Manín de Pepa José, si hubiera nacido señorito y hubiera estudiado y escrito en los periódicos, hubiera sido un esteta. Pero en Llantones, parroquia rural cerca de Gijón, Manín no era más que un folganzán, que no valía la borona que comía… cuando la comía.
Su madre, Pepa José, es decir, una Josefa, mujer de un José, quedó viuda ya en edad madura, y aunque la casería que llevaba en arrendamiento, en la escritura del contrato parecía cosa de Manín, heredero de José, quien mandaba en todo era la madre; sólo con ella se contaba. Enjuta, alta, de mucho hueso, mirada fiera, actividad febril, gestos hombrunos, era un águila para el trabajo, para el cuidado de la hacienda, y sus criados y jornaleros andaban en un pie. Sólo Manín, el hijo único, gozaba el privilegio de la benevolencia de aquella mujer que no daba un bocado de pan sin que se lo pagara algún servicio. Pero Manín era otra cosa; por él y para él trabajaba ella tanto. No era fuerte, no mostraba aptitud para las faenas del campo, y la madre había soñado con hacerle sacerdote. Pero él, muy contento con trabajar poco y cuando quería, no entraba por lo de cantar misa. El trabajo le repugnaba… pero el ascetismo también. Le gustaba la alegría, el ruido, el baile. Era gaitero de afición, y de habilidad notoria. Con la gaita suavizaba el carácter de su madre, aquella fiera; la embelesaba con aquellos gorgoritos estridentes del puntero y con las notas asmáticas que salían de las profundas entrañas del fuelle.
Cuando Pepa aturdía á gritos á los vecinos en media legua á la redonda, riñendo á un criado ó atosigando á un deudor, y las imprecaciones de aquella Euménide de pan llevar retumbaban en el castañar que rodeaba la casería, Manín, tocando el Altísimo Señor ó la Praviana en la gaita desafinada y melancólica, aplacaba poco á poco á la furia, la atraía y acababa por enternecerla.
Manín era de oficio, de verdadero oficio, soñador. Un soñador alegre, que buscaba la soledad para saborear los recuerdos de las fiestas, de las romerías, de los bailes alegres, llenos de ijujús tempestuosos, horrísonos, expresión de histerismo de centauros. Manín no sabía que el ijujú era celta; él lo consideraba como una manera de relinchar de los mozos de la aldea. Y él relinchaba también, sobre todo allá para sus adentros.
¡Si el mundo fuera siempre cortejar, bailar la danza prima, disparar el cachorrillo para solemnizar la procesión, tocar la gaita al alzar en la misa cantada el día de la fiesta! ¡Y después, á la luz de la luna, por el castañeo arriba, acompañar á una rapaza, y echar la presona á la puerta de su casa hasta cerca del alba! ¡Y luego, á solas, en la llinda, ó á la hora de la siesta, sentir la brisa llena de olores queridos, familiares, reclinado el cuerpo sobre la rapada yerba, y soñar despierto, rumiando recuerdos dulces; como las vacas, sentadas á la sombra, rumiaban su alimento!
Pero la vida no era eso. En faltándole su madre ¿qué iba á ser de Manín? Y Pepa envejecía, y tenía achaques, que le procuró el trabajo excesivo. Se sentía herida de muerte y temblaba por el porvenir de aquel hijo, incapaz de dirigir la hacienda. Ya se había susurrado por la aldea que el amo, si moría Pepa, y Manín quedaba solo, no le dejaría seguir con el arrendamiento, porque en poder de tal casero los bienes perderían mucho.
Pepa vió la única salvación de su hijo en casarlo con una mujer que fuera como ella, que se pusiera los pantalones, y trabajara y dirigiera la casería. Rosa Francisca de Xunco fué la moza que ella deseaba. Era como ella, hormiga con alas para la codicia. Era hija de un vecino que siempre había envidiado la casería de Pepa José.
