I. 

La Muerte, que ene llave de todas las casas, y sede en todos los pueblos, no gustaba, al parecer, de San Andrés, la aldea que está al sur de Pisco. Cuando por allí pasaba, era entre una y otra cosecha, y no se hospedaba más de una noche, que después nadie oía hablar de ella. Así, en la aldea de pescadores, morían los viejos longevos, mansamente, como suelen quedarse, a veces dormidos bajo las higueras. Miedo tenía la taimada de entrar en el pueblo, pues no hacía su industria porque a la puerta de cada choza duerme siempre una tortuga, y es sabido que la muerte para vencer a una tortuga ha de menester más de un siglo. 

Pero no pudiendo vivir en la aldea, estableciose en las peñas del «Boquerón», que es una punta de erra terminada en rocas dentro de la mar. Allí, donde las aguas se arremolinan con violencia, hay una corriente impetuosa; y allí, en la roca del centro, está siempre sentada, con su guadaña filuda y es vando los botes que pasan, con malicia e impaciencia de pescador. Y así acaece que cuando «la paraca» lleva por su dominio alguna frágil navecilla, la Intrusa, que está alerta, ¡zas!, le ra la guadaña, sumerge la embarcación y pesca de golpe, cinco o seis vidas. Por eso sus hazañas están unidas al recuerdo de «la paraca», aquel viento trágico del sur, durante el cual no salen al mar los pescadores. Sacan sus botes sobre la arena de la orilla, y alineados esperan que pase el viento; y si hay algunos en el mar, los parientes y amigos aguardan inquietos el retorno, las viejas rezan, y los muchachos abren tremendos ojos buscando en el horizonte el volar de las velas triangulares y blancas como alas. 

Los botes llegan poco a poco, como soldados en derrota, sin pescado, rotos los arreos por la furia marina; rodeándolos quienes esperan, e inquieren por los que faltan, en voz baja de presenmientos. Cae la tarde, y siempre, avanzada la noche, se ven en la orilla lucecitas u hogueras, mientras el viento pasa zumbando, canta el mar, y los ojos de las madres y las hermanas escrutan en las nieblas. Aparece un indeciso punto rojo. Suspenden todas sus plá cas graves, y una moza dice:

 —¡Hay una luz!… 

La pupila lejana se pierde, reaparece, se hace clara. 

—Parece el Encarnación… 

—Debe ser el Rosario… 

—O el Alegría… 

Oyese luego el chasquear de los remos que azotan las olas y entonces la voz de las madres: 

—¡Joaquín!… ¡Joaquín!… 

—¡Nicasio!… 

—¡Telmo!… ¡Telmo!… ¿Cuál es?… 

Y del bote lejano la voz ruda responde: 

—¡La Rosario! 

Las otras viejas suspiran, siguen mirando el mar. Algunas veces la nave no vuelve nunca. 

Y así va rodando la vida… 

II. 

Los padres iban los domingos al pueblo a embarcar el pescado para Ica, en grandes cestos de «caña brava», y cuando el tren se marchaba, pasaban por mi casa dejando a mi madre un ces to de huevos de alcatraz. A Roque le conocí en la Escuela y a Nicolás y Delio en San Andrés, cuando íbamos de paseo. Allí, junto a una palmera elevábase la casucha de cañas. Había en la entrada, clavado sobre la arena, un hueso de ballena, atado a él un jumento lanoso y viejo, al lado una tortuga, pesada como matrona reflexiva y en todas partes un perro pelado y celebrafiestas, y dos gaviotas gritonas. Frente a la puerta la Margarita pintada a franjas horizontales, blancas y verdes; remendadas velas, liviana red, peces secándose con el lomo abierto y lleno de sal. Todo esto era el patrimonio de esas sencillas gentes. 

Nicolás, Roque y Delio llamábanse los muchachos. El mayor, Nicolás, iba para 26 años, Roque era menor en tres y Delio llevaba los mismos de distancia con éste. Cuanto era el mayor de fuerte y grave, tenía Roque de blandón y alegre y el chiquillo de callado y taciturno. Al primero gustábale el mar sobremanera, sólo en el bote cantaba y conversaba; Roque placía de todo, con todos cruzaba palabras y a todos hacía bromas; Delio era contempla vo y prefería ver el mar desde la orilla; atento estaba siempre, por el empo de Cuaresma, de ir a encontrar al padre que hacía las misiones, interrogábale, y escuchaba, encantado, las largas plá cas y las parábolas sencillas del padrecito paliducho. Escogía para él la mejor pesca. Delio era triste, como indio que era. 

