le sigue no anda en tinieblas». Son las mismas palabras que el sol podría dirigir a sus cometas cuando empiezan a helarse allá en los lejanos y obscuros abismos del cielo. Y el cometa escucha, y acude al principio perezoso, luego raudo, a esta voz que le llama. Pero el hombre, ¡ay!, no pocas veces permanece sordo, y concluye por helarse enteramente.
—Tú lo has dicho. El hombre está sordo muchas veces. ¿Y cómo abrirle los oídos? He aquí el problema, Jiménez. Suponiendo que el hombre se dirija al bien, libremente, por medio del ejercicio, puede fortificar su voluntad. En el ambiente que le rodea flotan ideas generosas que le confirman en su resolución, existen amistades que le solicitan a perseverar en ella, suenan palabras que exaltan y acaloran sus sentimientos… Pero cuando no existe esa voluntad, ¿quién se la presta?
—Se la presta el mismo Dios; y se la presta por medio de la oración. Como el oxígeno del aire mantiene por medio de la respiración el calor en nuestro cuerpo así la oración perseverante mantiene el calor en nuestra alma y la impide que se hiele. Este retorno del alma al centro de su vida, esta conversación amorosa de la criatura con su Creador, es el momento más sublime que puede aparecer en el tiempo y el espacio; es ya, por sí mismo, una imagen de la eternidad. Los indios, con admirable instinto, hacían de la oración el hecho capital de la existencia, aunque, extraviados luego, confundían a Dios con la oración. Brahma es la palabra santa, y por esta palabra se ha hecho y se conserva el mundo. Si el hombre comprende que en este insondable abismo de la creación no se encuentra solo, ya está salvado. Le basta volver los ojos al sol de su espíritu, y este sol se encarga, con el magnetismo de sus rayos, de traerle a la dicha.
—El momento sublime de que acabas de hablar, ¡cuántas veces, doctor, se convierte en un momento ridículo y despreciable! Los unos se postran ante Dios y le piden dinero, los otros le piden fama, otros le invitan a que extermine a sus enemigos, y hasta ha habido bandidos en Andalucía que oraban para que Dios les deparase viajeros ricos a quien poder desvalijar.
—El hombre manifiesta en esas oraciones su depravación y las reliquias del pecado en que fué engendrado. Ese desorden es inherente a la Humanidad, y aparece en todas las regiones del globo, en todos los tiempos y en todas las clases sociales. El cielo de nuestra conciencia sólo puede teñirse de dos colores: el rojo del egoísmo y el azul de la caridad. Estas dos tintas se mezclan y confunden en él de tal manera que parece imposible a veces distinguirlas. Las almas verdaderamente cristianas, por humilde que sea su inteligencia, no se equivocan. En cada momento de la existencia apuntan sin vacilar al sitio donde se halla Dios y al sitio donde se esconde el diablo. Pero los demás encontramos una dificultad insuperable para arrancar las plantas malditas que hace crecer el egoísmo entre la cosecha celestial de nuestras ideas. Unidos en el mismo dogma, cada cual se forma de Dios la idea que le permite el grado de espiritualidad o de elevación moral que haya podido alcanzar. De aquí que el nombre de Dios haya servido en la Historia de salvaguardia a las acciones más execrables derivadas del odio, del orgullo y la venganza. En nombre de Dios, que es caridad, se han infligido los tormentos más espantosos. El nombre de Dios nos sirve todavía para proteger los extravíos de nuestro interés, ignorancia y sensualidad… Recuerdo que era yo adolescente, y en la comarca montañosa en que nací y solía pasar el verano, había un molinero cuyo hijo, espigado, majadero, vicioso y tumbón, era su castigo. En el pueblo se le trataba con el desdén que merecía. Su padre adelantaba poco o nada calentándole de vez en cuando las espaldas con un garrote. A despecho del mío, que no le miraba con buenos ojos, trabé amistad con él. Corríamos a todas horas los caminos y senderos, los bosques y los caseríos, jugábamos a los naipes, jugábamos también malas tretas a los vecinos: en fin, aquel zángano nada bueno me enseñaba. Mas he aquí que la guerra carlista, iniciada en las provincias vascas, prendió también en la nuestra. Alzáronse algunas partidas de gente armada, y nuestro valle comenzó a ser el centro de conciliábulos y preparativos. Un día, estando yo en el balcón de mi casa, veo aparecer por el camino de la fuente a mi compañero, con boina blanca y un enorme fusil sobre el hombro. Como cruzaba serio y arrogante sin decirme nada yo le grité: «¿Adónde vas, Pachín?» Sin levantar la vista ni detener el paso, me respondió con una severidad que me dejó helado: «Voy a poner a Dios en su santo trono.»
—Conozco otros casos más curiosos aún del concepto del amor divino. Oí contar que allá en la isla de Cuba un sacerdote, al instruir a los negros en la doctrina cristiana, tratando de acomodarse a su rudísima inteligencia, les decía: «Escuchad, hijos míos: Dios es muy bueno, y en el cielo los pobrecitos negros no trabajan, viven contentos, nadie les azota y comen tocino. El diablo es muy malo, y en el infierno el trabajo es mucho más duro que aquí, se les azota con varillas de hierro, se les quema la carne con carbones encendidos y se les da una ración muy corta de harina de maíz. De suerte, amados hijos, que ¿dónde quisiérais ir mejor, al cielo o al infierno?» Y los negros respondían a coro: «¡Queremos tocino!»… Otro ejemplo. Aquí no se trata de infelices negros, sino de una persona de gran categoría. Existía en Madrid hace algunos años una condesa ya vieja, a quien acompañaba constantemente un sacerdote. Y manifestaba a sus íntimos que mantenía a este clérigo y le asignaba un pequeño sueldo para que, si la muerte la sobrecogiese, hubiera a su lado quien le diese la absolución de sus pecados. Y exclamaba con lástima alzando los ojos al cielo: «¡Dios mío, no comprendo cómo hay personas de buena posición y tan avaras que por tres pesetas cincuenta céntimos diarios se exponen a ir al infierno!»… Otro ejemplo todavía. Y aquí ya no se trata ni de seres rudimentarios ni de ricos egoístas, sino de una mujer excepcional por su alta inteligencia. Hace poco leía en una novela de Jorge Sand estas palabras edificantes que una esposa infiel dirigía a su amante: «¡Oh, mi querido Octavio!, jamás dormiremos una noche juntos sin arrodillarnos antes y orar por Santiago.» Este Santiago era el esposo engañado.