Rosa se casó con Manín sin mirarle siquiera, pensando nada más que en mandar allí, donde tanto mandaba Pepa. Eran iguales ambas hembras; pero por lo mismo eran incompatibles. Eran dos abejas reinas; una tenía que sucumbir. Como una especie de pacto tácito, venía á ser condición de la boda que Rosa no tuviera mucho tiempo que obedecer á nadie; sobraba Pepa, si lo tratado era tratado. Pepa bien lo conocía. Admiraba á Rosa, veía en ella el futuro amparo, y tirano también, de su Manín; y aborrecía á Rosa necesitándola, y le envidiaba aquella sucesión que tenía que dejarle ella. Pero Pepa murió pronto. Rosa Francisca ocupó su puesto y todo siguió como antes: los criados andaban en un pie, la casería prosperaba, y Manín tocaba la gaita, soñaba despierto en la llinda, y echaba de menos, un poco, el cariño áspero, pero cierto, de su madre. Rosa no le mimaba, ciertamente; le despreciaba; le tenía en constante olvido; pero le dejaba comer sin trabajar apenas.
Manín sintió también, además de la ausencia de su madre, la ausencia de las aventuras amorosas: ya se había acabado lo de echar la presona, el cortejar los sábados de noche, hasta la aurora del domingo. ¿Con qué reemplazar aquella dulzura? ¿Con el juego de bolos? Probó… pero aquello no le hizo gracia. Montaigne no encontraba ni en la gula ni en placer alguno un sustituto digno del amor: comprendía á los viejos que se consolaban con los buenos tragos, pero él no podía reemplazar con la embriaguez el amor. Manín, si no cosa tan delicada como el rebrincar y ergotizar con una buena moza, acabó por encontrar cierto encanto en las copas de anís escarchado, de malvasía y de rosa. Los licores dulzones fueron el sucedáneo de los galanteos para aquel epicurista de montera. Iba á los mercados de Gijón y allí se despachaba á su gusto bebiendo en un café, entre el señorío, aniseta, rosa, málaga y cosas así. Mucha dulzura, y ver candelillas, y figurarse el mundo menos malo de lo que positivamente era… Y á casa á dormir, oyendo frases de desprecio de aquella Rosa, que era su tirano, pero también el amparo que le había dejado su madre.
Tuvieron una hija. Buenos insultos le costó á Manín. Rosa hubiera querido un hijo.
No lo hubo. El trabajo mata, por lo visto. Mientras Manín se conservaba fresco, lozano, pese á los años, Rosa empezó á decaer; una vejez prematura, precipitada, acabó con ella… y tuvo que pensar en lo mismo en que había pensado Pepa José algún día. Si moría ella, ¿á quién iría á parar la casería? El nuevo amo, hijo del otro, tampoco la dejaría en poder de aquel trasto inútil de Manín… Y Rosa, con el mismo fin con que Pepa había buscado una mujer para Manín, buscó un marido para Ramona, la hija de Manín y de Rosa.
Ramona se parecía á su padre: era alegre, soñadora como él, poco activa, débil de carácter; no servía ella, como su madre y su abuela, para cuidar la hacienda. Pero Roque de Xuaca, el marido que escogió Rosa, sin consultar á Ramona, la mujer de Roque, era el aldeano más codicioso y tenaz para el trabajo de todo el concejo. En su juventud, mientras fué soltero, nunca fué á las romerías por las mozas, sino por los bolos. Ganar algunos céntimos en la bolera, á fuerza de sudores, era todo su recreo. El resto de la semana, en vez de los bolos del domingo, tenía la fesoría, la pala, la guadaña… los céntimos se los sacaba á la tierra. Se casó sin amor, sin nada más que codicia; dispuesto á ser el amo cuanto antes. Rosa murió pronto, y Roque empezó á tratar á su suegro peor que al perro, que le servía más guardándole la casa.
