I

La vertu est aussi une force.

Toullote.

La virtud es también una fuerza.

Saliendo del pueblo de Dos Hermanas en dirección á Sevilla, vense á la izquierda olivares, que se prolongan en línea recta, y que al internarse, se alzan sobre un cerro dilatado, aunque de poca altura. En la cima se halla escondido entre los olivares un antiguo castillo, que labrarían los moros sobre aquel cerro, porque domina una extensa llanura. Hallábase no ha muchos años, y suponemos que aun hoy día se hallará, en el mismo estado en que lo tuvieron los árabes, sin más variación que haberse convertido en molino de aceite el local que probablemente fué cuadra, en trojes lo que sería almacén, y en estancia para los trabajadores campesinos lo que sería cuartel de las tropas. Con estas variaciones, á favor de las cuales del estado militar pasó al estado civil, esto es, de castillo se convirtió en hacienda,—adquirió legítimamente el nombre de Serrezuela, que puede fuese el nombre de su conquistador cristiano, aunque no lo sabemos. Lo que sí sabemos, y nos interesa más, es el nombre que le puso y conservó el pueblo extra judicialmente en los archivos de la tradición, y fué el de Castillo del Último Moro.—Hé aquí el hecho que le valió el nombre.

En la época de la expulsión de los árabes, el caudillo que defendía el castillo nunca quiso rendirse ni capitular. Mucho tiempo se mantuvo encerrado entre sus muros de argamasa, como el león en su jaula de hierro. Todos los días se le veía subir con sus compañeros á una de las cuatro torres que flanqueaban en sus ángulos el cuadrado castillo, para descubrir en la inmensa extensión de terreno que abarcaba su vista, si le llegaba socorro de los suyos; ¡pero en vano! El Santo Rey los había ahuyentado á todos. Hecho el reconocimiento, bajaba,—si bien marchitas las esperanzas,—inmutables, firmes y lozanos los bríos.

Poco á poco observaron los sitiadores aminorarse el número de los que le acompañaban, hasta que le vieron subir solo. Siguió impertérrito en su inspección diaria que hacía descolorido, caído de fuerzas, pero siempre entero de ánimo.

Un día no subió. Aquel día escalaron los cristianos los muros sin hallar resistencia. Al pie de la escalera de la torre encontraron armado, en pie y sin vida, al nunca rendido Último Moro.

Efectivamente, aquel castillo de argamasa aislado y obscuro, sin más comunicación con lo exterior que la puerta de entrada, flanqueado con sus cuatro torres coronadas de almenas, semejantes á pirámides de cementerios, parece un gran ataúd. Está estrechamente rodeado de olivos que le cercan apiñados, como para enterrarlo. Cual la del navegante, nada percibe la vista del que está dentro, ó en su cercanía, sino una multitud de verdes copas de olivos,—semejantes á la multitud de verdes olas de la mar,—y el cielo sobre su cabeza. La escalera, por la que subía el moro á la plataforma de la torre, está derruida, y no prestando utilidad, no ha sido reedificada. No siendo tampoco necesario para las sencillas gentes campesinas que allí moran ninguno de los requisitos que sirven en los edificios labrados para ser cómodamente habitados, el Castillo del Último Moro permanece en el mismo ser y estado marcial, escueto y fuerte que tuvo, y es digna tumba del que lo defendió hasta su muerte.

¡Nada más triste que ese resto tan intacto de un pasado tan desvanecido! Esa eterna existencia entre extraños es triste en su inmovilidad; cual la del Judío errante en su incesante movimiento. ¿Qué sobrevive y queda de aquel hecho heroico? Una tradición en boca del pueblo, que nadie escucha, y esa gran tumba de héroes sepultada entre olivos, sobre la cual las simbólicas ramas de éstos estampan por solo epitafio: ¡Paz á los muertos!