—¡Gracioso!, ¡gracioso de verdad!—exclamó Jiménez soltando una carcajada—. Se había hecho a Dios soberbio, susceptible, estúpido, cruel, sobornable y hasta almacenista de comestibles. Estaba reservado a la famosa novelista el hacerlo alcahuete.
Se puso grave al fin, y profirió con firmeza:
—No hay más que una oración. Esta oración es la espiritual, la que se resume en una petición de fuerza para obrar el bien. Pedir que la voluntad de Dios se cumpla, porque sabemos que esta voluntad es idéntica al bien; pedir que por esta razón el nombre de Dios sea santificado; pedir el sustento corporal necesario para trabajar por el advenimiento del reino de Dios sobre la tierra; pedir el perdón de nuestros pecados y que nos libre del mal: he aquí la substancia de toda nuestra conversación con el Altísimo.
—Pero ¿cómo pensar, Jiménez, que los planes divinos se modifiquen por nuestras peticiones? ¿No es un puro antropomorfismo suponer que Dios está esperando nuestra ofrenda para decidirse a obrar en un sentido o en otro? ¿Por ventura Dios ha dejado en suspenso su obra? ¿No es eterna su voluntad? ¿No es invariable? Desde el comienzo del mundo todo está fijado, y no nos pertenece a nosotros, miserables criaturas, la facultad de alterar el curso de la voluntad divina.
—El mundo ha sido creado y se conserva por la fuerza omnipotente de Dios. Si esta fuerza le pudiera faltar, el mundo volvería en el mismo instante a la nada. Pues bien, desde el comienzo del mundo está para siempre fijado también que las criaturas libres creadas por Dios, uniéndose a Él, se unen a su fuerza y participan de ella. No se trata, como supones, de hacer cambiar por medio de la oración el curso de los sucesos, sino de ver en ellos el curso mismo de la voluntad divina, aceptarla y amarla cual si fuese nuestra propia voluntad. Y en realidad lo es. El hombre santo es el que identifica su querer con el de Dios. Desde este momento queda libre ya de todo mal, se deifica y pone un pie en la eternidad.
—Vamos a cuentas, sin embargo, doctor, y no seamos hipócritas con nosotros mismos. En resumen, lo que pedimos siempre en nuestras oraciones es nuestra felicidad. Ya sea por medio de los goces corporales, ya por virtud de los éxtasis místicos, ansiamos obtener la dicha. Nuestro individuo asoma siempre la cabeza; el fondo de todo, absolutamente de todo en el mundo, es el egoísmo.
Tardó algunos instantes en responder Jiménez: luego dijo con la vista fija en la mesa:
—Es una objeción ésta que jamás ha dejado ni dejará de hacerse un hombre sincero. Ese fantasma sarcástico y cruel que tú evocas, también lo he evocado yo, y me ha causado en la vida vivos tormentos. Cuando en otro tiempo doblaba las rodillas, y me ponía en oración, solía sentarse a mi lado. Era un pálido demonio de ojos penetrantes. Mientras duraba la plegaria no los apartaba de mí. Y unas veces aquellos ojos de indescriptible fulgor expresaban hondo y provocativo regocijo, otras una compasión infinita. Al levantarme me ponía su mano descarnada sobre el hombro, y me decía en voz apenas perceptible: «¿Sabes lo que has hecho?» «Sí; elevé mi corazón a Dios.» «Y ¿sabes por qué lo has hecho?» «Porque deseo ser bueno.» «Y ¿sabes por qué deseas ser bueno?» «Porque ésa es la aspiración profunda de mi alma; porque sólo siendo bueno podré unirme a Dios en la hora de la muerte.» Los ojos de aquel diablo chispeaban maliciosamente, y sus labios se plegaban con sonrisa desdeñosa. «Eres un hipócrita, o, por lo menos, tratas de engañarte a ti mismo. Escruta los senos más recónditos de tu alma, y dime sinceramente si en esa tu oración no hay un deseo egoísta. La Naturaleza te ha dotado de un sistema nervioso excesivamente delicado. Tienes un temperamento reflexivo y ardoroso a la vez. Quieres descubrir el enigma de la existencia, como todos los hombres que se inclinan a la meditación; pero tu querer es violento, mordaz, rabioso. La duda no sólo te causa tormentos morales, sino físicos. Apeteces con ansia el reposo, y por un acto de voluntad, no de inteligencia, afirmas a Dios, en quien piensas hallarlo. Cuando crees, pues, unirte a Dios místicamente, obedeces a un grosero instinto de conservación. Por otra parte, los sentimientos dulces de piedad y de amor a que la religión os invita, cuadran admirablemente a tu naturaleza sensible. Fuera de ellos te sería imposible encontrar felicidad ni sosiego. ¿Qué hay, pues, en tus oraciones y en tus lágrimas de arrepentimiento que no sea el amor de ti mismo, un deseo vivo de conservarte y de ser feliz?» Estas crueles palabras contristaban mi alma. Alzábame turbado y confuso; vivía después en perpetua inquietud; nada me aprovechaban las pobres oraciones que elevaba al cielo. Pero llegó un día en que osé rebelarme. Alcé la frente, y miré cara a cara a aquel despiadado demonio. Y, poseído de una cólera que hacía vibrar todo mi cuerpo, le dije: «Tienes razón, sí. Quiero mi felicidad. Por ventura, ¿no la quiere Dios también? El interés personal es un sentimiento que ni Dios mismo puede arrancar de nuestra alma mientras exista, porque es, en último término, lo que constituye su ser. Suprimir el interés, el anhelo de la dicha, es suprimir la misma forma individual. Y esto puede apetecerlo un brahmán o un budhista, no el cristiano. En la doctrina evangélica, que es la palabra de Dios, no se habla de semejante supresión. Lo que he visto es una dislocación del interés. Cristo nos ordena cifrar nuestro interés en otra cosa que en la satisfacción de los apetitos carnales, porque la carne no es la esencia de nuestra persona. Los animales son carne, tienen forma corporal, pero no son personas. La intensidad de la nuestra se halla en razón directa del grado de espiritualidad que hayamos alcanzado. San Francisco, abrasado en el amor divino, es más hombre, tiene más personalidad que su padre, negociante abrasado de codicia. Dios, en el Evangelio, no nos exige que renunciemos a nuestra felicidad; al contrario, nos intima a que la busquemos con todas las fuerzas de nuestro ser. Lo único que nos dice es que no la busquemos en los goces efímeros del mundo, en la satisfacción de nuestras mezquinas pasiones, porque no la hallaremos. Y ésta es una verdad tan evidente que no hay hombre en el mundo, cristiano o no cristiano, que, al cabo, no la reconozca en el fondo de su corazón. Para dar a nuestra felicidad una base firme es preciso colocarla en lo único que existe firme. ¡Razón tienes, sí! El desinterés no existe. Cuando me dices que ser desinteresado es no tener más que un interés ideal, y que el que se sacrifica es el que subordina todo a una voluntad, a una pasión, estás en lo cierto. Es cierto, sí, que toda pasión es interior, y, por tanto, no hay acto alguno que pueda llamarse totalmente desinteresado. Pero el fin de la pasión unas veces es interior, cuando lo constituye el sujeto mismo, esto es, su goce exclusivo, individual; otras veces es exterior, cuando lo constituye un ideal independiente, Dios, la Humanidad, la ciencia, etc. Y entonces es cuando puede llamarse el hombre desinteresado. Cuando oro, pues, cuando aspiro con ansia a la bondad y a la santidad, no dejo de amar mi bien y, si tú quieres, mi persona. Mas, por lo mismo que la amo, no quiero dedicarla a la muerte. Quiero ensancharla más y más; aspiro a hacerla vivir en la Eternidad. Para ello no veo otro camino que el que Jesús me ha trazado con su palabra y con su vida: el amor de Dios y del prójimo.» Desde aquel día el fantasma no vino ya a sentarse a mi lado.