Manín temblaba ante el marido de su hija; no pensó en disputarle el dominio: desde luego aceptó su papel de carga inútil. Trabajar de veras no podía, no sabía; cada vez menos. Á pesar de las buenas apariencias, Manín por dentro se sentía viejo, muy débil, cada día con más necesidad de amparo, de que le cuidaran, de que le dejasen sus aficiones de pobre diablo amigo de los tragos dulces, de la excitación alegre del licor… Pero Roque no consentía ni siquiera lo que Rosa había tolerado por desprecio. Roque de Xuaca era brutal, soez, cruel. Á Ramona la tenía en un puño, y la pobre hija de Manín, siempre enferma, no se atrevía á defender á su padre. Ni Manín se quejaba delante de Ramona, por miedo de que el marido la maltratase si ella abogaba por su padre.
Roque ensayó lo imposible: obligar á Manín á trabajar de veras, con provecho y constancia. Manín sólo tuvo fuerzas de voluntad… para oponerse á tales ensayos, nuevos en su vida y de fracaso seguro. Lo que es trabajar como los demás no trabajaría por mucho que mandara Roque. Podía matarle de hambre, de un palo; pero hacerle pasar el día encorvado rompiendo terrones, era imposible. Pero el de Xuaca no se dió por vencido. Renunció á tener en Manín un esclavo que le ahorrase un criado, pero no renunció á sacar del pobre viejo todo el partido posible. Como á un chicuelo, se le obligaba á llevar el ganado al pasto, era el rapacín de la llinda y se le empleaba en otras labores fáciles, sencillas, pero molestas para un anciano. Y, por supuesto, se le acortó la ración. Se acabaron los buenos tragos, los viajes en pollino á la villa, los bocados de pan tierno, la ropa limpia y fresca; hasta se le echó del cuarto desahogado y caliente que ocupaba en la casa nueva y se le obligó á vivir en la choza antigua de la casería, á un tiro de fusil de la vivienda de su hija. Para Roque, su suegro era menos que el último jornalero.
Manín se sintió aislado, sitiado por hambre; quería matarle á fuerza de hastío, de soledad, de privaciones… ¡Málaga, rosa, marrasquino! ¡Recuerdos del bien perdido! Ni una copiquiña en un año. Borona, fabes, agua… un poco de leche, poco… y lo demás tristeza, frío, soledad, aburrimiento… Lo que no podía Roque era vencer la afición de Manín á las delicias de que le privaba. Soñaba con ellas, no pensaba en otra cosa. La privación de aquellos placeres materiales, de los buenos tragos, de los buenos bocados, le hacía dar un interés exclusivo á tales cosas; toda su voluptuosidad, que antes se esparcía en tantas delicias, el amor, la música, la vaga poesía del ensueño, la danza, la conversación alegre… ahora se reducía á complacencias del paladar, que no podía conseguir, y que cada día deseaba con más fuerza.
Cuando le echaban en cara su apego á tales apetitos groseros, Manín se enternecía, con lástima infinita de sí mismo, y, como un anacreonte elegíaco, procuraba demostrar que á un pobre viejo que ya no podía gozar de otros placeres, los buenos tragos, los buenos bocados se le debían como se le debe el respeto.
Pero Roque le trataba peor cada día: llegó á reducirle á la condición, casi casi, de un mendigo.
Murió Ramona en un mal parto. Roque, seguro de tiempo atrás de que con la casería se quedaba él, se vistió de negro, con ropa de invierno en Agosto, antes de que el cadáver saliera de casa. Puso el rostro duro, compungido, con mueca avinagrada, y recibió á los señores curas y á los parientes y vecinos que vinieron al entierro y á los funerales, con seria amabilidad, sin extremar las manifestaciones del dolor, sin olvidar sus deberes de amo de casa para con los huéspedes, pero sin descuidarse un momento en su papel de viudo que debía estar por dentro muy afligido. Con suspiros contestaba á los consuelos de rúbrica, y en silencio pagaba con obsequios las máximas filosóficas y religiosas con que los huéspedes procuraban mitigar la pena que él estaba en el caso de sentir.
De Manín nadie se acordaba; pero él vino desde su destierro de la cabaña vieja sin que le llamaran, y á nadie se le ocurrió echarlo de allí, como tampoco se echaba al perro, que entraba y salía en la alcoba mortuoria.
