EL amigo Esteve era un amigo intermitente. A temporadas asistía con puntualidad a la cervecería donde nos reuníamos a tomar café algunos literatos con más o menos letras. De pronto se eclipsaba, y no parecía por aquel centro científico de murmuración en tres o cuatro meses.
Se hacían supuestos graves o ridículos, pero siempre temerarios, entre nosotros. Unos decían que le tenía secuestrado su patrona y amarrado a una argolla sobre un felpudo; otros aseguraban que andaba por las tabernas de los barrios bajos conspirando contra las instituciones vigentes; otros, en fin, afirmaban que había empeñado toda su ropa y se veía obligado a guardar cama desde hacía cuarenta y dos días.
Cuando menos lo pensábamos aparecía nuestro Esteve a la hora del café con su eterna sonrisa y su cigarro de diez céntimos, casi tan eterno, en la boca. Y todos le recibíamos con alegría cordial y algazara. «¡Bravo, Esteve!» «¡Siéntate aquí, Esteve!» «No; aquí, a mi lado; tengo que contarte.» «Pues yo quiero que él me cuente.»
Porque era el amigo Esteve famoso charlatán y compañero amenísimo. No he conocido otro hombre de imaginación más pintoresca ni embustero más consecuente. Era tal el calor de su fantasía, que fundía todas las verdades y las convertía en mentiras, o acaso en verdades más altas y perfectas, ya que, según afirman los últimos filósofos, el mundo es una pura representación de nuestra mente.
Sin embargo, había entre nosotros un sujeto que maldecía de aquellas mentiras pintorescas y nutría en el fondo de su corazón un odio bárbaro por tan amable embustero. Pero este sujeto era un lobo disfrazado de cordero. Desempeñaba el cargo de tenedor de libros en una casa de comercio, y había sido traído a nuestro círculo por un poeta que le debía algunas pesetas y halló medio de aplacar sus iras recreándole con la dulce y amena murmuración de una tertulia literaria.
Martínez, que así se llamaba este personaje, pensaba estar allí como el pez en el agua, y había llegado a persuadirse de que la literatura, en sus diversas manifestaciones, poesía épica, lírica y dramática, no consistía en otra cosa que en morderse y zaherirse mutuamente los que escribíamos, y que, fuera de esto, todo lo demás era secundario y de escaso valor. Y como él sabía morder y zaherir y ultrajar como el mejor, se creía ya, por esta razón, a la altura de cualquier poeta antiguo o moderno.
Nos odiaba a todos cordialmente, estoy seguro de ello; pero dedicaba particular atención en este respeto al amigo Esteve; primero, por la poca atención que éste le dedicaba a él, y segundo, porque, desapareciendo con frecuencia de nuestro horizonte, había más espacio y acomodo para quitarle el pellejo.
El amigo Esteve había ido agregado el año anterior a una Comisión enviada por el Gobierno a la Exposición de Amberes. Aquel viaje de tres meses, fundido, machacado y estirado por su calurienta imaginación, había llegado a transformarse en una expedición maravillosa, como la de los Argonautas o la de Vasco de Gama.
—Estando yo en Viena…—comenzaba algunas veces.
—¡Vamos, ya saltó a Viena!—murmuraba entre dientes Martínez.
Otro día dijo:
—Al llegar a San Petersburgo…
—¡Arrea!-gruñó el irascible tenedor de libros—. ¡Nada menos que en San Petersburgo!
Por fin, una tarde en que el buen Esteve se hallaba de vena, comenzó tranquilamente su relato de este modo:
—A los dos días de estar en Sebastopol me aburría soberanamente…
—¡Rayo de Dios! ¡Sebastopol… ¡Esto es intolerable!—rugió Martínez.
Esteve levantó la cabeza sorprendido y dirigió una vaga mirada a su interruptor, sin comprender. Este bajó la suya, y entonces el amigo Esteve siguió, con la misma tranquilidad:
—Me aburría soberanamente. Un oficial ruso con quien trabé conocimiento en el hotel me dijo: «Estoy destinado a la fortaleza de Soukhoum-Kaleh. Mañana me voy. ¿Quiere usted hacer este viaje conmigo? El mismo barco que nos lleva le puede a usted traer. Es cosa de ocho días la excursión, y se divertirá y verá cosas nuevas.» Dicho y hecho; al día siguiente me embarco en un mal vapor, y en dos días llegamos al puerto de Soukhoum-Kaleh, en la Abkhasia. ¡Caballeros, qué vegetación! ¡Qué lozanía, qué atmósfera cálida y húmeda! Todo era allí exuberante y salvaje, lo mismo la tierra que el hombre. Igual impresión produce la Abkhasia que los alrededores de Río Janeiro…
—Pero, oye, camarada, ¿cuándo has estado tú en Río Janeiro?—interrumpió uno de los tertulios.