—De todos modos, doctor, cuesta trabajo pensar que esta Naturaleza, donde todo se halla fatalmente determinado, pueda alterarse por nuestro deseo, o que por la oración cambien los designios de Dios.
—Ya te he dicho que por la oración no se trata de cambiar los designios de Dios. Dios, creándonos libres, nos ha hecho partícipes de su poder, quiere que «seamos obreros con Él», como afirma el apóstol San Pablo. Lo mismo cuando oramos que cuando trabajamos no modificamos sus planes, sino que los cumplimos. Así como al aplicar nuestra actividad a la Naturaleza no alteramos sus leyes, sino que las aprovechamos, de igual modo cuando oramos no cambiamos la voluntad de Dios, sino que bebemos la fuerza en la fuente de donde mana. La oración es un poder, y todos los hombres tienen el instinto de la oración, como tienen el instinto de la eficacia de su actividad. Es cierto que hay muchos hombres que no oran, como los hay también que no trabajan, pero no debemos dudar que el hombre está organizado para la oración, como lo está para el trabajo.
—Pero si el hombre se halla dotado de ese poder, como afirmas, si puede ponerse en comunicación directa con Dios, y de El extraer la fuerza que necesita, entonces la mediación de Jesucristo, en quien crees, resulta inútil.
—Has puesto el dedo en nuestra llaga—replicó sonriendo—, que es, al mismo tiempo, la llaga de Jesucristo. Para creer en Él no basta la razón, es preciso elevarse por encima de ella a otro conocimiento superior que la complete sin contrariarla. El que posee ese conocimiento superior contempla con lástima a los que yacen prisioneros en las redes del razonamiento discursivo. Por éste jamás llegaremos a una convicción perfecta; su término ordinario es el escepticismo, mejor o peor disfrazado. La razón común nos ordena elegir, pero esa otra razón suprema que se llama fe rechaza la elección, porque la elección supone la posibilidad de otra creencia. La fe no elige, se precipita con amor sobre la idea que a sus ojos brilla, de tal modo, que obscurece cuanto se encuentra en torno suyo. La fe es esencial a la vida. Sin ella, ni podríamos pensar, ni podríamos existir. Lo demostrable según las leyes lógicas es muy poco. Además, queda siempre por demostrar la demostración.
—¿De modo que crees en los dogmas?
—Y tú también, y todos los humanos. El mundo vive y se sostiene por los dogmas, o sea, por aquellas verdades que no pueden ser objeto de una demostración lógica, ni comprobadas inmediatamente por la experiencia. Tú sabes que ha existido un emperador que se llamó Caracalla, y una reina que se llamó María Estuardo, pero no lo sabes ni por la razón ni por la experiencia, sino bajo la fe de un testimonio ajeno… Pero dejemos estas sutilezas. La fe, en último término, acaso no sea otra cosa que la confianza que el hombre presta a su razón cuando su razón le revela de un modo inmediato la verdad, no por medio de una serie de silogismos. Así creo yo en Jesucristo. Mi razón me dice que esta pobre Humanidad envilecida necesita un ser puro que la represente ante Dios, y esto que me dice mi razón se lo dice también a todos los hombres si prestasen el oído a ella. «Yo veo venir—decía Goethe a Eckermann en los últimos días de su vida—, yo veo venir el tiempo en que Dios no encontrará ya ninguna alegría en la Humanidad, y en que le será preciso de nuevo destruirla y rejuvenecer la creación.» Es lo mismo que afirma el Cristianismo, añadiendo que este rejuvenecimiento se opera sin cesar por medio de la sangre y de la palabra de Cristo. Ya ves que no cito a ningún santo padre de la Iglesia, sino a un filósofo pagano que, por confesión propia, aborrecía la Cruz.
—Pero la doctrina evangélica no ha sido una revelación para la Humanidad. Antes que Cristo viniese al mundo se expresaba y se reverenciaba esa misma moral en la filosofía y en algunas religiones, como la budhista.
