Hay hombres que harían bien en no morirse nunca: uno de ellos mi catedrático de Retórica y Poética y ampliación de Latín en el tercer curso del bachillerato. Harían bien en no morirse, porque son la alegría del género humano, que tanta necesidad tiene de ella para soportar sus miserias.
Nuestro profesor infundía regocijo en el alma así que abría la boca, y lo mismo cuando la tenía cerrada. Era hombre ya entrado en años, de baja estatura, y gastaba, a la usanza de sus tiempos juveniles, unas patillas negras que partían de la base de la nariz y llegaban hasta las orejas. En Oviedo corría válido el rumor de que se teñía estas patillas con el betún de las botas. El lector es libre de aceptar la especie o no aceptarla, porque yo no he podido comprobarla. Lo que sí puedo afirmar es que algunas veces se nos presentaba con ellas, de tal modo lustrosas y relucientes, que parecían salir de un salón de limpiabotas.
Mi catedrático tenía la cabeza clásica y el corazón romántico. Por su profesión y por su estudio de la antigüedad pagana admiraba a los héroes griegos y romanos, y estimaba a sus poetas, en especial a Tíbulo y Virgilio. Los dioses del Olimpo le infundían gran respeto, aunque no dejaba de achacarles cierta falta de sensibilidad. En cuanto a las diosas, las amaba desaforadamente.
Nos leía con entusiasmo la descripción que Virgilio hace de Venus en la Eneida y el Carmen sæculare, de Horacio; pero sólo le he visto llorar con el Poema a María, de Zorrilla:
«Voy a contaros la divina historia
de una mujer a quien el alma mía», etc.
Entonces las lágrimas resbalaban por sus mejillas, entraban dentro de sus patillas y arrastraban algunos sedimentos.
Había sido catedrático de Griego, pero ya no lo era. Un ministro desatentado lo había suprimido, poco tiempo hacía, de la segunda enseñanza. Fué el más áspero disgusto de su vida; fué una puñalada traidora que le dieron por la espalda. No precisamente por la admiración que profesaba a Homero, Sófocles y Píndaro, sino por la pasión vehemente que habían logrado inspirarle las raíces griegas. Estaba profundamente enamorado de las raíces griegas. Y cuando aquel malaconsejado ministro le prohibió explicarlas en cátedra, la vida le pareció mucho más insípida.
Había nacido orador, y con frecuencia usaba de esta facultad para dirigirnos vivos y largos reproches cuando confundíamos un pretérito con un supino. Eran tan largos, que a veces llenaban ellos solos la hora entera de clase. Pero en sus oraciones más patéticas no imitaba a Cicerón ni a Demóstenes; adoptaba más bien los acentos poéticos y quejumbrosos de los héroes de Chateaubriand y su escuela:
«Hijo mío—decía al escandaloso que había confundido el pretérito con el supino—: el veneno del vicio ha emponzoñado ya su alma infantil y se enrosca en usted como una negra serpiente. Camina usted, lo advierto con el corazón traspasado de dolor, camina usted por la senda tenebrosa a cuyo extremo se halla el antro fatal del pesar y del remordimiento. Porque no en vano se violan los consejos de nuestros padres y las enseñanzas de nuestros maestros. Al través de un espantoso tejido de desaciertos, rechazado por su familia, vituperado por sus amigos, señalado con el dedo por la sociedad en general, se verá usted al fin abandonado de todos y arrastrando tal vez en un obscuro calabozo la cadena del presidiario. Y, ¡quién sabe!, quizá algún día saldrá usted de allí pálido, trémulo, desgreñado, y verá usted con espanto, delante de sus hundidos ojos, alzarse la negra silueta del patíbulo.»
Hay que confesar que todo esto era de mal gusto; pero también Chateaubriand y Víctor Hugo padecen en ocasiones la misma enfermedad. Es uno de los lunares de la escuela. Sin embargo, nuestro profesor abusaba, como ningún otro romántico, de la negra silueta del patíbulo.
