I.

Tan limpio como podéis dejar un espejo echándole vuestro aliento y pasando luego por el empañado cristal un lienzo, quedó una mañana el cielo al soplo de la brisa. El sol alumbraba con luz intensa, y á ella debían los erguidos árboles su tono de vivo colorido, y por ella lucía su hermosura una rosa, Rosa fuego, colocada en lo más alto de un espléndido rosal.

Que no me vengan á mí con razones que nieguen cosas, que aunque no las sé me las sospecho desde hace mucho tiempo. ¡Cómo que había de estarse aquella rosa sin su coquetería correspondiente siendo bella á no pedir más! Y mucho que presumía dejándose mecer suavemente por la brisa como una linda criolla en su hamaca, en tanto le hacían el rorro dos importunos moscardones y andábale á las vueltas, para plantarle un beso al descuido, una blanca y aturdida mariposa.

¿Quién sabe lo que la flor soñaría?

Tal vez le pareciera poco elevado el puesto en que se hallaba, que es propio y natural en los afortunados no estar jamás satisfechos con la suerte y aún es más insaciable el deseo de ostentación en los vanidosos.

Pues ni más ni menos; lo que os digo. Rosa fuego soñaba para sí en mayor fortuna. «¡No puede menos, se decía; he de estar yo destinada á grandes cosas; segura estoy en que he de coronar la cabeza de alguna dama menos bella que yo, pero á quien yo haré más bella que todas las otras damas; tal vez me arrebate un príncipe para hacer conmigo un delicado obsequio á alguna reina; tal vez me cante algún poeta; pero no he de estar mucho tiempo prendida á este rosal insociable que hiere con sus espinas á cuantos se acercan á admirar mis colores y aspirar mi fragancia; no he de vivir yo como mis hermanas enorgullecidas con lo que son! Ya me canso de ver siempre lo mismo. ¡Oh, qué desgraciada soy aquí presa; qué feliz he de ser en un solo día, pasando de mano en mano haciendo abrirse todos los ojos de admiración!»

Había al pié uno de esos arroyuelos que, como no se lo impidan ó una cuestecita ó la azuela del jardinero, se meten en todo y corren sin tino, murmurando de todo; éste nacía allí mismito, al pié del rosal; allí tenía su cuna en una ancha pocita cubierta por la frondosidad del arbusto; y como os diera deseo de inclinaros á beber, y apartando las rosas, os bajaseis a introducir en la pocita vuestro vaso de cuero, podíais descubrir, oculta entre las hojas y cerca del borde de la pocita, la más linda rosa de aquel rosal, Rosa nieve, y tentado estoy por decir la más bonita, no ya de aquel jardín, sino de todos los del país, y, por consiguiente, del mundo, porque el jardín de mi cuento estaba en Granada.

II.

Un corrito de palomas que andaban picoteando, no sabemos qué, cerca del cenador, y que brillaban al sol como si fueran de plata, se deshizo en un punto al volar estas por distintos lados, á causa de la aparición de un hombre que había entrado bruscamente en el jardín.

Llevaba este hombre una gran caja debajo del brazo, y dio en mirar de una parte á otra, como quien busca algún objeto, mas no podía decirse lo que buscaba: unas veces miraba al suelo: «¿será á nosotras? —decían las hormigas— ¿querrá en nosotras aprender la ciencia de la vida?» No era á ellas, porque el hombre miraba luego á lo elevado de los árboles. «A nosotros nos busca —decían los pájaros— está visto que no nos han de dejar en paz.» Y como ellos tienen necesidad de ser más listos que la pólvora, volaron en bandada, y en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron.

Mas de pronto el recién llegado percibió á la bella Rosa fuego que se hallaba en lo alto del rosal: una satisfacción grande apareció en los ojos del desconocido, y en un segundo abrió su silla de campo, sacó lienzo, pinceles y color de la gran caja, y pintó á maravilla el retrato de la rosa; luego recogió sus bártulos, arrancó la rosa, y colocándola en su sombrero, salió orgulloso; pero no tanto como la flor, que se sentía más alta y se sentía llevar tal vez á la realización de sus quiméricos deseos.

III.

Suele decirse de una cosa muy bella, que ni pintada sería mejor, y por cierto, que buena era la pintura que de rosa fuego hiciera el pintor; pero no era la rosa pintada tan hermosa como el original; que dígase lo que se quiera, siempre hay gran diferencia de lo vivo á lo pintado.

Colocada en un vaso de agua estaba en el taller, aún más hueca y presumida que en su rosal, como si se hallara embelesada contemplando su retrato, y un si es ó no, satisfecha de exceder en belleza á la pintura.

Mas por desdicha pasaron dos días, y si hubierais entrado en el taller, no hubierais conocido seguramente á nuestra rosa; sus hojitas tenían grietas color de tabaco, manchas del mismo color se descubrían en el centro del cáliz, y de ella se desprendían una á una las antes rojas y vividas corolas. Ya la del cuadro excedía en vida y belleza, al original, y si las flores tienen, como no dudo, inteligencia, había de atormentar á nuestra rosa aquel brillante recuerdo de su gloria de un día.

¡Oh! Después, Rosa fuego, triste es decirlo, me apena confesarlo, fué arrojada al cesto donde se arrojan los mil pedazos menudos de papeles rotos.

IV.

Mas hé aquí, que en tanto los pájaros correveidiles del bosque, familia que por lo alegre y charlatana recuerda á los poetas, dieron en piar y gorjear desatinadamente, contando á quien lo quería oir, la historia de Rosa nieve. No porque yo les entendiera, mas porque ya la sabía, puedo referirla y contarla á las niñas mis lectoras.

Como vosotras, guardaditas en casa, mantúvose Rosa nieve, como vosotras, mirándoos en vuestras madres que nunca os engañan, estuvo mirándose en el limpio cristal de su pocita; ésta prestábale frescura, en tanto que por entre el ramaje entraba un rayo de sol á comunicarle el calor y la vida. Había allí, en aquel rincón, esa paz, y se percibía ese perfume que se sienten en lo más guardadito de la casa. Contemplaba á la rosa la tersa pocita y en ella se veía á sí misma la flor, con tal verdad, que aquí si que se dudaría cuál era el original y cuál la copia; y cuando Rosa nieve envejeció, cuando se marchitó, recogióla en su seno la fresca, limpia y estrecha pocita.

V.

Si queréis ser admiradas, guardáos; no os faltará, mis queridas niñas, vuestra pocita escondida, en ella os miraréis y ella os recogerá sin exponeros á lo que yo me sé, y vosotras habéis entendido; á dejar huella de vuestra gloria de un día y morir olvidadas después. En ese misterioso hogar se esconde la pocita. ¡Oh, si fuera escritor de inspiración ya os hubiera hablado mejor de la pocita de la rosa; pero esto sólo sería propio de poetas como Anderssen; ese si que era el poeta de los niños, de los pájaros y de las flores!

FIN