I.
¿En dónde pasa la acción de esta verídica historia? En cualquier sitio delicioso de cualquiera provincia de España. En todas ellas hubo docenas de docenas de conventos, cuyos piadosos moradores atravesaban este valle de lágrimas sostenidos por su fe y por los copiosos tragos y valientes tajadas con que procuraban conservarse robustos para entrar con pie firme en la mansión de los bienaventurados. Así es que en los solemnes días de procesiones y oficios religiosos, cuando los frailes salían juntos en comunidad y cruzaban grave y lentamente plazas y calles precedidos de estandartes, cantores y músicas, admirábase la gente devota de verlos tan lucios, gordos y colorados, á pesar de los ayunos, maceraciones y cilicios que debían de sufrir, atribuyendo sus esféricas panzas, bermejos rostros y anchos cogotes á la influencia y acción de la divina gracia, tranquilidad de conciencia y justo galardón de evangélicas virtudes.
No seré yo, pecador, quien lo niegue; aunque sospecho que la regalona vida y suculenta mesa tendrían en ello no pequeña parte; que el jamón y el vino crían carne y sangre con más eficacia que todas las antífonas, jubileos y responsorios. Á lo menos, tal es la común opinión de fisiólogos y médicos; pero no entraré yo á sustentarla para que no me roan los huesos tachándome de incrédulo y materialista y tal vez de otras cosas peores. He reparado que según disminuye la fe, aumenta el número de los que dicen que la tienen; y ya no hay podrido que no finja escrúpulos de doncella, ni deje de establecer cátedra de religión y moral, censurándolo todo y admirándose de todo como si hubiese caído de las celestes regiones y temiera manchar la túnica de su inocencia al contacto de este mundo pecador y terrestre. De semejante cuadrilla conozco muchos cómicos. Dios los aplaste y luego los perdone, y vamos á mi cuento.
Era cosa extraña que hallándose el monasterio de Nuestra Señora del Valle en uno de los lugares más sanos, ventilados y hermosos de toda España, siempre hubiese en él un crecido número de enfermos. Singularmente al llegar la primavera menudeaban las dolencias de carácter inflamatorio, y cada apoplegía que estallaba era un súbito escopetazo que se llevaba un fraile al sepulcro, sin darle cinco minutos para rezar un Padre Nuestro. El médico, persona entendida y de conciencia, y que, hubiese poco ó mucho trabajo, cobraba por años á cuota fija, calentábase la mollera discurriendo sobre la causa de tales enfermedades. ¿Estaba en la atmósfera? Nada tan puro como los aires de aquel convento, situado en el campo á legua y media del más cercano pueblo, en un cerro ventilado y alegre y en medio de frondosas arboledas. ¿Consistiría en las aguas? ¡Pero si las aguas bajaban de la próxima sierra, delgadas, copiosas y tan cristalinas que ni con la imaginación podían suponerse mejores! ¿Los alimentos? Algún abuso habría en la cantidad; mas en la calidad eran dignos de servirse en mesas de reyes. ¿La estrechez de la regla, las penitencias, los ásperos cilicios? El médico sabía muy bien que no había tales carneros; y aunque los hubiera, semejantes austeridades enflaquecen y momifican el cuerpo, siendo más propias para dejarlo cacoquimio y exangüe, que para sobrecargarlo de carnazas y acres y gruesos humores. Ningún cenobita de los antiguos tiempos tuvo jamás barriga prominente ni mofletes rubicundos, aunque al retirarse de la sociedad para vivir angélicamente en el desierto, estuviese reventando de puro gordo. Los rábanos, berengenas, lechugas y otros manjares por el mismo órden con que se alimentaban los penitentes solitarios, eran poco adecuados para criar mantecas; y aunque algunos tenían un cuervo ú otro caritativo pajarraco que diariamente les llevaba un pan, tampoco medraban mucho, pues el pan seco, más que otra cosa, es mortificación y abstinencia.