Pero si tenía los defectos de la escuela romántica, poseía igualmente sus virtudes. Era casto como un caballero de la Tabla Redonda. A pesar de haberse relacionado toda su vida con las deidades del paganismo, que, como todo el mundo sabe, andan completamente desnudas, no se había contagiado de su impudicia. El lenguaje más o menos libertino de algunos poetas romanos le ofendía. Recuerdo que traduciendo un día la Elegía tercera de Ovidio, o sea el famoso triste, que comienza:
Quum subiit Illius tristissima noctis imago
me dió una inolvidable lección de honestidad. Habíamos llegado al pasaje en que el poeta describe los instantes de su partida para el destierro. Tres veces había pisado el umbral de su casa y tres veces había vuelto sobre sus pasos para abrazar y besar a su esposa.
Sape, vale dicto, vursus sum multa locutus,
Et quasi discedens oscula summa dedi.
Yo traduje: «Varias veces, después del último adiós, volví a anudar nuestra conversación, y, como si me marchase, le di muchísimos besos.»
—¡Oh, no, hijo mío!, no se traduce así: «Me volví… y, como si me marchase, le di el ósculo de paz.»
No cabe duda que mi traducción era más literal; pero la de él era más casta. Aunque según todas las leyes divinas y humanas me parece que estamos autorizados para dar los besos que queramos a nuestras esposas cuando vamos a emprender un viaje largo.
No puedo menos de recordar su conducta digna y un poco sarcástica en cierta ocasión memorable cuando los alumnos del segundo, tercero, cuarto y quinto año tomamos la resolución de desacatar la autoridad gubernativa.
Creo haber indicado que en el primer año estudiábamos entonces una asignatura llamada religión y moral, de la cual era profesor el sacerdote atlético rompedor de mesas.
Pasado este curso ya no volvíamos a tener relación alguna con la religión y la moral.
Pero cuando me hallaba yo en el tercero escaló el Poder un ministro a quien se le ocurrió dictar una orden por la cual todos los alumnos del bachillerato debíamos reunirmos, no recuerdo si una o dos veces por semana, para escuchar la explicación del catecismo.
¡El catecismo! Aquello nos pareció la última de las degradaciones. Si se hubiese tratado de imprimirnos en la frente, con hierro rojo, una marca infamante, creo que no nos hubiéramos puesto más furiosos.
Inmediatamente se organizó en el Instituto una formidable y nunca vista conjuración. Los conjurados debían presentarse todos el día de la conferencia provistos de silbatos, y… Dios sobre todo; nosotros no éramos responsables de lo que acaeciese, sino los viles sicarios del Poder que nos empujaban a tales extremidades audaces.
En efecto, llegó el día de la primera conferencia. El sol surgió esplendoroso de los confines del horizonte, y así se mantuvo todo el día. La gente discurría por las calles tranquilamente sin sospechar el conflicto que se avecinaba. Durante la mañana se notó en los claustros de la Universidad una sorda agitación precursora de la borrasca. Todos estábamos nerviosos y serios; nos hablábamos poco y en voz baja.
A las tres de la tarde los claustros se hallaban completamente llenos de alumnos esperando la hora de la conferencia. A las tres y media apareció en el marco de la puerta de la sala de profesores la figura prócer y colosal del cura. Verla nosotros y estallar una silba ensordecedora fué todo uno.
El profesor quedó un instante suspenso; pero comprendiendo, al cabo, alzó la cabeza y paseó una mirada de león enfurecido por el rebaño de seres microscópicos que a sus pies producían aquellos sonidos discordantes. Detrás de él apareció la figura exigua del catedrático de Retórica y Poética revestido aún de toga y birrete.
El cura avanzó algunos pasos y acometido de un furor insano comenzó a increparnos con tan altas voces que dominaban nuestros silbidos:
—¡Ilusos! ¿Piensan ustedes amedrentarme con esos ruidos soeces? Están ustedes muy engañados. Sepan ustedes que yo, lo mismo visto el hábito de sacerdote que empuño la espada del guerrero… ¡Sepan ustedes, mentecatos, que yo soy como un caballo de raza noble: cuanta más carga le ponen más erguido se muestra!