Manín estaba, más que afligido, aturdido, desorientado. ¿Qué iba á ser de él? Algunos, los pocos que no sabían el desprecio con que se miraba al pobre viejo en la casa, le daban el pésame y procuraban consolarle también. Estos consuelos le hicieron pensar á Manín algo en lo que le pasaba: perdía á una hija, á Ramona, su hija única… Su carácter de padre exigía sentir una pena moral, honda… más honda… Manín sentía una pereza invencible de padecer. Comprendió que si se empeñaba en enternecerse, en afligirse, imaginándose cosas finas como antaño cuando comía y bebía bien y tenía la sangre caliente, conseguiría algo, conseguiría atormentarse, recordar la niñez de Ramona, remotas caricias… pero todo eso podía excusarse. Manín suspiraba, murmuraba frases de resignación mezcladas con otras de dolor… pero se resistía, en sus adentros, á dejar que la imaginación se le fuese por los campos negros de la pena. Además, si pensaba en Ramona, tenía que pensar en sí mismo, en cómo quedaba él… y aquello sí que era serio, terrible, cosa positiva, perentoria, mal de un vivo, no de muertos, que ya no son… No, no; nada de pensar en el dolor que le aguardaba…
Por el olfato empezó Manín á separarse de todas aquellas tristezas imaginarias á que le invitaban los curas y los vecinos que le hablaban de la muerta.
De la cocina, muy próxima, venían olores que eran delicias positivas en forma de esperanza que casi se podía paladear. Entró en la cocina. Se preparaba la gran comilona del funeral, el banquete en la aldea inexcusable. El xenru, el yerno, Roque, estaba en todo; la dignidad de la casería exigía aquel sacrificio: buena comida y muchos curas á cobrar la pitanza. Mostrándose rumboso y no dejando un momento el gesto avinagrado, que él creía de tristeza, probaba Roque lo que debía á su papel de viudo mejor que con frases que no se le ocurrían. En día tan lleno de cuidados no pensó en la difunta directamente ni cuatro veces. Además, allí no había pasado nada en rigor: él ya era el amo; continuaría siéndolo.
Manín, mientras el clero y los demás del duelo cumplieron con todas las diligencias debidas al cuerpo (así llamaban todos al cadáver de Ramona), se quedó en casa alrededor de los pucheros, y cuando volvió de la lejana iglesia el fúnebre cortejo, ya sabía el pobre hambriento á qué atenerse; en la mesa principal, la de los clérigos, había puesto para él, y había dos sopas, dos pucheros, tres principios, arroz con leche, café, queso y vino y licores. Cuatro botellas de cuello largo había visto él sobre la masera. Aquellos eran los licores. No sabía leer y no pudo enterarse por los rótulos del contenido, pero no dudaba de que algo de aquello sería dulce.
Manín se impacientaba. Tardaban en volver los clérigos y legos que habían ido á enterrar á su hija, á su Ramona, y á cantarle un gorigori de los repicoteados. ¿Si se quemaba el arroz con leche? ¿Y la sopa? ¿No se perdería la sopa? Si se hubiera atrevido él á meter baza en la cocina, habría aconsejado á la respetable María Xuanón, la gran cocinera de la comarca, que no echase el arroz y los fideos tan pronto, porque las misas de difuntos cantadas con todo lujo son muy largas.
Manín se plantó, como gallo vigilante, en lo más alto de la saltadera, entre la quintana y la llosa, para adelantar los sucesos, para dominar más camino y ver cuándo aparecían los primeros señores que habían de volver de la iglesia y del cementerio. Por la frente, para que no le deslumbrase el sol, Manín divisó el primer grupo, negro, compacto; después otro de más gente, y otro y otro… Volvían como bandada de cuervos que se disuelve. ¡Qué poca prisa se daban! ¡Cuánta hipocresía!—pensaba Manín á su manera.—¡Vienen con pies de plomo para disimular la gana que tienen de coger las tajadas! Todos parecen abrumados por la pena, y están sintiendo exclusivamente el hambre.