Parecía aquella morada comunicar algo de su gravedad y silencio á la familia del capataz que la habitaba. Era éste un hombre austero; su mujer era callada, y sus hijos tímidos. Varmen, la mayor, que unía á su timidez juicio y dulzura, era bien querida en el lugar, en que, hablando de ella, sellaban su elogio con decir, según la expresión del país, que era arrimadita á la iglesia.

En una ocasión acaeció que murió el guarda del olivar á tiempo de la cogida, lo que apuró tanto más al capataz, cuanto que era á la sazón más necesario y más difícil hallar quien le reemplazara. Uno de los arreadores de la aceituna le propuso á un hombre que dijo ser muy propio para el oficio, y el capataz le admitió sin conocerle y sin saber sus antecedentes, en vista de la apremiante necesidad que de él tenía.

El nuevo guarda era un hombre, que, sin ser mal parecido, repelía. Su tez tostada, sus espesas patillas, su adusta y altanera mirada, le daban, al decir de los trabajadores, sombra en la cara: sus modales bruscos y sus pocas palabras alejaron de él todas las simpatías. Á poco se esparció una voz por el lugar,—una de esas voces que parecen formarse en las nubes, y que llegan á la tierra como aerólitos consistentes y compactos,—de que aquel hombre, que parecido al huracán había venido sin saberse de dónde, ni á dónde iba, andaba á salto de mata, prestado y forastero en todas partes, para burlar á la justicia que le buscaba con objeto de echarle mano.

Varmen notó con sobresalto que cuando venía el guarda al castillo á las horas de las comidas, tenía fija tenazmente sobre ella su atención. Era Varmen lo que suelen ser las que se clasifican de arrimadas á la iglesia, opuesta á que se ocupasen de ella. Su vestir era con extremo aseado y primoroso, pero rigurosamente sencillo; la ropa que llevaba era basta, pero limpia; cuidadosamente remendada, pero sin adorno alguno: su cabello estaba siempre alisado y recogido; pero nunca adornaban flores su cabeza. Las flores de los jardines quieren las brisas de primavera para ostentarse: en las cabezas de las mujeres, quieren las alegrías, que no todas tienen, ¡ni aun en la juventud! Así es que como el agradar á los hombres no se lo pedía su vanidad, ni agradar á aquél se lo pedía su corazón, puso todo esmero en evitar su presencia.

Una mañana estaba Varmen en el patio, lavando en una media tinaja empotrada en un poyo adherente al pozo: á su lado estaban jugando sus hermanas y los hijos del manijero. Varmen no prestaba atención ni á sus juegos ni á lo que decían: en cuanto á nosotros, no podemos pasar cerca de un grupo de niños sin detenernos para observarlos. En ellos se encuentra la gracia sin afectación ni pretensiones, que sin buscarlo, halla el agrado; gracia inocente cual ellos, y por tanto llena de encanto y de simpatía.

—Mariquilla, dijo la niña del manijero,

Cuando baja, ríe; cuando sube, llora:

¿Á que no me lo aciertas en una hora?

—Yo no sabo contestó la interrogada, que era la menor y más mimada de las hermanas de Varmen.

—¡Qué tonta eres! Es el carrillo.

—Chacha, dijo Mariquilla altamente ofendida, Josefita me dice tontona.

—Vamos, no reñir, intervino Varmen; á cantar como los pájaros, á ver si os crecen alas.

Las chiquillas no se hicieron de rogar, y la una cantó:

En un cuerno de la luna

He puesto á mi corazón,

Para que no se lo lleve

Un gato que es muy ladrón.

—No dice gato, que dice niño, observó otra mayorcita.

—Gato, afirmó la cantadora; que los niños no son ladrones.

—¿Que no? Tu hermanito dichoso me robó á mí tres bellotas.

—Eso era chancilla.

—¡Caramba con las chancillas! Tiene tu hermano la gracia, lo mismo que las avispas,—por detrás, y que duele.

—Y el tuyo es más feo que el Carlanco.

