Ignoro si la excomunión en que incurrí era mayor o menor, de las llamadas ferendae, sententiae o de latae sententiae; pero es innegable que había incurrido en una de ellas.

Contaba yo a la sazón siete años y acaeció poco después de mi primera hegira a Entralgo.

En el convento de San Bernardo de Avilés vegetaba, renqueaba, salmodiaba el oficio y se atascaba de rapé la nariz desde hacía setenta años una hermana de mi bisabuela llamada doña Florentina. Había entrado en él a los doce años: por consiguiente tenía ochenta y dos. En la familia no se la llamaba madre Florentina ni hermana Florentina, aunque fuese monja profesa. Mi misma madre cuando hablaba de ella decía siempre: «mi tía doña Florentina».

Aquel convento de San Bernardo ejercía sobre mí un atractivo inexplicable al que se mezclaba un poquito de miedo. Cuando mi madre me llevaba a misa, en vez de atender al oficio divino pasaba el tiempo en extática contemplación del coro de las monjas que al través de la verja de hierro se veía envuelto en tenue y fantástica claridad. Era una claridad adorable, misteriosa. Las blancas figuras de las religiosas y sus voces plañideras, y sus rezos incomprensibles hacían palpitar mi corazón con vagos anhelos de felicidad celestial. Mi cabeza infantil se poblaba de sueños hasta que mi madre me daba sobre ella un coscorrón invitándome a volverla hacia el altar mayor.

Además el convento ofrecía para mí un atractivo infinitamente mayor y que nada tenía de fantástico. De allí salían unas rosquillas embutidas de crema y bañadas de azúcar que parecían fabricadas por los ángeles y un cierto confite llamado flor de azahar más divino todavía. Se componía de unas escamitas blancas y tan dulces que se pasaban sin sentir. No he vuelto a comerlo en mi vida ni he logrado siquiera verlo, a pesar de las largas y serias investigaciones que para ello llevé a cabo.

No sé si sería a causa de las rosquillas o por otro motivo espiritual, pero es lo cierto que mi madre respetaba mucho a su tía doña Florentina. Mi padre, no tanto. Decía que era una inocente, que su desarrollo intelectual se había detenido en el momento de entrar en el convento y que seguía siendo una niña de doce años. Contaba riendo que habiéndole preguntado un día:

—Pero tía, ¿cómo es posible que haya usted repetido durante setenta años todas esas oraciones en latín sin entenderlas?

—Hijo mío—le contestó la pobre vieja alzando compungida los ojos al cielo—esas son palabras demasiado sublimes y misteriosas para nosotras.

Por supuesto mi padre se guardaba de pronunciar estos juicios delante de los niños y yo respetaba a mi tía doña Florentina casi tanto como al arcángel San Rafael.

Mi madre me enviaba algunas veces al convento con Pepa para traer o llevar algún recado a su tía. Esta Pepa, nuestra criada, era una mujer estúpida y embustera, estúpida y embustera aun para criada, que me contaba cómo había visto al diablo varias veces allá en su aldea, el cual le había tomado ojeriza sin saber por qué. Cuando por la noche dejaba la cocina, bien limpia y bien arregladita, a la mañana siguiente la encontraba toda sucia y revuelta, los pucheros fuera de su sitio, la pila del agua llena de inmundicias, la ceniza esparcida por el suelo. Una noche le había acechado y le vió entrar por el tubo de la chimenea. Entonces ella hizo la señal de la cruz y el diablo lanzó un rugido y se escapó de nuevo por la chimenea, pero ella pudo agarrarle la punta del rabo y le hubiera retenido a no ser porque el maldito se volvió rápidamente y le dió un terrible mordisco en la mano.

A mí con esas cosas se me erizaban los cabellos.

Mi tía doña Florentina nos hablaba casi siempre por detrás del torno y estos coloquios excitaban mi imaginación aunque lo que nos decíamos nada tenía de misterioso. Me preguntaba por la salud de mi madre, siempre vacilante, si había salido bueno el dulce de ciruela que nos había enviado, si sabía ya el catecismo y si llevaba siempre en el pecho la medalla que me había regalado. Por el torno me pasaba también algunos paquetitos de aquel dulce de azahar de feliz recordación.