Cuando llegaron á la saltadera los del primer grupo, Manín dejó el paso libre. Los más eran aldeanos que le conocían bien; dos ó tres que eran de la villa le dieron el pésame otra vez, le estrecharon la mano. Manín gruñó agradecido, pero algo turbado, como temiendo que aquel honor no le correspondiera, en concepto de su yerno, el viudo, y esto pudiera costarle el asiento que tenía á la mesa.
Roque llegó con el último grupo, con el cura de la parroquia, el arcipreste y otros clérigos. No se dignó mirar al padre de su difunta. Entre la gente del duelo ya se notaba que empezaba á ser tema viejo y gastado el del triste suceso que allí los reunía y los daba de comer aquel día. El elemento laico mostraba más hipocresía ó más cuidado de las formas; aún se repetían los lugares comunes que debieran servir de consuelo y no sirven; se conservaban los rostros con expresión compungida. El clero disimulaba menos su indiferencia, y esta franqueza del egoísmo inconsciente tiene algo de relativamente simpática. Enterrar al prójimo era el oficio de aquellos buenos párrocos y capellanes sueltos; de eso vivían; de modo que no era cosa de llorarlo. Además, sin darse cuenta de ello, los curas mostraban, entre los aldeanos, cierto aire de superioridad, así como de casta, ó por lo menos de clase. Hablaban y bromeaban en presencia de los destripaterrones casi con la misma libertad que empleaban en sus gaudeamus de las fiestas, cuando todos eran de Iglesia. Las bromas y libertades de los clérigos rurales podían no ser del mejor gusto, ni graciosas, ni correctas; pero eran inocentes, casi infantiles. Faltaban á ciertas reglas de urbanidad clerical, si cabe hablar así, que hubiera exigido la presencia de un obispo, v. gr. Pero que ofendiesen á Dios aquellas maneras algo descompuestas, no es cosa segura.
Roque, de vuelta del entierro, ya era otro. Pensaba exclusivamente en sus huéspedes, no en la difunta. El gesto de vinagre se atenuó; quedaba el traje negro de invierno encargado de recordar el papel social que representaba el viudo. Servir bien á los señores sacerdotes, y á los de la villa, y como se pudiera á los demás, éste era ya el único afán del que iba á quedarse con la casería de que ya era dueño, de hecho, hacía tantos años.
—¡Señores, á la mesa!—dijo Roque con tono solemne y algo fúnebre, en pie, en medio de la puerta del corral, donde estaban muchos curas examinando las vacas y los recentales.
—¡Santa palabra!—se atrevió á decir un capellán, picado de viruelas, pequeño, vivaracho, que hacía alarde de ser travieso, franco y todo lo mundano que las sinodales permitían.
Subieron todos al comedor, improvisado en la sala del piso alto, estrecha, oscura y mal pintada de amarillo y verde; lujo introducido por Roque, que era ambicioso y aspiraba al sibaritismo, allá, para cuando ahorrara bastante.
Una cabecera la ocupó el arcipreste y otra el párroco de Llantones, que fué diciendo:
—Aquí Jove, aquí Puao, aquí Contreces, aquí Granda…
Y así fué señalando silla á cada uno de los curas designándoles con el nombre de la respectiva parroquia, si la tenían.
Á la derecha del arcipreste sentaron á Manín; á la del párroco de Llantones se sentó Roque.
Manín hubiera sentido orgullo delicuescente si hubiera sido capaz de apreciar que aquello del sitio era un honor. Pero él no picaba tan alto en materia de pompas y vanidades, como la inspección de los pucheros y ollas le habían dado la seguridad de que sobraba comida, hasta para los pobres, no daba importancia al sitio, sino al hecho de estar sentado á la mesa. El dónde, importaba poco.
—¡Don Manuel, ánimo! ¡Hay que comer, qué diantre!—dijo don Primitivo, el curita de las viruelas, que estaba cerca del aturdido Manín.