—Yo sé el cuento del Carlanco, observó otra.

—¿Quién te lo contó?

—Mi abuela, que sabe más de mil.

—Anda, Catanilla, cuéntalo.

La interpelada estuvo muy dispuesta, y todas se pusieron á escucharla con gran atención; y nosotros con ellas.

 

II.

EL CARLANCO

(Cuento popular infantil)

Era vez y vez una cabra, muy mujer de bien: que tenía tres chivitas que había criado muy bien, y metiditas en su casa.

En una ocasión en que iba por los montes, vió a una avispa que se estaba ahogando en un arroyo; le alargó una rama, y la avispa se subió en ella y se salvó.—¡Dios te lo pague! que has hecho una buena obra de caridad, le dijo la avispa á la cabra. Si alguna vez me necesitas, ve á aquel paredón derrumbado, que allí está mi convento. Tiene éste muchas celditas que no están enjalbegadas, porque la comunidad es muy pobre, y no tiene para comprar la cal. Pregunta por la Madre abadesa, que ésa soy yo, y al punto saldré, y te serviré de muy buen agrado en lo que me ocupes. Dicho lo cual, echó á volar cantando maitines.

Pocos días después les dijo una mañana temprano la cabra á sus chivitas:—Voy al monte por una carguita de leña; vosotras encerráos, atrancad bien la puerta, y cuidado con no abrir á nadie; porque anda por aquí el Carlanco. Sólo abriréis cuando yo os diga:

¡Abrid, hijitas, abrid!

Que soy la madre que os parí.

Las chivitas, que eran muy bien mandadas, lo hicieron todo como se lo había encargado su madre.

Y cate Vd. ahí que llaman á la puerta, y que oyen una voz como la de un becerro, que dice:

¡Abrid, que soy el Carlanco!

Que montes y peñas arranco.

Las cabritas, que tenían su puerta muy bien atrancada, le respondieron desde adentro:

¡Ábrela, guapo!

Y como no pudo, se fué hecho un veneno, y prometiéndoles que se la habían de pagar.

Á la mañana siguiente fué y se escondió, y oyó lo que la madre les dijo á las chivitas, que fué lo propio del día antes. Á la tarde se vino muy de quedito, y arremedando la voz de la cabra, se puso á decir:

¡Abrid, hijitas, abrid!

Que soy la madre que os parí.

Las chivitas, que creyeron que era su madre, fueron y abrieron la puerta; y vieron que era el mismísimo Carlanco en propia persona.

Echáronse á correr, y se subieron por una escalera de mano al sobrado y la tiraron tras sí; de manera que el Carlanco no pudo subir. Éste, enrabiado, cerró la puerta y se puso á dar vueltas por la estancia, pegando unos bufidos y dando unos resoplidos, que á las pobres cabritas se les helaba la sangre en las venas.

Llegó en esto su madre que les dijo:

¡Abrid, hijitas, abrid!

Que soy la madre que os parí.

Ellas desde su sobrado le gritaron que no podían, porque estaba allí el Carlanco.

Entonces la cabrita soltó su carguita de leña, y como las cabras son tan ligeras, se puso más pronto que la luz en el convento de las avispas, y llamó—¿Quién es? preguntó la tornera.—Madre, soy una cabrita para servir á Vd. —¿Una cabrita aquí, en este convento de avispas descalzas y recoletas? ¡Vaya! ni por pienso. Pasa tu camino, y Dios te ayude, dijo la tornera.—Llame Vd. á la Madre abadesa, que traigo prisa, dijo la cabrita; si no, voy por el abejaruco, que le vi al venir por acá.—La tornera se asustó con la amenaza, y avisó á la Madre abadesa, que vino, y la cabrita le contó lo que pasaba.—Voy á socorrerte, cabrita de buen corazón, le dijo, vamos á tu casa.