—Desde luego; la moral evangélica está escrita en el corazón de los hombres como ley natural, aunque sólo en la palabra de Cristo se haya expresado de un modo perfecto. Jesucristo no ha venido al mundo para revelar la moral, sino para reanudar la alianza entre el hombre y Dios, rota por el pecado, para revelar la doctrina del Padre y nuestra unión amorosa con Él. Esta doctrina del Padre Celeste jamás había acudido a la mente de los hombres, ni hubiera podido venir sin la aparición de Jesucristo sobre la tierra. Su revelación, pues, no es una revelación moral, sino metafísica. «Ningún conocimiento ha venido a Jesús—dice Fichte—ni de la especulación ni de la tradición: esto quiere decir que recibía de su ser mismo toda su doctrina.» Ya ves que tampoco cito otro santo padre, sino a un filósofo racionalista ajeno a toda religión positiva… Y, sin embargo, esta gran revolución operada en la vida de la Humanidad, ¡qué comienzos tan humildes ha tenido! Lo primero que llama la atención, cuando se estudian los orígenes del Cristianismo, es la perfecta insignificancia del punto inicial. No aparece, como el budhismo, o como la religión de Zoroastro, o como el socratismo, o como la filosofía de Confucio, en medio de un pueblo poderoso y como resultado de una civilización brillante. El fenómeno histórico de más importancia que registran los anales del mundo se produce en un rincón de la tierra, en medio de un pueblo, no dominador como los otros, sino casi siempre dominado, extraño a las ciencias y a las artes y a los regalos de la vida civilizada. Su fundador no se distingue por nada de lo que suele seducir a los hombres: no es un filósofo, no es un conquistador, no es un héroe, no es un iluminado, no es un asceta. En la apariencia es un hombre como todos los demás. En los rasgos de su vida exterior, apenas se separa del común de los mortales. Con razón pudo decir Rousseau que Jesús «era un hombre de buena sociedad; no huía ni los placeres ni las fiestas; iba a las bodas, hablaba con las mujeres, jugaba con los niños, gustaba de los perfumes, comía con los hombres de negocios; su austeridad no era enfadosa». En suma, esto quiere decir que nuestro Redentor, durante su vida temporal, no tuvo lo que los franceses llaman pose. ¿La tuvo a la hora de morir? Tampoco. En el comienzo de su pasión confiesa a sus discípulos que su alma estaba triste hasta la muerte. Más tarde, clavado ya en la cruz, exclama: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Compara esta muerte con la de Sócrates. El filósofo concluye su vida haciendo prodigiosos alardes de serenidad, pronunciando discursos, profiriendo sentencias. ¿No hay para todo espíritu observador en la famosa escena descrita por Platón un poco de afectación? ¡Sí; la hay! La hay en la vida y en la muerte de cuantos han pretendido difundir una doctrina e influir en los destinos de la Humanidad; la hay hasta en las torturas sufridas por algunos mártires. Casi siempre, acompañando al heroísmo, aparece unas veces la locura, otras la rigidez, otras la exaltación caprichosa; en todas partes creo descubrir la pose maldita, signo de nuestra flaqueza nativa. Sólo en Jesús veo una grande, una santa, una perfecta sinceridad. Jesús no es un hombre expresando la verdad, es la verdad misma expresada. Por eso es el ideal. «Por la sinceridad es por lo que el hombre se hace semejante a Dios», decían los antiguos persas. Pero esta sinceridad perfecta y divina no puede ser comprendida por los espíritus llenos de sí mismos. Voltaire habla con desprecio «del sabio que antes de morir había tenido sudores de sangre». Voltaire, a los ochenta y cuatro años, vivía aún atormentado por la sed de gloria y escupiendo hiel contra sus enemigos. Sólo cuando el hombre deja reposar un poco su inquieta voluntad ve con claridad en el alma de los otros y en la suya. Tal impresión de sorpresa me produjo el planeta que habitamos cuando estudiaba Astronomía. Nuestra tierra, dentro del sistema solar, no se distingue por nada. Ni es el planeta más grande ni es el más chico, ni el más lejano ni el más próximo al sol, ni su eje de rotación es el más inclinado sobre el plano de su órbita ni el menos; ni su atmósfera es la más densa ni la más fluida, ni sus mares y sus tierras se hallan mejor distribuídos que en los otros ni peor, ni es el más veloz en caminar por el espacio ni el más tardo. El globo en que habitamos tampoco tiene pose. ¡Y, sin embargo, pudiera tenerla! Acaso sea el único recinto habitado en el vasto Universo que contemplan nuestros ojos. Los sabios empiezan a sospecharlo después de haberse entregado largo tiempo a la creencia contraria. «¿Por qué tal sorpresa?—me pregunté al cabo—. Dentro del orden divino, todo el Universo es un símbolo: la apariencia no tiene realidad en sí misma. La caída de una hoja suena lo mismo no habiendo oídos que las explosiones del sol. Dios todo entero se halla en todas partes. Este grande y bello Universo no es más que una idea suya, y por Él, nuestra también.
—Como a ti, la insignificancia del punto inicial en el Cristianismo me ha sorprendido siempre. Me acordaré de la estupefacción con que leí por primera vez en el Evangelio aquellas palabras de San Mateo: «Los príncipes de los sacerdotes y los fariseos fueron juntos a Pilatos al otro día, y le dijeron: Nos acordamos, señor, que dijo aquel impostor cuando vivía: Resucitaré después de tres días.» Jesús, para aquella gente, no era más que un vulgar impostor a quien se ejecuta como a otro criminal cualquiera, y al cual se olvida pocos días después.
-Sí; ¡quién les diría a aquellos notables de Jerusalén la revolución que iba a operar en el mundo! ¡Quién les diría que, después de muerto, iba a conquistar el imperio colosal de Roma! ¡Quién les diría que la pesadumbre de los siglos no ha logrado desplomar su obra, y que lo mismo los reyes que los mendigos, los sabios que los ignorantes, siguen postrándose para besar los pies ensangrentados de aquel impostor ejecutado una tarde en las afueras de Jerusalén!
—Amable es, en efecto, la doctrina contenida en la palabra de Jesús, y es la única que parece conciliarse con las necesidades de nuestro corazón; pero nuestro entendimiento, que jamás deja de hacer objeciones a cuanto se presenta en el campo de sus dominios, formula la siguiente: la moral de la humildad y la resignación es incompatible con el progreso del género humano. Si los hombres estuviesen todos dispuestos a acatarla, el mundo se convertiría en un paraíso; pero como los hay entre ellos perversos, éstos, aun hallándose en minoría, conseguirían fácilmente la dominación, aprovechándose de la pasividad resignada de sus hermanos. Siguiendo a la letra el precepto evangélico que nos ordena ofrecer la mejilla izquierda, cuando nos hayan herido en la derecha, la tierra caería prontamente en la barbarie.
—Es grave esa objeción, la más grave tal vez que se haya formulado contra el Cristianismo. Los que la hacen, sin embargo, no sueñan con que su argumento implica una reclamación. Están pidiendo, sin darse cuenta de ello, un poder regulador y ponderador de la doctrina evangélica. La palabra de Jesús es eterna, pero su aplicación se realiza en el tiempo y el espacio, o lo que es igual, se desenvuelve, no es instantánea. El poder divino y humano a la vez que regula este desenvolvimiento se llama Iglesia. La Iglesia admite entre sus preceptos la legítima defensa, y nos estimula a reivindicar nuestros derechos y nuestra libertad cuando han sido hollados por algún tirano. Cuantas herejías han aparecido en la Historia se apoyaron en el Evangelio, pero, si prevaleciesen, hubieran dado al traste con él. Estas herejías no han cesado ni cesarán. Hoy mismo, aunque parezca increíble, un novelista ruso, apoyándose en el precepto evangélico que nos prohibe juzgar a nuestros hermanos, pide que se supriman los tribunales de justicia.