Pero los frailes del Valle bebían vino, y añejo, y puro, y potencioso, y capaz de resucitar á un difunto con sólo arrimarle á la nariz una copita. ¡Ah! ¡el vino, el vino! Ahí estaba la cola del lagarto y el punto de la dificultad. El galeno dábase palmadas en la ancha frente, indignado contra sí mismo por su torpeza. ¿Cómo no lo había conocido antes? ¿De qué otra cosa podía provenir aquella tendencia inflamatoria y pletórica tan común entre los monjes? No le quedaba duda: del vino. Además de ser generoso y añejo, lo bebían á todo pasto, en anchos y profundos tazones, á gaznate abierto y codo levantado, sin regla ni medida. Padre había en la comunidad que no recordaba ya el sabor del agua; pero que sabía en cambio de memoria las vigas del refectorio con todas sus cabeceras, entalles y labores…..
El médico, hombre de conciencia y amigo de la verdad, creyó cumplir un deber dando cuenta de sus observaciones al Prior del convento, que tal vez y sin tal vez era en la casa el menos devoto de Baco, hasta el punto de que solía bautizar su vino, con grave escándalo de la comunidad, partidaria del vino moro y aborrecedora de las mezclas. El Superior no dijo palabra á nadie, limitándose á poner en su vino más agua todavía para ver si lograba conseguir algún fruto con la muda elocuencia del ejemplo. Pero aunque se hubiese bebido el estanque de la casa, que no era flojo, como destinado á criar hermosas truchas, no por eso habría fundado escuela ni aun sacado el menor discípulo. El vino seguía bajando á raudales por aquellas gargantas, y la enfermería cobrando su acostumbrado tributo.
Entre tanto acercábase la fiesta de nuestro señor San Juan, en cuyo día la comunidad acostumbraba celebrar capítulo donde los padres graves discutían todo lo relativo al orden y acertado gobierno del convento, así en la esfera espiritual como en la temporal y económica. Ciertamente no eran tales asambleas en muchas ocasiones lo pacíficas que es de suponer entre clérigos regulares, y las crónicas de los institutos religiosos y la tradición de personas ancianas conservan la memoria de algunas de estas reuniones que terminaron trágicamente como el famoso Rosario de la Aurora. Los frailes son hombres, y es muy cándido el creer que al encajarse los hábitos y entrar en la clausura dejan á la puerta su carácter, instintos y pasiones, transformándose de repente en ángeles ó cosa parecida. Así, pues, y por el fundado temor de armar un tiberio, moderábanse los más vehementes, exponiendo con templanza sus opiniones; y aun los rectores, abades, priores ó provinciales se tentaban la ropa y lo meditaban despacio antes de proponer cualquiera reforma, por leve que fuera, ó de soltar alguna especie capaz de ser interpretada en mal sentido por los hermanos; y hacían bien, que no siempre está la Magdalena para tafetanes.
No es de extrañar, por tanto, que llegado el día del capítulo fuese manifestando el P. Prior todos los puntos que habían de tratarse, dejando deliberadamente para lo último la reforma vinífera que pensaba plantear pro salutem etiamque mores, quiero decir, en beneficio de la salud y aun de la moral de los asociados. Pero como las cosas llegan alguna vez por mucho que se retarden, llegó también el momento de manifestarla, y no le faltó, ciertamente, la destreza más exquisita al hacerlo.
Después de una introducción ó exordio elogiando el tino y la prudencia con que había resuelto el capítulo cuestiones delicadas, celebró que todos los ánimos estuviesen unidos para cuanto fuese provechoso espiritual ó temporalmente á la orden, comparándola á una gran madre cuyo mejor adorno y corona son los buenos y virtuosos hijos. Añadió con humildad que se creía inferior en doctrina y merecimientos á otros muchos insignes varones allí presentes, y que por su parte procuraba suplir la falta de otras excelencias y altas dotes á fuerza de entusiasmo y celo por la comunidad que, aunque indigno, tenía la honra de dirigir, etc., etc.