Cuando llegaron, se coló la avispa por el agujero de la llave, y se puso á picar al Carlanco, ya en los ojos, ya en las narices, de manera que lo desatentó, y echó á correr que echaba incendios; y yo

Pasé por la cabreriza,

Y allí me dieron dos quesos,

Uno para mí, y el otro

Para el que escuchare aquesto.

 

III.

Apenas concluía la contadora su cuento, cuando entró el guarda, que sin decir palabra, se acercó á ellas, puso su escopeta á su lado, se apoyó en el pilar del pozo, y se puso á picar un cigarro. Varmen se sintió desconcertada y fatigosa con la presencia de aquel hombre que la repelía, y tuvo deseos de alejarse. Pero por un lado no tenía pretexto para hacerlo, sin faltar á esa urbanidad innata, pasada á deber y á costumbre en el pueblo; y por otro, le urgía concluir lo que estaba haciendo.

Al cabo de un rato, y como para entrar en conversación, llamó el guarda á Mariquita; pero ésta, en lugar de acudir, se refugió al lado de su hermana, y se abrazó á sus faldas, en cuyos pliegues desapareció su diminuta persona, sin que de ella se percibiese más que su carita, que miraba con ceño y desconfianza al que la había llamado.

—¡Esquiva! dijo el guarda; ¡eso es de casta!

Varmen permaneció callada.

—Oiga Vd., prosiguió su interlocutor: no es de ahora que noto yo que me huye Vd. la cara.

—No huyo la cara ni á Vd. ni á nadie, contestó Varmen; pero no soy amiga de dar conversación á los hombres.

—Ni yo de sembrar para no coger: ¿está Vd., Varmen?

—Pues para eso, mire Vd. antes en la tierra que siembra; que la tierra que sirve para viña, no sirve para olivar, contestó Varmen.

—¿Vd. me desprecia á mí?

—No, señor; yo no acostumbro á bajar á nadie de su estado.

—Pues ábrame Vd. la ventana esta noche, que tengo que decirle.

—¿Yo? No, señor: yo no abro mi ventana.

—Á otro se la abrirá Vd.

—No, señor; ni al lucero del alba que viniese con una torta en la mano.

—Pues por eso digo, que en cambio de mi voluntad que le he dado, me da Vd. un desprecio.

—Yo no desprecio á Vd.

—¡Pero no me quiere dar oídos!

—Eso no; ni pasarse, ni llegarse.

—Si no es hoy, mañana será; ó he de poder poco.

—Señor, exclamó azorada y ofendida Varmen. No exprima Vd. tanto la naranja que amargue el zumo; y déjese de andar tras de aquello que no ha de alcanzar.

—¡Á carrera larga nadie escapa!, repuso el guarda, cogiendo su escopeta y alejándose.

La pobre Varmen quedó atribulada; y al domingo siguiente, cuando fué al lugar, le contó al cura, que era su confesor, lo que le había pasado con el guarda, y tenía perturbado su ánimo, hasta entonces tan sereno.

El cura, sin tener un talento sobresaliente, ni una santidad que llamase la atención, era uno de esos sacerdotes, cuyo carácter, inclinaciones, estudios, educación, ocupaciones y hábitos los hacen perfectamente aptos para el desempeño de su ministerio. Con él estaba hacía muchos años tan identificado el cura, que unido esto al conocimiento individual que tenía de cuantos componían su rebaño le hacían un pastor modelo. Hemos dicho modelo, y no ideal, porque los ideales son escasos. Por esto se haría mal en no apreciar lo que es muy bueno, sólo porque no llega al apogeo ó ideal de la perfección, en vista de que esto sólo lo hallamos, en realidad, en la vida de los entes privilegiados que han merecido el dictado de Santos, y ficticiamente, en las creaciones de los poetas, que hacen bien en presentarlo para enaltecer á la humanidad, pero que harían mal si lo presentasen para desprestigiar y deprimir á aquello que no se eleva á tanto.