—Sí, señor; ya lo creo. Comeremos… ¡qué remedio!…
Iba á suspirar, pero lo dejó, porque lo reputó una excusada y repugnante hipocresía. Su Ramona, que le vería desde el cielo, ó desde el purgatorio, de fijo aprobaría su conducta; además, con ella, con su hija, no tenía para qué andarse con cumplidos: harto sabía ella que su padre no había comido cosa fina, comida de curas nada menos, muchos años hacía. ¿Cómo no habían de alegrársele los sentidos? ¡Olía tan bien la sopa humeante! Estaba la mesa tan blanca, el pan parecía tan tierno, tan caliente y generoso el vino… ¡Quién dijo pena!… es decir, pena sí, claro; pero luego, luego… á otra hora, otro día… muchos días… ¡sí, carape, muchos días!… más cada día, acaso… ¡Recontra! ¡pues no iba á ponerse á pensar en aquello tan negro, tan triste!…
—¿Arroz ó fideos… Manín?—preguntó el arcipreste.
—Mezámelo, mezámelo—contestó el padre de Ramona con humildad y candor de paloma.
Quería decir que le dieran fideos y arroz.
Comía, devoraba Manín; á dos carrillos; engullía de prisa, como perro ó gato que asalta una despensa, mirando receloso á su yerno entre bocado y bocado. Roque estaba muy ocupado con sus atenciones de amo de casa que quiere agasajar á los huéspedes. Por eso—pensaba Manín—le dejaba á él comer todo lo que quería.
Sonreía el padre de la difunta á derecha é izquierda, mirando á todos con expresión de agradecimiento y ternura, como diciendo: ¡Gracias, señores; gracias por admitir al mísero padre de Ramona, que en paz descanse, á esta mesa tan bien servida, donde va á sacar la tripa de mal año, de muchos malos años!
La primera copa de buen vino de Toro la recibió el cuerpo de Manín como si con ella le hubiesen ungido rey y emperador de la felicidad terrenal. ¡Qué cosas de cariño, de intimidad caliente, familiar, llena de recuerdos dulcísimos, le decía el jugo de la uva al caerle por la garganta abajo!
Vino el primer cocido, el puchero fresco, lleno de golosinas, tales como buen chorizo, jamón, menudos de gallina, tocino rancio, y Manín dejó que le llenara Don Primitivo el plato, hasta convertírselo en pirámide, de todas aquellas delicias del estómago.
La conversación empezaba á animarse. No había ya reserva alguna, hipocresía de ningún género, ni aun por parte del elemento laico, que antes fingía cierta pena. Así como cuando hay fiesta nadie se acuerda del santo, ahora nadie se acordaba de la difunta, á cuya salud… eterna estaba comiendo toda aquella concurrencia de cristianos tibios.
Se habló de la cosecha, del último concurso convocado por el señor obispo, de los masones; pero la alegría franca, aunque no descarada ni de manifestaciones bulliciosas, no se mostró hasta que comenzaron los chascarrillos. Á Manín le parecía inagotable el vino, y como el vino los cuentos; creía que aquellos señores curas sacaban del fondo de los vasos todas aquellas historias que acababan siempre por un chiste, que reían todos, y que él no entendía las más veces, pero celebraba también con una carcajada y un trago. Los cuentos eran, los más, relativos al clero; solía ser el héroe un famoso cura de La Parada, á quien Manín estaba admirando y envidiando, como César á Alejandro. ¡Si él hubiera sido párroco! ¡Qué tragos, qué pitanzas, qué comilonas!
Vino la morcilla, con las fabes y el llacón y la sidra. ¡Madre de Dios, qué recuerdos de dicha olímpica despertaban en las entrañas de Manín aquellos olores! Sí, en las entrañas; porque eran recuerdos, sensaciones, deleite de paladar alucinado por evocaciones de remota harturas; asociación de ideas, y aún más, de voluptuosidades; sentimentalismo de la gula… ¡qué sabía el pobre Manín! Pero ello era un encanto, estómago y corazón participaban de la delicia…
¡La juventud, la abundancia… el pasado… su madre, su mujer… su hija… sus ensueños!… Manín aflojó el cinto ruin con que sujetaba los pantalones, se limpió el sudor de la frente con la servilleta… y se bebió de un trago un vaso de vino tinto.