Esteve fingió no oir, y siguió imperturbablemente:
—Se encuentran los mismos árboles que en las regiones más cálidas de América; pero los naturales, que son verdaderos salvajes, no aprovechan aquel suelo privilegiado, y sólo cultivan el arroz, la cebada y verduras. Confieso que a los dos días de estar allí me aburría aún más que en Sebastopol. Maximitch, que así se llamaba mi compañero, no salía del café, y me obligaba a beber aperitivos sobre aperitivos. ¡Qué hombre aquel Maximitch! Pasaba la vida abriendo el apetito, y no se cuidaba de cerrarlo jamás. Curaçao, bitter, vermouth, ajenjo, amer Picón, etc., etc. Era un erudito en materia de estimulantes y, cuando llegaba la hora de comer, prefería quedarse en el café abriendo el apetito. Le pasaba lo que a aquellos catedráticos que tuvimos después de la revolución de septiembre, que dejaban transcurrir el año explicando la introducción al estudio de la asignatura, y llegaba el fin del curso y todavía no habíamos entrado en ella. Pues, como digo, me aburría, y para entretenerme hasta la salida del vapor propuse a Maximitch…
Es de saber que cuando Esteve pronunciaba el nombre de Maximitch, Martínez lanzaba un quejido apagado, como si le tirasen un pellizco.
—Propuse a Maximitch que hiciésemos una excursión por el país. El célebre monte Elbrons no estaba muy lejos, y aunque no llegásemos a la cima, por lo menos visitaríamos sus vertientes, que son muy dignas de verse. Maximitch accedió de mala gana, pero accedió al fin. Montamos en un mal carricoche, y nos lanzamos por aquel hermoso país, donde crecen, como en Nápoles, el laurel, el almendro, el limonero, el albaricoquero y el moral. Dormíamos en las cabañas, hechas de tablas, de algunos de aquellos bárbaros, que nos hubieran asesinado por cristianos si no fuese por el terror que les inspiran los rusos. Según nos acercábamos al Elbrons, la vegetación iba cambiando. Ya no se veían más que encinas y chopos y plátanos. Por fin tuvimos que dejar el carricoche, porque los caminos ya no lo consentían, y montamos en burros para realizar la ascensión del monte. A las pocas horas de subida ya no se veían en torno nuestro más que bosquecillos de pinos, abetos y lárices. Encontramos aguas minerales de muchas clases que aquí serían una riqueza inmensa: el pórfido verde y encarnado asomaba por todas partes…
¿Por qué estos detalles instructivos ponían tan fuera de sí a Martínez? No acierto a explicármelo, pero es exacto que bufaba y se espeluznaba como los gatos acosados en un rincón. Esteve le dirigía de vez en cuando una mirada de curiosidad benévola, sin sentirse más ni menos turbado por sus gestos insólitos.
—Subimos hasta una altura muy respetable, pero no nos decidimos a alcanzar la cima, porque la ascensión era demasiado penosa. Maximitch ya la había llevado a cabo otras dos veces, y comprendí que no tenía gana de repetir. Nos detuvimos en una miserable aldea enclavada en la sierra, y, resueltos a pasar allí la noche, nos metimos a descansar en una casucha de donde, previamente, Maximitch había arrojado a puntapiés a su dueño. Nos sentamos a una tosca mesa, y Maximitch sacó de las alforjas una botella de ajenjo, y nos pusimos a beber, a fumar y a charlar. Aquel bruto se bebía casi puro el ajenjo: yo le echaba bastante agua.
»—Cerca de estos sitios—le dije al cabo de un rato—fué donde el tonante Júpiter encadenó al titán Prometeo a una roca, castigando la audacia de haber robado el fuego al cielo.
»—Ya lo sé—respondió Maximitch chupando un cigarro—. Conozco a Prometeo.
»Yo le miré sin comprender. Maximitch me miró a su vez con ojos chispeantes de malicia, gozando algunos instantes de mi sorpresa.