Mejor hubiera dicho un elefante. De todos modos, el símil era absolutamente falso, porque a un caballo, por noble que sea su raza, si le ponen una carga demasiado grande concluirá por echarse.
A estas razones, proferidas con voz estentórea, acompañaba tan espantable agitación de brazos y piernas que yo estaba temiendo que se abrazase a una de las columnas del pórtico y desplomase como Sansón el edificio sobre nosotros y sobre él mismo.
El exiguo catedrático de Retórica y Poética a su lado, vestido de toga parecía el rey de Liliput acompañando a Gulliver. Inmóvil y sonriente, nos contemplaba con ojos de lástima y exclamaba de vez en cuando suavemente:
—¡Ni en las enmarañadas selvas del Africa!
Era la manera más retórica y poética de llamarnos cafres u hotentotes.
Pero las voces del cura eran tan altas, tan bárbaras, que debían de oírse no sólo en Oviedo sino en sus contornos.
—¡Adentro! ¡Adentro, majaderos! ¡Adentro ahora mismo o les pisoteo a ustedes como miserables hormigas!
¿Qué pasó allí entonces? Pues nada; que uno a uno fuimos entrando todos como mansos corderos en cátedra.
Desde entonces perdí la confianza en mí mismo y no creo tampoco en el valor de las muchedumbres.
En otra ocasión más alegre se ofrece a mi memoria y se me representa la figura greco-romana de mi catedrático de Retórica. Poseía este señor en la falda de la colina que protege a Oviedo de los vientos del Norte una quinta o sitio de recreo donde descansaba de sus trabajos sobre las raíces griegas trabajando las raíces de las coles.
Era una quinta pequeña, muy pequeña, tan pequeña que, según decían en Oviedo, cuando el único grillo que la habitaba salía a cantar fuera de su agujero, el profesor se veía obligado a retirarse de la finca.
Sin embargo, nuestro catedrático la tomaba muy en serio: y cuando se hallaba dentro de ella procuraba imitar en cuanto fuese posible unas veces a Horacio y otras a Cincinato.
Trabajaba la tierra con sus propias manos, reposaba después como Títyro bajo la fronda de un árbol y no tocaba la flauta porque no sabía. En cambio libaba de buen grado alguna vez no el Falerno, no el Siracusa, pero sí nuestro vino de la Nava que no les cede a aquéllos en aroma y energía.
Y cuando regresaba de su huerto después de pasar allí algunas horas trabajando, reposando y libando, y entraba en clase, nuestro profesor no parecía de este siglo sino el mismo Marco Fabio Quintiliano que se tomase la molestia de salir de la tumba para explicarnos el régimen de los verbos intransitivos.
Aconteció que un día de fiesta salimos de madrugada cinco o seis chicos para cazar pájaros con liga provistos cada cual de su correspondiente jaula. Anduvimos largo tiempo por la falda de la colina y apenas cazamos nada. Al cabo, muy fatigados y sudorosos, nos decidimos a regresar a nuestras casas, pues se acercaba la hora del mediodía. Cuando ya caminábamos velozmente la vuelta acertamos a ver, no muy lejos, la minúscula finca de nuestro profesor cercada por una lastimosa paredilla. No sé a quién de nosotros se le ocurrió hacerle una visita. Se decía que era sumamente afable cuando se hallaba entregado a las faenas agrícolas y que le placía recibir entonces la visita de sus discípulos.
Entramos pues allí por una desvencijada puertecilla y en efecto lo primero que vemos es a nuestro catedrático en mangas de camisa con la azada entre las manos en actitud de arrancar patatas.
A pesar de hallarse en esta posición poco brillante le saludamos con el mayor respeto y él nos acogió con la gravedad afable de un viejo romano de la noble familia de los Priscos.