Mientras iba ensartando estas cosas con voz insinuante y melíflua, le oía el capítulo como quien oye llover desde lugar cubierto; unos parecían mirar con grande atención las pinturas de los muros y bóveda, medio dormidos otros cabeceaban haciendo reverencias, y muchos con las manazas cruzadas sobre la barriga y hartos ya de plática, decían para su sayo: «¿cuándo se acabará esto y tocarán á refectorio?» Pero el discurso no llevaba trazas de concluirse tan pronto; antes, al contrario, de unas reflexiones nacían otras; como las aguas vivas de manantial abundante, las palabras con rapidez asombrosa brotaban de los labios del orador, que siempre había sido hombre de gran facundia, y en aquella ocasión lo era más todavía, de suerte que el aburrido auditorio tenía casi agotada la paciencia, y sólo por ciertos respetos no daba mayores señales de su disgusto.
—¡Vamos, predicar á frailes! ¡Ni al que asó la manteca se le ocurre cosa igual!
—¿De dónde habrá sacado el P. Prior tanta letra menuda? ¿Se estará ensayando ahora para algún sermón de empeño?
—Este hombre es muy capaz de estarse hablando seis horas sin escupir siquiera. Y luego en el refectorio nos servirán todas las cosas apelmazadas ó frías, ó pasadas de punto, ó… Esto es deplorable.
Tales pensamientos y otros de la misma estofa dominaban en el seráfico auditorio. Conociéndolo el orador, hubiera hecho alto y puesto punto final á su elocuencia; mas no tuvo tanta oportunidad, y siguió adelante. Por fin, entró de lleno en el asunto: descritas la posición escogida y condiciones higiénicas del convento, la vida ordenada y sana alimentación de los religiosos, no pudo menos de manifestar su extrañeza ante el excesivo número de ingresos en la enfermería, y especialmente porque todos ó casi todos los padecimientos fuesen de la misma índole y carácter inflamatorio, no pocas veces de terminación funesta. Que siendo para él, añadió, caso de conciencia el atajar mal tamaño, lo había consultado con personas de reconocido saber y consejo; de cuya consulta resultaba causante de aquellas dolencias inflamatorias y congestiones apopléticas el vino puro y añejo y potencioso que sin tasa alguna los monjes bebían. Que, por tanto, era indispensable reducirlo en cuanto á la cantidad, y aguarlo en cuanto á la calidad, no dudando de que así lo harían todos los padres como varones prudentes y virtuosos que eran.
Al llegar aquí no hubo ya dormilones, indiferentes ni medio dormidos; antes, cada cual abría los ojos como una liebre, fijándolos en el orador con cierta expresión de asombro y de lástima propia de quien contempla á un hombre que repentinamente acaba de perder el juicio. ¡Mermar el vino! ¡Aguarlo! ¿Habría nadie escuchado atrocidad semejante? Violentos murmullos interrumpieron el discurso, que no pudo reanudarse: los frailes dejaron sus asientos y se arremolinaron por grupos, voceando y gesticulando sin hacer más caso del Superior que de la carabina de Ambrosio; los de un corrillo pasaban á otro, como consultándose mutuamente; la confusión y el tumulto crecían por instantes; el Superior, turbado ante aquella especie de motín, no sabía qué hacerse; hasta que, por último, dominando toda la gresca y baraúnda, se oyeron las voces de «¡Silencio! ¡Callad! ¡Que hable el P. Procopio! ¡Silencio!»
Era el tal P. Procopio un desaforado jayán, cetrino y barbudo, más adecuado para llevar una casa sobre la espalda ó tirar de una carreta, que para gozar en contemplaciones místicas y éxtasis divinos. Su entendimiento era el de un toro de ocho años y su fuerza también, sobre todo cuando se ponía ó lo ponían colérico; por cuya razón era muy respetado y temido, y ninguno quería contradecirle aunque dijese una barbaridad, y solía decirlas de monumental calibre. Este P. Procopio asumió el parecer de la comunidad, y restablecido el silencio clamó con voz tonante:
—Padre Prior, puro y sin tasa, y caiga el que caiga.
II.