—No te inquietes, ni temas, le dijo el cura, pues no tienes por qué; que «Culpa no tiene quien hace lo que debe.» Y tú lo que debes hacer, es no dar oídos á ese hombre.

Al domingo siguiente volvió á hablarle al cura, más asustada, más acongojada aún, y le dijo que el guarda la perseguía y hostigaba con su amor, de manera que no la dejaba vivir, y hasta había llegado á amenazarla, si se mantenía en no darle oídos.

—Sosiégate, hija, y no temas, la contestó el cura. Todas esas son tretas de que se valen los hombres para perder á las inocentes como tú. «Obra bien… ¡Que Dios es Dios!»

Al tercer domingo, la pobre joven se mostró más afligida y atemorizada que nunca; la obstinación del guarda, su vehemencia y sus amenazas, la hacían temer una desgracia si le exasperaba más con sus negativas.

«Haz lo que debas y suceda lo que suceda.» Así terminó el cura los consejos paternales que le dió, para que siguiese impávida en la senda de la virtud.

Á los pocos días, habiendo salido Varmen al olivar para buscar una gallina que se había extraviado, se presentó de repente á su vista el guarda. Varmen, asustada, se volvió presurosa dirigiéndose hacia la hacienda.

—¿Huyes? le dijo su perseguidor. ¡Huyes de mí, porque te acusa la conciencia!

—¿La conciencia? contestó Varmen. «Culpa no tiene quien hace lo que debe.»

—¿Tú te has parado á considerar, prosiguió el guarda, lo que es, y lo que puede resultar de exasperar á fuerza de desprecios á un hombre como yo? ¿Tú sabes de lo que soy capaz? ¿Sabes que puedo perderte?

—«Obrar bien… ¡Que Dios es Dios!» contestó Varmen, con la calma propia en el momento de las grandes crisis.

—¡Varmen! por última vez… ¿me desechas?

—Sí, contestó Varmen con la palidez del pavor en el rostro, y la firmeza del buen propósito en el acento.

—Pues sábete, ingrata, que en su vida este á quien ofendes ha dejado hueco entre el agravio y la venganza; que eso en la sangre lo tengo, y lo mamé con la leche que me crió.

—Y yo, con la buena enseñanza cristiana que he mamado, tengo en el alma este otro propósito: «Haz lo que debas y suceda lo que suceda.»

—¡Hola! ¡ya caigo! dijo con concentrada ira el guarda. El que te dirige es el cura. ¡Á ése, á ése, es al que debo tus repulsas, que no he podido vencer; tus desdenes que no he podido desarmar, tu dureza que no he podido ablandar! ¡Pues él pagará por él y por ti! Mañana me voy; no volverás á verme; ¡pero por estas que me afeito, que te acordarás de mí mientras memoria tengas!

Diciendo esto, el guarda se alejó rápidamente y desapareció entre los olivos.

Á la mañana siguiente, vió entrar el cura en su casa á Varmen, la que deshecha en lágrimas le refirió lo que le había pasado.

—No te apures, hija, le dijo, cuando hubo concluido de hablar: ésos son espumarajos del coraje, que cae cuando la razón vuelve á adquirir su imperio.

—¡Padre, no le conocéis! repuso sollozando Varmen, es un desalmado. ¡No salgáis, por Dios, mañana; que os va á matar!

—Sosiégate, hija, que va mucho de hacer una amenaza á cumplirla.

—Padre, repitió acongojada Varmen, no le conocéis; tiene echada el alma atrás, y cumplirá la amenaza; ¡lo ha jurado!

—Pues, hija, repuso el cura, «Haga yo lo que deba, y haga Dios lo que quiera.»

 

IV.