—Hijos míos—nos dijo así que terminaron los saludos—, Marius Curius fué el más grande de los romanos de su tiempo. Después de haber vencido a muchos pueblos belicosos y haber arrojado a Pirro de Italia y gozado tres veces los honores del triunfo, se retiró a una humilde cabaña como esta que aquí ven ustedes y cultivó por sí mismo un pequeño huerto. Cuando los embajadores de los Sammitas vinieron a ofrecerle oro, que él rehusó, estaba sentado al pie de su hogar ocupado en cocer nabos… El emperador Diocleciano después de veinticinco años de glorioso reinado abdicó voluntariamente el cetro y fué a encerrarse en su pequeño retiro de Salónica. Allí vivió tranquilo y feliz algunos años haciendo lo que yo hago en este momento. Cuando de nuevo le ofrecieron la púrpura respondió sonriendo compasivamente: «Si vieseis todas las coles que yo he plantado este año por mi mano en Salónica no me aconsejaríais ciertamente cambiar parecida felicidad por una corona.»—¡Mirad, mirad, hijos míos, puedo decir yo también, qué hermosas patatas cosecho este año!
Admiramos mucho aquellas patatas, que nada tenían de admirables. La perspectiva de los exámenes, que se hallaban próximos, nos las hacían interesantes en aquel momento.
Luego nos invitó a sentarnos en un banco rústico, y frente a nosotros, sin soltar de la mano la azada, prosiguió:
—¡Beatus ille, hijos míos, dichoso aquel que apartado de los negocios y libre de todo cuidado cultiva los campos de sus padres! Así exclama Horacio en el Epodo segundo. Y nuestro dulce Fray Luis de León imitándole felizmente decía:
¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruido!
La naturaleza, queridos niños, obra sobre el corazón, y la vida campestre inspira dulces sentimientos disponiéndonos a la felicidad. El amor de los campos, el reposo y el gusto de la bella naturaleza me seducen tanto como a Horacio y a Fray Luis de León, y aquí en este pobre y apartado fundo, lejos de la urbe tumultuosa (señalando con la mano hacia Oviedo) hago revivir los tiempos de la edad de oro y renuncio de buen grado a todos los placeres del mundo, a los esplendores de la ciudad, al brillo de las grandezas y al espectáculo de la disipación, prefiriendo los duros trabajos del labrador y sus placeres inocentes.
Nosotros sentíamos una sed horrorosa. Así que no podíamos prestar la atención debida a aquel elogio de la vida campestre.
Uno se aventuró a interrumpirle suplicándole que nos diese un poco de agua, si es que la tenía.
No le sentó bien la interrupción y nos dijo poniéndose serio:
—Ahí dentro hallarán ustedes el ánfora. Pueden ustedes beber de ella, pero cuiden de dejarme un poco de agua, porque la fuente está lejos y no tengo acomodo ahora de enviar a ella.
Entramos en la cabaña de Marius Curius. El ánfora era un grueso y panzudo botijo, el cual si tuviera vergüenza, que no la tenía, se ruborizara de oírse llamar de aquella suerte. Cuando llegó a mí contenía ya poca agua, pues mis compañeros habían bebido antes. Así que bebí toda la que restaba sin acordarme de la prevención del catedrático.
Al fin nos despedimos de éste elogiando de nuevo con palabras entusiastas sus ruines patatas. Ciertamente que sólo la perspectiva del examen podía volvernos tan rastreros aduladores de aquellos tubérculos.
Al día siguiente en cátedra se quejó amargamente de nuestra conducta inconsiderada. Pronunció un discurso declamatorio y lacrimoso como siempre, que duró bien media hora. Nos recriminó del modo más patético que puede imaginarse, haciendo pronósticos pavorosos acerca de nuestro porvenir. De este discurso memorable, como todos los suyos, repleto de apóstrofes, hipotiposis, epifonemas y otras figuras retóricas sólo recuerdo esta frase pronunciada con acento dolorido que iba derecha al corazón.
—¡Dejar a su viejo maestro en un páramo erial sin una gota de agua con que humedecer sus labios!
No fué ese mi propósito: lo declaro con la mano puesto sobre el corazón. Apremiado por la necesidad la satisfice sin acordarme en tal instante de mi viejo maestro.
Si se profundiza adecuadamente se hallará razón parecida en casi todas las maldades que se cometen en el mundo.