SOLÍA poner cátedra en un banco de piedra del paseo de la villa llamado el bombé, contiguo a la ría. En aquel banco y otros adyacentes se sentaban indefectiblemente por las tardes hasta una docena de indianos, que contemplaban fumando y silenciosos el escaso trajín del muelle, o bien departían animadamente narrando historias de sus años de comercio en las islas Antillas. Todos ellos habían estado en Cuba o Puerto Rico, y, unos más, otros menos, todos habían labrado un capital que disfrutaban holgando de aquella guisa. Eran hombres que pasaban, en general, de los cincuenta, fornidos, rechonchos, algunos apopléticos, con enormes cadenas de oro, para sujetar el reloj, pendientes del chaleco.
Pero el que solía llevar la palabra más a menudo entre ellos no era fornido ni rechoncho, sino un viejecito seco que se acercaría a los setenta, de nariz aguileña, finos labios descoloridos, ojos de duro mirar y espesas cejas ya canosas. Don Pancho Suárez, que así se llamaba, había llegado a la villa hacía más de veinte años con un buen capital, que había duplicado, al decir de sus compañeros, porque estaba soltero y era hombre de cortas necesidades y ahorrador. Muy respetado entre ellos por rico y por filósofo moralista.
Su filosofía era sencilla y expeditiva; su moral, fuerte y audaz. No una moral de mujer, sino una moral hecha para los hombres y comprendida por ellos solamente. Cuando don Pancho hablaba, los compadres se guiñaban el ojo y decían en voz baja: «¡Es fino el viejecito!; ¿verdad, amigo?»
Mi padre solía pasear por aquellos sitios en las horas de la tarde, y tenía gusto en llevarme y charlar conmigo de cosas serias, aunque yo no contase más de doce o catorce años de edad. Tal vez que otra se detenía delante del círculo de los indianos, los saludaba, y descansábamos un rato entre ellos.
Cuando nos aproximamos una tarde y tomamos asiento, don Pancho hablaba a sus compañeros de esta suerte:
—Yo he llegado a esta villa antes de cumplir los cuarenta años, con un capital de doscientos mil pesos. Vosotros habéis venido después de los cincuenta. No sé lo que habéis traído, ni me importa, pero habéis llegado viejos, y si os casasteis con mujeres jóvenes, no fué por vuestra hermosa figura, sino por vuestro repleto bolsillo. A mí me hubiera querido cualquier muchacha sin dinero cuando desembarqué en Cádiz.
—Don Pancho, usted debía de ser lindo cuando joven—apuntó melosamente uno de los tertulios.
—¿Lindo? Cuando tenía veinticinco años, mi cara era la de un querubín—respondió gravemente el viejo.
Y siguió de esta manera:
—Pero yo siempre me he dicho: ¿por qué partir lo que está entero? Cuando seamos más, tocaremos a menos. Más barato me saldrá tirar los calcetines cuando estén rotos, que no poner sombrero y pendientes a una señora que me los zurza. Luego la botica, las comadres, la escuela del niño… Nada, nada, bien se está San Pedro en Roma… Pero si no llegasteis como yo, fué por vuestra culpa. Lo que se hace en un año, se puede hacer en once meses si se aprieta un poco; y si se aprieta otro poco, en diez, o en nueve, o en ocho. La cuestión es arrear, y no ser asno para que le arreen los demás. Yo nunca admití zánganos en mi casa: el que a mí me ha servido, tenía que andar más listo que una rata y dormir con un ojo abierto. Todavía me acuerdo de un dependiente gallego que tuve cuando estaba establecido en Santa Clara. El buen hombre era listo, y en los primeros meses cumplió como ninguno, trabajaba como un camello; pero en cuanto se creyó asegurado, se hizo remolón. Yo le vi venir, y dije para mí: «¡No sabes con quién has tropezado, precioso!» Le dejé algunos días despacharse a su gusto, y una noche, cuando estaba en el primer sueño, fuí a su cuarto, le quité la ropa, que yo le había comprado, y le puse de patitas y en camisa en medio de la calle.
—¿En camisa?—exclamó uno.
—A las doce de la noche.
—¿Y no tenía usted miedo que se acatarrase, don Pancho?—preguntó otro soltando una carcajada.
—Sin duda, quería usted que no lo comiesen los mosquitos—dijo otro riendo también.