Del lado opuesto del pueblo se extiende un pinar, al que se llega por un prado de roja arena, que cubre un césped tan corto y espeso, que parece lo ha tejido la naturaleza para avergonzar á los tejedores de las más afamadas alfombras. En los parajes más bajos y húmedos en el tiempo de las lluvias, este césped se ve salpicado con tal profusión de pequeñas margaritas blancas, miniaturas de esta bella especie, que parecen ser las once mil vírgenes del paraíso de Flora. Por los parajes secos, crece cercana á la tierra una flor pequeña, que lleva el nombre de flor de la abeja, nombre bien apropiado, porque esta florecita tiene con pasmosa exactitud la forma y colores de dicho animalito. No parece sino que bajada á descansar—si es que esa laboriosa é incansable colectora de miel busca jamás descanso,—se ha posado sobre un tallo, y ha quedado adherida al reino vejetal, por hechizo de algún maléfico gnomo. Dan impulsos de traer á aquellos parajes una colmena, para probar si la vista del hogar doméstico las hace romper el encanto que las tiene convertidas en pequeñas y mudas estatuas. Pudiérase pensar que eran las flores que lo habían exigido de Flora para dar á las abejas este castigo, semejante al que recibió la mujer de Lot; si fuese dable atribuir á las flores deseos de venganza, ni resentimiento porque gozasen otros de la miel de su corazón. Pero no lo es; ellas que expenden con profusión y entregan al inconstante aire su perfume con loca prodigalidad,—porque saben que tienen para dar y que les quede, —no pueden ser avaras. Es esta flor la singularidad más peregrina que hemos visto. Tiene además la de ser incultivable; todos los ensayos que se han hecho con este fin han sido infructuosos, lo que nos confirma en nuestro primer aserto de que este fenómeno es un hechizo del maligno gnomo de aquel rojo arenal.

La naturaleza, no contenta con extasiarnos con sus obras maestras, se complace á veces con admirarnos, ya con sus encantadores caprichos, ya con misterios llenos de alto sentido. ¡De cuántos modos nos llama Dios á adorarle con sus obras! ¡Oid el himno que entonan todos esos susurros, todos esos sonidos que no comprendemos, y que en diferentes tonos, ya graves, ya alegres, ya dulces, ya austeros, difunden el aire, el agua, el fuego, las plantas, todo lo que creemos inanimado. Oid atentos y os convenceréis de que dicen: «¡Venite, adoremus!»

Aquel pinar era el sitio en que indefectiblemente paseaba el cura todas las tardes.

Aquélla á la que había precedido su conversación con Varmen, salió como de costumbre tenía.

Cuando se hubo internado en el pinar, vió de repente salir de entre la enramada el guarda que traía su escopeta, el cual, parándose á corta distancia, se la echó á la cara, clavando en él sus ardientes y amenazadores ojos.

El cura se paró igualmente; pero con ánimo tan sereno, que al mirar al que le amenazaba, su rostro sólo expresaba la más completa calma, y la más pura dignidad. Un rato se estuvieron viendo fijamente ambos, inmóviles y en silencio; lentamente se inclinó hacia tierra la dirección de la escopeta del guarda, que en seguida bajó sus ojos, y después de un momento de indecisión, dijo en honda voz,

—¡Vaya Vd. con Dios, Padre! y desapareció bruscamente en la espesura.

—¡Dios bendiga tu primer paso en la senda del bien, hijo! repuso en recia y conmovida voz el Cura, y salve tu alma, que pierdes entregándola á tus malas pasiones.

Si esta bendición llevó su fruto, se ignora; pues nunca se volvió á saber de aquel á quien fue aplicada.[P]

Footnotes to Obrar Bien … Que Dios Es Dios:

[P] Nota. Este sucedido, tan pequeña cosa en el hecho, y tan grande en su significación, fue comunicado con la más sincera sencillez al que lo refiere, por el mismo cura que en él actúa, que lo relataba sólo para probar que el hombre no cumple tan fácilmente como lo concibe un mal propósito; y sin hacer valer que al digno apóstol de la palabra de Dios, al firme sostenedor de las virtudes evangélicas, le respeta el hombre, por perverso que sea, si no ha renegado del bautismo que le hizo cristiano. (Fernán Caballero.)