Carne asada, un pato, calabacines rellenos… todo eso fué pasando por la mesa y de todo comió el de Pepa José como por cuatro; y de camino bebía como seis…
Indudablemente, el mundo ya le parecía otro: quería pensar y echaba de menos lo que él no sabía que se llamaba lógica; quería sentir y sentía cosas extrañas, ilógicas también; por ejemplo: perdonaba á su yerno y le abrazaba, in mente y al recordar á Ramona no le dolía mucho por dentro, sino que la veía como en el centro de la tierra muerta de risa y contenta de ver á su padre tan bien comido y en camino de coger una borrachera de las que se duermen dos días…
Manín, sin miedo á su yerno ni al arcipreste, rompió á hablar alto, y contó cuentos verdes, y filosofó á su modo acerca de la comunión de los santos y el perdón de los pecados. Dijo lo que quiso, nadie le fué á la mano. El infeliz creía que todos estaban tan exaltados como él; no podía notar que desentonaba, que la alegría de los demás era contenida, expresiva sin estrépito, sobre todo, sin imprudencias, sin paradojas sentimentales… Nada de eso podía ver, se puso en pie, peroró, lloró, abrazó á diestro y siniestro… y cuando llegó la hora de los licores, abrazado á la botella de aniseta, pegajoso y dulzón, cantó á su modo, en prosa bable, una égloga elegíaca, invocando el derecho de gozar del presente, de aquella orgía, que lo era para él la comilona; y se esforzaba en compaginar, con palabras incoherentes, el dolor y la alegría, su desgracia cierta y su pasajera delicia, con no menos poesía, en el fondo, y no menos incomprensible para el vulgo, que Shelley cuando quiere en el Epipsychidion armonizar el amor á dos mujeres á un tiempo.
Roque dejaba á su suegro disparatar, desentonar, descomponerse, escandalizar… Le convenía… Ya lo veían aquellos señores; testigos eran: quedaba explicado por qué él trataba al padre de su difunta como á un perro… Si se le dejaba comer y beber bien, se ponía así, loco…
El escándalo fué mayúsculo. “Tenía razón Roque: su suegro era imposible.” La opinión, en las aldeas del contorno, fué unánime. En la comida del entierro nadie, ni los más indiferentes al duelo de la casa, se habían extralimitado. Se había querido, como siempre, distraer á la familia, contando chascarrillos, animando la conversación, pero todo con cierto tino, sin salir del tono conveniente… y él, Manín, el padre de la difunta, se había emborrachado, y había cantado coplas sucias y había llorado… vino y sidra… ¡Horror!
Algunos meses después, ni Roque, ni el párroco de Llantones, ni el arcipreste, ni ninguno de aquellos comensales tan morigerados se acordaban ya, ni en sus cortas oraciones, de la pobre Ramona, que comía tierra. De lo que sí se hablaba algunas veces todavía era del escándalo que había dado Manín de Pepa José en la comida de los funerales de su hija…
Manín volvió á su choza miserable, á su vida de perro pastor; decrépito, comiendo como un anacoreta… borracho de lágrimas, de recuerdos, de necesidad… lleno de lástima de sí mismo… y viendo el mundo vacío, enemigo, con él porque por él ya no cuidaba aquella hija que parecía ruda y era como el aire, como la luz, como el calor… La necesitaba, con ansias de enfermo caduco… y ella no venía, no volvía, no podía volver…
Manín deseaba un remedio que no sabía buscar, en sus cortos alcances; el remedio que él quería era el suicidio, pero no daba con él. Los animales no suelen suicidarse, aunque padecen mucho á veces. Manín era como un rocín viejo, podrido, desamparado… que no sabía suicidarse. Acaso estaba chocho, con la idea-dolor fija de su Ramona… que no estaba allí, en Llantones… en la casería… para compadecerse del pobre viejo, y darle aire, luz, calor… vida… la vida aquélla que ni se marchaba ni se quedaba; que él tenía y no tenía… Para su delirio de penas, Ramona ausente era el sol muerto, y él, Manín, desnudo, en la calle, tiritando de frío… ¡con miedo, con sed, con hambre!…