Pero alguna que otra vez mi tía doña Florentina abría la gran puerta del zaguán y se mostraba de cuerpo entero. Al través de esta puerta se veía el claustro con su vetusta arquería de piedra y en el centro algunos árboles cuyo follaje apenas dejaba entrar la luz en él. Nada me ha parecido jamás en la vida más poético, más fantástico y misterioso que aquel claustro del convento de San Bernardo. Se hallaba más bajo que el portal, de suerte que para pasar a él era necesario descender un escalón. Mi tía de la parte de adentro parecía mucho más pequeña que Pepa y su cabeza casi estaba al nivel de la mía. En esta forma nos recibía y nos hablaba. Es decir, se hablaban ella y Pepa, porque yo permanecía silencioso y sobrecogido contemplando aquel claustro sombrío y encantado, el cual me atraía, me fascinaba como la ninfa Loreley debajo del agua fascina a los que contemplan el fondo del mar desde la orilla.

Mi tía era gárrula; mi criada Pepa lo era aún más. Charlando, charlando, dejaban transcurrir el tiempo y llegaban casi a olvidarse de que yo estaba allí.

Acaeció que un día cedí a la fascinación que sobre mí ejercía aquel claustro y aunque era un pecado horrible, sin darme cuenta de lo que hacía bajé el escalón y me introduje en él. Mi tía y Pepa se hallaban tan embebidas en su charla que no se dieron cuenta de mi ausencia.

Yo dejaba deslizar mis pasos sacrílegos sobre las losas húmedas y parecía querer beber con los ojos el encanto misterioso de aquel paraje. La luz del sol, que se filtraba con trabajo por el follaje de las acacias y los plátanos, formaba arabescos en el pavimento. Una fuente de piedra, deteriorada, cubierta de musgo hacía correr un hilito de agua con rumor melancólico. Un pájaro cantaba entre las hojas y me parecía distinto de los pájaros que hasta entonces había oído. Era un pájaro ascético, litúrgico y enclaustrado también como las monjas.

Mas he aquí que mi tía Florentina me echa al fin de menos, vuelve la vista a todos lados y me divisa allá a lo lejos. Lanza un grito, eleva sus manos al cielo y exclama con desesperación:

—¡Ay, hijo de mi alma, que estás excomulgado!

Yo debí contestarle entonces:

—Señora y tía mía, está usted en un error. A la excomunión deben preceder las moniciones canónicas exigidas por las palabras mismas de Jesucristo en el Evangelio y por la doctrina de la Iglesia. El Concilio de Lyon mandó que fuesen tres o una sola, según los casos: nisi factis necessitas aliter ea suaserit moderanda. El Concilio de Trento determinó que hubieran de preceder por lo menos dos amonestaciones.

Nada de esto dije porque no lo sabía. Lo único que hice fué no hacer nada. Quedé paralizado, yerto y debí ponerme más blanco que un papel. Sentí también que algo como si fuese una entraña se me desprendía allá dentro.

La tía Florentina corrió hacia mí y a empellones me llevó hasta la puerta y sin decir palabra la cerró con gran estrépito.

Pepa y yo quedamos aterrados, mudos, y salimos del convento apresuradamente. Mi terror y mi angustia eran tan grandes que no podía siquiera llorar. Pepa no pronunciaba una palabra. Al cabo tuve fuerza para decirle:

—Pepa, no dirás nada a mamá, ¿verdad?

—No; no diré nada—me respondió secamente.

Al cabo de un rato la pregunté tímidamente:

—¿Los excomulgados no pueden oír misa?

—No; los excomulgados no pueden oír misa ni pueden rezar.

Al cabo de otro rato más largo aún le pregunté de nuevo:

—¿Crees que don Manolito el capellán de las monjas me puede levantar la excomunión?

—No; don Manolito no tiene poder para ello. Es necesario que hagas mucha penitencia y luego vayas a Roma para que el Papa te perdone.

Entonces callé y me decidí a hacer penitencia.

Aquella tarde me dió mi madre para merendar unas ciruelas y sigilosamente las arrojé por el tubo del retrete. Por la noche también me levanté de la mesa sin comer el postre. Al día siguiente pasé largos ratos de rodillas y con los brazos en cruz y después de comer salí con el postre en la mano pretextando que iba a comerlo al balcón pero fué para arrojarlo igualmente al retrete.