»—Sí; conozco a Prometeo, y conozco el sitio donde se halla todavía encadenado. En menos de dos horas puede un hombre de buenas piernas trasladarse allá.
»Os juro, compañeros, que al escuchar tales palabras sentí como si una nube pasara por dentro de mi cabeza, y temí caerme. Debí de mirarle con ojos tan espantados, que Maximitch soltó a reir como un loco. Entonces yo, loco también de cólera, me levanto de la silla y le grito:
»—¡Miente usted!
»Los ojos de Maximitch brillaron con una luz siniestra. Se alzó a su vez y echó mano al revólver que llevaba en la cintura; pero, haciendo un esfuerzo, se contuvo y, asiéndome de un brazo, me dijo secamente:
»—Maximitch Ivanitch no miente, y pronto te lo probará. ¡Ven conmigo!
»Salió de la cabaña, y yo le seguí entre amedrentado y curioso. El sol se estaba poniendo. Habíamos estado charlando más tiempo del que yo suponía. Caminamos por un sendero áspero, rodeamos un lomo pedregoso de la montaña, dimos vista a un valle negro, profundo. Sobre este valle parecían colgados los bosques de pinos y abetos, que se retorcían con extrañas contorsiones, como en los paisajes dantescos.
»—Es necesario bajar a este valle—me dijo Maximitch.
»—Bajemos—respondí yo resueltamente.
»Allá abajo hacía noche ya. Por encima de nuestras cabezas, las montañas se amontonaban afectando formas fantásticas, que se destacaban en el azul del cielo como gigantes sombríos y amenazadores. Seguimos la orilla de un riachuelo helado, y, después de caminar largo trecho, hallamos cerrado el paso por un enorme peñasco. Maximitch se detuvo un momento vacilante, y comenzó después a buscar algo por los contornos del peñasco, yendo y viniendo como un perro que olfatea la caza. La noche había cerrado: allá en el pedazo de cielo que las montañas dejaban al descubierto, flotaba la luna, amarilla y triste, suspendida como una lámpara sepulcral. Por fin, Maximitch, separando con esfuerzo las ramas de los abetos, me hizo ver una abertura de la peña bastante grande para que pudiera pasar un hombre.
»—¿Te atreves?—me preguntó señalando a la cueva y mirándome con ojos burlones.
»Yo no me atrevía, estaba más muerto que vivo; pero la honrilla, la negra honrilla, me hizo responder con voz apagada:
»—Sí; me atrevo.
»Maximitch penetró en la cueva, y yo le seguí. La cueva, estrecha al principio, se ensanchaba después. La obscuridad era absoluta, pero el pavimento suave, como formado de arena. Maximitch me había dado el cabo de su bastón, y, asido a él, marchaba sin temor a quedarme atrás. Cuando hubimos caminado más de media hora en esta forma mi compañero se detuvo.
»—Aquí hay un paso muy estrecho—dijo—. Es necesario echarse al suelo y pasar a rastras. Voy a hacerlo yo y, en cuanto esté del lado de allá, te llamaré.
»Sentí que me dejaba y se echaba a tierra. A los pocos instantes oí su voz:
»—Ya estoy del otro lado. ¡Al suelo!, ¡al suelo!
»Me eché, en efecto, boca abajo, y penetré por un estrecho agujero, y comencé a arrastrarme penosamente. Aquello parecía el tubo de una cañería. Mas he aquí, amigos míos, que al llegar a cierto sitio, o porque se estrechara más el tubo, o por el gran miedo que yo llevaba, observo que no puedo avanzar. Aterrado por tal observación, quiero retroceder, y tampoco puedo hacerlo. ¡Qué angustia horrorosa! Comencé a sudar por todos los poros de mi cuerpo, pero un sudor frío, el sudor de la muerte, que vi más cerca que os veo a vosotros. El instinto de conservación se reveló en mí, sin duda, y dando un grito, y haciendo un supremo esfuerzo, conseguí arrastrarme, y al instante caí en los brazos de Maximitch, que me esperaba a la salida. Me preguntó por qué había gritado; se lo expliqué y noté que se reía, y no me hizo gracia. Caminamos todavía largo rato por el túnel, en tinieblas. Al fin noté en el rostro vivo fresco, y Maximitch me dijo:
»—Estamos cerca de la salida.