—Y ¿cómo concilia la Iglesia, querido Jiménez, la legítima defensa y la reivindicación de nuestros derechos con los preceptos categóricos y apremiantes del Evangelio?
—Todos los preceptos del Evangelio pueden reducirse a uno solo: la caridad. El hombre que se ve injustamente acometido por otro puede, por amor mismo de su enemigo, dejarse maltratar y aun matar. Sabe que este acto de amor y abnegación se registra en el cielo. Mas al proceder en caridad con su enemigo falta a la que debe a todos sus hermanos, puesto que aquel hombre criminal, si quedase impune, seguiría ejecutando con ellos otros crímenes. Aun por amor mismo de nuestro enemigo debemos desear y contribuir con nuestras fuerzas a que se le castigue, pues la pena es necesaria para nuestra regeneración.
—Pensando algunas veces en la posibilidad de que el Cristianismo llegue a imperar, no en las palabras, como ahora, sino prácticamente entre los hombres, no puedo menos de imaginar que la vida perdería mucho de su atractivo. Supongamos que todos los hombres lleguen a ser igualmente buenos, generosos, humildes, etc., y que ya no exista conflicto alguno entre ellos. ¿No te parece que ese mundo estable, beato y de una pieza, sería un poco aburrido? La vida es una lucha entre el principio del bien y el del mal, entre nuestro ser espiritual y el corporal, entre el ángel y la bestia. Esta lucha engendra en todos los tiempos y países un drama que la hace interesante. Temo que el día en que el drama se termine la vida pierda su sabor. Cerrado el teatro, los espectadores desean entregarse al sueño.
—¡Esa es una objeción de literato!—exclamó Jiménez ríendo—. Tienes miedo de que el mundo llegue a tal estado de perfección que ya no se preste para llevarlo a la escena, y no encuentres en la vida argumentos para escribir tus novelas, ¿no es cierto?… Yo no sé si sería una gran desgracia que desapareciesen los dramas y las novelas. Presumo que no. ¡Perdona, amigo, este supuesto! Lo único que puedo decirte es que, cuando en mis cortos viajes he hallado en un pueblo amigos cordiales y generosos, pasé algunos días bien felices reducido exclusivamente a su trato. Aquel estrecho círculo de seres buenos duraba después largo tiempo en mi memoria como un paraíso. No me ha acaecido otro tanto cuando me vi obligado a residir entre hombres violentos o apasionados y tuve que asistir a sus luchas. Y es porque el drama es bueno para ser visto, pero no para ser vivido. Además, tú como yo, y como todos los hombres que poseen alguna imaginación, habrás sentido la dulzura inexplicable de ciertos instantes en que la Naturaleza y la sociedad se nos ofrecen como una visión celeste. ¡Instantes de embriaguez en que todo brilla a nuestros ojos con luz irisada! Un vago rumor agita el aire, y un perfume misterioso se esparce por él. ¡Qué frescura en el cielo!, ¡qué luz dorada en las crestas de las montañas!, ¡qué llanura risueña cubierta de flores! La Naturaleza resplandece luminosa, los hombres se agitan vibrantes de amor y de dicha, la creación entera surge ante nosotros como una esfera de luz. Nadie como nuestro Espronceda alcanzó a expresar con más felicidad ese momento de gozosa embriaguez:
Gorjeaban los dulces ruiseñores,
el sol iluminaba mi alegría,
el aura susurraba entre las flores,
el bosque mansamente respondía.
Murmuraban las fuentes sus amores,
ilusiones que llora el alma mía.
¡Oh, cuán suave resonó en mi oído
el bullicio del mundo y su rüído!
Dime, ¿no quisieras prolongar ese instante? ¿No quisieras vivir eternamente ese sueño de oro? Y, sin embargo, en nuestros sueños de oro no existe el drama.
Hubo una pausa. Al cabo, le dije bruscamente:
—Todo eso está bien, Jiménez, pero hablemos claro, y no seamos hipócritas con nosotros mismos. Tú eres cristiano católico en la actualidad, porque has nacido en una nación católica; si hubieses nacido en Inglaterra, serías protestante, si nacieses en Turquía, musulmán, y en la India, budhista.
Jiménez sonrió dulcemente y repuso:
—Soy un soldado, y no discuto los planes del general en jefe… Pero, en fin—añadió poniéndose serio—, yo sé muy bien que habiendo nacido en una nación musulmana, budhista o idólatra, si me hubiese instruído convenientemente, si mi entendimiento alcanzase el grado de desarrollo que hoy posee cualquier europeo culto, estoy absolutamente seguro de que notaría la superioridad de la doctrina evangélica. Por tanto, si permaneciese adherido a la religión de mi país, sería por ignorancia invencible, y no sería de ello responsable… En cuanto a las sectas cristianas disidentes sólo te diré que la Iglesia cristiana es una, y que todos los que creen en Cristo pertenecen al alma de esta Iglesia, si no a su cuerpo. Yo soy feliz por pertenecer, no sólo a su alma, sino también a su cuerpo. Amo mi religión como he amado a mi madre, sin ver en ella sombra ni mancha. Donde algunos pretenden advertir errores o deficiencias, yo contemplo grandezas y perfecciones. El culto de la Virgen María, la confesión auricular, la autoridad espiritual del Sumo Pontífice, que tanto se critica por los disidentes, para mí son signos de su divinidad y medios poderosos para nuestra salvación.
—No hace muchos días que he leído un libro ascético del famoso novelista ruso a que antes aludías, en el cual se examina con gran minuciosidad los pecados, o sea, los obstáculos que impiden al hombre alcanzar la virtud evangélica y, entre las seducciones que nos mantienen en el pecado, incluye el culto externo y aun la creencia en cualquier dogma.