Una tarde, a más de los viejos y el perro, vino hasta la orilla, para verlos par r, que todos tres hermanos hacían la pesca en el Margarita, Rosa; y aquel día, al dejar la orilla, en el bote breve, Delio comenzó a cantar. 

III.

 Caía una tarde de agosto, pesadamente. Preparábanse en la orilla varias embarcaciones para salir a la pesca. Unos traían desde sus casas los aparejos, al hombro, mientras las madres, las hermanas o las hijas les acondicionaban algunos limones, naranjas agrias, lechugas y pan, que frugales como son los pescadores mar adentro, apenas toman un pedazo de pan de trigo, un sorbo de aguardiente y bien va todo eso. 

Pero en el Margarita se hacían prepara vos mucho más grandes. Ponía la viejita madre en el bote, junto a tres botellas de aguardiente, un atado de pan, y en un cesto de fibras de palmera, lechugas, limones, ajíes rojos y cebollas frescas. Ayudábale en esta labor el padre, y ellos ponían los remos al bote, mientras el viejo dábales consejos, el pequeño hablaba con la chiquilla y el mar mojaba sus desnudos pies. Los dos muchachos, Rosa y Delio, sin cuidarse del agua, pla caban a media voz: 

—¿Cuándo regresas? 

—Lo menos tres días en el mar… —¿Van a pescar tortuga?… —Corvina, que ahora la mancha se ha alejado y hay que buscarla… 

—No te alejes mucho; sabes que es empo de paracas… 

Y a lo lejos: 

—Delio, trae la soga, y el ponchito, y andando, que obscurece… 

A poco rato la nave se deslizaba sobre el mar, y se perdía en la noche, mientras los adioses de los queridos morían a lo lejos y entonaba el mar su canción. 

Pasó todo el martes tranquilo. Por la tarde volvieron algunos botes de los que la víspera salieran y al mediodía del miércoles, que había amanecido con un airecillo precursor, se desató la paraca terrible; silbaba el viento sobre la arena, irisaba el mar, levantaba columnas de polvo, altas y amenazadoras y deshilachábanse las palmeras. Entonces la ciudad tomó aquel aspecto trágico de miedo y de pavor. Todo era en silencio. Colábase el viento por entre las cañas de las casuchas, y en medio del turbión que arreciaba, algunas gentes inves garon el horizonte. Llegó un viejo a la puerta de la casucha de Delio: —Buena paraca, don Dámaso…

 —Buena, y los muchachos en el mar… 

—Para la Margarita no hay paraca. Hemos pasado un día por el boquerón con tanto viento como éste y el bote cruzó el remolino, llanito… 

El viento siguió soplando toda la tarde, los pescadores fuéronse a la orilla a esperar a las embarcaciones que debían volver. 

Un poco tarde, cuando ya el sol se había puesto apareció un bote, viéronlo llegar todos y al arribo lo rodearon. 

—¿Dónde los agarró el viento? 

—Cerca, casi voltea la vela, nunca ha habido una paraca más fuerte. 

—¿Y pesca? 

—Nada, ramos la red y con el viento se enredó… 

—¿No han visto a la Margarita? —preguntaron los viejos. —No la hemos visto, ellos se han ido muy adentro… 

—¿Y la Concepción?…

 —Tampoco. 

—¿Y la Buenaventura?… 

—Sólo vimos a la Rosalía, que no tarda en llegar, estaba doblando el Boquerón. 

En efecto a poco apareció la vela de la úl ma barca recortando el horizonte. 