No recuerdo bien ahora las penitencias que hice en aquellos días, pero fueron muchas y terribles. Sé que me levantaba en medio de la noche y me acostaba sobre el duro entarimado y que me pinchaba alguna vez los brazos con un alfiler. Hasta se me ocurrió meter algunas ortigas en la cama, pero no las hallé en el jardín. Vagaba silencioso por la casa, rechazaba la compañía de mi primo José María que tanto me placía, lloraba amargamente oculto en los rincones y no parecía siquiera por la sala cuando había gente.

No sé quién ha dicho que las excomuniones engordan. ¡Mentira! Yo me puse en ocho días flaco y amarillo que daba pena verme. Mi madre dijo un día en voz alta:

—Este niño está enfermo; hay que llamar a don Gregorio.

Don Gregorio era el monstruo que ya conoce el lector. Yo protesté que nada tenía y nada me dolía.

Una de las penas para mí mayores y la más afrentosa era que Pepa huía de mí como si temiese contaminarse de mi herejía. Alguna vez cuando me encontraba por los pasillos clavaba en mí una mirada severa y me decía con acento lúgubre e imperioso:

—¡Niño, haz penitencia!

Otra cosa que no podía sufrir era que me llamasen para rezar el rosario. Hacía esfuerzos increíbles de habilidad buscando pretextos para no rezarlo. Cuando no podía menos cerraba la boca herméticamente sin responder a la oración. Esto, como es lógico, me valía algunos pellizcos de mi piadosa madre.

En fin, tales cosas hice y tan extraña fué mi conducta que aquélla me llamó a capítulo. Se encerró conmigo en el cuarto de la plancha y me hizo sufrir un apremiante interrogatorio.

Recuerdo que era el santo de mi padre. Habían sido invitadas diez o doce personas, casi todos parientes, a comer, y estaban de sobremesa. Desde la habitación en que nos hallábamos se oía el ruido de su conversación.

—Vamos a ver niño, quiero que me digas qué es lo que te pasa. ¿Por qué estás tan triste? ¿Por qué no juegas? ¿Por qué no comes? ¿Por qué huyes de todo el mundo?

Afirmé descaradamente que no me pasaba nada digno de mencionarse. Pero mi madre estaba resuelta a descubrir el secreto y empleando alternativamente las caricias y las amenazas logró arrancármelo.

—Mamá—le dije al cabo—yo quiero ir a Roma.

Mi madre abrió los ojos como si hubiera visto en aquel momento bajar por el aire volando un buey y posarse sobre la flecha de la torre de la iglesia de San Francisco.

—¡Niño! ¿Qué dices? ¿Cómo quieres ir a Roma?

—Quiero ir a pie.

Mi madre abrió otra vez los ojos como si escuchase gritar al buey desde la torre: «¡Viva la república!»

—¡Niño! ¿Te has vuelto loco? ¿Pero qué estás ahí diciendo? ¿Por qué dices eso?

Entonces yo caí en sus brazos y exclamé sollozando:

—¡Mamá, porque estoy excomulgado!

Y entre suspiros y sollozos le conté todo lo que me había ocurrido. Yo pensé que mi buena mamá iba a quedar aterrada, pero ¡oh sorpresa! en vez de eso comienza a reír como una loca exclamando:

—¡Ay qué gracia! ¡excomulgado! ¡excomulgado!

Y me abraza y me besa repetidas veces.

Inmediatamente llama a mi padre y sin dejar de reír le dice:

—¿No sabes que este niño está excomulgado?

Y mi padre suelta la carcajada igualmente como si fuera un caso chistosísimo. Me hace contar de nuevo la ocurrencia y limpiándome las lágrimas y besándome tiernamente como había hecho mi madre me lleva hasta el comedor. Todo el mundo estaba alegre allí y recuerdo que hasta las señoras tenían unas chapitas rojas en las mejillas.

Mi padre abrió la puerta y empujándome adentro dice en voz alta:

—Ahí tenéis un niño que afirma que está excomulgado.

Carcajada general. Todos se ponen a gritar a un tiempo:

—¡Excomulgado! ¡excomulgado! ¡excomulgado! ¡ja! ¡ja! ¡ja! ¡excomulgado! ¡ja! ¡ja! ¡ja!

Se armó una batahola infernal. Uno me ofrecía un pastelito, otro una copa de cognac, otro un cigarro; me besaban, me zarandeaban, me estrujaban sin dejar de reír y de exclamar:

—¡Excomulgado! ¡excomulgado!

Tanto rieron que al cabo también yo concluí por reír. Y he aquí cómo a fuerza de carcajadas logré entrar de nuevo en el seno de la Iglesia católica.