—¡Idea extravagante! Según eso, los innumerables santos y mártires del Cristianismo lo fueron a pesar de haber creído en los dogmas y haber tributado culto externo a Dios; y si no hubieran creído en los dogmas, ni hubieran asistido a los templos, sin duda hubieran sido más santos y más mártires de lo que fueron… Existen espíritus generosos y penetrantes, como el de ese escritor, que, aceptando todas las verdades del Evangelio, y considerando como único fin de esta vida el amor y la fraternidad entre los hombres, se esfuerzan, no obstante, en destruir la fe positiva y las prácticas del culto. ¿Acaso no se manifiesta esta fraternidad mejor que en parte alguna en el templo? Ancianos y niños, humildes y poderosos, todos confundidos, doblan la rodilla y elevan su plegaria al Dios de los cielos. Además, ¿cómo alzarle de un vuelo a la virtud evangélica, a esa vida de amor que constituye la paz y la felicidad del alma? Hasta ahora no he conocido hombre alguno que haya reformado de un modo notable su conducta, que se haya transformado moralmente, convirtiéndose de soberbio en humilde, de egoísta en caritativo, por medio de la filosofía. Desde que Espinosa ha dicho aquello de vivir sub specie aeternitatis, y los filósofos germánicos lo parafrasearon elocuentemente, son muchos los que hablan de vivir para la eternidad, muy pocos los que lo consiguen. Estos pocos se esconden en los templos, no envían artículos a los periódicos, ni se dejan retratar descalzos. Nuestra flaqueza exige un apoyo, nuestra fuga un áncora de sostén. Los hombres necesitamos prácticas constantes, una disciplina, un culto, algo, en suma, que enderece nuestra imaginación y mantenga alerta nuestra conciencia, las cuales, de otro modo, se disiparían presto en el torbellino de las sensaciones mundanas. Al lado de estos espiritualistas extraviados, como el novelista ruso que has citado, hay otros hombres, partidarios de la ciencia positiva, que aceptan y defienden las teorías de Darwin y su escuela, que se creen perfectos experimentalistas, y, sin embargo, en el fondo de su corazón son ardientes cristianos. En cuanto observan una injusticia o un atentado contra la caridad, allá corren a sostener la ley divina con su alma y con su vida. Un gran novelista francés nos acaba de dar ejemplo de ello lanzándose al socorro de un condenado injustamente, y sacrificando por él su gloria, su hacienda y la seguridad de su vida.
—Pero ese novelista profesa la religión de la Humanidad.
—¡La religión de la Humanidad!—exclamó Jiménez con acento sarcástico—. La religión de la Humanidad ha sido siempre para mí el libro de los siete sellos. ¿Qué es la Humanidad si Dios no existe? Un conjunto de seres efímeros, débiles, ignorantes y enemigos, como es lógico, los unos de los otros. ¿Por qué nos hemos de sacrificar a la Humanidad actual si somos seres radicalmente distintos que venimos de la nada y marchamos a la nada? Más absurdo aún sacrificarnos a la Humanidad futura, que no conocemos, y cuya existencia tampoco está asegurada. A los que ahora pisamos la tierra poco puede interesarnos el bienestar de los que la han de pisar dentro de mil años. Ni hay seguridad de que los hombres, dentro de mil años, gocen siquiera de mayor bienestar que nosotros, porque eso mismo pudieron pensar los griegos, y, sin embargo, mil años después de Pericles los hombres vivían peor. Y aunque gracias a nuestros esfuerzos gozasen de mayores comodidades, no por eso les habríamos hecho más felices. Todos sabemos por experiencia que, apenas acostumbrados a cualquier regalo, ya no lo apreciamos, ni siquiera lo sentimos, sino al perderlo. Mientras no se aplaque el resquemor que nos causan la vanidad, la ambición y la envidia, mientras no se disipe el dolor de ver sufrir y desaparecer a los seres más queridos, nada hemos adelantado.
—Eso es de lo que se trata precisamente; de hallar un medio dentro de la esfera del poder humano para que se respete la justicia, para que los hombres no nos atormentemos los unos a los otros y vivamos en paz.
—Ese medio no existe sino dentro de la fe. Montones de libros se han escrito para enseñarnos cómo debemos proceder con los hombres, cómo podemos evitar los efectos de su malquerencia y sus asechanzas. Entre ellos los hay prodigiosamente escritos, y no son los menos admirables Los proverbios morales de nuestro rabbí don Sem Job y el Criticón de Baltasar Gracián. He leído con ansiedad muchos de estos tratados. Poco me han aprovechado. Figúrate que a un hombre cuyas entrañas se abrasan le dices: «Estése usted tranquilo. Muévase usted a compás. No grite usted. No arrugue la frente.» Tú comprenderás que sería inútil. Pero estos efectos los conseguirías prontamente si sobre la hoguera en que se abrasa vertieses caritativamente algunos jarros de agua fresca. Es lo que hace el Cristianismo… Pero, en fin, quiero concedértelo todo, quiero convenir en que, merced al trabajo incesante de las generaciones, llegue un momento en que la Humanidad sea feliz, no sólo física, sino también moralmente. ¡Ay!, como nuestro planeta es un individuo, y todo individuo está destinado a perecer, esta felicidad morirá también. El calor del sol, que sostiene la vida, disminuye sin cesar. La tierra perderá al cabo, en plazo más o menos largo, sus condiciones de habitabilidad. El género humano, si no fenece de golpe, irá desapareciendo lentamente, arrojado por el frío y la esterilidad. Quizás volverá al estado de barbarie antes de morir. Y cuando, al fin, concluya, y esta pobre tierra, sin un ser pensante que la habite, gire solitaria y triste en torno de un sol moribundo, ¿para qué habrán servido nuestros esfuerzos?, ¿dónde habrán ido a parar tantas lágrimas como se han derramado?
Quedamos silenciosos después de estas palabras. Jiménez me miró a los ojos largamente, y, como si penetrase en mis pensamientos, comenzó a decir con lentitud solemne:
-Algunas veces llama Dios a las puertas de nuestro corazón. Escuchamos distintamente su voz; aspiramos con ansia a reformar nuestra conducta; queremos ser buenos, castos, generosos y gozar de la alegría de una buena conciencia. Y nos encaminamos al templo. Mas al llegar a sus umbrales nos detenemos, vacilamos, nos preguntamos llenos de zozobra: «Este templo donde voy a penetrar, ¿alojará al verdadero Dios, o solamente un ídolo? ¿Quién me asegura que es ésta la Iglesia que se halla en posesión de la verdad, y no otra?…» Preguntas tan impías como estériles. Lo único que debemos preguntarnos es: «La religión en que Dios ha querido hacerme nacer, ¿me ofrece medios para lograr lo que deseo, para ser justo, para santificarme? ¿Sí? ¡Pues adentro!»