Indudablemente fué el P. Procopio eco fidelísimo de la opinión general. Mientras el Prior con su larga y pulida perorata sólo consiguió fastidiar al auditorio, él con cuatro palabras resolvió la cuestión, y á poco más se ve paseado triunfalmente en hombros por todo el convento. Excusado parece añadir que siguió la cosa como antes; el vino añejo se repartía con profusión para sumirse por los cien abismos de aquellas insaciables gargantas; las inflamaciones y apoplegías continuaban, y jamás se desocupaba la enfermería. Precisamente una de las primeras víctimas de su intemperancia fué el mismísimo P. Procopio, que á las pocas semanas del famoso capítulo mencionado reventó como una bomba….. Quien no conozca á los frailes, quizá imagine que este trágico ejemplo pudo introducir en ellos alguna enmienda; sin embargo, en honor de la verdad debo decir que no la hubo. Cuando una columna de ataque se propone tomar un fuerte por asalto, avanza con paso ligero despreciando la metralla que barre hileras de hombres; si unos caen hechos pedazos, otros y otros llegan y pasan sobre los cadáveres y la sangre, y saltan fosos, y escalan empalizadas y reductos hasta clavar su bandera en lo más alto de la fortaleza enemiga. Pues los frailes son una milicia también, y no menos tenaz que la del ejército. Obligado á escoger entre ambas, me quedaría sin las dos, aunque la primera me parece más temible; y cuando así lo digo, estudiado lo tengo. Pero vayan las digresiones á un lado, y siga adelante la historia.
El débil P. Prior de Nuestra Señora del Valle, que no se atrevió á cortar con mano firme el inveterado abuso de que fue campeón el P. Procopio, resignó su cargo á causa de sus muchos años, y se retiró á pasar tranquilo en otro convento los que le quedasen de vida. Claro está que alguien había de sustituirle para que la comunidad no quedase convertida en un cuerpo acéfalo y disparatado. Pero este alguien, este nuevo Prior, no era un anciano irresoluto y fatigado por la edad, ni menos un blandengue, ni tampoco un devoto contemplativo y extático, siempre con la imaginación en las esferas celestiales. Al contrario, era hombre joven todavía, pues apenas andaba en los cuarenta; poco erudito y muy despejado, de imperiosa y breve palabra, y sobradamente capaz de sujetar y meter en cintura á un convento de frailes y también á una horda de piratas. Decíase de él por lo bajo que en su borrascosa mocedad había sido contrabandista y que yendo y viniendo de Ronda á Gibraltar y de Gibraltar á Ronda con su potro corredor y su trabuco naranjero, había llenado aquella ancha zona de su alto nombre y sus épicas hazañas. Decíase además que no conocía los PP. de la Iglesia, dogmáticos ni apologistas; que estaba ayuno de Biblia Sacra y expositores, y que sólo sabía un poco de moral y el suficiente latín para leer el oficio de la misa y las horas canónicas. No le calumniaban en esto último: el nuevo Prior no era docto letrado, ni mucho menos; pero en cuanto á lo de contrabandista, no estaba del todo averiguado que lo hubiera sido, aunque dándolo como cierto y seguro, tampoco sería maravilla; que en las vueltas y mudanzas del mundo ladrones han llegado á santos, y hombres virtuosos acabaron en ladrones. Hasta el fin de la comedia no se sabe el desenlace.
Vino, pues, el Prior nuevo precedido de esta fama: anduviéronse los frailes con gran pulso para no deslizarse en la menor cosa, y el convento por lo tranquilo parecía una balsa de aceite. Una balsa de aceite en la superficie, que por el fondo rugía la borrasca. Sin hacerlo punto discutible ni decir palabra á fraile alguno, había dispuesto el nuevo Prior que se sirviera en la mesa del refectorio el vino aguado, y en tal extremo como para refrescar el estómago en vez de acalorarlo. El despensero guardaba cuidadosamente las llaves de la bodega, y por nada del mundo hubiera faltado á la consigna. Verdad es que la salud de la comunidad había mejorado y eran pocas las camas ocupadas en la enfermería; pero en tan grande ventaja no paraban mientes los frailes, sino que andaban resentidos y furiosos contra el nuevo jefe. ¡Aguarles el vino! ¡Meterse á reformador sin consultar con nadie! Y encima de esto y por contera y remate, ¡no tener palabra ni ojos sino para el mando y para lanzar miradas que dejaban al más osado hecho una estatua de piedra! Vamos, esto era fenomenal é intolerable.