Don Pancho no replicó, y prosiguió gravemente de esta suerte:
—Las cataplasmas sirven, cuando le duelen a uno las muelas. A un hombre que no vale para el caso, se le echa a la basura como un trapo sucio. Si hubierais hecho como yo, y no hubierais andado en miramientos, antes habríais venido a disfrutar de vuestro trabajo. Todos vosotros recordaréis a aquel desdichado Perico Barrios, hijo del marqués de Santa Filomena. Había heredado un bonito capital, y lo deshizo prestando a este y al otro amigo, que estaban en un apuro. Regla general: cuando uno tiene dinero, los amigos están todos apurados. Ultimamente no le quedaba ya más que el ingenio de Chirivitas, y vino a mí para que le diese algún dinero sobre él. Se lo dí; lo gastó; vino otra vez; le dí más, lo gastó también. Al fin no tuve más remedio que quedarme con el ingenio. Pues este majadero, después que tiró la última peseta y anduvo rodando por todas las zahurdas de la población, llegó un día a mi casa medio desnudo y muerto de hambre a pedirme cinco pesos para comer. Yo le respondí que no estaba dispuesto a mantener vagos. El hombre se enfadó y hasta quiso ponerse un poco bravo, y me dijo que me había quedado con el ingenio por sesenta mil pesos y que valía más de cien mil, y otra porción de necedades. Yo llamé al criado, y le dije: «Anda, hijo, ve a buscar un guardia, que este sujeto se pone bravo, y no sé si viene a robarme.» Allí le vierais marchar echando por la boca espumarajos…
—Yo creo que el ingenio de Chirivitas valía, en efecto, más de cien mil pesos—manifestó uno.
—Sí que los valía—replicó don Pancho—; pero Dios no manda a nadie ser jumento. Si valía cien mil, ¿por qué lo soltó en sesenta mil? Porque era un mentecato, y cuando un hombre es un mentecato, debe dejar paso a los que no lo son. La finca era buena, pero estaba muy descuidada. La negrada, no tan mala como acostumbrada a la holganza y la buena vida. Perico Barrios tenía allí de mayordomo un pariente que poco le faltaba para dar bizcochos a los morenos y sentarlos a la mesa. En cuanto me hice cargo de la finca, comprendí que era necesario poner aquello en orden. Despedí a los mayorales y contraté otros dos, los más avispados que pude encontrar en todo el departamento. Uno de ellos, sobre todo, llamado Vicente, era fino, ¡fino!, que apetecía comérselo. Donde aquel hombre ponía el látigo ya se sabía que levantaba la piel. Un mozo simpático y gracioso. Mientras arreaba a la gente les improvisaba coplas que a ellos mismos les hacía reir. Recuerdo que solía mascullar con voz cavernosa:
Dijo el sabio Salomón,
con su música cantando:
El c… que quiere fuete,
por sí mismo lo está buscando.
»Y tras la copla venía… ¡el diluvio!
»—¡Por su madre, mayoral!—gritaba el negro.
»—Cada azote que te doy, le quito un día de purgatorio—respondía él.
»—¡Etá bueno ya, mayoral!
»—No está bueno todavía; te he de dar hasta que huelas a ajo.
»Con aquel hombre se podía ir a cualquier parte. Cuando llegó la época de la zafra, le llamé y le dije:
»—Vicente, es necesario que la primera caja de azúcar que salga para Nueva Orleans sea del ingenio de Chirivitas, aunque reventemos.
»—Pierda usted cuidao, mi amo; ninguna otra irá por delante.
»Y, en efecto, cumplió su palabra: despachamos una partida de cajas seis días antes que todos los demás ingenios de la isla. Habíamos calculado que enterraríamos seis u ocho hombres: enterramos diez. Pero, echadas las cuentas y descontadas estas pérdidas, me quedaron aquel año doce mil pesos limpios.
—¡No ha estado mal!—exclamó uno con admiración.
—¡Usted lo entiende, don Pancho!—exclamó otro.
Todos aplauden las palabras viriles y admiran el espíritu libre de aquel anciano.
Después de una pausa, uno de ellos preguntó, haciendo un guiño malicioso a sus compañeros:
—¿Y qué fué de aquella morena con quien usted estaba enredado últimamente, don Pancho?
—¿La Pepa?… La vendí a Manuel Rodríguez cuando me vine… ¡Lloraba la pobre que daba pena verla!
—Era una buena mujer, limpia y hacendosa, y le cuidaba a usted perfectamente.
—¡Ya lo creo que lo era! La hubiera traído si no fuese que aquí se hacía libre… Además, ya sabes que las negras asustan en España.
—Me parece que tenía usted dos hijos con ella.
—He tenido tres… Los vendí también, cuando me vine, a Rafael Alonso.
—Hombre, ¿los ha vendido usted a ese bruto?
—¡Qué quieres, amigo!—repuso don Pancho riendo—. Tenía prisa, y era necesario liquidar lo más pronto posible.
Mi padre se levantó y se despidió cortésmente, llevándome consigo.
Aquélla fué mi última cátedra de energía, porque desde entonces, cuando pasábamos por allí, no volvimos a sentarnos entre los indianos.