—¡Pero doctor!—exclamé con angustia—, ¿piensas que es cosa fácil pasar de la incredulidad a la fe?
—Sí, para los hombres en quienes aún no se ha extinguido por completo la llama de la vida espiritual. Donde está tu corazón, allí está tu tesoro, dice la palabra divina; o lo que es igual, donde está tu amor, allí está tu creencia. Dime lo que amas, y te diré lo que crees. Quien ame el goce de los sentidos, sólo creerá en los sentidos. Quien ame los goces del espíritu, creerá en el espíritu. No es el género humano solamente quien se divide para marchar en estas dos opuestas direcciones: en cada hombre existe la misma división. Hay horas en que, entregados al placer sensual, sólo creemos en la vida de la materia: las hay también en que, heridos por el sufrimiento de un semejante, por las caricias de una madre, por una sinfonía de Beethoven, entramos en el mundo moral y lo amamos. En la historia de la Humanidad, a toda revolución intelectual ha precedido una revolución moral. A la revolución filosófica que engendró la sofística en Grecia precedió el relajamiento de las costumbres y la invasión del egoísmo. En los tiempos del Imperio romano acaeció otro tanto. Lo mismo en el siglo XV. Lo mismo en el siglo XVIII. Lo que se observa en el mundo se encuentra también en este mundo abreviado que se llama hombre. Al período de escepticismo en cada uno de nosotros precede indefectiblemente otro período de depravación moral, de egoísmo. Si no le precede, será porque el hombre es de natural perverso. Nuestro ser intelectual nunca será otra cosa que el reflejo de nuestro ser moral. En el hombre no hay más que un desenvolvimiento, que es el desenvolvimiento de su alma. Este desenvolvimiento es una ascensión. A medida que vamos subiendo, descubrimos nuevos paisajes. Pensamos que los ojos de nuestra inteligencia se esclarecen. No; sólo vemos más porque estamos más altos. Los hombres no pensamos con la razón solamente, sino con todo nuestro ser. El orgulloso piensa con el orgullo, el lujurioso con la lujuria, el iracundo con la ira. Por eso, mientras no se rompa nuestro orgullo o se amortigüe nuestra lujuria, no podemos entender ni creer en la caridad. La Providencia nos ha dado el pensamiento para comprender lo que existe dentro de nosotros, no para crearlo. O lo que es igual, el acto primordial de nuestra naturaleza no es el pensamiento, sino la tendencia, la inclinación, el amor hacia alguna cosa. En el orden de los fenómenos vitales, el corazón precede a la cabeza. Se cree lo que se quiere creer, y se piensa lo que se quiere pensar. Detrás de todo sistema filosófico se esconde siempre un acto de voluntad. Por eso no estoy de acuerdo con los que suponen que las opiniones (cuando son sinceras) nada dicen respecto al valor moral de la persona, y que es indiferente tener buenas o malas ideas para el aprecio que nos merezca. Las ideas son, por el contrario, la expresión fiel de nuestro ser moral. El que se ama a sí mismo por encima de todas las cosas, es pagano. El que guarda en su corazón un tesoro de amor para los demás, es cristiano. Lo que hay es que no pocas veces nos equivocamos respecto a nuestras propias ideas. Cuando juzgamos poseer unas, las que poseemos en el fondo de nuestra alma son las contrarias. Tal le ha sucedido al famoso novelista de que antes hablamos. Pero el tiempo se encarga de desengañarnos. Así acaece que hombres que en sus actos y sus palabras hacían gala de escépticos y materialistas, repentinamente se convierten a la fe de Cristo, y han sido el resto de su vida modelos de virtud. Por el contrario, hemos visto con dolor algunos sacerdotes cristianos abandonar su religión y convertirse a las ideas de la filosofía materialista. En el fondo, no se trata aquí para nada de ideas ni hay cambio alguno, sino un retorno a la normalidad. Por eso, cuando tengamos noticia de una de estas conversiones, debemos preguntar, parodiando a nuestro rey Carlos III: «¿Quién es él?»
Un nuevo golpe de tos acometió a Jiménez al terminar estas palabras. Le vi, con profunda pena, ponerse más pálido aún que antes y llevarse la mano al pecho. Cuando terminó el acceso, sonrió tristemente, exclamando:
—¡Mal anda esto!
Yo debiera levantar la sesión en aquel momento y obligarle a retirarse, pero me hallaba turbado hasta lo indecible; quería escuchar más, quería saber más. Cuando se hubo sosegado por completo, le dije:
—Lo que acabas de decirme me consuela y me desconsuela al mismo tiempo. Es un consuelo suponer que se halle en el radio de nuestra voluntad la creencia religiosa, pero es un desconsuelo el pensar que tal vez por nuestro perverso natural o por nuestros vicios arraigados, nos está vedado el obtenerla. Y desarraigar los vicios es empresa difícil, aunque no imposible; pero ¡transformar el natural! ¿Quién será osado a creerlo?
—¡Yo lo creo; yo! No sólo creo que nuestro carácter puede modificarse lentamente por los esfuerzos repetidos e incesantes de nuestra voluntad, sino que puede transformarse repentinamente por obra de la gracia divina. La vida nos ofrece numerosos ejemplos. Algunos lo atribuyen a la explosión repentina de los combustibles almacenados en el campo de esa conciencia inconsciente que llaman subliminal, otros al aniquilamiento súbito de nuestra voluntad de vivir bajo el golpe de una desgracia irreparable. Para mí es un rayo de luz que Dios envía a nuestra alma a fin de esclarecerla. De todos modos, ha existido y existe, y lo que existe para unos puede existir para otros.
—Y ¿crees sinceramente que hay otra vida más que ésta?
—Lo creo como creo en mi propia alma; lo creo, porque si no hubiese otra vida, ésta me sería absolutamente incomprensible. Como Espinosa, yo no puedo concebir que ningún ser pueda caer en la nada. El mundo de la belleza, el del bien, el de la verdad, se hallan truncados en este suelo, necesitan un complemento. La hora de la verdad y de la justicia debe sonar alguna vez y en alguna parte. Si no sonase, debiéramos retorcer el cuello a nuestros hijos al nacer, para que no viesen este absurdo bestial, esta infame mentira que se llama mundo. Y ¿cómo sabríamos que es absurdo, y que es infamia y mentira, si no existiese en alguna parte la justicia y la verdad? Nuestro destino no se cumple aquí abajo. Todo hombre lo siente dentro de su corazón, y apela, en presencia de los horrores que se ve obligado a contemplar, a otro mundo más alto, donde se restañan las heridas y se enjugan las lágrimas. ¡Ah, si no existiese! Si no existiese, yo te juro que no sería un cobarde como los hombres que no creen en él y viven; yo te juro que no aguardaría los pocos días que me quedan de vida: ahora mismo subiría a mi cuarto en busca del libertador de seis tiros que tengo en la mesa de noche.