Para tomar el pulso al tonsurado ex-contrabandista y probarle la paciencia, eligieron y diputaron los frailes al más atrevido, quien de propósito cometió una falta leve, y reprendido por ella contestó al P. Prior una tontería. Pero se arrepintió bien pronto de su ligereza, cuando sintió sobre sí una mirada fulminante y oyó una voz severa diciéndole:
—Hermano, durante un mes tendrá su celda por encierro y ayunará á pan y agua. Desde hoy comienzan la reclusión y el ayuno. Váyase en paz.
Y como el castigado hiciese ademán de responder presentando alguna excusa, añadió el P. Prior:
—Sean cuarenta los días de reclusión y ayuno.
Y hora tras hora se cumplió íntegra la sentencia; y como un hermano llevase á hurtadillas al castigado algo más sustancioso que pan y agua, el P. Prior, que era un Argos, lo supo y le recetó otro mes de igual penitencia. Y ésta se cumplió también, y con más rigor todavía.
Vieron, pues, los frailes que era digno el Prior de su fama y que sentaba la mano de firme por la cosa más leve. Tenía un modo de mandar, que imponía la obediencia; y si como superior era inflexible, como hombre debía ser un león. Aunque hubiese resucitado el difunto Padre Procopio trayendo consigo una docena de PP. de su misma calaña, todos ellos ante la mirada fulmínea del Prior habrían bajado las suyas como doctrinos. Bien supo lo que hizo el P. Provincial cuando le encargó el gobierno de Nuestra Señora del Valle.
La cuestión vinífera continuaba en el mismo lamentable estado. Aquellas anchas y profundas tazas del refectorio, marcadas piadosamente con las iniciales de la sacra familia, J. M. J., ya no encerraban generoso vino, consolador de penas y fatigas, sino una especie de aguachirle semejante al de los barreños que en las tabernas sirven para fregar los vasos. Escondidamente, pues no podía ser de otro modo, murmuraban de ello los frailes atribuyéndolo á tacañería más bien que á higiene, y trataban de elegir unos cuantos que en comisión representativa y á nombre de todos, manifestase el descontento de la comunidad al mismo P. Prior, suplicándole volviesen las cosas al antiguo ser y estado. Mas aunque aplaudían la idea de la manifestación, no encontrando otra mejor para el fin propuesto, ninguno quería echar el cascabel al gato; esto es, ninguno quería llevar la palabra ante el P. Prior, cuyas malas pulgas tenían presentes. Por último, acordáronse de un virtuoso anciano, muy querido de todos por su carácter angelical, y respetado de sus mismos superiores por ser el más antiguo y el más docto de los monjes, crónica viva y archivo ambulante de la historia, usos y tradiciones de la casa. Llamábase este bondadoso varón el P. Cándido; mas no lo era en tal punto que desconociese lo arduo y enojoso del encargo que le daban. Por lo cual, exigió al aceptarlo, que habían de acompañarle á la celda prioral los seis individuos de la comisión: él llevaría la palabra, y los otros, si era necesario, apoyarían cuanto dijese. Convenido así, fijaron la entrevista para aquella misma tarde á la hora en que el P. Prior volviese de su acostumbrado paseo. No anduvieron desacertados en elegir tal oportunidad: ciertamente nunca el ánimo del hombre se halla tan propicio á conceder cualquiera favor, como después de haber comido bien y paseado por un campo delicioso, gozando y admirando á la puesta del sol las hermosas y melancólicas perspectivas de la naturaleza.
Aquel día, como los demás, salió el P. Prior á dar su vespertino paseo. Iba solo y pensativo, lo cual no extrañó á ninguno de los que le vieron salir, por la sencilla razón de que siempre iba lo mismo. Engolfado en sus cavilaciones, andaba ligero unas veces y otras se detenía de pronto, haciendo rayas y figuras en la tierra ó círculos en el aire, como mágico antiguo, con un palitroque ó báculo que en la mano llevaba. Así distraído se alejó algo más de lo acostumbrado, y al levantar los ojos vió cerca de sí un muchachuelo tendido sobre la hierba, cuidando de un escaso rebaño de cabras, y muy entretenido en tallar con la navajilla algunas labores en un palo. Por desechar fatigosos pensamientos, ó porque la cara viva y picaresca del muchacho le agradase, el P. Prior quiso darle conversación y se entabló el diálogo de esta manera:
—Hola, muchacho, ¿guardas cabras?