Cayó la noche y durante ella fueron llegando los úl mos botecillos. Sólo la Margarita no regresó aquel día. Al siguiente ya no hubo paraca, muy de mañana esperaban en la orilla los deudos de los tres hermanos y la chica Rosa; y creyendo ver surgir de un momento a otro la blanca vela marina y familiar, esperaron, esperaron en vano. Tarde y preocupados fuéronse a la casa los viejos, pero Rosa se quedó. ¡Cuánto rogaba a la Virgen estar ella sola en la orilla cuando volviese el bote! En casa de los ausentes el silencio anidose. La barca no volvió, el pescado no estaba tan lejos que ellos hubiesen tenido que salir tan afuera. Además, no llevaban provisiones sino para un día, de manera que al rayar el alba debían haber llegado, como otras veces con la nave llena. En San Andrés los pescadores viejos principiaron a comentar con sequedad la demora, y tornáronse adustos los ceños que antes eran tranquilos. A las cuatro de la tarde volvió la Rosalía, que en la mañana saliera y no dio razón alguna de los tres hermanos, no los había visto y creía que ya hubieran llegado. 

Entonces la inquietud dejose sen r en todo el pueblo y acordaron sacar todas las embarcaciones al mar para ir en busca de los ausentes hermanos. Preparáronse ágilmente los barcos leves, y en un instante todos estuvieron listos para salir. Fue aquél como un ejército de vengadores que se lanzaba al mar en busca de sus heridos. A las seis de la tarde ya todos estaban enfilados en la orilla para zarpar. El oro del sol caía oblicuamente sobre los lomos de aquellos botes brillantes. Eran quince, y todos se alargaban en la arena de la playa, mientras sus navegaciones deliberaban en medio del presagioso silencio de las mujeres, la manera de emprender el viaje. Unos irían por el norte, otros por el sur y los otros cerca de la costa, la recorrerían para ver si por alguno de sus lados se encontraba a los que se creía perdidos. ¡Ah! El momento de la par da de aquellos bravos y sencillos hombres, entre los cuales los más entusiasmados eran los jóvenes y los más tristes los viejos: salieron en medio de las lágrimas de sus compañeros de labor y las mujeres se despedían de ellos como para un viaje muy largo. Arriaron los cabos, empujaron al mismo empo con los remos hacia dentro las naves y éstas se deslizaron suavemente entre las menudas olas. Unos cuantos golpes de remo, musculosos; dos o tres olas que se quebraron en las proas y los tripulantes empezaron a armar las velas que se henchían bajo el oro del sol, como alas de esperanza o pañuelos de despedida. Y así se perdieron en la luz mortecina de la tarde. El mar tornose bajo el crepúsculo, como de sangre, y las gentes que esperaban volvieron a sus hogares. Aquel día, vigilaba la muerte sobre el mar. IV Pasó todo el día siguiente y una sola de las salvadoras barcas no tornaba. Las que de Pisco salieron en su busca habían vuelto sin no cia alguna. En San Andrés todo era dolor. Juntábanse las viejitas, comentaban a la orilla del mar la desgracia. Recordábanse de casos lejanos y semejantes y, en las casuchas poníanse velas a los santos por el regreso de los infelices, en cuyas casas, la tragedia había hecho enmudecer de dolor a los suyos. Su pobrecito corazón, bien presen a lo que podía ser, más su fe no les dejaba llorar. No podían admi r la posibilidad de la desgracia, que era como aceptarla, y ellos se daban razones unos a otros para calmar mutuamente su convencimiento. Al morir ese día todos los pobladores de San Andrés estaban a la orilla, allí los cogió la noche y nadie quería moverse, esperando de un momento a otro ver surgir en el mar el chasquido de los remos, alguna luz o las voces de los perdidos o de sus salvadores. Pasó la medianoche y un grupo permanecía aún esperando. Cada chasquear de las olas, cada silbar del viento les parecía un sonar de quilla o un crujir de vela. Al calor de una fogata, sentados viejos y viejas, muchachos de espantados ojos y mozas que lloraban, pasaron algunas horas más. Por fin, en las nieblas oyose una voz. Paralízanse todos. En silencio, atentos los oídos, esperaron. Nadie contestaba. Gritaron entonces, alimentaron la fogata y por fin oyeron claramente el chasquear de los remos, y las voces cerca de la orilla. Era una de las embarcaciones salvadoras que