—Pero ¿crees en la persistencia individual después de la muerte? Porque ésta choca con la experiencia sensible de todos los días; pero hay otra clase de inmortalidad perfectamente compatible con ella. En el vasto Universo nada perece, todo se transforma…
—Sí, sí, no digas más; esa es la inmortalidad que poéticamente ofrecía un brahmán a su esposa: «Lo mismo que el agua se convierte en sal, y la sal se convierte en agua, así nacemos nosotros del Espíritu divino y volvemos a Él.» Hoy se explica la misma doctrina más prosaicamente, por medio de la circulación de la materia. Respondo a esa doctrina lo que la esposa respondía al brahmán: «¡Qué me importa lo que no puede hacerme inmortal!» Fuera de la conciencia, nada tiene valor alguno.
—Todavía hay otra inmortalidad que nos ofrecen algunos de los más grandes metafísicos modernos. Nuestro ser individual no perece, porque no ha nacido; nuestras almas son manifestaciones de la existencia de Dios, fuera del cual nada existe. La luz divina se refracta en infinitos rayos, y nuestras existencias son esos rayos de luz increada y eterna. Esta vida terrestre no es más que una de las infinitas formas en que nuestro espíritu se objetiva. El alma asciende o desciende según adquiere o pierde la conciencia de su unidad con Dios. La muerte es una apariencia; no significa otra cosa que una transformación de nuestro ser; y el alma, principio de la vida, no hace más que cambiar de condición exterior. En virtud de esto, al morir, subimos o descendemos según el valor que por nuestro esfuerzo espiritual hemos adquirido. Nosotros fabricamos nuestra propia suerte: los males sensibles que nos afligen no son más que la consecuencia inevitable del mal moral cometido en una existencia anterior.
—Reconozco de buen grado la grandeza de esa concepción, que, en el fondo, no es otra cosa que la antigua metempsícosis un poco perfeccionada y también un poco disfrazada. Aquí ya no circula la materia, sino la vida. Aunque no choca directamente con la razón, como el escueto materialismo, tampoco la satisface. Si nuestra existencia individual no ha sido creada, o lo que es igual, no ha tenido principio, si detrás de nosotros hay un infinito, no ofrece duda que hemos agotado ya todas las formas posibles de vida. Si hemos dispuesto de un tiempo infinito para perfeccionarnos, no debiéramos ser tan imperfectos. Se dirá que el hombre sube y baja sin cesar al través de las existencias infinitas. Entonces no hay más que cruzarse de brazos y renunciar a toda actividad, ya que nuestros esfuerzos jamás pueden impedir que nos degrademos. Pero aún más que la razón, vulnera esa teoría nuestros sentimientos. Estamos dedicados a la muerte: si nacemos infinitas veces, morimos infinitas veces. Estamos destinados a anudar infinitas relaciones de amor con otros seres, y otras tantas a romperlas bruscamente. La muerte nos separará sin tregua por toda la eternidad de los seres más queridos. Esa esposa que adoras, ese padre que veneras, ese hijo que duerme dulcemente entre tus brazos, morirán para ti infinitas veces. ¡Qué horrible pesadilla, querido amigo! Comprendo el ansia y la alegría con que la muchedumbre se agolpaba en torno del Budha, allá en la India. «¡Alegraos!, ¡alegraos!—gritaban sus apóstoles—, ¡la muerte está vencida!» El Nirvana, que es el reposo absoluto, rompía la cadena de las existencias temporales y las libertaba para siempre de la esclavitud de la muerte. No; el amor exige la eternidad: cuando amamos, queremos amar siempre. Ese cielo cristiano extático y beato, que sirve de burla a los escépticos, es el único que da satisfacción a nuestros más hondos sentimientos. El hombre, desde cualquier punto que se contemple, no es más que un caso de amor. En el amor queremos lo inmutable. Por eso en cada criatura que amamos queremos ver a Dios. Nuestra alma huye con horror de lo efímero; en todo ser finito buscamos con ansia el principio inmutable que le ha de hacer eterno. «¡Nunca más—exclama el duque de Gandía en presencia del cadáver de la Emperatriz—, nunca más servir a un amo que se puede morir!» El ser finito que no puede saciar el amor en sí mismo, que no puede saciarlo tampoco en las criaturas finitas como él, se arroja a la gran aventura; se arroja en busca de Dios.
¡Ay, quién podrá sanarme!
Acaba de entregarte ya de vero.
No quieras enviarme
de hoy más ya mensajero
que no saben decirme lo que quiero,
exclama San Juan de la Cruz, a quien no podía sanar ya, en efecto, el amor de ninguna criatura. Y ¿a quién en este mundo le podría sanar?… Pero las criaturas son mensajeras de Dios. Como tales, deben ser amadas. ¡Dichoso el que en su camino por la tierra ha tropezado con alguno de estos mensajeros divinos, con un padre justo, con una esposa amante, con un amigo fiel! Mientras pisan el barro de este suelo nos hablan un lenguaje aprendido de Dios, y cuando parten para siempre se llevan al cielo la mitad de nuestra alma, y desde allí nos hacen señas que nos esperan para vivir unidos en el eterno Amor.
La emoción con que Jiménez pronunció las últimas palabras me ganó a mí. Me sentía conmovido hasta lo profundo del alma. La voz de aquel hombre, cuya fosa estaba ya abierta, sonaba en mis oídos como bajada del otro mundo.
Permanecimos silenciosos algunos instantes. Al cabo me levanté bruscamente y, alargándole la mano, le dije:
—Adiós, Jiménez. Gracias por el bien que me has hecho con tus palabras.
—Háztelo tú a ti mismo pensando algo más en estos asuntos, que tanto nos interesan—me respondió estrechando mi mano y levantándose al mismo tiempo.
Me acompañó hasta la puerta del jardín. Cuando la hube traspuesto, le dije todavía al través de la verja:
—Adiós, Jiménez. Pide a Dios que me dé la fe que tú tienes.
Observando mi emoción, repuso sonriendo:
—No necesito pedirla, porque ya la tienes.