»Salimos, en efecto, pero fuera hacía casi tan obscuro como dentro: la luna había desaparecido: sólo brillaban en el cielo algunas estrellas. Iba a dar un paso, pero Maximitch me retuvo fuertemente por el brazo. Me explicó que estábamos al borde de una profunda sima.
»—¿Ves ese picacho que tenemos ahí enfrente?—me preguntó—. Pues en esa roca está amarrado Prometeo.
»Yo me deshacía los ojos, pero no veía más que la enorme y obscura masa de un monte. Por encima de nuestras cabezas revolotearon con medroso rumor algunos pajarracos. Maximitch me dijo al oído que eran las águilas encargadas de roer las entrañas a Prometeo, y que se remudaban sin cesar en esta feroz tarea. Sentí un escalofrío de terror correr por todo mi cuerpo, y quise suplicar a mi compañero que diésemos la vuelta y dejásemos tales horrores; pero en aquel instante llegó a mis oídos un ruido formidable, como el de un trueno, de una voz y de un aullido al mismo tiempo. Quedé yerto: los cabellos se me erizaron.
»—¡Escucha; Prometeo está hablando!—me dijo Maximitch apretándome nerviosamente una muñeca.
»Escuché; pero no logré percibir más que unos sonidos confusos y bárbaros. Noté que eran articulados, pero su significación me escapaba por entero. Al fin creí coger una palabra: era una imprecación. Después percibí otras cuantas, y acostumbrado mi oído, logré entender que el titán hablaba en griego. Maximitch puso los dedos en la boca y lanzó un silbido penetrante. Cesó la voz sobrenatural, pero al momento volvió a sonar, haciendo una pregunta que no entendí. Maximitch, que sabía un poco de griego, respondió gritando en francés:
»—Dos hombres estamos aquí.
»—¡Ah, sois dos efímeros!-replicó también en francés la voz formidable—. ¿De dónde venís?
»—Yo soy oficial ruso—gritó Maximitch.
»—Yo soy corresponsal de El Pueblo Libre—grité con todas mis fuerzas, que eran pocas.
»—No conozco ese periódico… ¡Hay tantos!, ¡tantos!… Esa preciosa conquista me la debéis a mí, como todas las demás. Gracias a la prensa, los mortales os ponéis en comunicación espiritual al través de las distancias, conocéis vuestras miserias y tratáis de remediarlas, denunciáis las injusticias, difundís las felices invenciones de los sabios… Yo estaba orgulloso cuando vi, húmeda todavía, salir la primera hoja periódica de vuestros tórculos. Me aplaudí y me felicité de haber robado al Olimpo la sagrada chispa que pone en movimiento vuestras máquinas… Pero ¡ay!, el tirano del cielo, el brutal Júpiter, sabe desbaratar todos mis planes y los vuestros, y trueca con su mano vengativa lo útil en pernicioso… Esa maravillosa invención os mantiene en perpetuo afán, estimula noche y día la soberbia, la envidia, la cólera, fatales euménidas que no os dejan un instante de reposo. Destinada por mí a difundir entre vosotros la verdad y la justicia, hoy parece dedicada a sembrar la frivolidad y la inquietud. La fiebre de la publicidad os aniquila. Los frutos de la sabiduría no maduran ya en vuestros jardines, porque con mano ansiosa los recogéis verdes para nutrir vuestra vanidad. Y esos frutos ácidos os envenenan y enflaquecen…
»—¡Prometeo, la prensa es quien llama la atención del público hacia el mérito!—grité yo más irritado que medroso.
»—La prensa no es una corona ya, sino un rasero. El verdadero mérito corre a esconderse para no ser confundido con las eminencias que fabricáis a diario con indiferencia inconsciente, no con amor, como yo esculpía mis estatuas, infundiéndoles un soplo de vida… ¡Cuántos dolores me habéis costado, cuántos!
»—A ti te debemos, glorioso titán, la chispa del fuego que ha transformado la tierra por medio de las artes industriales. Nuestro bienestar, la civilización del género humano, dependen de ese precioso don que tú nos has hecho—le grité entonces para halagarle.