—No, señor, que son bueyes.
—¡Cómo bueyes! Si son cabras, y las estoy viendo.
—Pues, lo que su merced ve ¿para qué lo pregunta?
Mordióse los labios el fraile, y al cabo de un momento dijo al pastorcillo:
—Pareces muy despierto, y tal vez pudiera yo hacer algo por ti. ¿Cómo te llamas?
—¡Otra! ¿Pues, no pregunta cómo me llamo?… De ninguna manera. Los que me llaman son los que me necesitan.
—Tienes razón, niño, tienes razón. Y ese angosto sendero que penetra en el bosque ¿adónde va?
—Á ninguna parte, Padre, que se está muy quietecito. Los que andan por él son los que van y vienen. Ya tiene su merced bastante edad para saberlo.
—Oye, ¿qué debe hacerse con los pilluelos desvergonzados?
—Meterlos á frailes.
Aquí el Prior no fué dueño de contenerse, y con paso ligero se encaminó al muchacho, resuelto á plantarlo de un puntapié en la copa de un pino. Sólo que el pastorcillo era mucho más ágil, y cuando el fraile llegó adonde él estaba, ya en pocos brincos había puesto por medio cuarenta pasos y había desliado la honda de la cintura, y sin saber jota de la historia sagrada preparábase á repetir el lance de David contra el gigantazo de Goliat. Sobradamente lo conoció el religioso, y conoció también que no podría echar la uña á semejante diablejo, que impávido y ojo alerta le esperaba con la piedra calzada en la honda; por lo que descompuesto y colérico, gritóle en son de despedida.
—Adiós, hijo de un ladrón.
—Vaya su merced con Dios, Padre, respondió el angelito.
Excusado me parece ponderar el efecto que en un hombre de carácter enérgico y además acostumbrado al mando harían las insolencias de aquel rapazuelo montaraz y deslenguado. Alguna cosa hubiera dado por echarle encima los diez mandamientos; en cuyo caso, aunque luego se hubiese arrepentido, por el pronto lo estruja como una breva. Afortunadamente para entrambos cuidó muy bien el muchacho de no ponerse á tiro, y silbando á su ganado, desapareció por el bosque.
—¡En mi vida me ha sucedido otra! murmuraba el Padre Prior, volviéndose á su convento. Ese tuno debe tener metida en su cuerpecillo toda entera una legión de diablos. Yo se los iría sacando con una vara de acebuche si lo pillara entre cuatro paredes, por muy agarrados que estuvieran. ¡Atreverse conmigo, con un religioso! Pero… lo cierto es que á su edad hubiera yo apedreado al Preste Juan de las Indias. El mundo siempre es igual, porque… voto á…
Y lo soltó redondo con todas sus letras. Gracias á que por allí no había ningún par de orejas que pudiese oirlo, y así se excusó el escándalo. Entretenido con su monólogo acababa de tropezar en firme contra una piedra, y como llevaba el pie desnudo en flexible sandalia, se lastimó no poco los dedos y aun creyó ver estrellas por el aire, sin que hubiese anochecido todavía. Los soliloquios distraen y tienen estas contras. Cojeando y con la vista en el suelo y cara de vinagre llegó al monasterio, atravesó el espacioso patio y subió la ancha escalera. No contestó á los hermanos que al pasar le saludaban, y se encerró en su celda de golpe y porrazo. Abrió un libro devoto y lo volvió á cerrar sin haber leído cuatro renglones: empezó una carta, y apenas hubo puesto delante de sí el papel y mojado la pluma en el ancho canjilón de loza que le servía de tintero, desistió de su idea y comenzó á recorrer la celda agitado y nervioso, como tigre enjaulado. Mala cara tenía entonces: más bien qué superior de una orden monástica, parecía un facineroso. Y no era que le hubiese puesto así la desfachatez y osadía del pilluelo, ni algún otro especial motivo; sino que estaba de malísimo humor, porque lo estaba: sabe Dios el depósito de bilis que tendría en el cuerpo.