volvía… Ellos habían ido por el boquerón, luego al norte, habían regresado por la costa hasta el sur, detrás de la pequeña península y habían visto la costa de cerca. No había indicio alguno de los tres hermanos. Pero debía esperarse a los otros botes; seguramente ellos los traían a la orilla ansiada. Seis días pasaron, tornaron todos los botes sin saber nada de los náufragos, iban todos los días los pescadores a la orilla y al mar, pero la Margarita no aparecía. Los días los pasaban casi siempre con una cierta vaga esperanza, pero al caer la tarde, en el crepúsculo, a la hora en que los fuertes mozos volvían siempre con la repleta barca de pescado brillante y abrazaban a todos los que en la orilla estaban, las gentes no podían resis r su tristeza, y los padres, los viejecitos padres, imploraban al mar, lloraban a gritos, llamaban a los suyos con voces que se tragaban el mar y el viento; y durante los tres úl mos días hubo necesidad de llevárselos, al crepúsculo, y consolarlos en su casa. Aquel sexto día, las gentes llegaron a sufrir horriblemente. Los viejos habían sido conducidos a su casucha por algunos mozos y ancianos del pueblo que los consolaban, y al caer la tarde, entrando el sol en el mar, la pobre Rosita, que al lado de los viejos esperaba, echose en brazos de éstos y lloró, lloró. El perro en la orilla husmeaba hacia el mar y aullaba pavorosamente. Los barcos estaban abandonados. Las gentes regresaron en ese momento del lado sur de la orilla hacia donde se habían dirigido en la mañana en pos de algún despojo de los hermanos náufragos, y ambos grupos se respondieron lo mismo: —¡Nada! —¡Nada!… V Perdida ya toda esperanza, aquella noche los pescadores reuniéronse y acordaron hacer el luto en el pueblo. Amaneció el sépmo día trágicamente silencioso. En cada casa había un crespón, enarbolose en cada bote, lejos del mar, a la puerta de las casas, el palo de la vela y atósele una cinta negra a la mitad, mientras que todos los mones se sacaron y se pusieron sobre los botes, vis éronse de negro algunos pescadores que tal ropa tenían y los demás del pueblo amarráronse una cinta al brazo. No saldrían durante ocho días a pescar, no querían acordarse de la crueldad marina, y todos pasaban por la casa de los viejos para decirles una dulce palabra o un consuelo que ellos mismos no tenían. Iba sin embargo, todas las tardes la Rosita, ves da de negro, con sus pies desnudos y sus enrojecidos ojos, a la orilla, seguida del perro que al acercarse al mar aullaba lúgubremente. Sentábase en la arena y lloraba la pobrecita niña, y caía el sol, un nuevo día y los tres hermanos no llegaban… Jamás se supo en Pisco ni en San Andrés de los pescadores náufragos. Y así se perdieron en la inmensidad azul del mar esos tres hombres, jóvenes y buenos, misteriosamente, en una tarde de agosto, en una hora desconocida, mientras la paraca agitaba las olas, los viejos lloraban en el silencioso puerto, el perro aullaba dolorosamente, en la orilla, la brisa decía cosas extrañas y el sol se ocultaba indiferente y rojo. Allá en la casa que la tragedia envolviera, no se volvió a ver el bote limpio y brillante a la puerta, ni volvió a lucir la tejida atarraya, ni se hizo otra nueva. Sólo quedaba a la puerta, impasible en medio de su dolor secular, la tortuga que lagrimeaba siempre, miraba el horizonte a la muerte del día y escondíase luego en su poliédrica concha de carey, como si no quisiera saber más del mundo ni de la vida, para ella tan larga y triste. Algunos años más tarde, cuando yo era un joven, cuando había ido a la capital y regresé a San Andrés, pasé por la casa de los tres hermanos. Destartalada y vacía, el techo hundido, viejas las cañas, pampa de arena lo que fue el corral y un poco más allá, bajo la palmera ya deshilachada, y muerta, una concha de tortuga secando al sol. Así pasaron al reino tenebroso de la muerte y del misterio, aquellas sencillas gentes que yo conocí en mi infancia. Vivía aún en el pueblo su recuerdo, pero no se borraba y no se borrará nunca, que junto al mar se acrecientan los dolores y los recuerdos perduran, porque los repite siempre el doloroso y eterno murmullo de las olas a las almas que saben escuchar sus cuentos, y luego se deshacen en la blanca espuma que va a besar la orilla… 

FIN