»Prometeo guardó silencio unos instantes, y al cabo exclamó, con voz aún más temerosa:
—¡Las artes industriales!… Sí; señaladas estaban en mi pensamiento para emanciparos del yugo cruel de las fuerzas, que Plutón y Neptuno manejaban en vuestro daño. Desde esta roca desolada seguí con ansiedad y alegría vuestros primeros esfuerzos, coronados, como siempre, de éxito feliz. Fuisteis señores de los mares; pusisteis riendas a los vientos, dirigiéndolos dócilmente; arrancasteis a Plutón parte de sus tesoros y calentasteis vuestros días ateridos; aprisionasteis los vapores de la atmósfera y los hicisteis servir a vuestros menesteres como esclavos de brazos poderosos; llegasteis a evocar esa otra fuerza indómita y misteriosa, creadora y destructora de los mundos, y esa fuerza, cediendo a vuestra ardiente súplica, consintió en iluminar vuestras viviendas con la clara luz del sol, en transportar vuestro pensamiento y vuestra voz al través de las montañas y los mares… Por último, llegasteis a lo que nosotros, los inmortales, jamás logramos conseguir, a burlar la cólera de Júpiter, desviando de vosotros su rayo abrasador… ¡Cuán orgulloso estaba yo de vuestros progresos! ¡Qué risa inextinguible me acometía contemplando la inquietud de Júpiter y los celos de los dioses! Mas, ¡ay!, que no es de vuestra condición el detenerse en la hora que el tiempo ha señalado, ni tampoco fijar un límite al insaciable deseo. Yo os había iniciado en la alta ciencia de los números, la que engendra la armonía entre las cosas creadas, pero vosotros muy pronto la olvidasteis. Arrastrados por ciego frenesí, no comprendisteis que de esas artes yo os había hecho el don para elevaros cada día más alto. Rompisteis las cadenas que os sujetaban a la tierra, pero en vez de remontar el vuelo, os revolcáis groseramente en ella. Vuestras prodigiosas invenciones no las utilizáis para penetrar el misterio que os rodea, para depurar y fortificar vuestro espíritu con la belleza y la verdad, para gozar la gran felicidad que en mis sueños os tenía reservada, la de amar y vivir los unos para los otros… No; si arrancáis a la Naturaleza sus secretos, es para aumentar y refinar vuestro deleite, es para dar gusto a ese vientre, que amenaza tragaros el cerebro. ¡Ah, las artes industriales sirven para embruteceros, no para deificaros!… ¿Sois felices? Decídmelo. No; la molicie jamás hará dichosos a los efímeros. Sedientos de goces y blanduras, erráis al través de la tierra como la triste Io, la virgen calenturienta y encornada, que, picada del tábano, salvaba los ríos y las montañas, sin reposarse jamás…
»—¡Pero hemos conquistado la libertad social, Prometeo!—me atreví a gritarle.
»—¡Nosotros la estamos conquistando!—gritó Maximitch con orgullo.
»—¡La libertad social!—respondió el titán—. Sí; algunos ya la habéis logrado… Yo fuí quien os prestó el más eficaz socorro, infundiendo en vuestros pechos el entusiasmo y el desprecio de la vida. ¡Cuán poco la habéis aprovechado! ¿Os ha servido para desterrar la injusticia, para vivir en paz unos con otros? Por un miserable puñado de oro lleváis la desolación a los pueblos que viven inocentes y tranquilos, bien apartados de vosotros; por el derecho de sacrificarlos, los que os llamáis civilizados os destrozáis en el campo de batalla con más furor que los tigres en el desierto. He querido libertaros de la tiranía de Júpiter, y los unos habéis caído en la de una mayoría inconsciente y grosera, los otros bajo la opresión de una oligarquía de políticos rapaces…, ¿Sabéis lo que pienso?… Que si a mí no me es posible impetrar ya nada, vosotros aún podéis reconciliaros…
»—¿Reconciliarnos con quién?—preguntó Maximitch.
Al llegar aquí en su maravilloso relato el buen Esteve, levantóse bruscamente Martínez de la silla, haciendo caer una copa y rompiéndola en pedazos.
—¡Vive Dios que tales barbaridades ninguna persona formal puede escucharlas! ¡Este hombre está borracho!
Y se dirigió a la puerta como un rayo. Antes de salvarla, Esteve le respondió con energía:
—¡No estoy borracho, no, señor mío!—pero inmediatamente añadió, bajando la voz y guiñándonos un ojo:—En aquella ocasión es posible que lo estuviese, porque Maximitch y yo amanecimos tumbados en el campo, bien lejos de la aldea donde debimos pernoctar.