Entre tanto, la comisión representativa que había concertado hablarle aquella tarde sobre el asunto del vino, iba subiendo lentamente la magnífica escalera, deteniéndose á cada cuatro ó cinco peldaños para conferenciar sobre el modo de abordar la cuestión á fin de que tuviese mejor éxito, y se oían cosas por el estilo:
—Conviene pasarle la mano por el lomo, adularle y á cada tres palabras llamarle Reverencia. Más alcanza un sombrero saludando, que seis espadas amenazando. ¿He dicho bien?
—Sí, sin duda; pero no tan calvo que se le vean los sesos. Entre correr y parar, hay un término medio, que es andar. Si todo se vuelve lametones y cortesías, no nos hará caso y quizá, quizá nos mande noramala. Es menester alguna firmeza, que vea cierto carácter, ¿eh? Vamos, ¿cómo va usted á entrarle, P. Cándido?
—Descuide, hermano, que yo le diré lo que me parezca justo y adecuado á la ocasión. Pero nuevamente advierto á ustedes que hemos de entrar todos en la celda prioral, como representantes de la comunidad que ahora somos, y que habéis de aprobar y apoyar lo que yo diga; pues de otro modo parecería la queja cosa particular mía, cuando no lo es, y sí de la corporación entera.
—Pues eso ¿qué duda tiene, P. Cándido? Nosotros entraremos acompañándole, y á todo lo que diga, diremos amén, y aun le apoyaremos con las reflexiones que se nos ocurran.
—Entonces no hay más que hablar: en marcha y manos á la obra.
Acabaron de subir la escalera, cruzaron una extensa galería y se detuvieron cuchicheando ante la puerta del Padre Prior. Éste oyó el murmullo y desde adentro preguntó con voz tonante:
—¿Quién anda ahí? ¿Qué se ofrece?
Al solo eco de aquella voz terrible intimidáronse los frailes, y dos de ellos con ligero paso emprendieron la retirada. Frunció las cejas el P. Cándido, y aunque le disgustó aquella torpe fuga, llamó con los nudillos á la puerta diciendo en tono dulce y reposado:
—Alabado y bendito sea …
—Por siempre, contestaron de adentro, y la puerta se abrió toda con ímpetu. Entonces vió el Prior al Padre Cándido y á otros cuatro religiosos que detrás de él como que procuraban ocultarse. Y añadió:
—¿Qué hay ahora, P. Cándido? ¿No le tengo dicho que haga y deshaga en la biblioteca lo que estime conveniente? ¿Ó es que se ha propuesto freirme la sangre á puras consultas? ¿Y qué nueva pejiguera traen esos acompañantes que parecen estatuas?
Aunque parecían estatuas, no lo eran; pues se escabulleron como el humo otros dos, y sólo quedó una pareja detrás del P. Cándido, que respondió:
—Padre Prior, no vengo por asuntos de la biblioteca.
—¿No? Pues entonces ¿qué se le ofrece? Huéleme á impertinencia, y le advierto que… Pero, vamos, ¿se puede saber lo que hay?
—Si su Reverencia no me deja hablar, no lo sabrá nunca, respondió el P. Cándido con firmeza. Vengo en comisión con estos hermanos á nombre de la comunidad, para decir á su Reverencia que ese vinillo que ahora se nos pone…
—¡Dos mil demonios carguen con usted, P. Cándido! El vinillo, el vinillo… clamaba el Prior, acompañando sus palabras con un puñetazo sobre la mesa, que retumbó como un trueno y ahuyentó á los dos últimos frailes que habían permanecido á la puerta. Y avanzando como energúmeno hacia el quejoso, preguntaba con voz ronca y descompuesta:—Vamos, ¡el vino! ¿Qué tiene el vino?
Volvió la cara en esto el P. Cándido y se halló solo con el tremendo Prior. Sus compañeros le habían abandonado, como suele decirse, en las astas del toro. Aquí le faltó su entereza y sólo pudo responder tartamudeando:
—El vino, P. Prior… verdaderamente… no tiene nada… ¿qué ha de tener?… Nada… Mas… digamos que… conviene distinguir… El vino será bueno, es muy bueno… pero… mis compañeros… los frailes… son unos canallas.